Monday, May 20, 2013

Joseph Conrad


Józef Teodor Konrad Korzeniowski -
 (1857-1924), novelista británico de origen polaco, considerado como uno de los grandes escritores modernos en lengua inglesa, cuya obra explora la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano.
Conrad, cuyo nombre original era Józef Teodor Konrad Korzeniowski, nació en Berdichev, Polonia (actualmente en Ucrania), hijo de un noble polaco. De su padre heredó el amor a la literatura. Quedó huérfano a los 12 años, y a los 16 abandonó la Polonia ocupada por los rusos y se trasladó a Marsella. Durante los siguientes cuatro años navegó en barcos mercantes franceses, también luchó en España en las guerras carlistas en las tropas de don Carlos y vivió una historia de amor que lo llevó al borde del suicidio. Posteriormente se puso al servicio de la Marina mercante inglesa y obtuvo la nacionalidad británica en 1886, al cabo de unos años cambió su nombre para que sonara más inglés. Durante la década siguiente navegó mucho, sobre todo por Oriente. Las experiencias de Conrad, especialmente en el archipiélago malayo y en el río Congo durante 1890, se reflejan en sus relatos, escritos en inglés, que era su cuarta lengua tras el polaco, el ruso y el francés. Publicó su primera novela y se casó con Jessie George en 1895.
Conrad escribió 13 novelas, dos libros de memorias y 28 relatos cortos, pese a que escribir le resultaba difícil y doloroso, como refleja este comentario suyo tras completar la novela Nostromo (1904), considerada por muchos críticos como su obra maestra: `un triunfo por el que mis amigos podrán felicitarme como si hubiera salido de una grave enfermedad`. Además del esfuerzo de escribir, sobrellevó el sufrimiento que le producía la gota, así como la parálisis de su mujer y los exiguos ingresos que obtenía de su trabajo.
La vida en el mar y en puertos extranjeros constituye el telón de fondo de casi todos sus relatos, pero su obsesión fundamental fue la condición humana y la lucha del individuo entre el bien y el mal. Con frecuencia el narrador es un marino retirado -posiblemente el alter ego de Conrad, puesto que algunas de sus novelas se consideran autobiográficas-, ejemplo de ello es su primera obra publicada, La locura de Almayer (1895).
Una de las novelas más conocidas de Conrad es Lord Jim (1900), en la que explora el concepto del honor a través de las acciones y sentimientos de un hombre que se pasa la vida intentando expiar su cobardía durante un naufragio ocurrido en su juventud. Otras obras suyas son: El negro del Narciso (1897), centrada en un marinero negro, El agente secreto (1907), sobre los anarquistas londinenses, Bajo la mirada de Occidente (1911), ambientada en la Rusia represiva del siglo XIX, Victoria (1915), ambientada en los mares del sur, y el relato El corazón de las tinieblas (1902).
El corazón de las tinieblas, que revela las aterradoras profundidades de la corruptibilidad humana, es una de las historias más conocidas de Conrad.
Casi todas sus obras reflejan cierta tristeza. Su estilo es rico y vigoroso, y su técnica narrativa se sirve con habilidad de las interrupciones en el discurso cronológico. La construcción de sus personajes es sólida y eficaz.
Conrad murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, en 1924. Influyó de manera decisiva en la novela moderna, y su obra le valió el reconocimiento de destacados contemporáneos suyos como Arnold Bennett, John Galsworthy, Ford Madox Ford, Stephen Crane y Henry James.

***

En 1910, Josef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, es decir, Joseph Conrad, retirado de la marina mercante británica dedicaba su tiempo a la escritura no sólo de
novelas y cuentos, sino también de prosas críticas y artículos para un periódico londinense. En una de estas colaboraciones, recogida en Notes on Life and Letters,
Conrad plantea una idea que se filtra como líquido vital y como problema moral en gran parte de sus obras: el hombre enfrentado a la disyuntiva de la eterna elección
entre el bien y el mal. Observa el narrador:
Los más de nosotros nos hemos descubierto en un momento u otro cierta disposición a perdernos por el mal camino. ¿Y qué hemos hecho, en nuestro
orgullo y cobardía? Echando miradas furtivas y aguardando el momento oscuro hemos enterrado nuestro descubrimiento discretamente, para seguir
luego en la misma dirección de antes y en esa senda tan transitada, que no tuvimos el valor de dejar y que ahora, más claramente que nunca, advertimos
que no es sino el largo camino que lleva a la tumba.

Esta declaración, extraña en sí misma, parecería señalar cierta proclividad en Conrad hacia el "mal camino", pero una lectura cuidadosa nos permite comprender el sentido profundo de dicha aseveración, la cual convoca la certeza de que toda
elección conlleva riesgos, pero que el más severo, mortal para el espíritu antes que para la carne, es soslayar la posibilidad del cambio y la apuesta moral que ello
significa.
Hijo de Apollo Korzeniowski, un nacionalista polaco, Conrad nació el año de 1857 en Berdyczew, región ucraniana de Polonia, entonces dominada por el ejército ruso.
Desde finales del siglo XVIII, Polonia se encontraba ocupada por tres potencias que se habían repartido su territorio —Rusia, Prusia y Austria—, y desde entonces la
familia de Conrad participó en la lucha por la liberación. Esta participación culminó con la muerte de sus padres, quienes, obligados a cumplir trabajos forzados en Rusia, vivieron siete años en el exilio.
Bajo la custodia de un tío, Conrad pasó la infancia en Kiev, y en Cracovia la adolescencia. Después de viajar por Alemania, Suiza e Italia, abandona su tierra
natal, recientemente liberada, y a los 17 años se traslada al sur de Francia donde conoce la que sería la gran pasión de su vida, el mar; asimismo, obtiene su primer trabajo al servicio de la marina mercante francesa, embarcándose en el Mont-Blanc
con destino a las Indias.
Sin embargo, su colaboración con el comercio francés fue breve, cuatro años escasos. Agobiado por las deudas, y después de un intento de suicidio, Conrad
decide cambiar de aires. En 1878 inicia una carrera de 16 años en la flota de Inglaterra, país cuyo idioma desconocía y del que adopta la nacionalidad en 1886.
Diez años después se casará con la inglesa Jessie George.
Durante su servicio marítimo, Conrad viajó a diversos países, tanto asiáticos como africanos, experiencia que posteriormente se reflejaría en su obra. Así, en 1890,
contratado por la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Congo, realiza un viaje que por varias razones resulta desastroso: las dificultades padecidas le dejaron
secuelas emocionales que a lo largo de toda su vida reaparecen con frecuencia. Cuatro años después, a pesar suyo, abandona el mar y se dedica exclusivamente a
la literatura.
Su obra tuvo que esperar algunos años para ser aceptada por el gran público; en contraste, desde la aparición de los primeros títulos de este autor, escritores como
Henry James y H. G. Wells vieron en su narrativa la revelación de un gran escritor.  Extranjero de la lengua en que escribió, Conrad es considerado uno de los más
importantes exponentes de la literatura inglesa de este siglo. Catalogarlo únicamente como un escritor de novelas de aventuras simplifica el valor de su obra. La aventura
en Conrad es distinta a la de los viajes acechados por los peligros de la naturaleza. Otros son, en su caso, el viaje y los peligros. La aventura es diferente porque se trata del enfrentamiento moral del hombre no sólo con el destino, sino con su propio
albedrío. Y sin embargo, es una apuesta trágica, llevada al extremo de la representación sin héroes, pues los personajes de Conrad poseen dimensiones
contrarias a lo heroico, en los términos arquetípicos de la tragedia y la epopeya clásicas.
Sólo el hombre "capaz de gracia", en palabras del novelista, puede superar favorablemente la línea de sombra que preside su destino, frontera entre el bien y el
mal, entre la honra y el deshonor. Los linderos entre la integridad y la cobardía guían la trama de la mayor parte de las narraciones de este autor, siendo Lord Jim (1900)
el ejemplo más notable.
Sin alcanzar la maestría de esta última, El corazón de las tinieblas (1902) es, no obstante, una obra de singulares resonancias. Su acción se desarrolla en el Congo,
lugar de recuerdos nada gratos para Conrad. El viejo marinero Marlow sirve al escritor para contar una historia inquietante (ya antes, en Youth, 1902, y en Lord Jim,
se había valido de este personaje para dotar de verosimilitud a la narración mediante el "testimonio" de un testigo).
La anécdota es por demás sencilla. Marlow decide hacer realidad un sueño de infancia: navegar por un río en medio de la selva. Después de ciertos contratiempos
y gracias a algunas recomendaciones familiares, es nombrado capitán de un barco
que, con motivo del tráfico de marfil, debe recorrer el corazón de la jungla. Su misión es encontrar al agente Kurtz, jefe de una estación río arriba, y preparar su regreso a
la Estación Central de la Compañía.
A partir de la primera mención a Kurtz y hasta su encuentro, la narración de Marlow (una suerte de monólogo ocasionalmente interrumpido para intensificar el suspenso
de la historia) se vuelve cada vez más angustiosa y obsesiva, revelando el verdadero sentido de la obra: el enfrentamiento de Marlow, un hombre "civilizado", ante un ser
de extraordinarias cualidades sumido en la locura, producto de su estancia en la selva.
"Con ese hombre no se habla, se le escucha", señala algún adepto del agente; Kurtz "era una voz", dice a su vez Marlow, y esa sentencia pone de manifiesto una certeza:
el poder devastador de la palabra, su capacidad para transformar vidas y espíritus. La reflexión sobre la naturaleza moldeable del hombre en circunstancias extremas,
surge en Conrad a manera de aviso: "¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre
libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema...?"
Esa región, nombrable sólo mediante la invocación a "los poderes de las tinieblas", forma parte de una crítica que no únicamente involucra al desdichado Kurtz y su
insaciable deseo de poder y riqueza, sino que alude también a los horrores de la colonización, en cualquiera de sus formas o épocas. Al igual que Marlow,
atestiguamos cómo los conquistadores, en nombre de la civilización, llegan incluso a ser más salvajes e inhumanos que los propios nativos.
No es gratuita la aparición, en reiteradas ocasiones, de la palabra ominoso. Quizá sea la que define mejor las circunstancias y ambiente en que se desarrolla este
encuentro. El juego de luces impuesto por Conrad a una historia cuya tensión se mantiene de principio a fin, contribuye de manera decisiva al carácter simbólico del relato: el corazón de las tinieblas es el corazón del hombre.
Malva Flores


I

El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado,
casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea.
El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna
interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las
orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse en una
lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del universo.
El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa,
contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil comprender que  su oficio no se
encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones unidos durante largos periodos de separación, tenía la fuerza de hacernos tolerantes ante las experiencias personales,
y aun ante las convicciones de cada uno. El abogado el mejor de los viejos camaradas tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único almohadón de la
cubierta y estaba tendido sobre una manta de viaje. El contable había sacado la caja de dominó y construía formas arquitectónicas con las fichas. Marlow, sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la espalda en el palo de mesana. Tenía las
mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, el aspecto ascético; con los brazos caídos, vueltas las manos hacia afuera, parecía un ídolo. El director,
satisfecho de que el ancla hubiese agarrado bien, se dirigió hacia nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas palabras perezosamente. Luego se hizo el
silencio a bordo del yate. Por una u otra razón no comenzábamos nuestro juego de dominó. Nos sentíamos meditabundos, dispuestos sólo a una plácida meditación. El día terminaba en una serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba
pacíficamente; el cielo, despejado, era una inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las
colinas, cubiertas de bosques, que envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos. Sólo las brumas del oeste, extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a cada minuto más sombrías, como si las irritara la proximidad del sol.
Y por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo desvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer
súbitamente, herido de muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a una multitud de hombres.
Inmediatamente se produjo un cambio en las aguas; la serenidad se volvió menos brillante pero más profunda. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su anchura, a la
caída del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la raza que poblaba sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe que constituye un
camino que lleva a los más remotos lugares de la tierra. Contemplamos aquella corriente venerable no en el vívido flujo de un breve día que llega y parte para
siempre, sino en la augusta luz de una memoria perenne. Y en efecto, nada le resulta más fácil a un hombre que ha, como comúnmente se dice, "seguido el mar" con
reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en las bajas regiones del Támesis. La marea fluye y refluye en su constante servicio, ahíta de recuerdos de hombres y de barcos que ha llevado hacia el reposo del hogar o hacia batallas
marítimas. Ha conocido y ha servido a todos los hombres que han honrado a la patria, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos, con título o
sin título... grandes caballeros andantes del mar. Había transportado a todos los
navíos cuyos nombres son como resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que volvía con el vientre colmado de tesoros, para
ser visitado por su majestad, la reina, y entrar a formar parte de un relato monumental, hasta el Erebus y el Terror, destinados a otras conquistas, de las que nunca volvieron. Había conocido a los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos
partidos de Deptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes; capitanes, almirantes, oscuros traficantes animadores del comercio con Oriente, y
"generales" comisionados de la flota de la India. Buscadores de oro, enamorados de la fama: todos ellos habían navegado por aquella corriente, empuñando la espada y a veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Qué grandezas no
habían flotado sobre la corriente de aquel río en su ruta al misterio de tierras desconocidas!... Los sueños de los hombres, la semilla de organizaciones
internacionales, los gérmenes de los imperios.
El sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguas y comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. El faro de Chapman, una construcción erguida sobre un
trípode en una planicie fangosa, brillaba con intensidad. Las luces de los barcos se movían en el río, una gran vibración luminosa ascendía y descendía. Hacia el oeste,
el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa se marcaba de un modo siniestro en el cielo, una tiniebla que parecía brillar bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las
estrellas.
—Y también éste —dijo de pronto Marlow— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.
De entre nosotros era el único que aún "seguía el mar". Lo peor que de él podía decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también un
vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una vida sedentaria. Sus espíritus permanecen en casa y puede decirse que su hogar —el barco— va siempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco es muy parecido a
otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de cuanto los circunda, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable inmensidad de vida se desliza
imperceptiblemente, velada, no por un sentimiento de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que nada resulta misterioso para el marino a no ser la mar misma, la amante de su existencia, tan inescrutable como el destino.
Por lo demás, después de sus horas de trabajo, un paseo ocasional, o una borrachera ocasional en tierra firme, bastan para revelarle los secretos de todo un
continente, y por lo general decide que ninguno de esos secretos vale la pena de ser conocido. Por eso mismo los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no
era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la
anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.

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