Monday, March 12, 2012

Premio Cervantes 1999 JORGE EDWARDS Escritor y ensayista chileno (Santiago de Chile, 1931)


Premio Cervantes 1999
JORGE EDWARDS
Escritor y ensayista chileno
(Santiago de Chile, 1931)


Cursa sus estudios secundarios con los
jesuitas y los superiores, de Filosofía y Letras y Derecho, en la Universidad de Chile. En
1958 comienza su carrera diplomática y el gobierno chileno lo envía a la Universidad
de Princeton a hacer estudios de postgrado sobre Política Internacional. En 1962 es
nombrado secretario de la Embajada de Chile en París.
Coincide allí con Vargas Llosa, con García Márquez, con Julio Cortázar, por lo que su
nombre está asociado al Boom latinoamericano, aunque él confiesa que ha visto el
boom desde los márgenes. Regresa de nuevo a Chile, en 1967, con otra mirada: le
interesa la ciudad desde el punto de vista arquitectónico. Durante este periodo
publicó sus libro de cuentos El Patio, Gente de la Ciudad y Las Máscaras, además de
la novela El Peso de la noche, sobre la decadencia de una familia de clase media.
Temas y variaciones es una antología de sus cuentos dispuesta y prologada por
Enrique Lihn en 1969.
En 1971, el gobierno de Salvador Allende lo envió como embajador a Cuba,
convertido así en el primer diplomático de los países latinoamericanos que llegaba a
la isla. Estuvo apenas tres meses, debido a sus discrepancias con el gobierno cubano y
sus críticas a las facetas dictatoriales de ese gobierno hicieron que fuera considerado
persona non grata y exigida su salida de la isla. Esta experiencia dará lugar a su
controvertido libro Persona non grata (1973), por el que ganó notoriedad al crear una
gran polémica entre los escritores hispanoamericanos.
A su regreso de Cuba, Edwards fue enviado de nuevo como secretario de la
embajada a París, donde estaría a las órdenes de Pablo Neruda. Sobreviene entonces
el golpe de Estado del dictador Augusto Pinochet y Edwards se ve forzado a
abandonar la carrera diplomática, exiliándose en Barcelona, donde trabaja en la
editorial Seix Barral y se dedica a la literatura y el periodismo.
Edwards, restablecida ya la democracia, regresa a Chile en 1978. Contribuyó a formar
con la Sociedad de Escritores de Chile, el Comité de Defensa de la Libertad de
Expresión y, en 1982, ingresó como miembro de la Academia Chilena de la Lengua. El
presidente Eduardo Frei lo nombró embajador de Chile ante la UNESCO (1994-1996).
“La crónica –ha dicho Edwards- es mi atadura periodística, pero me divierte y he
tratado de que sea un género literario. Hay vasos comunicantes entre la crónica, la
novela, el cuento”. Jorge Edwards es colaborador asiduo de diversos diarios, ya sea en
su Chile natal, en el resto de Latinoamérica (La Nación de Buenos Aires) o en Europa
(Le Monde, El País o Il Corriere della Sera). Actualmente escribe una columna de
opinión los días viernes en el diario La Segunda. Gran parte de su obra periodística se
ha publicado en El whisky de los poetas (1997) y Diálogos en un tejado (2003).
La obra de Jorge Edwards consiste fundamentalmente en novelas y relatos cortos. Su
temática supuso un distanciamiento de la habitual en la literatura chilena ya que, en
lugar de abordar la vida rural, se centró en los ambientes urbanos y la clase media-alta
de su país. Como novelista, además de las ya mencionadas, ha publicado Los
convidados de piedra (1978), ambientada en el golpe de estado de 1973; El museo de
cera (1981), una alegoría política; La mujer imaginaria (1985), sobre la liberación de
una artista de clase alta en la mediana edad; El anfitrión (1988), una recreación
moderna del mito de Fausto; El origen del mundo (1996), una reflexión sobre los celos,
ambientada en París; El sueño de la historia (2000); El inútil de la familia (2004) y La casa
de Dostoyevski (2008), por la que acaba de ganar la segunda edición del Premio
Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa.
Sin embargo, también ha escrito ensayos y biografías: Desde la cola del dragón (1973),
por el que obtuvo el Premio de Ensayo Mundo en 1977; Adiós poeta (1990), una
biografía muy personal de Pablo Neruda que ha tenido mucho éxito precisamente por
no referirse al hombre político, sino al Neruda de la intimidad, y Machado de Assis
(2002).
En 1994, recibió en Chile el premio Nacional de Literatura. En 1999 obtuvo el principal
galardón literario en lengua española, el Premio Cervantes.

SEGUNDA NOTA BIOGRÁFICA:

Jorge Edwards (Santiago, Chile, 29 de julio de 1931 - ). Escritor, crítico literario, periodista y diplomático chileno.
Nacido en el seno de una familia acomodada y educado por los jesuitas, Jorge Edwards es, junto con José Donoso, el más destacado representante de la narrativa chilena. Graduado en Derecho por la Universidad de Chile en 1958, comenzó la carrera diplomática y fue enviado por el gobierno chileno en 1959 a la Universidad de Princeton (Estados Unidos) para estudiar ciencias políticas. En 1962 fue nombrado secretario de la Embajada de Chile en París, regresando al país en 1967 donde ostentó el cargo de Jefe del Departamento de Europa Oriental en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Durante este período publicó sus libro de cuentos `El Patio`, `Gente de la Ciudad` y `Las Máscaras` y la novela `El Peso de la Noche`. Durante su primera misión diplomática en París trabó amistad con Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar, entre otros. su nombre está asociado, por lo tanto, con el llamado boom latinoamericano.


Su consagración vendría sin embargo más tarde.


En 1971, el gobierno de Salvador Allende le envió como embajador a la Cuba de Fidel Castro, puesto en el que estuvo apenas tres meses, debido a sus discrepancias con el régimen revolucionario castrista y sus críticas a las facetas dictatoriales del régimen cubano. Fruto de sus experiencias en Cuba (Edwards fue declarado persona non grata y exigida su salida de la isla) sería su obra Persona non grata (1973), por la ganó notoriedad, y en la que realiza una crítica sobria y a la vez corrosiva contra el estalinismo y el régimen socialista cubano. La obra, que conseguiría el raro mérito de estar prohibida simultáneamente por las dictaduras chilena y cubana, le granjeó la enemistad de las fuerzas políticas de izquierda y creó una gran polémica entre los escritores latinoamericanos.


A su regreso de Cuba, Edwards fue enviado de nuevo como secretario de la embajada a París, donde estaría a las órdenes de Pablo Neruda. Tras el golpe de estado de Augusto Pinochet, Edwards se vio forzado a abandonar la carrera diplomática, exiliándose en Barcelona (España), donde trabajaría en la editorial Seix Barral y dedicándose a la literatura y el periodismo. Edwards no regresaría a Chile hasta 1978, donde fue uno de los fundadores y posteriormente presidente del Comité de Defensa de la Libertad de Expresión. Restablecida la democracia en Chile, el presidente Eduardo Frei lo nombró embajador de Chile ante la UNESCO (1994 - 1996). En 1999 obtuvo el principal galardón literario en lengua española, el premio Cervantes.


La obra de Jorge Edwards consiste fundamentalmente en novelas y relatos cortos. La temática de Edwards supuso un distanciamiento de la habitual en la literatura chilena, ya que en lugar de abordar la vida rural, se centró en los ambientes urbanos y la clase media-alta de su país.


De este autor chileno: los lectores pueden bajar en digital el siguiente libro:
RESEÑA:
Edwards retorna a la crónica con la publicación de El whisky de los poetas (1994), libro que incluye textos sobre literatura, política y otros temas variados, escritos entre 1968 y 19



- 1 -CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1999
Discurso de JORGE EDWARDS.

La aventura del idioma.
Majestades, distinguidas autoridades, señoras y señores:
Si alguien me hubiera anunciado, cuando empecé a escribir versos y fragmentos de
prosa en cuadernos escolares, que algún día recibiría un Premio con el nombre de
Miguel de Cervantes, y que lo recibiría de las manos del Rey de España en persona, no
sólo me habría costado mucho creerlo. Abría tenido que decirme, además, que la vida
puede ser una aventura inesperada y enteramente extraordinaria. La concesión de este
premio es un honor insigne y que me conmueve en forma profunda. También, y así lo
comprendí desde el primer instante, es un reconocimiento que se hace a través mío de la
literatura chilena en su tradición y en su rica diversidad. Es el homenaje a una rama de
la literatura del idioma que comienza con don Alonso de Ercilla, uno de los primero
españoles chilenizados, conquistador conquistado, que sigue con maestros coloniales
como Alonso de Ovalle y Manuel de Lacunza, que continúa con Vicente Pérez Rosales
y Alberto Blest Gana, figuras señeras de nuestros siglo XIX, que llega hasta Pablo
Neruda , José Santos González Vera y Nicanor Parra, hasta José Donoso y Jorge Ellier,
entre muchos otros, y que todavía no termina. Agradezco, pues, con emoción, en
nombre propio y en nombre de todos. La literatura es un espacio mental, una corriente,
un río invisible que corre por el interior de todos nosotros, y la de chile es una nota
particular dentro del gran conjunto hispánico: una estrella lejana, periférica, y a la vez
curiosamente cercana, entrañablemente familiar, dentro de la maravillosa constelación
de nuestra lengua.
Debo decir que nunca estuve destinado por las circunstancias, por mi formación, por el
ambiente en el que me tocó crecer, a convertirme en un autor de artefactos verbales en
verso o en prosa. En el Colegio de San Ignacio de mi niñez, el viejo edificio de la calle
del barrio bajo de Santiago que llevaba el nombre, precisamente, del jesuita Alonso de
Ovalle, el autor de la Histórica Relación del Reino de Chile, predominaba todavía lo
peor del gusto estético de fines del siglo XIX. Teníamos que aprender de memoria y
recitar en un estrado, entre cortinajes y dorados de estuco, poemas de Quintana y de
Gabriel y Galán, o traducciones laboriosamente rimadas del francés Sully-Prudhomme,
quien hoy sólo es conocido en París como nombre de una calle y de una plazoleta, a
pesar de que obtuvo en su tiempo uno de los Premios Nobel de Literatura. La verdad es
que aquellos suplicios infantiles me hicieron desdeñar e incluso aborrecer la poesía.
Había, sin embargo, signos, indicios dispersos, y que apuntaba en otras direcciones, aun
cuando todavía no sabía interpretarlos. En mis años de preparatorias publiqué en la
revista del Colegio dos textos que había pergeñado no sé en qué momentos perdidos:
uno trataba de las ventajas de la navegación por mar; el otro era una biografía mínima
de Cristóbal Colón, nada menos, pero no atribuí el asunto a un gusto inexplicable y
repentino por la escritura, sino a un deseo adolescente de ser capitán de barco y de
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1999
Discurso de JORGE EDWARDS.
- 2 -
correr mundos. En aquellos mismos tiempos, una vieja tía abuela, lectora infatigable,
conspiradora familiar, me llevaba a un lado y me mostraba las portadas de las novelas
de otro sobrino suyo, Joaquín Edwards Bello. "¿No sabes que tienes un pariente
escritor?", me preguntaba. Yo lo sabía en forma confusa, y sólo tenía la imagen de un
personaje más bien estrafalario, que había viajado hasta muy lejos, que había perdido su
herencia en ruletas del sur de Europa, y que después, para colmo, había regresado a
instalarse en un sector mal visto de Santiago.
Tres o cuatro años después, en una casa de lo que ya se llamaba el barrio alto, el dueño,
un arquitecto avanzado para el Chile de esos tiempos, se acercó al grupo de
adolescentes del que yo formaba parte y nos presentó a un poeta de voz nasal, de tez
aceitunada, vestido con un traje de gabardina de color verde botella. Era una casa
diferente de todas las que había visto antes, con un cuadro del entonces joven Roberto
Matta encima de un piano de cola negro, con dos dibujos de Pablo Picasso en una
esquina. "A la edad de ustedes", nos dijo el poeta, cuyo nombre, Pablo Neruda, sonaba
tan extraño como su voz, "yo estudiaba matemáticas en un banco del Cementerio
General, debajo de grandes magnolias, y le tenía un miedo pánico a los exámenes…"
Ya conocía el primero de sus Veinte Poemas de Amor, otro de mis textos de iniciación,
y devoré cada una de sus palabras como un maná. Pasaron años, sin embargo, antes de
que supiera del miedo a las matemáticas de uno de sus maestros, uno de los grandes
sudamericanos de lengua francesa, el Conde de Lautréamont: "¡Oh, matemáticas
severas!"
Ahora bien, por aquellos días había aparecido en mis programas de estudios un texto
curioso, una "obrecilla que se me cayó de las manos", como explicaba su autor citando a
Fray Luis, el Manual de Técnica Literaria de don Eduardo Solar Correa. Don Eduardo
era un fantasma de aquellos años: un caballero de patillas y de polainas, que hacía
revolotear su bastón por los terraplenes de la antigua Alameda de las Delicias y que era
blanco de toda clase de chirigotas y de bromas escolares. Pues bien, a pesar de su aura
estrafalaria, don Eduardo tenía, cosa que nosotros ni siquiera podíamos sospechar, un
gusto literario impecable. Empecé a seguir sus ejemplos de figuras literarias, de
cláusulas rítmicas, de formas métricas, y me vi sumergido sin saberlo en la gran
corriente, en la gran aventura de la lengua, en el río invisible. Don Eduardo definía la
figura de la paradoja y citaba: que muero porque no muero. La concesión: Pero también
que me confieses quiero / que es tanta la beldad de su mentira… La gradación, y daba
como ejemplo: Acude, corre, vuela / traspasa la alta sierra, ocupe el llano… Hipérbole:
Érase un hombre a una nariz pegado… Perífrasis: La blanca hija de la blanca espuma…
Aliteración: El ruido con que rueda la ronca tempestad…
Me descubrí empeñado en buscar por bibliotecas, librerías, desvanes, otros poemas de
Góngora, de don Francisco de Quevedo, de Garcilaso, de Argensola y Fray Luis de
León. Y desemboqué pronto en la prosa de la generación del 98. Azorín y Unamuno,
sensibilidades opuestas, en cierto modo complementarias, me acompañaron de
diferentes maneras, y aquí puedo dar un pequeño ejemplo de parodia, en mi viaje al
corazón de Cervantes. Los ejemplos de don Eduardo Solar Correa, en buenas cuentas,
habían sido como las breves notas musicales que anuncian un destino, como el primer
compás de una Quinta Sinfonía literaria. Y la literatura, tan remota en un principio, tan
ajena, fue la tarea a la que nadie, precisamente, me había destinado, y que asumí a pesar
de todo y contra casi todos.
- 3 -
Llegué al Quijote, como digo, de la mano de sus grandes exégetas del 98, y encontré en
ese libro algo que después no he encontrado en ningún otro autor: ni en el Dante, ni en
Rabelais, ni en Molière, ni en el mismo Goethe. Algo que Cervantes sólo comparte,
quizás, con Shakespeare, aunque de otra manera, de un modo más fantasioso, más
aéreo, más bromista: un elemento de compasión profunda, de humanidad, de ironía, una
distancia que consuela y que redime, transmitidos con una gracia única. Los narradores
se multiplican, le hacen guiños al lector, le toman el pelo y a la vez lo cogen
amistosamente de la mano y lo llevan en su trayecto narrativo. Los personajes se salen
de las páginas, se transforman, se contagian unos con otros, en un proceso en que la
locura es cordura, en que el disparate es lúcido. "Loco, y no tonto", dice por ahí, en su
Vida de Don Quijote y Sancho, Unamuno, y yo me detengo en ese final de párrafo,
pensativo.
Para mí, el gran realismo mágico de la literatura en lengua española, el de una fantasía
superior, es el de la segunda parte del Quijote, el de la Cueva de Montesinos, el de
Clavileño, el del Caballero de los Espejos. El maravilloso desfile de la imaginación
medieval en el interior de la cueva de Montesions anuncia el desfile del mundo moderno
en el Aleph de Jorge Luis Borges. En ambos textos, el personaje, llevado por un guía
libresco y más o menos absurdo, sufre un golpe, una caída de alguna especie, medio
deliberada y medio involuntaria, entra en un estado de sueño profundo, no se sabe por
cuánto rato, y despierta para contemplar el espectáculo del universo. Cervantes es
nuestro contemporáneo, como Borges, como Neruda cuando viaja al corazón de don
Francisco de Quevedo, y esto significa que el centro del idioma está aquí, en esta sala,
en esta vieja e ilustre universidad, y también en todos nuestros vastos territorios, desde
la Araucanía de don Alonso de Ercilla y de Neruda hasta el Comala de Juan Rulfo, y
desde la meseta polvorienta de don Antonio Machado hasta el Genil de los viejos poetas
andaluces. Es un privilegio, un don extraordinario, y una deuda, un compromiso de por
vida.
Llego a la conclusión de que eran locos, estrafalarios, inútiles, pero que de tontos no
tenían nada, aquellos precursores y anunciadores de una vocación: el profesor de las
polainas con sus ejemplos a menudo deslumbrantes, pura energía verbal concentrada, y
la vieja tía lectora y conspiradora, muy pequeña de estatura, enormemente simpática, y
que parecía, precisamente, ejemplo de hipérbole, una mujer a una nariz pegada; el
extremado y apasionado Joaquín Edwards Bello, con su genio atrabiliario, y, desde
luego, el poeta del traje de gabardina, que parecía cargar en la voz y en los ojos con el
misterio de toda la poesía del mundo. No supe muy bien en un comienzo de qué se
trataba, en qué consistía con exactitud aquel llamado a leer y a escribir, y cuando
comencé a saber ya era tarde. Fue fascinante y, muchas veces, endiabladamente duro e
intrincado. Tuve que salir de un orden bien protegido e instalarme en suburbios más
bien inciertos. Hice muchas cosas, pero siempre la tarea principal, de noche, de
madrugada, en espacios de tiempo robado, al margen de documentos oficiales, fue la de
escribir ficciones, o la de introducir en la multiplicidad de los sucesos, en el enigma del
pasado, en los recovecos de la memoria, una coherencia, una estructura narrativa que
siempre, en definitiva, era imaginación, arte de la palabra. Las circunstancias me
obligaron a escribir, algunas veces, en contra de la corriente, de la moda, del
pensamiento al uso, y traté de hacerlo con naturalidad, sin pretensiones, sintiendo que la
escritura, antes que nada, es una forma de fidelidad, la exigencia de un acuerdo consigo
mismo, y que uno tiene el derecho y quizás hasta la obligación de transmitir la
experiencia a los demás. Todo el recorrido, en su desarrollo a veces accidentado, no ha
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sido actividad demasiado diferente, en realidad, que la del acompañante de don Quijote
a la Cueva de Montesinos, el primo del Bachiller de las bodas de Camacho, hombre
cuya profesión, según quiso contar, era la de humanista, y que había escrito una
enumeración de setecientas y tantas libreas, aparte de unos Metamorfoseos y de un
Suplemento. Después de todo, él tuvo la suerte de acompañar al Caballero de la Triste
Figura hasta el borde mismo del abismo y de escuchar después, de primera mano, su
deslumbrante relato. Nosotros también, a nuestra manera, hemos podido estar cerca de
don Quijote, o de los Quijotes nuestros, locos y no tontos, y hemos escuchado sus
extraordinarias historias. ¡Qué privilegio, y qué regalo!
En conclusión, sólo tengo motivos para agradecer. Nunca me arrepentí de haber seguido
la línea excéntrica, el llamado cuyas consecuencias no supe calcular en un comienzo y
que implicaba internarse por un camino más accidentado, más escabroso y dificultoso
de lo que parecía a simple vista. En una de sus últimas vueltas, sin embargo, me ha
conducido hasta aquí, hasta esta sala llena de memorias ilustres, y les repito que estoy
conmovido y que mi agradecimiento es hondo y duradero. Seguiré en la ruta durante
todo el tiempo que pueda quedarme, puesto que se trata, como ya lo he dicho, de un
destino, y lo haré con plena conciencia de que el Premio Miguel de Cervantes, esta gran
institución de la España democrática y moderna, me dará fuerzas para el resto del viaje.
Muchas gracias, pues, a todos ustedes.

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