Leopoldo Lugones nació en 1874 en la villa del Río Seco, de la provincia de Córdoba (República de Argentina) y murió en 1938.
Para algunos críticos, Lugones es el mayor de los poetas de la Argentina contemporánea, uno de los mayores de América Latina. Lugones fue un personaje contradictorio hasta su muerte.
Lepoldo Lugones trabajó en el periodismo de su país. Colaboró hasta su muerte en La Nación de Buenos Aires. Fue director de La Montaña. Viajó en varias oportunidades por Europa: 1906, 191 y 1924.
Lugones fue premio Nacional de Literatura de Argentina en 1926, fue también director de la Biblioteca Nacional y la Biblioteca de Maestrtos.
En el campo político fue socialista, anarquista, fascista. En su juventud fue internacionalista a ultranza y en su ocaso nacionalista.
Para el año de 1936 defendió con entusiasmo el dogma de la Purísima Concepción y dos años después se suicidó.
Lugones fue un poeta hábil con la palabra y la retórica. Su modelo fue el escritor Víctor Hugo. Rubén Darío (nuestro gigante centroamericano) le llamó: " apolíneo hercúleo, pérsico, davídico". Lugones fue portentoso en la fantasía y de metáforas gongorinas. "Lugones es un vigoroso temperamento poético; pero la retórica enfática y el desenfreno de la fantasía han maleado lastimosamente casi todas sus producciones". (Cejador).
De la producción Lugoniana me interesa señalar El ángel de la sombra, la única novela que Lugones escribió en su vida, está ciertamente vinculada al romance oculto que mantenía con la joven de quien se había enamorado cuando tenía 52 años. La novela narra precisamente eso, e inserta en la narración alusiones anecdóticas e intertextuales a lo vivido cuya clave es muy fácil rastrear. Este texto anómalo dentro de la producción lugoniana, combinó de manera particular elementos sentimentales, ocultistas, fantásticos, cientificistas, tardomodernistas y de erotismo decadente, de ahí que su lectura, más allá de la mera curiosidad, pueda resultar notablemente productiva y sugerente para interrogarse por la colocación del escritor en el interior del campo literario" TedBrick.
Transcribo los dos primeros capítulos de la novela: El ángel de la sombra:
I
Entre los asuntos de sobremesa que podía-mos tocar sin desentono a los postres de una co-mida elegante: la política, el salón de otoño y la inmortalidad del alma, habíamos preferido el úl-timo, bajo la impresión, muy viva en ese momen-to, de un suicidio sentimental.
Muchas personas deben recordar todavía aquel episodio que truncó una de nuestras más gloriosas carreras artísticas: el caso del malogra-do D. F., que al pie del nicho donde habían sepul-tado por la mañana una muchacha con la cual no se le conocía relaciones, se mató al anochecer de un balazo en el parietal. Lo que más interesaba a las señoras de nuestro grupo, era la singularidad de haber conservado D. F. en su mano izquierda, seguramente a modo de ofrenda póstuma, dos tu-lipanes rojos: extraño recuerdo cuyo sentido debía quedar para siempre incomprensible.
-Los símbolos del amor -había filosofado con sensatez uno de los comensales- no tienen importancia más que para los interesados. Aque-llas flores significaban, probablemente, bien poca cosa.
-¡Poca cosa el misterio de una vida, el secre-to de una tragedia...! -exclamó la más joven de las damas presentes.
-Misterio y secreto vulgarísimos, quizá... -¡Vulgar D. F., un artista de tanto espíritu!
-intervino a su vez la dueña de casa.
Y dirigiéndose a mí con encantadora vivacidad: -Defienda usted, Lugones, que como poeta lo hará mejor, el honor de su gremio ante este monumento de prosa.
El "monumento" era demasiado respetable por su parentesco con la dama y por su anciani-dad para no imponerme la evasiva de una sonri-sa silenciosa.
¡Cosas de artistas! -añadió, justificándola, con la tranquilidad satisfecha de una excelente digestión.
Entonces uno de los convidados, un caballero que habíanme presentado al entrar y en cuyo nombre no reparé, opinó suavemente:
-Morir de amor, nunca es vulgar...
Inútil añadir que obtuvo, al acto, el sufragio de las mujeres.
Pero advirtiendo, tal vez, que su afirmación era demasiado romántica, la atenuó con un poco de impertinencia psicológica:
-La gente incapaz de amar, que es la inmen-sa mayoría, desde luego, se caracteriza por dos creencias falsas: la vulgaridad del amor y el egoísmo de la mujer. Es infalible.
-Cuestión de experiencia -objetó un solte-rón elegante. -"Cada uno habla de la feria..." Y siendo así, me parece muy respetable el pesimis-mo de la mayoría.
-Es que ahí falta la experiencia, precisa-mente. Tanto valdría la opinión de un millón de ciegos sobre la luz. En cambio, aquellos grandes videntes, que con los iniciados del mundo oculto, consideran los dos mayores obstáculos para al-canzar las puertas de oro de la inmortalidad, al orgullo en el hombre y al amor en la mujer. Por-que la mujer no ama sino en la eternidad: victo-riosa de la muerte y del olvido.
Aquellas señoras, inclinadas de seguro al ocultismo cuya literatura empezaba a difundirse en sociedad, concentraron visiblemente sobre el defensor su interés y su simpatía.
-Dolorosamente victoriosa -completó él con la desapasionada seguridad de una enseñanza.- Porque el verdadero amor encierra este imperati-vo terrible: podrá no...hallar correspondencia en la dicha, pero siempre la impondrá en el dolor. Y esto basta para explicarse por qué son tan esca-sos los seres dignos de amar.
-Y el poder de las lágrimas femeninas- concluyó irónico, el anciano caballero.
-Y el poder de las lágrimas femeninas en que tantas veces, señor, se desangra un alma asesinada.
El tono de aquel hombre mantenía su perfec-ta discreción. Y acaso por su misma naturalidad, comunicó a la frase un vigor extraño.
Su rostro de nítida palidez, sus ojos obscuros, no delataban la menor emoción. Pero al fijarme en ellos por primera vez, me sorprendió lo impe-netrable de su negrura.
Al propio tiempo, la joven dama exaltada, po-niendo en él los suyos, preguntó con el desenfado audaz que autorizaba su belleza:
-¿Jugaría usted su inmortalidad al amor o al orgullo...?
El interpelado frunció ligeramente las cejas.
-Carezco de orgullo -dijo -como no sea el nacional que oficialmente debo a la representa-ción de mi país. El orgullo personal es un error. Y si no temiera pasar por jactancioso, lo definiría como un estado de desconfianza en nosotros mis-mos, que concluye cuando ya no abrigamos nin-gún temor de morir.
-¿...Entonces...? -apoyó la interlocutora, insistiendo en su desafío.
-...Sólo queda el amor -aceptó el otro con lisura cortés. Pero la inmortalidad a que se refie-ren los maestros de la sabiduría, prosiguió, no es la bienaventuranza o la condenación de nuestros teólogos, sino el agotamiento de la necesidad que nos obliga a renacer y a morir otras tantas veces, mientras no logremos extinguir toda pasión.
Y para cortar, seguramente, aquel diálogo, generalizando la conversación, añadió con su mismo tono discreto, en el cual insinuábase, no obstante, una gravedad de advertencia:
-Porque en el amor está el secreto del infier-no. O para decirlo con lenguaje más feliz, el se-creto de Francesca. El infierno es la pasión insa-tisfecha que a la otra vida nos llevamos...
Todos habíamos callado alrededor de aquel original. Entonces, como él lo notara:
-Pero yo no soy -dijo riendo -un propa-gandista de la Doctrina Secreta. Recuerdo lo que afirman sus afiliados, y nada más. Sin contar, agregó, dirigiéndose a la dueña de casa, aquel Nocturno de Chopin que se nos había prometi-do...
Acabado el Nocturno, la conversación particu-larizóse en cuatro o cinco grupos.
En el mío, formado de hombres solamente, al-guien comentaba, con cierto despecho a mi enten-der, la provocativa insinuación del dilema de amor y orgullo que Clotilde Molina había plan-teado poco antes al "ocultista".
-¿Quién es? -aproveché para preguntar en voz baja a mi vecino.
-Un diplomático, embajador de no sé dónde.
En ese momento el hombre dirigíase a mí. Conocía algo de mi obra, por trascripción de re-vistas literarias, e invocaba la amistad común de José Juan Tablada y de Sanin Cano.
La verdad es que no me fue simpático; pero la cortesía mediante, dado su carácter de forastero mal conocedor de la ciudad por la noche, llevóme en su compañía hasta el hotel donde se alojaba.
-Seguramente va usted a extrañar mi pre-tensión -díjome de pronto, cuando estábamos a pocos pasos de la puerta. Pero le ruego que suba hasta mi aposento. Tengo que hacerle una comu-nicación de importancia; pues, no obstante mi propósito de permanecer algún tiempo acá, debo partir dentro de dos días.
Más, ante mi indecisión asaz displicente:
-Un mandato -afirmó con acento apre-miante y sordo. Y estrechándome confidencial-mente la mano:
-¡En nombre de Al-Aziz Bil'lah!
Vacilé como ante un abismo de misterio y de duda. Todo un mundo inmemorial, absurdo y trá-gico a la vez, pasó ante mí con este recuerdo:
¡Al-Aziz Bil'lah, el último Imán de los Asesi-nos!
II
Con todo, mi interlocutor debía resultar más sorprendente que su mensaje, por otra parte in-comunicable hasta hoy; aunque el lector habrá comprendido que se refiere a la famosa secta maldita del Oriente, sobre la cual dije todo cuan-to puedo publicar sin felonía, en la narración ti-tulada El puñal.
Empezaré, pues, a referir lo pertinente de la entrevista, desde que habiéndonos instalado en la habitación de mi interlocutor, éste me dijo:
-Aunque estuve, algunos años ha, designa-do en el Japón, que fue donde conocí a Tablada, el encargo que acabo de cumplir me lo dieron para usted en Londres. Vengo de allá directa-mente, acreditado también ante otros dos países limítrofes. Pensaba establecerme acá, pero una amenaza fatal acaba de intervenir en mi desti-no. Aquella señora de... -¿cómo es? -aquella hermosa mujer que se empeñaba en filosofar conmigo...
-¿Clotilde Molina?
-La misma -recordó con tranquilidad. Y luego, sin variar de tono:
-Esa dama se enamoraría de mí.
No pude reprimir un movimiento de disgusto ante tan cínica impertinencia. Pero él, compren-diéndolo:
-Cuando sepa usted quién soy –repuso- -verá que, además de imposible, eso no tiene para mí ninguna importancia. Sólo me propongo evi-tar una desgracia que puede ser irreparable. Por lo demás, convendrá usted en que mi fuga, deci-dida así, no resulta un acto de tenorio.
Permanecí, como es de suponer, impasible ante esa afirmación que no me interesaba discu-tir ni esclarecer.
-El interés de la historia que va a oír -ex-plicó él entonces- hállase para usted en su vin-culación con el mensaje que le he traído. No sé si usted llegará a entender por completo, ahora; aunque sabe muy bien que el destino de los seres contemporáneos, principalmente si son del mis-mo país y del mismo grupo social o profesional, suele hallarse ligado por antecedentes misterio-sos que el instinto revela bajo el nombre de sim-patía, o que armonizan desde la sombra ciertas entidades llamadas "ángeles de compasión". Pero lo que usted ignora, quizá, es que dichas criatu-ras encarnan a veces, o para ser amadas, y en-tonces truécanse en los "ángeles de adoración" cuyo tipo fue Beatriz, o para amar con amor hu-mano, bajo la noble designación de "ángeles de sacrificio". Y estos seres vienen siempre a la tie-rra bajo forma de mujer.
-De suerte -insinué- que los ángeles de la guarda...
-Provienen de una confusa generalización teológica. La vinculación humana de aquellos seres, no es común, y su encarnación constituye un caso extraordinario. Asimismo, no todas las mujeres son ángeles. Pero la condición angelical sólo existe en la mujer.
-Con lo que viene a ser exacta la interpreta-ción, teológicamente herética, de Boticelli.
-Sin duda, porque los ángeles no se hacen visibles sino en figura femenina.
"Ángeles o demonios", recordé, vulgarizan-do con desacierto.
-¡Triste lugar común! -refutó como apena-do. Hasta para el teólogo más feroz, todo demonio es, al fin, un ángel caído.
Su palidez hablase aclarado con una especie de lejano trasluz, mientras los ojos ahondában-sele, más sombríos que nunca. Sentí que en torno suyo formábase una como depresión aérea, o lento desnivel, que sin ser visible, tendía a atraerme con vaga impresión de vértigo. Y esta sensación fue tan nítida, que resistí, asiéndome instintivamente a los brazos del sillón.
Pero mi interlocutor distrájome a tiempo, agregando sin alterar la mesura de su tono:
-La concepción femenina del ángel, pertene-ce a la más pura alma de artista que haya existi-do nunca: es del beato Angélico, quien, segura-mente, "vio" en un éxtasis, lo que Sandro no haría más que imitar después.
Reaccionando entonces contra aquella situa-ción, tan absurda como el diálogo que la sugería, concluí no sin sarcasmo:
-Fácil era inferirlo por el título popular de "pintor de los ángeles" que daban al dominico.
-Es posible. Pero advierta usted que la creencia en los ángeles es común a todos los pue-blos: hecho singular, puesto que no se trata de seres vinculados a ningún interés capital, como la vida y la muerte, la bienaventuranza o la sal-vación, sino puramente de entidades de belleza. Por lo demás...
-¿Por lo demás, qué? -interrumpí con des-cortesía, bajo el incontenible sobresalto de una inminencia fatal.
-Yo he visto un ángel, señor, y asistí a su sacrificio.
Fue así, claro, sencillo, sin un ademán, sin un gesto, sin una frase.
En el silencio de la noche pareció que se acer-caba la eternidad...
Pero aquí, para evitar la monotonía de un re-lato en primera persona, contaré a usanza co-rriente lo que el protagonista de la historia me refirió:
Obras de Lugones:
Poesía
- Delectación Morosa
- Los crepúsculos del jardín (1905)
- Lunario sentimental (1909)
- Odas seculares (1910)
- El libro fiel (1912)
- El libro de los paisajes (1917)
- Las horas doradas (1922)
- Poemas solariegos, (1927)
- Romances del Río Seco, (1938)
- Cancionero de Aglaura, póstumo.
- La Blanca Soledad
Narrativa
- La guerra gaucha, (1905)
- Las fuerzas extrañas, (1906)
- Cuentos fatales, (1926)
- El Hombre Muerto (1907) publicado por la revista Caras y Caretas.
Novela
- El Ángel de la Sombra, 1926 (fue la unica novela escrita por Lugones, en la que narra su relacion oculta)
Fuentes consultadas:
V. Leguizamón, Julio A: Historia de la literatura hispanoamericana, Buenos Aires, 1945.
Torre Guillermo de: La aventura y el Orden. Buenos Aires, 1943.
Wikipedia.
NOTICIA DE LA SEMANA:
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NOTICIA DE LA SEMANA:
Cuba recupera la figura de Cabrera Infante
Fotografía del año 2002 del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante.
POR ANDREA RODRIGUEZ
THE ASSOCIATED PRESS
LA HABANA -- Tras décadas de ausencia de la comunidad intelectual cubana en la isla, el fallecido narrador Guillermo Cabrera Infante, un exiliado y fuerte opositor a la revolución cubana, volvió gracias a un ensayo sobre su obra publicado por una organización de escritores con vínculos oficiales.
"No es un alegato ni a favor ni en contra" de Cabrera Infante, dijo Elizabeth Mirabal, quien junto a Carlos Velazco presentó el jueves "Sobre los Pasos del Cronista", que indaga en la vida del escritor hasta 1965, cuando se marchó de Cuba.
Cabrera Infante formó parte del llamado "boom" de la literatura latinoamericana de mediados del siglo XX y dos de sus novelas son consideradas clásicas: "Tres tristes tigres" (1965) y "La Habana para un infante difunto" (1979). El escritor también publicó varios volúmenes de cuentos, crónicas y crítica cinematográficas, entre otros.
El libro de Mirabal y Velazco recibió el premio de ensayo de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que agrupa a lo más selecto de los creadores isleños y tiene vínculos con el gobierno, el cual fue blanco de las críticas más duras de Cabrera Infante en su vida.
"Sobre los pasos..." hace un recorrido por la juventud del escritor, sus inicios en la literatura y su trabajo a favor de la revolución, con la que luego rompería.
La contratapa del ensayo (cuya primera edición constó de 1.500 ejemplares) señala la importancia de "rescatar un nombre, el de uno de los más grandes escritores de la literatura nacional".
"Recuperar memoria es un acto de justicia para con la persona y su acción, un ejercicio de salud que mejora nuestra compresión del pasado", agrega el texto.
Durante la presentación estuvieron presentes algunos de los amigos y colegas de Cabrera Infante en su etapa habanera, al igual que el escritor Antón Arrufat, que durante años fue marginado pero que no abandonó la isla; y su primera esposa, Martha Calvo.
Los veinteañeros Mirabal y Velazco son egresados recientes de la carrera de periodismo de la Universidad de La Habana e hicieron su tesis sobre Cabrera Infante.
Nacido en 1929, Cabrera Infante falleció en el exilio en 2005.
Cuando se supo de su deceso no hubo comentarios por parte de las autoridades de la isla o sus dirigentes del sector cultural. El sitio de internet de Casa de las Américas, ligado al gobierno, dio a conocer la noticia lamentando "la obsesión fanática en que se convirtió su posición política contra la Revolución cubana", que incluso llevó "a prohibir la publicación de su obra" en la isla.
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