Monday, November 19, 2012

JORGE ICAZA: OTRO DE LOS GRANDES DE LATINOAMÉRICA




Jorge Icaza Coronel (10 de junio de 1906 - 26 de mayo de 1978) fue un novelista ecuatoriano. Después de graduarse en la Universidad Central del Ecuador trabajó como escritor y director teatral. Él había escrito seis obras teatrales, cuando en 1934 fue publicada su más célebre novela, Huasipungo, que le daría fama internacional y que lo llevaría a ser el escritor ecuatoriano más leído de la historia republicana. 
Es considerado junto con el boliviano Alcides Arguedas y el peruano Ciro Alegría como uno de los máximos representantes del ciclo de la narrativa indigenista del siglo XX.

Publicaciones
Ejemplar de Seis relatos dedicado por su autor. 
¿Cuál es? y Como ellos quieren (teatro). 
Sin sentido (teatro). 
Barro de la Sierra (cuentos). De este libro, compuesto por seis cuentos (Chachorros, Sed, Éxodo, Desorientación, Interpretación y Mala pata, en ediciones posteriores sólo se conservarán los tres primeros, siendo Éxodo reformado en profundidad, conservándose sólo el título del original.
Huasipungo (novela). Quito, Imprenta Nacional, 1934 (este texto, en ediciones posteriores, sufrirá importantes modificaciones).
En las calles (novela). Quito, Imprenta Nacional, 1935.
Flagelo (teatro). Quito, Imprenta Nacional, 1936.
Cholos (novela). Quito, Editorial Sindicato de Escritores y Artistas, 1937.
Media vida deslumbrados (novela). Quito, Editorial Quito, 1942.
Huairapamushcas (novela). Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1948.
Seis relatos (cuentos). Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1952.
El Chulla Romero y Flores (novela). Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958.
En la casa chola (novela). Quito, Anales de la Universidad Central, 1959.
Obras escogidas (cuatro novelas y ocho cuentos, algunos de ellos con importantes modificaciones sobre sus primeras ediciones). México, Aguilar, 1961.
Relatos (cuentos). Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1969.
Atrapados (cuentos). Buenos Aires, Losada, 1972.
Para más información de éste autor puede consultar: Biografias10.com.


De este  otro grande latinoamericano transcribimos un fragmento de su maravillosa obra HUASIPUNGO.

HUASIPUNGO
Jorge Icaza
Obra suministrada por la Universidad del Azuay de Ecuador
1
Aquella mañana se presentó con enormes contradicciones para don Alfonso Pereira.
Había dejado en estado irresoluto, al amparo del instinto y de la intuición de las mujeres
-su esposa y su hija-, un problema que él lo llamaba de "honor en peligro". Como de
costumbre en tales situaciones -de donde le era indispensable surgir inmaculado-, había
salido dando un portazo y mascullando una veintena de maldiciones. Sus mejillas de
ordinario rubicundas y lustrosas -hartazgo de sol y aire de los valles de la sierra andina-,
presentaban una palidez verdosa que, poco a poco, conforme la bilis fue diluyéndose en
las sorpresas de la calle, recuperaron su color natural.
"No. Esto no puede quedar así. El poco cuidado de una muchacha, de una niña inocente
de diecisiete años engañada por un sinvergüenza, por un criminal, no debe
deshonrarnos a todos. A todos...
"Yo, un caballero de la alta sociedad... Mi mujer, una matrona de las iglesias... Mi
apellido...", pensó don Alfonso, mirando sin tomar en cuenta a las gentes que pasaban a
su lado, que se topaban con él. Las ideas salvadoras, las que todo pueden ocultar y
disfrazar hábil y honestamente no acudían con prontitud a su cerebro. A su pobre
cerebro. ¿Por qué? jAh! Es que se quedaban estranguladas en sus puños, en su
garganta.
-Carajo.
Coadyuvaban el mal humor del caballero los recuerdos de sus deudas -al tío Julio
Pereira, al señor Arzobispo, a los bancos, a la Tesorería Nacional por las rentas, por los
predios, por la casa, al Municipio por... "Impuestos. Malditos impuestos. ¿Quién los
cubre? ¿Quién los paga? ¿Quién... ? iMi dinero! Cinco mil... Ocho mil. .Los intereses. ..
No llegan los billetes con la facilidad necesaria. Nooo...", se dijo don Alfonso mientras
cruzaba la calle, abstraído por aquel problema que era su fantasma burlón: "¿Surge el
dinero de la nada? ¿Cae sobre los buenos como el maná del cielo? ...". La acometida de
un automóvil de línea aerodinámica -costoso como una casa- y el escándalo del pito y el
freno liquidaron sus preocupaciones. Al borde de esa pausa fría, sin orillas, que deja el
susto de un peligro sorteado milagro- samente, don Alfonso Pereira notó que una mano
amistosa le llamaba desde el interior del vehículo que estuvo a punto de borrarle de la
página gris de la calzada, con sus gomas. ¿Quién podía ser? ¿Tal vez una disculpa?
¿Tal vez una recomendación? El desconocido sacó entonces la cabeza por la ventanilla
de su coche y ordenó con voz familiar:
-Ven. Sube.
Era la fatalidad, era el acreedor más fuerte, era el tío Julio. Tenía que obedecer, tenía
que acercarse, tenía que sonreír .
¿Cómo...? ¿Cómo esta tío?
. -Casi te aplasto de una vez.
-No importa. De usted...
-Sube. Tenemos que hablar de cosas muy importantes.
-Encantado -concluyó don Alfonso trepando al automóvil con fingida alegría y
sentándose luego junto a su poderoso pariente gruesa figura de cejas pobladas, de
cabellera entrecana, de ojos de mirar retador, de profundas arrugas, de labios secos,
pálidos, el cual tenía la costumbre de hablar en plural, como si fuera miembro de alguna
pandilla secreta o dependiente de almacén.
2
El argumento del diálogo de los dos caballeros cobró interés y franqueza sólo al amparo
del despacho particular del viejo Pereira -un gabinete con puerta de cristales
escarchados, con enorme escritorio agobiado por papeles y legajos, con ficheros de
color verde aceituna por los rincones, con amplios divanes para degollar cómodamente a
las víctimas de los múltiples tratos y contratos de la habilidad latifundista, con enorme
óleo del Corazón de Jesús pintado por un tal señor Mideros, con viejo perchero de
madera, anacrónico en aquel recinto de marcado lujo de línea moderna y que, como era
natural servía para colgar chistes, bromas y sonrisas junto a los sombreros, a los abrigos
ya los paraguas alicaídos.
-Pues sí... Mi querido sobrino. -Sí.
-Hace tres semanas... "Que se cumplió el plazo de uno de los pagarés... El más
gordo...", concluyó mentalmente don Alfonso Pereira presa de un escalofrío de angustia
y desorientación. Pero el viejo, sin el gesto adusto de otras veces, con una chispa de
esperanza en los ojos, continuó:
-Más de veinte días. Tienes diez mil sucres en descubierto. No he querido ejecutarte
porque...
-Por...
-Bueno. Porque tenemos entre manos un proyecto que nos hará millonarios a todos.
-Ji... Ji... Ji...
-Sí, hombre. Debes saber que hemos ido en viaje de exploración a tu hacienda, a
Cuchitambo.
-¿De exploración?
-Da pena ver lo abandonado que está eso. -Mis preocupaciones aquí...
-i Aquí! Es hora de que pienses seriamente -murmuró el viejo en tono de consejo
paternal.
-jAh!
-iQuizás mis indicaciones y las de Mr. Chapy pudieran salvarte!
-¿Mr. Chapy?
-El Gerente de la explotación de la madera en el Ecuador. Un caballero de grandes
recursos, de extraordinarias posibilidades, de millonarias conexiones en el extranjero. Un
gringo de esos que mueven el mundo con un dedo.
-Un gringo -repitió, deslumbrado de sorpresa yesperanza, don Alfonso Pereira.
-En el recorrido que hicimos con él por tus propiedades, metiéndonos un poco en los
bosques, hallamos excelentes made- ras: arrayán, motillón, canela negra, huilmo, panza.
-jAh!
-Podemos abastecer de durmientes a todos los ferrocarriles de la República. y también
exportar.
-¿Exportar?
-Comprendo tu asombro. Pero eso no debe ser lo principal. No. Creo que el gringo ha
olido petróleo por ese lado. Hace un mes, poco más o menos, "El Día" comentaba una
noticia muy importante acerca de lo ricos en petróleo que son los terrenos de la
cordillera oriental. Los parangonaba con los de Bakú. No sé dónde queda eso. Pero así
decía el periódico.
Don Alfonso, a pesar de hallarse un poco desconcertado, meneó la cabeza
afirmativamente como si estuviera enterado del asunto.
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-Es muy halagador para nosotros. Especialmente para ti. Mr. Chapy ofrece traer
maquinaria que ni tú ni yo podríamos adquirirla. Pero, con toda razón, y en eso yo estoy
con él, no hará nada, absolutamente nada sin antes no estar seguro y comprobar las
mejoras indispensables que requiere tu hacienda, punto estratégico y principal de la
región.
-jAh! Entonces... ¿Tendré que hacer mejoras? -jClaro! Un carretero para automóvil. -¿Un
carretero?
-La parte pantanosa de tu hacienda y del pueblo. No es mucho.
-Varios kilómetros.
-j Los inconvenientes! j Los obstáculos de siempre! -chilló el viejo poniendo cara de
pocos amigos.
-No. No es eso.
-También exige unas cuantas cosas que me parecen de menor importancia, más fáciles.
La compra de los bosques de Filocorrales y Guamaní. jAh! y limpiar de huasipungos las
orillas del río. Sin duda para construir casas de habitación para ellos.
-¿De un momento a otro? -murmuró don Alfonso acosado por mil problemas que tendría
que resolver en el futuro. El, que como auténtico "patrón grande, su mercé", siempre
dejó que las cosas aparecieran y llegaran a su poder por obra y gracia de Taita Dios.
-No exige plazo. El que sea necesario. -¿Y el dinero para...?
-Yo. Yo te ayudaré. Haremos una sociedad. Una pequeña sociedad.
Aquello era más convincente, más protector para el despreocupado latifundista, el cual,
con mueca de sonrisa nerviosa se atrevió a interrogar:
-¿Usted?
-Sí, hombre. Te parece dificil un trabajo de esta naturaleza porque has estado
acostumbrado a recibir lo que buenamente te mandan tus administradores o tus
huasicamas. Una miseria.
-Eso...
-Las consecuencias no se han dejado esperar. Tu fortuna se va al suelo. Estás casi en
quiebra.
Sin hallar el refugio que le librase de la mirada del buen tío, don Alfonso Pereira se
contentó con mover los brazos en actitud de hombre acosado por adverso destino.
-No. Así, no. Debes entender que no estamos en el momento de los gestos de cobardía
y desconsuelo.
-Pero usted cree que será necesario que yo mismo vaya y haga las cosas.
-¿Entonces quién? ¿Las almas benditas?
-jOh! y con los indios que no sirven para nada.
-Hay muchos recursos en el campo, en los pueblos. Tú los conoces muy bien.
-Sí. No hay que olvidar que las gentes son fregadas, ociosas, llenas de supersticiones y
desconfianza.
-Eso podríamos aprovechar.
-Además... Lo de los huasipungos... -¿Qué?
-Los indios se aferran con amor ciego y morboso a ese pedazo de tierra que se les
presta por el trabajo que dan a la hacienda. Es más, en medio de su ignorancia, lo creen
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de su propiedad. Usted sabe. Allí levantan las chozas, hacen sus pequeños cultivos,
crían a sus animales.
-Sentimentalismo. Debemos vencer todas las dificultades por duras que sean. Los
indios... ¿Qué? ¿Qué nos importan los indios? Mejor dicho... Deben... Deben
importarnos... Claro... Ellos pueden ser un factor importantísimo en la empresa. Los
brazos... El trabajo...
Las preguntas que habitualmente espiaban por la rendija del inconsciente de Pereira el
menor -¿Surge el dinero de la nada? ¿Cae sobre los buenos como el maná del cielo?
¿De dónde sale la plata para pagar los impuestos?-, se escurrieron tomando forma de
evidencia, de...
-Sí. Es verdad. Pero Cuchitambo tiene pocos indios como para una cosa tan grande.
-Con el dinero que nosotros te suministremos podrás comprar los bosques de
Filocorrales y Guamaní. Con los bosques quedarán los indios. Toda propiedad rural se
compra o se vende con sus peones.
-En efecto.
-Centenares de runas que bien pueden servirte para abrir el carretero. ¿Qué me dices
ahora?
-Nada.
-¿Cómo nada?
-Quiero decir que en principio...
-Y en definitiva también. De lo contrario... -concluyó el viejo blandiendo como arma
cortante y asesina unos papeles que sin duda eran los pagarés y las letras vencidas del
sobrino.
-Sí. Bueno... Al salir del despacho del tío, don Alfonso Pereira sintió un sabor amargo en
la boca, un sabor de furia reprimida, de ganas de maldecir, de matar. Mas, a medida que
avanzaba por la calle y recordaba que en su hogar había dejado problemas irresolutos,
vergonzosos, toda su desesperación por el asunto de Cuchitambo se le desinfló poco a
poco. Sí. Se le escapaba por el orificio de su honor manchado. La ingenuidad y la pasión
de la hija inexperta en engaños de amor tenían la culpa. "Tonta. Mi deber de padre.
Jamás consentiría que se case con un cholo. Cholo por los cuatro costados del alma y
del cuerpo. Además... El desgraciado ha desaparecido. Carajo... De apellido Cumba... El
tío Julio tiene razón, mucha razón. Debo meterme en la gran empresa de... Los gringos.
Buena gente. iOh! Siempre nos salvan lo mismo. Me darán dinero. El dinero es 10
principal. Y... Claro... ¿Cómo no vi antes? Soy un pendejo. Sepultaré en la hacienda la
vergüenza de la pobre muchacha. Donde le agarre al indio bandido... Mi mujer todavía
puede... Puede hacer creer... ¿Por qué no? ¿ y Santa Ana? ¿y las familias que
conocemos? Uuu...", se dijo con emoción y misterio de novela romántica. Luego apuró el
paso.
En pocas semanas don Alfonso Pereira, acosado por las circunstancias, arregló cuentas
y firmó papeles con el tío y Mr. Chapy. y una mañana de los últimos días de abril salió de
Quito con su familia -esposa e hija-. Ni los parientes, ni los amigos, ni las beatas de la
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buena sociedad capitalina se atrevieron a dudar del motivo económico, puramente
económico, que obligaba a tan distinguidos personajes a dejar la ciudad. El ferrocarril del
Sur -tren de vía angosta, penacho de humo nauseabundo, lluvia de chispas de fuego,
pito de queja lastimera, cansada Ies llevó hasta una pequeña estación perdida en la
cordillera, donde esperaban indios y caballos.
Al entrar por un chaquiñán que bordeaba el abismo del lecho de un río empezó a garuar
fuerte, ligero. Tan fuerte y tan ligero que a los pocos minutos el lujo de las damas -
cintura de avispa, encajes alechugados, velos sobre la cara, amplias faldas, botas de
cordón- se chorreó en forma lamentable, cómica. Entonces don Alfonso mandó a los
indios que hacían cola agobiados bajo el peso de los equipajes:
-Saquen de la bolsa grande los ponchos de agua y los sombreros de paja para las niñas.
-Arí, arí, patrón, su mercé -respondieron los peones mientras cumplían con diligencia
nerviosa la orden.
La caravana, blindados los patrones contra la lluvia -sombrero alón de hombre,
impermeable oscuro, brilloso-, siguió trepando el cerro por más de una hora. Al llegar a
un cruce del camino -vegetación enana de paja y de frailejones extendida hacia un
sombrío horizonte-, con voz entrecortada por el frío, don Alfonso anunció a las mujeres
que iban tras él:
-Empieza el páramo. La papacara... Ojalá pase pronto... ¿No quieren un traguito?
-No. Sigamos no más -contestó la madre de familia con gesto de marcado mal humor.
Mal humor que en los viajes a caballo se siente subir desde las nalgas.
-¿ y tú?
-Estoy bien, papá.
"Bien... Bien jodida...", comentó una voz sarcástica en la intimidad inconforme del padre.
Desde ese momento la marcha se volvió lenta, pesada, insufrible. El páramo con su
flagelo persistente de viento yagua, con su soledad que acobarda y oprime, impuso
silencio. Un silencio de aliento de neblina en los labios, en la nariz. Un silencio que se
trizaba levemente bajo los cascos de las bestias, bajo los pies deformes de los indios -
talones partidos, plantas callosas, de- dos hinchados.
Casi al final de la ladera la caravana tuvo que hacer un alto imprevisto. El caballo
delantero del "patrón grande, su mercé" olfateó en el suelo, paró las orejas con nerviosa
inquietud y retrocedió unos pasos sin obedecer las espuelas que le desgarraban.
-¿Qué quiere, carajo? -murmuró don Alfonso mirando al suelo al parecer inofensivo.
-¿Qué... ? ¿Qué... ? -interrogaron en coro las mujeres.
-Se estacó este pendejo. No ~... Vio algo... Mañoso... jJosé, Juan, Andrés y los que
sean! -concluyó a gritos el amo. Necesi- taba que sus peones le expliquen.
-Amituuu... -respondió alguien y, de inmediato, surgió en torno del problema de don
Alfonso un grupo de indios.
-No quiere avanzar -dijo en tono de denuncia el inexperto jinete mientras castigaba a la
bestia.
-Espere no más, taiticu, patroncitu -murmuró el más joven y despierto de los peones.
De buena gana Pereira hubiera respondido negativamente, lanzándose a la carrera por
esa ruta incierta, sin huellas sobre la hierba húmeda, velada por la niebla, enloquecida y
quejosa por un pulso afiebrado de sapos y alimañas, pero el maldito caballo, las
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mujeres, la inexperiencia -pocas veces visitó su hacienda, en verano, con buen sol, con
tierra seca- y los indios que después de hacer una inspección le informaron de lo
peligroso de seguir adelante sin un guía que sortee los hoyos de la tembladera lodosa
agravada por las últimas tempestades, le serenaron.
-Bien. ¿Quién va primero?
-El Andrés. El sabe. El conoce, pes, patroncitu. -Entonces... Vamos.
-No así. El animal mete no más la pata y juera. Nosotrus hemus de cargar .
-¡Ah! Comprendo. -Arí, taiticu.
-A ver tú, José, como el más fuerte, puedes encargarte de ña Blanquita.
Ña Blanquita de Pereira, madre de la distinguida familia, era un jamón que pesaba lo
mepos ciento sesenta libras. Don Alfonso continuó:
-El Andrés que tiene que ir adelante para mí, el Juan para Lolita. Los otros que se hagan
cargo de las maletas.
Después de limpiarse en el revés de la manga de la cotona el rostro escarchado por el
sudor y por la garúa, después de arrolIarse los anchos calzones de liencillo hasta las
ingles, después de sacarse el poncho y doblarlo en doblez de pañuelo de apache, los
indios nombrados por el amo presentaron humildemente sus espaldas para que los
miembros de la familia Pereira pasen de las bestias a ellos.
Con todo el cuidado que requerían aquellas preciosas cargas, los tres peones entraron
en la tembladera lodosa:
-Chal.., Chal... Chal...
Andrés, agobiado por don Alfonso, iba adelante. No era una marcha. Era un tantear
instintivo con los pies el peligro. Era un hundirse y elevarse lentamente en el Iodo. Era
un ruido armónico en la orquesta de los sapos y las alimañas:
-Chaaal... Chaaal... Chaaal...
y era a la vez el temor de un descuido lo que imponía silencio, lo que agravaba la
tristeza del paraje, lo que helaba al viento, lo que enturbiaba a la neblina, lo que imprimía
en la respiración de hombres y caballos un tono de queja:
-Uuuy... Uuuy... Uuuy... Largo y apretado aburrimiento que arrastró a don Alfonso hasta
un monólogo de dislocadas intimidades: "Dicen que la mueca de los que mueren en el
páramo es una mueca de risa. Soroche. Sorochitooo... Cuánta razón tienen los gringos
al exi- girme un camino. Pero ser yo... Yo mismo el elegido para seme- jante cosa...
Paciencia... Qué paciencia ni qué pendejada... Esto es el infierno al frío... Ellos saben... y
el que sabe, sabe... ¿Para qué? Gente acostumbrada a una vida mejor. Vienen a
educamos. Nos traen el progreso a manos llenas, llenitas. Nos... Ji... Ji.. Ji... Mi padre.
Barbas, levita y paraguas en la ciudad. Zamarros, poncho y sombrero de paja en el
campo... En vez de ser cruel con los runas, en vez de marcarles en la frente o en el
pecho con el hierro rojo como a las reses de la hacienda para que no se pierdan, debía
haber organizado con ellos grandes mingas... Me hubiera evitado este viajecito jodido.
Jodidooo... En esa época el único que tuvo narices prácticas fue el Presidente García
More- no. Supo aprovechar la energía de los delincuentes y de los indios en la
construcción de la carretera a Riobamba. Todo a fuerza de fuete... jAh! El fuete que
curaba el soroche al pasar los páramos del Chimborazo, que levantaba a los caídos, que
domaba a los rebeldes. El fuete progresista. Hombre inmaculado, hombre grande". Fue
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tan profunda la emoción de don Alfonso al evocar aquella figura histórica que saltó con
gozo inconsciente sobre las espaldas del indio. Andrés, aquella maniobra inesperada, de
estúpida violencia, perdió el equilibrio y defendió la caída de su preciosa carga metiendo
los brazos en la tembladera hasta los codos.
-jCarajo! jPendejo! -protestó el jinete agarrándose con ambas manos de la cabellera
cerdosa del indio.
-jAaay! -chillaron las mujeres. Pero don Alfonso no cayó. Se sostuvo milagrosamente
aferrándose con las rodillas y hundiendo las espuelas en el cuerpo del hombre que
había tratado de jugarle una mala pasada.
-Patroncitu... Taitiquitu... -murmuró Andrés en tono que parecía buscar perdón a su falta
mientras se enderezaba chorreando Iodo y espanto.
Después de breves comentarios, la pequeña caravana siguió la marcha. Ante lo riesgoso
y monótono del camino, doña Blanca pensó en la Virgen de Pompeya, su vieja devoción.
Era un milagro avanzar sobre ese océano de lodo. "Un milagro palpablito... Un milagro
increíble...", pensó más de una vez la inexperta señora, sin apartar de su imaginación la
pompa litúrgica de la fiesta que sin duda alguna harían a la Virgen sus amigas cuatro
semanas después. No obstante ella, doña Blanca Chanique de Pereira estaría ausente.
Ausentes sus pieles, sus anillos, sus collares, sus encajes, su generosidad, su cuerpo de
inquietas y amorosas urgencias a pesar de los años. De los años... Eso procuraba
aplacarlo después de la cosa social, de la cosa pública. Sí. Cuando se hallaban
apagadas todas las luces del templo -discreta penumbra por los rincones de las naves-,
en silencio el órgano del coro; cuando parecía que chorreaba de los racimos y de las
espigas eucarísticas -adorno y gloria de las columnas salomónicas de los altares- un
tufillo a incienso, a rosas marchitas, a afeites de beata, a sudor de indio; cuando el alma
-su pobre alma de esposa honorable poco atendida por el marido- se sentía arrastrada
por un deseo de confidencias, por un rubor diabólico y místico a la vez, impulsos que le
obligaban a esperar en el umbral de la sacristía el consejo cariñoso del padre Uzcátegui,
su confesor. Así... Así por lo menos...
-¿ Vas bien, hijita? -interrogó doña Blanca tratando de ahuyentar sus recuerdos.
-Sí. Es cuestión de acomodarse -respondió la muchacha, a quien el olor que despedía el
indio al cual se aferraba para no caer, le gustaba por sentirlo parecido al de su seductor.
Menos hediondo y más cálido que el de... cuando sus manos avanzaban sobre la
intimidad de mi cuerpo jDesgraciado! Si él hubiera querido. jCobarde! Huir, dejarme sola
en semejante situación. Fui una estúpida. Yo... Yo soy la única responsable. Era incapaz
de protestar bajo sus caricias, bajo sus besos, bajo sus mentiras... Yo también..." se
repetía una y otra vez la joven con obsesión que le impermeabilizaba librándola del frío,
del viento, de la neblina.
En la mente de los indios -Ios que cuidaban los caballos, los que cargaban el equipaje,
los que iban agobiados por el peso de los patrones-, en cambio, sólo se hilvanaban y
deshilvanaban ansias de necesidades inmediatas: que no se acabe el maíz tostado o la
mashca del cucayo, que pase pronto la neblina para ver el fin de la tembladera, que
sean breves las horas para volver a la choza, que todo en el huasipungo permanezca sin
lamentar calamidades -Ios guaguas, la mujer, los taitas, los cuyes, las gallinas, los
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cerdos, los sembrados-, que los amos que llegan no impongan órdenes dolorosas e
imposibles de cumplir, que el agua, que la tierra, que el poncho, que la cotona... Sólo
Andrés, sobre el fondo de todas aquellas inquietudes, como guía responsable,
rememoraba las enseñanzas del taita Chiliquinga: "No hay que pisar donde la chamba
está suelta, donde el agua es clara... No hay que levantar el pie sino cuando el otro está
bien firme... La punta primero para que los dedos avisen... Despacito nomás…
Despaclto... . "
Atardecía cuando la cabalgata entró en el pueblo de Tomachi. El invierno, los vientos del
páramo de las laderas cercanas, la miseria y la indolencia de las gentes, la sombra de
las altas cumbres que acorralan, han hecho de aquel lugar un nido de lodo, de basura,
de tristeza, de actitud acurrucada y defensiva. Se acurrucan las chozas a lo largo de la
única vía fangosa; se acurrucan los pequeños a la puerta de las viviendas ajugarcon el
barro podrido o a masticar el calofrío de un viejo paludismo; se acurrucan las mujeres
junto al fogón, tarde y mañana, a hervir la mazamorra de mashca o ellocro de cuchipapa;
se acurrucan los hombres de seis a seis, sobre el trabajo de la chacra, de la montaña,
del páramo, o se pierden por los caminos tras de las mulas que llevan cargas a los
pueblos vecinos; se acurruca el murmullo del agua de la acequia tatuada a lo largo de la
calle, de la acequia de agua turbia donde sacian la sed los animales de los huasipungos
vecinos, donde los cerdos hacen camas de Iodo para refrescar sus ardores, donde los
niños se ponen en cuatro para beber, donde se orinan los borrachos.
A esas horas, por la garganta que mira al valle, corría un viento helado, un viento de
atardecer de estación lluviosa, un viento que barría el penacho de humo de las chozas
que se alcanzaban a distinguir esparcidas por las laderas.
Miraron los viajeros con sonrisa de esperanza a la primera casa del pueblo -una
construcción pequeña, de techo de paja, de corredor abierto al camino, de paredes de
tapia sin enlucir, de puertas renegridas, huérfanas de ventanas.
-Está cerrada -observó el amo en tono de reproche, como si alguien debía esperarle en
ella.
-Arriero es pes don Braulio, patroncitu -informó uno de los indios.
-Arriero -respondió don Alfonso pensando a la vez: " ¿Por qué este hombre no tiene que
ver conmigo? ¿Por qué? Todos en este pueblo están amarrados por cualquier
circunstancia a la hacienda. A mi hacienda, carajo. Así decía mi padre".
En el corredor de aquella casucha que parecía abandonada hace mucho tiempo -tal era
el silencio, tal la vejez y tal la soledad-, sólo dos cerdos negros hozaban en el piso de
tierra no muy húmeda para agrandar sin duda el hueco de su cama. Más allá, en la calle
misma, unos perros esqueléticos -el acordeón de sus costillares semidesplegado-, se
disputaban un hueso de mortecina que debe haber rodado por todo el pueblo.
Cerca de la plaza, un olor a leña tierna de eucalipto y boñiga seca -aliento de animal
enfermo e indefenso- que despedían las sórdidas viviendas distribuidas en dos hileras -
podrida, escasa y desigual dentadura de vieja bruja-, envolvió a los viajeros brindándoles
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una rara confianza de protección. Del corredor de uno de esos chozones, donde colgaba
de una cuerda el cadáver despellejado y destripado de un borrego, salió un hombre -
chagra de poncho, alpargatas e ingenua curiosidad en la mirada- y murmuró en tono
peculiar de campesino:
-Buenas tardes, patrones. -Buenas tardes. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? -interrogó en
respuesta don Alfonso.
-El Calupiña, pes. -jAh! Sí. ¿y cómo te va? -Sin querer morir. ¿y su mercé? -Pasando
más o menos.
La caravana de amos e indios pasó sin dar mayor importancia a las palabras del cholo,
el cual, después de arrojar en una cesta las vísceras del borrego que tenía en las
manos, se quedó alelado mirando cómo se alejaban las poderosas figuras de la familia
Pereira. También la chola de la vivienda que lindaba con la de Calupiña -vieja, flaca y
sebosa-, a quien llamaban "mama Miche de los guaguas" por sus numerosos críos sin
padre conocido, espió con curiosidad y temor casi infantiles a los señores de
Cuchitambo, bien atrincherada tras una enorme batea repleta de fritada con tostado de
manteca. Más abajo, frente a un chozón de amplias dimensiones y menos triste que los
otros, dos muchachas -cholitas casaderas, de alpargatas y follones- gritaban en medio
de la calle con escándalo de carishinería propia de la edad. Eran las hijas del viejo
Melchor Espíndola. La menor -más repollada y prieta- sacudíase algo que se le aferraba
como un moño a la cabeza.
-jAy... Ay... Ay...!
-jEsperaaa, pes! jEsperaaa...! -chillaba la otra, tratando de dominar a su hermana como
a un niño emperrado, hasta que, con violencia de coraje y juego a la vez, logró de un
manotazo arrancar el inoportuno añadido de la cabellera de la moza más alharaquienta.
Una araña negra, negrísima, de gruesas patas aterciopeladas huyó veloz por un hueco
de una cerca de cabuyas.
El susto de las mozas carishinas se evaporó rápidamente en la sorpresa de ver a gentes
de la capital -el olor, los vestidos, los adornos, los afeites.
-Buenas tarde -dijo una.
-Buenas tardes, patrona -ratificó la otra.
-Buenas tardes, hijitas -respondió doña Blanca, poniendo una cara de víctima, mientras
don Alfonso miraba a las mozas con sonrisa taimada de sátiro en acecho.
Frente a una tienda de gradas en el umbral y penumbra que logra disimular la miseria y
la mala calidad de las mercaderías que se exhiben, se agrupaba una recua de mulas.
Era el negocio de taita Timoteo Peña -aguardiente bien hidratado para que no haga
daño, pan y velas de sebo de fabricación casera, harina de maíz, de cebada, de trigo,
sal, raspaduras y una que otra medicina, donde los arrieros solían tomarse sus copitas y
dejar las noticias recogidas por los caminos.
En la puerta del local del telégrafo, el telegrafista, un cholo menudo, nervioso y un poco
afeminado, ejercitaba en la vihuela un pasillo de principios del siglo.
Hacia el fin de la calle, en una plaza enorme y deshabitada, la iglesia apoya la vejez de
sus paredones en largos puntales -es un cojo venerable que pudo escapar del hospital
del tiempo andando en muletas-. Lo vetusto y arrugado de la fachada contrasta con el
oro del altar mayor y con las joyas, adornos y vestidos de la Virgen de la Cuchara,
patrona del pueblo, a los pies de la cual, indios y chagras, acoquinados por ancestrales
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temores y por duras experiencias de la realidad, se han desprendido diariamente de sus
ahorros para que la Santísima y Milagrosa se compre y luzca atavíos de etiqueta
celestial. .
Del curato -única casa de techo de teja-, luciendo parte de las joyas que la Virgen de la
Cuchara tiene la bondad de prestarle, salió en ese instante la concubina del señor cura -
pomposos senos y caderas, receloso mirar, gruesas facciones-, alias la sobrina" -
equipaje que trajo el santo sacerdote desde la capital-, con una canasta llena de basura,
echó los desperdicios en la acequia de la calle y se quedó alelada mirando a la
cabalgata de la ilustre familia.
La esperanza de un descanso bien ganado despertó una rara felicidad en los viajeros a
la vista de la casa de la hacienda y sus corrales y galpones -mancha blanca en el verde
oscuro de la ladera-. De la casa de la hacienda que se erguía como una fortaleza en
medio de un ejército diseminado de chozas pardas.
Cuando el mayordomo se halló frente a los patrones detuvo a raya su mula -
complemento indispensable de su figura, de su personalidad, de su machismo rumboso,
de sus malos olores a boñiga y cuero podrido-, obligándola a sentarse sobre sus patas
traseras en alarde de eficacia y de bravuconería cholas y con hablar precipitado -tufillo a
peras descompuestas por viejo chuchaqui de aguardiente puro y chicha agria-, saludó:
-Buenas tardes nos dé Dios patroncitos. Luego se quitó el sombrero, dejando al
descubierto una cabellera cerdosa que le caía a mechones pegajosos de sudor sobre la
frente.
-Buenas tardes, Policarpio. -Me muero. Semejante lluvia. Toditico el día. ¿Qué es, pes?
¿Qué pasó, pes? ¿La niña chiquita también viene?
Sin responder a la pregunta inoportuna del cholo, don Alfonso indagó de inmediato sobre
la conducta de los indios, sobre las posibilidades de adquirir los bosques, sobre los
sembrados, sobre las mingas...
-Traigo grandes planes. El porvenir de mis hijos así lo exige -concluyó el amo.
"Uuuu... Cambiado viene. ¿Cuándo pes preocuparse de nada? Ahora verán no más lo
que pasa... Los indios, los sembrados, los bosques. ¿Para qué, pes? y sus hijos... Dice
sus hijos... Una hija no más tiene. La ña Lolita. ¿A qué hijos se referirá? Tal vez la ña
grande esté embarazada. Síii... Gordita parece..." pensó el cholo Policarpio,
desconfiando de la cordura del patrón. Nunca antes le había hecho esas preguntas;
nunca antes había demostrado tanto interés por las cosas de la hacienda.
La vieja construcción campesina de Cuchitambo recibió a los viajeros con su patio
empedrado, con su olor a hierba podrido y boñiga seca, con las manifestaciones
epilépticas de los perros, con el murmullo bisbiseante de la charla quichua de las indias
servicias, con el mugir de las vacas y los terneros, con el amplio corredor de pilares
rústicos adornados con cabezas disecadas de venados en forma de capitel -perchero de
monturas, frenos, huascas, sogas, trapos-, con el redil pegado a la culata del edificio y
del cual le separaba un vallado de palos carcomidos y alambres mohosos -encierro de
ovejas y terneros- y, sobre todo, con ese perfume a viejos recuerdos -de holgura unos,
de crueldad otros, de poder absoluto sobre la indiada los más.
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Después de dejar todo arreglado en la casa de los patrones, los indios que sirvieron de
guía y bestias de carga a la caravana se desparramaron por el campo -metiéndose por
los chaquiñanes más dificiles, por los senderos más tortuosos-. Iban en busca de su
huasipungo.
Andrés Chiliquinga, en vez de tomar la ruta que le podía llevar a la choza de sus viejos -
el taita murió de cólico hace algunos años, la madre vive con tres hijos menores y un
compadre que aparece y desaparece por temporadas- se perdió en el bosque. Desde
hace dos años, poco más o menos, que el indio Chiliquinga transita por esos parajes,
fabricándose con su desconfianza, con sus sospechas, con sus miradas de soslayo y
con lo más oculto y sombrío del chaparral grande una bóveda secreta para llegar a la
choza donde le espera el amor de su Cunshi, donde le espera el guagua, donde podrá
devorar en paz la mazamorra. Sí. Va para dos años de aquello. Burló la vigilancia del
mayordomo, desobedeció los anatemas del taita curita para amañarse con la longa que
le tenía embrujado, que olía a su gusto, que cuando se acercaba a ella la sangre le ardía
en las venas con dulce coraje, que cuando le hablaba todo era distinto en su torno -
menos cruel el trabajo, menos dura la naturaleza, menos injusta la vida-. Ellos, el
mayordomo y el cura, pretendieron casarle con una longa de Filocorrales para
ensanchar así los huasipungueros del amo. jAh! Mas él les hizo pendejos y se unió a su
Cunshi en una choza que pudo levantar en el filo de la quebrada mayor. Después...
Todos tuvieron que hacerse la vista gorda. Pero el amo... El amo que había llegado
intempestivamente. ¿Qué dirá? ¿Quéee? El miedo y la sospecha de los primeros días
de su amaño volvieron a torturarle. Oyó una vez más las palabras del santo sacerdote:
"Salvajes. No quieren ir por el camino de Dios. De Taita Diosito, brutos. Tendrán el
infierno". En esos momentos el infierno era para él una poblada enorme de indios. No
había blancos, ni curas, ni mayordomos, ni tenientes políticos. A pesar del fuego, de las
alimañas monstruosas, de los tormentos que observó de muchacho en uno de los
cuadros del templo, la ausencia de los personajes anotados le tranquilizó mucho. Yal
llegar a la choza -apretada la inquietud en el alma- Andrés Chiliquinga llamó:
-jCunshiii!
Ella no estaba en la penumbra del tugurio. El grito -angustia y coraje a la vez- despertó
al guagua que dormía en un rincón envuelto en sucias bayetas.
-jCunshiii!
Desde los chaparros, muy cerca del huasipungo donde la india, aprovechando la última
luz de la tarde, recogía ramas secas para el fogón-, surgió una voz débil, asustada:
-Aaah.
-¿Dónde estáis, pes? -Recugiendu leña.
-¿Recugiendu leña, carau? Aquí ca el guagua shurandu, shurandu... -murmuró el indio
en tono de amenaza. No sabía si enternecerse o encolerizarse. Su hembra -amparo en
el recuerdo, calor de ricurishca en el jergón- estaba allí, no le había pasado nada, no le
había engañado, no había sido atropellada. Y a pesar de que la disculpa era real, a
pesar de que todo estaba a la vista, las morbosas inquietudes que él arrastraba -afán de
defender a mordiscos y puñetazos irrefrenables su amor- le obligaron a gritar:
-i Mentirosa ! -Mentiro...
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De un salto felino él se apoderó de la longa por los cabellos. Ella soltó la leña que había
recogido y se acurrucó bajo unos cabuyos como gallina que espera al gallo. Si alguien
hubiera pretendido defenderla, ella se encararía de inmediato al defensor para advertirle
furiosa: "Entrometidu. Deja que pegue, que "Amate, que haga pedazus, para esu es
maridu, para esu es cariproplu... "
Después de sacudirla y estropearla, Andrés Chiliquinga, respirando con fatiga de
poseso, arrastró a su víctima hasta el interior de la choza. y tirados en el suelo de tierra
apisonada, ella, suave y temblorosa por los últimos golpes -cuerpo que se queja y que
palpita levemente de enternecido resentimiento-, él, embrujado de cólera y de machismo
-músculos en potencia, ronquido de criminales ansias-, se unieron, creando en su fugaz
placer con- tornos de voluptuosidad que lindaba con las crispadas formas de la
venganza, de la desesperación, de la agonía.
-Ay... Ay... Ay... -Longuita.
En nudo de ternura salvaje rodaron hasta muy cerca del fogón. y sintiéndose -como de
costumbre en esos momentos- amparados el uno en el otro, lejos -narcotizante olvidode
cuanta injusticia, de cuanta humillación y cuanto sacrificio quedaba más allá de la
.choza, se durmieron al abrigo de sus propios cuerpos, del poncho empapado de
páramo, de la furia de los piojos.
La garúa del prolongado invierno agravó el aburrimiento de la familia Pereira. Cuando
amanecía sereno, don Alfonso montaba en una mula negra -la prefería por mansa y
suave- y se alejaba por la senda del chaparral del otro lado del río. Una vez en el pueblo
hacía generalmente una pequeña estación en la tienda del teniente político -cholo de
apergaminada robustez, que no desamparaba el poncho, los zapatos de becerro sin
lustrar, el sombrero capacho, el orgullo de haber edificado su casa a fuerza de ahorrar
honradamente las multas, los impuestos y las contribuciones fiscales que caían en la
tenencia política-. Sí, se tornó en costumbre de don Alfonso Pereira tomarse una copa
de aguardiante puro con jugo de limón y oía la charla, a ratos ingenua, a ratos cínica, de
la autoridad, cuando llegaba a Tomachi.
-Nadie. Nadie como yo... Yo, Jacinto Quintana... y como el tuerto Rodríguez, carajo...
Para conocer y dominar a látigo, a garrote, a bala, la sinvergüenceria y la vagancia de
los indios.
-Bien. Debe ser. -Dos o tres veces he sido capataz, pes.
-Aaaah.
Al cholo de tan altos quilates de teniente político, de cantinero y de capataz, se le podía
recomendar también como buen cristiano -oía misa entera los domingos, creía en los
sermones del señor cura y en los milagros de los santos-, como buen esposo -dos hijos
en la chola Juana, ninguna concubina de asiento entre el cholerío, apaciguaba sus
diabólicos deseos con las indias que lograba atropellar por las cunetas-, y como gran
sucio -se mudaba cada mes de ropa interior y los pies le olían a cuero podrido.
-Tome no más. Este es purito traído de tierra arriba. La Juana le prepara con hojas de
higo.
-¿y qué es de la Juana que no la veo?
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-En la cocina, pes. jJuanaa! i Aquí está el señor Cuchitambo! -Ya voooy.
Casi siempre la mujer -apetitosa humildad en los ojos, moreno de bronce en la piel,
amplias caderas, cabellos negros en dos trenzas anudadas con pabilos, brazos bien
torneados y desnudos hasta más arriba de los codos- aparecía por una puerta lagañosa
de hollín que daba al corredor del carretero donde había un poyo cargado de bateas
con chochos, pasunes y aguacates para vender a los indios. A la vista del omnipotente
caballero la chola enrojecía, se pasaba las palmas de las manos por las caderas y
murmuraba:
-¿Cómo está pes la niña grande? -Bien...
-¿ Y la niña chiquita? -Más o menos. -Aaah.
-A ti te veo más gorda, más buena moza.
-Es que me está observando con ojos de simpatía, pes. Entonces Juana pagaba la
galantería del latifundista ordenando a su marido servir una nueva copa de aguardiente
puro al visitante.
-¿Otra? -protestaba don Alfonso en tono que parecía dis- frazar un ruego.
-¿Qué es, pes? ¿Acaso hace mal? -Mal no... Pero... -Ji... Ji... Ji...
Mientras el marido iba por el aguardiente, Pereira agradecía a Juana propinándole uno o
dos pellizcos amorosos en las tetas o en las nalgas. Casi nunca en esos momentos
faltaba la presencia del menor de los hijos de la chola -año y pocos meses gateando en
el suelo y exhibiendo sus inocentes órganos sexuales-.
-Ojalá se críe robusto -comentaba el latifundista, buscando disculpar su repugnancia
ciudadana cuando el pequeño -mocoso y sucio- se le acercaba.
-Un tragón ha salido -concluía la mujer.
-Sí. Pero... -Venga. Venga mi guagüito. Los paseos del dueño de Cuchitambo
terminaban generalmente en el curato. Largas, sustanciosas ya veces entretenidas conversaciones
sostenían terrateniente y cura. Que la patria, que el progreso, que la
democracia, que la moral, que la política. Don Alfonso, en uso y abuso de su tolerancia
liberal, brindó al sotanudo una amistad y una confianza sin límites. El párroco a su vez -
gratitud y entendimiento cristianos- se alió al amo del valle y la montaña con todos sus
poderes materiales y espirituales.
-Si así fueran todos los sacerdotes del mundo sería un paraíso -afirmaba el uno.
-Su generosidad y su energía hacen de él un hombre bueno. Dios ha tocado en secreto
su corazón -pregonaba el otro.
El primer favor del párroco fue hacer que Pereira compre la parte de los hermanos Ruata
-dos chagritos huérfanos de padre y madre, que iban por la edad del casorio,
sublimaban su soltería con sonetos a la Virgen y se hallaban a merced de los consejos y
opiniones del fraile-, en los chaparrales a la entrada del bosque casi selvático. Luego
vinieron otros.
Cuando alguien se atrevía a reprochar a don Alfonso por su amistad con el sotanudo, el
buen latifundista, tirándose para atrás y tomando aire de prócer de monumento,
exclamaba:
-Ustedes no ven más allá de la nariz. Tengo mis planes. El es un factor importantísimo.
En realidad no andaba muy errado Pereira. Una tarde, a la sombra de las enredaderas
que tejían una cortina deshilvanando entre los pilares del corredor del cuarto, el párroco
y el latifundista planearon el negocio de Guamaní y los indios.
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-Este viejo Isidro tiene que ser un ladrón. La pinta lo dice... -aseguró el terrateniente.
-Es un hombre que sabe lo que vale la tierra... Lo que valen los bosques y los indios -
disculpó el cura.
-Eso no le produce nada. Nada... -¿Quién sabe?
-Monte. Ciénagos...
-E indios, mi querido amigo. -Indios.
-Además. Si usted no quiere...
El religioso echó su cabeza sobre el respaldo del asiento donde descansaba para
hundirse en una pausa un poco teatral. Debla asegurar los sucres de su comisión en el
negocio. El dinero estaba muy cerca de sus manos. Hasta Dios dice: " Agárrate que yo
te agarraré... Defiéndete que yo defenderé..." jAh! Con tal de no agarrarse de los espinos
y de las alimañas de los chaparros del viejo Isidro, estaba salvado.
-Bueno... Querer... Como querer... -murmuró don Alfonso a media voz, tratando de abrir
el silencio del sotanudo, el cual, con melosidad de burla, insistió:
-¿Con los indios?
-Claro. Usted comprende que eso sin los runas no vale nada. -i y qué runas! Propios,
conciertos, de una humildad extraordinaria. Se puede hacer con esa gente lo que a uno
le dé la gana. -Me han dicho que casi todos son solteros. Un indio soltero
vale la mitad. Sin hijos, sin mujer. sin familiares. -¿ Y eso?
-Parece que no sabe usted. ¿ y el pastoreo, y el servicio doméstico, y el desmonte, y las
mingas?
-Bueno. Son más de quinientos. Más de quinientos a los cuales, gracias a mi paciencia,
a mi fe, a mis consejos ya mis amenazas, he logrado hacerles entrar por el camino del
Señor. Ahora se hallan listos a... -iba a decir: "a la venta", pero le pareció muy duro el
término y, luego de una pequeña vacilación, continuó al trabajo. Ve usted. Los longos le
salen baratísimos, casi regalados.
-Sí. Parece...
-Con lo único que tiene que contentarles es con el huasipungo.
-Eso mismo es molestoso.
-En alguna parte tienen que vivir.
-El huasipungo, los socorros, el aguardiente, la raya. -Cuentos. Ya verá, ya verá, don
Alfonsito.
Rápidamente volvió la conversación a lo del negocio de las tierras de Guamanl.
-Como yo no tengo ningún interés y no puedo hacerme ni al uno ni al otro, trataré de
servir de lazo entre los dos propietarios. Tengo confianza. La inspiración divina guiará
vuestros pasos.
-Así espero. -Así es.
Al final, de acuerdo las partes en ofertas y comisiones, cuando todo había caído en una
confianza cínica y sin escrúpulos, el señor cura afirmó:
-Apartémonos por un instante de cualquier idea mezquina, de cualquier idea... Ji... Ji...
Ji... Parece mentira... La compra significa para usted un porvenir brillante. No sólo son
las tierras y los indios de que hemos hablado. No... En la montaña queda todavía gente
salvaje, como el ganado del páramo. Gente que no está catalogada en los libros del
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dueño, a la cual, con prudencia y caridad cristianas, se le puede ir guardando en nuestro
redil. ¿Me comprende? Yo... Yo me encargo de eso... ¿Qué más quiere?
-iAh! Gracias. ¿Pero no será una ilusión? -Conozco, sé, por eso digo. y como usted es
un hombre de grandes empresas... Entre los dos...
-Naturalmente...
La niña chiquita dio a luz sin mayores contratiempos. Dos comadronas indias y doña
Blanca asistieron en secreto a la parturienta. El problema del recién nacido se inició
cuando a la madre se le secó la leche. Don Alfonso, que a esas alturas era dueño y
señor de Guamaní y sus gentes, salvó el inconveniente gritando:
-Que vengan dos o tres longas con cría. Robustas, sanas. Tenemos que seleccionar.
El mayordomo cumplió con diligencia y misterio la orden. Y, esa misma tarde, arreando a
un grupo de indias, llegó al corredor de la casa de la hacienda que daba al patio. Los
patrones -esposa y esposo- miraron y remiraron entonces a cada una de las longas.
Pero doña Blanca, con repugnancia de irrefrenable mal humor que arrugaba sus labios,
fue la encargada de hurgar manosear tetas y críos de las posibles nodrizas para su
nieto.
-Levántate el rebozo. -Patronitica...
-Para ver no más. -Bonitica...

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