Sunday, April 14, 2013

Augusto Monterroso (1921-2003)


Augusto Monterroso (1921-2003) es la máxima figura hispánica del género más breve de la literatura, el microrrelato, y una de las personalidades más entrañables, no sólo por su modestia y sencillez, sino también por su excepcional inteligencia y su exquisita ironía.
Autodidacta por excelencia, abandonó sus estudios tempranamente, para dedicarse por completo a la lectura de los clásicos, que amó con pasión, como a Cervantes, cuyo influjo es evidente en su obra.
Guatemalteco de adopción y centroamericano por vocación, dedicó una buena parte de su vida a luchar contra la dictadura de su país, antes de darse a conocer internacionalmente con el cuento «El dinosaurio», que, se dice, es el más breve de la literatura en español. Maestro de fábulas, aforismos y palindromías, su papel docente fue de capital importancia en la formación de los más conocidos escritores hispanoamericanos, y de otras latitudes.

Es el tercer libro de Monterroso y se inaugura con una cita de Lope de Vega: «Quiero mudar de estilo y de razones», es decir, que el autor prosigue con su intención de no crear un modelo fijo de escritura y antes bien se proyecta en el devenir continuo de formas literarias que le permiten, sin embargo, tratar los temas que le interesan desde sus inicios en la literatura. Esta vez, el ensayo, en su variante de reflexión literaria, va a ser la forma predominante en 
Movimiento perpetuo (1972), si bien, esta obra, como indica su título es un oscilar imparable entre distintos géneros, porque como asegura su autor en el «Prefacio» el ensayo es cuento que, incluso llega a ser poema. 



 AUGUSTO MONTERROSO

 Movimiento perpetuo

    

 La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo.


 Quiero mudar de estilo y de razones.
 Lope de Vega

  Las moscas

 Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres. Hace años tuve la idea de reunir una antología universal de la mosca. La sigo teniendo . Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una empresa prácticamente infinita. La mosca invade todas las literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca. No hay verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado un poema, una página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has hecho te aconsejo que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son Euménides, Erinias; son castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán para siempre. Ellas vigilan. Son las vicarias de alguien innombrable, buenísimo o maligno. Te exigen. Te siguen. Te observan. Cuando finalmente mueras es probable, y triste, que baste una mosca para llevar quién puede decir a dónde tu pobre alma distraída. Las moscas transportan, heredándose infinitamente la carga, las almas de nuestros muertos, de nuestros antepasados, que así continúan cerca de nosotros, acompañándonos, empeñados en protegernos. Nuestras pequeñas almas transmigan a través de ellas y ellas acumulan sabiduría y conocen todo lo que nosotros no nos atrevemos a conocer. Quizá el último transmisor de nuestra torpe cultura occidental sea el cuerpo de esa mosca, que ha venido reproduciéndose sin enriquecerse a lo largo de los siglos. Y, bien mirada, creo que dijo Milla (autor que por supuesto desconoces pero que gracias a haberse ocupado de la mosca oyes mencionar hoy por primera vez), la mosca no es tan fea como a primera vista parece. Pero es que a primera vista no parece fea, precisamente porque nadie ha visto nunca una mosca a primera vista. A nadie se le ha ocurrido preguntarse si la mosca fue antes o después. En el principio fue la mosca. (Era casi imposible que no apareciera aquí eso de que en el principio fue la mosca o cualquier otra cosa. De esas frases vivimos. Frases mosca que, como los dolores mosca, no significan nada. Las frases perseguidoras de que están llenas nuestros libros.) Olvídalo. Es más fácil que una mosca se pare en la nariz del papa que el papa se pare en la nariz de una mosca. El papa, o el rey o el presidente (el presidente de la república, claro; el presidente de una compañía financiera o comercial o de productos equis es por lo general tan necio que se considera superior a ellas) son incapaces de llamar a su guardia suiza o a su guardia real o a sus guardias presidenciales para exterminar una mosca. Al contrario, son tolerantes y, cuando más, se rascan la nariz. Saben. Y saben que también la mosca sabe y los vigila; saben que lo que en realidad tenemos son moscas de la guarda que nos cuidan a toda hora de caer en pecados auténticos, grandes, para los cuales se necesitan ángeles de la guarda de verdad que de pronto se descuiden y se vuelvan cómplices, como el ángel de la guarda de Hitler, o como el de Jonhson. Pero no hay que hacer caso. Vuelve a las narices. La mosca que se posó en la tuya es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra. Y una vez más caes en las alusiones retóricas prefabricadas que todo el mundo ha hecho antes. Pues a pesar tuyo haces literatura. La mosca quiere que la envuelvas en esa atmósfera de reyes, papas y emperadores. Y lo logra. Te domina. No puedes hablar de ella sin sentirte inclinado hacia la grandeza. Oh, Melville, tenías que recorrer los mares para instalar al fin esa gran ballena blanca sobre tu escritorio de Pittsfield, Massachussetts, sin darte cuenta de que el Mal revoleteaba desde mucho antes alrededor de tu helado de fresa en las calurosas tardes de niñez y, pasados los años, sobre ti mismo en el crepúsculo te arrancabas uno que otro pelo de la barba dorada leyendo a Cervantes y puliendo tu estilo; y no necesariamente en aquella enormidad informe de huesos y esperma incapaz de hacer mal alguno sino a quien interrumpiera su siesta, como el loquito Ahab, ¿Y Poe y su cuervo? Ridículo. Tú mira la mosca. Observa. Piensa.

  
 Linneo ha podido decir que tres moscas consumen un cadáver tan aprisa como un león.
 Henri Barbuse, El infierno

  
 Movimiento perpetuo

 Pape: Satan, pape: Satan Aleppe
 Dante, Infierno, VII


 —¿Te acordaste?
 Luis se enredó en un complicado pero en todo caso débil esfuerzo mental para recordar qué era lo que necesitaba haber recordado.
 —No.
 El gesto de disgusto de Juan le indicó que esta vez debía de ser algo realmente importante y que su olvido le acarrearía las consecuencias negativas de costumbre. Así siempre. La noche entera pensando no debo olvidarlo para a última hora olvidarlo. Como hecho adrede. Si supieran el trabajo que le costaba tratar de recordar, para no hablar ya de recordar. Igual que durante toda la primaria: ¿Nueve por siete?
 —¿Qué te pasó?
 —¿Que qué me pasó?
 —Sí; cómo no te acordaste.
 No supo qué contestar. Un intento de contraataque:
 —Nada. Se me olvidó.
 —¡Se me olvidó! ¿Y ahora?
 ¿Y ahora?
 Resignado y conciliador, Juan le ordenó o, según después Luis, quizá simplemente le dijo que no discutieran más y que si quería un trago.
 Sí. Fue a servirse él mismo. El whisky con agua, en el que colocó tres cubitos de hielo que con el calor empezaron a disminuir rápidamente aunque no tanto que lo hiciera decidirse a poner otro, tenía un sedante color ámbar. ¿Por qué sedante? No desde luego por el color, sino porque era whisky, whisky con agua, que le haría olvidar que tenía que recordar algo.
 —Salud.
 —Salud.
 —Qué vida —dijo irónico Luis moviéndose en la silla de madera y mirando con placidez a la playa, al mar, a los barcos, al horizonte; al horizonte que era todavía mejor que los barcos y que el mar y que la playa, porque más allá uno ya no tenía que pensar ni imaginar ni recordar nada.
 Sobre la olvidadiza arena varios bañistas corrían enfrentando a la última luz del crepúsculo sus dulces pelos y sus cuerpos ya más que tostados por varios días de audaz exposición a los rigores del astro rey. Juan los miraba hacer, meditativo. Meditaba pálidamente que Acapulco ya no era el mismo, que acaso tampoco él fuera ya el mismo, que sólo su mujer continuaba siendo la misma y que lo más seguro era que en ese instante estuviera acariciándose con otro hombre detrás de cualquier peñasco, o en cualquier bar o a bordo de cualquier lancha. Pero aunque en realidad no le importaba, eso no quería decir que no pensara en ello a todas horas. Una cosa era una cosa y otra otra. Julia seguiría siendo Julia hasta la consumación de los siglos, tal como la viera por primera vez seis años antes, cuando, sin provocación y más bien con sorpresa de su parte, en una fiesta en la que no conocía casi a nadie, se le quedó viendo y se le aproximó y lo invitó a bailar y él aceptó y ella lo rodeó con sus brazos y comenzó a incitarlo arrimándosele y buscándolo con las piernas y acercándosele suave pero calculadoramente como para que él pudiera sentir el roce de sus pechos y dejara de estar nervioso y se animara.
 —¿Te sirvo otro? —dijo Luis.
 —Gracias.
 Y en cuanto pudo lo besó y lo cercó y lo llevó a donde quiso y le presentó a sus amigos y lo emborrachó y esa misma noche, cuando aún no sabían ni sus apellidos y cuando como a las tres y media de la mañana ni siquiera podía decirse que hubieran acabado de entrar en su departamento —el de ella—, sin darle tiempo a defenderse aunque fuera para despistar, lo arrastró hasta su cama y lo poseyó en tal forma que cuando él se dio cuenta de que ella era virgen apenas se extrañó, no obstante que ella lo dirigió todo, como ese y el segundo, el tercero y el cuarto año de casados, sin que por otra parte pudiera afirmarse que ella tuviera nada, ni belleza, ni talento, ni dinero; nada, únicamente aquello.
 —El hielo no dura nada —dijo Luis.
 —Nada.
 Únicamente nada.
 Julia entró de pantalones, con el cabello todavía mojado por la ducha.
 —¿No invitan?
 —Sí; sírvete.
 —Qué amable.
 —Yo te sirvo —dijo Luis.
 —Gracias. ¿Te acordaste?
 —Se le volvió a olvidar; qué te parece.
 —Bueno, ya. Se me olvidó y qué.
 —¿No van a la playa? —dijo ella.
 Bebió su whisky con placer: no hay que dejar entrar la cruda.
 Los tres quedaron en silencio. No hablar ni pensar en nada. ¿Cuántos días más? Cinco. Contando desde mañana, cuatro. Nada. Si uno pudiera quedarse para siempre, sin ver a nadie. Bueno, quizá no. Bueno, quién sabía. La cosa estaba en acostumbrarse. Bien tostados. Negros, negros.
 Cuando la negra noche tendió su manto pidieron otra botella y más agua y más hielo y después más agua y más hielo. Empezaron a sentirse bien. De lo más bien. Los astros tiritaban azules a lo lejos en el momento en que Julia propuso ir al Guadalcanal a cenar y bailar.
 —Hay dos orquestas.
 —¿Y por qué no cuatro?
 —¿Verdad?
 —Vamos a vestirnos.

 Una vez allí confirmaron que tal como Juan lo había presentido para el Guadalcanal era horriblemente temprano. Escasos gringos por aquí y por allá, bebiendo tristes y bailando graves, animados, aburridos. Y unos cuantos de nosotros alegrísimos, cuándo no, mucho antes de tiempo. Pero como a la una principió a llegar la gente y al rato hasta podía decirse, perdonando la metáfora, que no cabía un alfiler. En cumplimiento de la tradición, Julia había invitado a Juan y a Luis a bailar; pero después de dos piezas Juan ya no quiso y Luis no era muy bueno (se le olvidaban afirmaba los pasos y si era mambo o rock). Entonces, como desde hacía uno, dos, tres, cuatro años, Julia se las ingenió para encontrar con quién divertirse. Era fácil. Lo único que había que hacer consistía en mirar de cierto modo a los que se quedaban solos en las otras mesas. No fallaba nunca. Pronto vendría algún joven (nacional, de los nuestros) y al verla rubia le preguntaría en inglés que si le permitía, a lo que ella respondería dirigiéndose no a él sino a su marido en demanda de un consentimiento que de antemano sabía que él no le iba a negar y levantándose y tendiendo los brazos a su invitante, quien más o menos riéndose iniciaría rápidas disculpas por haberla confundido con una norteamericana y se reiría ahora desconcertado de veras cuando ella le dijera que sí, que en efecto era norteamericana, y pasaría aún otro rato cohibido, toda vez que a estas alturas resultaba obvio que ella vivía desde muchos años antes en el país, lo que convertía en francamente ridículo cualquier intento de reiniciar la plática sobre la manoseada base de si llevaba mucho tiempo en México y de si le gustaba México. Pero entonces ella volvería a darle ánimo mediante la infalible táctica de presionarlo con las piernas para que él comprendiera que de lo que se trataba era de bailar y no de hacer preguntas ni de atormentarse esforzándose en buscar temas de conversación, pues, si bien era bonito sentir placer físico, lo que a ella más le agradaba era dejarse llevar por el pensamiento de que su marido se hallaría sufriendo como de costumbre por saberla en brazos de otro, o imaginando que aplicaría con éste ni más ni menos que las mismas tácticas que había usado con él, y que en ese instante estaría lleno de resentimiento y de rabia sirviéndose otra copa, y que después de otras dos se voltearía de espaldas a la pista de baile para no ver la archisabida maniobra de ellos consistente en acercarse a intervalos prudenciales a la mesa separados más de la cuenta como dos inocentes palomas y hablando casi a gritos y riéndose con él para enseguida alejarse con maña y perderse detrás de las parejas más distantes y abrazarse a su sabor y besarse sin cambiar palabra pero con la certeza de que dentro de unos minutos, una vez que su marido se encontrara completamente borracho, estarían más seguros y el joven nacional podría llevarlos a todos en su coche con ella en el asiento delantero como muy apartaditos pero en realidad más unidos que nunca por la mano derecha de él buscando algo entre sus muslos, mientras hablaría en voz alta de cosas indiferentes como el calor o el frío, según el caso, en tanto que su marido simularía estar más ebrio de lo que estaba con el exclusivo objeto de que ellos pudieran actuar a su antojo y ver hasta dónde llegaban, y emitiría de vez en cuando uno que otro gruñido para que Luis lo creyera en el quinto sueño y no pensara que se daba cuenta de nada. Después llegarían a su hotel y su marido y ella bajarían del coche y el joven nacional se despediría y ofrecería llevar a Luis al suyo y éste aceptaría y ellos les dirían alegremente adiós desde la puerta hasta que el coche no arrancara, y ya solos entrarían y se servirían otro whisky y él la recriminaría y le diría que era una puta y que si creía que no la había visto restregándose contra el mequetrefe ese, y ella negaría indignada y le contestaría que estaba loco y que era un pobre celoso acomplejado, y entonces él la golpearía en la cara con la mano abierta y ella trataría de arañarlo y lo insultaría enfurecida y empezaría a desnudarse arrojando la ropa por aquí y por allá y él lo mismo hasta que ya en la cama, empleando toda su fuerza, la acostaría boca abajo y la azotaría con un cinturón destinado especialmente a eso, hasta que ella se cansara del juego y según lo acostumbrado se diera vuelta y lo recibiera sollozando no de dolor ni de rabia sino de placer, del placer de estar una vez más con el único hombre que la había poseído y a quien jamás había engañado ni pensaba engañar jamás.

 —¿Me permite? —dijo en inglés el joven nacional.

  
 Tanta fuerza tiene la mosca al picar, que rasga no solamente la piel del hombre sino aun la del caballo y la del buey; y aun al elefante le causa dolor cuando se le introduce en las arrugas, y con su trompita, según la posibilidad de su tamaño, lo hiere. En cuanto a unirse unas con otras tienen las moscas muy gran libertad, y el macho no deja inmediatamente a la hembra como el gallo, sino que se le une por largo tiempo y la hembra lo soporta y aun lo carga en su vuelo y se va juntamente con el macho, sin que esto los perturbe.
 Luciano, "Elogio de la mosca”.

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