Hace varios años, mi amiga y Dra en Filología: Margarita Rojas, me recoméndó que me leyera: “Bomarzo” de Manuel Mujica Laínez, que se ha convertido – al menos para mí- en novela de “culto”. Posteriormente, me recomendó: “Los detectives salvajes” de Roberto Bolaño, e igual que la anterior ha sido una de las mejores novelas que haya leído en los últimos tiempos. E igual, mi amiga me ha recomendado las obras de Horacio Castellanos Moya: “El gran masturbador” (cuento) y su fabulosa novela: “Baile con serpientes”. Hoy, yo les recomiendo las novelas de Osvaldo Soriano, que igualmente, la Dra. Margarita Rojas me recomendó, siguiendo el mismo patrón de amistad literaria que nos ha unido desde nuestra adolescencia.
Osvaldo Soriano (Argentina, 1943-1997)
Escritor argentino nacido en Mar del Plata. Su primera novela Triste, solitario y final (1973) fue traducida a doce idiomas. Tras el golpe de Estado de 1976, se trasladó a Bélgica y más tarde a París hasta 1984. Entre sus obras podemos destacar No habra mas penas ni olvido (1983), Cuarteles de invierno (1983), Artistas, locos y criminales (1984), Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988,) A sus plantas rendido un león (1988), Una sombra ya pronto serás (1990), El ojo de la patria (1992), Cuentos de los años felices (1993), historias cortas, la mayoría de las cuales aparecieron en el periódico Página/12, del cual era asiduo colaborador, y La hora sin sombra (1995). El director Héctor Oliveira ha llevado al cine algunas de sus obras. Sus novelas han sido publicadas en veinte paises y traducidas a más 15 idiomas. Murió el 29 de enero de 1997 en la Ciudad de Buenos Aires
Osvaldo Soriano
Una sombra ya pronto serás
Editorial Sudamericana
narrativas aRgentinas
)
Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata en enero de 1943. En 1973 publicó su primera novela Triste, solitario y final, traducida a doce idiomas.
En 1976, después del golpe de Estado,
Soriano se trasladó a Bélgica y luego vivió en París hasta 1984, año en que regresó a Buenos Aires. En 1983 se conoció en Buenos Aires No habrá más penas ni olvido, llevada al cine por Héctor Olivera, que ganó el Oso de Plata en el festival de cine de Berlín. En 1983 se publicaron seis ediciones de Cuarteles de invierno, ya considerada la mejor novela extranjera de 1981 en Italia, y llevada dos veces al cine.
En 1984 apareció Artistas, locos y criminales y * en 1988 Rebeldes, soñadores y fugitivos, colecciones de textos e historias de vidas. Ese mismo año se publicó A sus plantas rendido un león, la novela de más éxito editorial de los últimos años.
Las novelas Triste, solitario y final, No habrá más penas ni olvido, Cuarteles de invierno y A sus plantas rendido un león han sido publicadas en veinte países y traducidas a los idiomas inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés y ruso.
Una sombra ya pronto serás, escrita entre 1989 y 1990, es la quinta novela de Osvaldo Soriano y aparece simultáneamente en Argentina, España, Italia, Francia y Alemania.
Una sombra ya pronto serás
Diseño de tapa: Mario Blanco
Foto de solapa: César Cichero (gentileza de la Editorial Atlántida)
PRIMERA EDICION Noviembre de 1990
CUARTA EDICION Diciembre de 1990
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.
© 1990, Editorial Sudamericana, S.A., Humberto I 531, Buenos Aires.
© 1990, Osvaldo Soriano.
ISBN 950-07-0643-1
Hace tiempo que todo me sale tor-cido: me parece que ahora en el mundo sólo existen historias que quedan en suspenso y se pierden en el camino.
Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero.
Caminito que entonces estabas bordeado de trébol y juncos en flor una sombra ya pronto serás una sombra lo mismo que yo.
Peñaloza, Filiberto, Caminito.
Una sombra ya pronto serás (Fragmento).
Nunca me había pasado de andar sin un peso in el bolsillo. No podía comprar nada y no me quedaba nada por vender. Mientras iba en el tren me gustaba mirar el atardecer en la llanura pero ahora me era indiferente y hacía.tanto calor que esperaba con ansiedad que llegara la noche para echarme a dormir debajo de un puente. Antes de que oscureciera miré el mapa porque no tenía idea de dónde estaba. Hice un recorrido absurdo, dan-do vueltas y retrocediendo y ahora me encontra-ba en el mismo lugar que al principio o en otro idéntico. Un camionero que me había acercado hasta la rotonda me dijo que encontraría una Shell a tres o cuatro kilómetros de allí pero lo único que vi fue un arroyo que pasaba por abajo de un puen-te y un camino de tierra que se perdía en el ho-rizonte. Dos paisanos a caballo seguidos por un perro mugriento iban vareando animales y eso era todo lo que se movía en el paisaje.
El arroyo estaba seco y bastaba con prender unas ramas para que los bichos y las culebras se alejaran enseguida. Al menos eso me dijo el
maquinista con el que hice el primer trecho a pie des-pués que el tren nos abandonó en medio del cam-po. Los otros pasajeros se habían quedado espe-rando que vinieran a buscarlos, pero cuando a la segunda noche el guarda y el maquinista juntaron la comida y se largaron por la vía, yo los alcancé corriendo y así empecé la caminata.
Ahora no sabía adonde iba pero al menos que-ría entender mi manera de viajar. Encendí el fue-go y volví a la ruta a fumar el primer cigarrillo del día. Ya era noche cerrada y estuve escuchando un rato a los grillos y mirando las estrellas. De pron-to recordé a aquel astrónomo alemán que vino a verme indignado por las últimas teorías de Stephen Hawking y me propuso que le desarrollara un programa para calcular la onda gravitacional de un astro fugaz. Quería presentarlo en un con-greso de Frankfurt pero cuando me trajo las pri-meras ecuaciones a mí ya me habían echado del instituto.
Hacía rato que estaba sentado al borde del ca-mino cuando pasó un Sierra tocando bocina y ca-si se lleva por delante la rotonda. Fue el último co-che que vi y a las diez fui a buscar tinas manza-nas que me dejó el camionero porque las manos me estaban temblando de hambre. En el bolso lle-vaba unos grisines que había sacado del comedor del tren, pero me dije que sería mejor dejarlos pa-ra la mañana siguiente. Quería salir temprano, conseguir algo de comer y encontrar a alguien que me acercara hasta una estación donde me devol-vieran la plata del boleto. Con eso podría comprarme algo de ropa porque ya me estaba pare-ciendo a un linyera. Dejé que el fuego se fuera apagando solo, puse el bolso como almohada y pi-té otro cigarrillo antes de dormirme.
Me desperté al amanecer y fui a ver si encon-traba a alguien que pudiera darme una mano. A lo lejos vi a los paisanos que seguían pegados a los caballos como si fueran de una sola pieza. Me ha-cía falta una comida caliente, una taza de café o algo parecido a lo que toma la gente cuando se despierta. Al ver que cruzaba el alambrado, uno de los peones dio un grito y se me vino al trote con el rebenque al hombro. A la distancia me dio un buenos días sin aprecio y me preguntó qué anda-ba buscando por ahí. Me escuchaba mirando pa-ra atrás como si lo mío no le interesara:
—¿Usted es el que prendió fuego? —me pregun-tó y señaló el puente con el mango del rebenque.
Le dije que sí, que había dormido allí, y cuan-do me interrumpió en medio de la explicación me di cuenta de que debía andar muy caído para que un paisano me levantara la voz.
—Eso está prohibido acá —me rezongó como si fuera el dueño del campo.
Nos estuvimos mirando un rato hasta que el otro, que debía ser el capataz, se acercó a ver qué pasaba.
—Venía a pedir un trago de agua, nomás —di-je y eso los desconcertó. El otro aprovechó para ponerse en el papel de gaucho bueno y me alcan-zó un porrón de ginebra que llevaba en el recado.
—-Si quiere se ceba unos mates antes de ir-
mosca, pero supuse que en algún momento ten-dría que pasar alguien que fuera hacia el sur. Cuando terminó, el gato se tiró al sol y cerró los ojos. Todavía no eran las ocho y el cielo estaba limpio como en las mejores mañanas de verano. Pensé que sería domingo y por eso el tipo de la Shell no se había levantado todavía. Las posibili-dades de que pasara algún viajante eran pocas pe-ro no quería amargarme: me había dado un buen baño y hasta tenía un poco de yerba para hacer-me un mate cocido.
Tantas veces empecé de nuevo que por mo-mentos sentía la tentación de abandonarme. ¿Por qué si una vez conseguí salir del pozo volví a caer como un estúpido? "Porque es tú pozo", me res-pondí, "porque lo cavaste con tus propias ma-nos". Un chimango vino a posarse sobre el alam-bre, cerca de la camisa, y el gato abrió un ojo. Al mismo tiempo escuché el ruido de un auto que se acercaba por la ruta. Di un salto para ir a buscar la camisa y el pájaro salió volando cerca de mi ca-beza. Apenas tuve tiempo de calzarme los zapa-tos y agarrar el saco cuando a la playa entró un Renault Gordini lleno de valijas sobre el techo y un paragolpes alto como el de un camión. Tenía la carrocería llena de parches y las gomas nuevas como si lo hubieran resucitado esa mañana. Dio un salto en el terraplén, hizo un zig zag y entró, triunfal, a la explanada de los surtidores.
—¡Finito! —gritó el que manejaba—, ¡l'avventura é finita!
A duras penas pudo despegarse del asiento.
Pesaba como 120 kilos y le calculé cincuenta y cin-co años mal llevados; tenía unos anteojos sucios, la camisa sudada y los zapatos negros bien lustra-dos.
—Fammi il pieno, giovanoto —me dijo, y para impresionarme sacó un fajo de billetes grandes.
El coche había sido verde pero ahora no se sa-bía bien. El motor regulaba con un ruido de bie-las cascadas; cada tanto una basura se metía en el carburador y la carrocería daba una sacudida, pe-ro el gordo parecía tenerle una confianza ciega y ni siquiera le prestaba atención.
Le dije que yo no era de allí y que estaba espe-rando que alguien me llevara para el sur. En ese momento se abrió la puerta de la oficina y apare-ció un tipo rubio, sin ilusiones, enfundado en el mameluco bordó de la Shell.
—Il pieno —repitió el gordo con los billetes en-rollados entre los dedos, sin responder a los bue-nos días del otro.
—¿Y cosa va fare al sur si se puede saber?— me preguntó, mientras apoyaba una pierna sobre el paragolpes y el Gordini se inclinaba casi hasta el suelo.
—Voy a Neuquén —le dije, aunque no estaba muy seguro.
—¡Petróleo! —exclamó y levantó las manos co-mo si hubiera respondido a una adivinanza. Vol-ví a sentarme con el saco en la mano. El de la es-tación de servicio dormía de pie mientras los nú-meros del surtidor corrían y el gordo se rascaba la cabeza con los billetes.
—¿Y va así nomás, a dedo? —insistió con una sonrisa. Si lo decía todo en castellano apoyaba el acento extranjero. Alcé los hombros y le dije que me había quedado sin trabajo.
—Acá no se puede estar —me advirtió el rubio del surtidor que se había despertado de golpe.
Entonces el gordo saltó, indignado, como si el pleito fuera con él.
—Come non può stare qui? Questo è un luogo pubblico! —señaló la insignia de la Shell, como si fuera uno de los accionistas principales—: E l'im-magine dell´imprisa, allora?
—Deme justo que no tengo cambio —lo inte-rrumpió el rubio que no parecía muy impresiona-do por el sermón. Después me miró como a un facineroso y señaló algo a mi espalda.
—¿Es suyo eso?
Había visto el calzoncillo. El gordo se quitó los anteojos y de golpe su aspecto se volvió menos respetable. El empleado dejó el tapón del tanque sobre el capó y fue hacia el alambrado. Pensé que no iba a aceptar explicaciones y me hice a la idea de que estaba condenado a caminar por el campo hasta el fin de mis días. De pronto el gordo me in-dicó el. tapón y me hizo una seña con la cabeza. Como no tenía nada que perder levanté el bolso, recogí el tapón y me tiré en el asiento desvencija-do. El gordo tardó un poco más en llegar pero arrancó igual que si manejara un turbo de ocho ci-lindros. Entró a la ruta con una maniobra bastan-te elegante, puso la tercera y le dio un beso a la medallita que llevaba al cuello.
—Signore ti ringrazio —murmuró. En el table-ro tenía una calcomanía de Gardel y una estampita de la Virgen de Luján.
—Va a llamar a la policía —le dije.
—No hay teléfono. Nunca hay que ir a lugares que tengan teléfono. ¿El trapo ese era suyo?
—Recién lo había lavado.
Se rió por primera vez. Luego cambió los ante-ojos por otros para sol y me ofreció un cigarrillo. Me recosté en el respaldo, bajé el vidrio para ti-rar las primeras bocanadas y me dejé estar. Afue-ra el aire parecía agua cristalina,
—¿En serio va para el sur? —me preguntó.
—A Neuquén.
—¡Ah, sí! Petróleo me dijo.
—No, no. Informática.
Quiso meter la cuarta pero el motor no daba pa-ra tanto y volvió a poner la palanca en tercera. Movía la cabeza de un lado para otro, contraria-do, mientras la camisa se le mojaba en la barriga.
—Finito —insistió con el cigarrillo en los la-bios—. L'avventura é finita.
—¿Italiano? —pregunté.
—Mi apellido es Coluccini. Si se les habla en otro idioma enseguida bajan la guardia.
—¿Siempre le sale bien?
—Casi siempre. Hay que mostrar los billetes, claro.
Me enseñó el fajo: el primero era grande pero, debajo había una pila de recortes de papel.
—Ingenioso —le dije.
—Y que Dios me ayuda un poco. Vine a la
Argentina en el 57, de pibe, y empecé con un circo en Paraná. Al tiempo compré otro en Bahía Blan-ca hasta que me quedé con todo el sur. ¿Qué tal? Míreme ahora.
Lo miré. No parecía un triunfador.
—¿Qué pasó?
—¡Qué pasó! Que esto se convirtió en un gran circo y el mío estaba de más. ¡Finito! ¡Hasta Soli-via no paro!
Me quedé un rato en silencio, tratando de saber si no me estaba tomando el pelo.
—¿Un circo con animales y todo?
—¡Cómo! El único león en serio de todo el país lo tenia yo. Fue lo último que vendí en Chile.
—Ya veo. ¿Y ahora piensa subir a Bolivia con esto?
—¿Y qué quiere? En otra época tuve un Buick y también un 505, pero me agarró la tormenta. Perdóneme que me meta, pero usted también se hundió, ¿no?
—Completamente. ¿Por qué no se vuelve a Italia?
—Por el momento ese asunto está congelado. Ahora la cosa está en Bolivia. Después Río o Miami. Dios dirá.
Volvió a besar la medalla y se quedó con la vis-ta clavada en el medio de la ruta.
—¿Va a montar otro circo?
—No, ya no tengo edad para eso. Yo era acró-bata y prestidigitador pero ahora necesito lentes y no ando bien de la columna.
Empezaba a darme la lata y no iba a dejar que
me impresionara. Además me di cuenta de que otra vez estaba yendo en sentido contrario.
—Déjeme en el primer cruce —le dije.
—Como quiera, pero voy a agarrar un camino vecinal. No hay que tentar al diablo. En una de ésas el tipo manda llamar a la policía y usted se olvidó el calzoncillo allá.
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