Monday, October 7, 2013

Vargas Llosa. Premio Rómulo Gallegos, año 1967.


El Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos fue creado en honor al novelista y político venezolano de ese nombre el 6 de agosto de 1964 mediante un decreto promulgado por el entonces Presidente de Venezuela, Raúl Leoni. En un principio su objetivo era premiar novelas latinoamericanas, pero a partir de la década de 1990 se expandió a todo el ámbito hispanohablante. El primer autor no americano en recibir el premio fue Javier Marías.
Desde un principio se convirtió en uno de los premios más importantes en el ámbito de la narrativa
(Momentos en que -el entonces joven- Mario Vargas Llosa recibe el Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos” de manos del mismísimo escritor venezolano (1967) ),
en  lengua castellana, en plena coincidencia con el boom latinoamericano, a tal grado que los primeros tres ganadores, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, eran parte de dicho movimiento.
Considerado por muchos el premio literario más importante de Hispanoamérica, es otorgado cada dos años por el gobierno de Venezuela (las cinco primeras ediciones fueron quinquenales) por medio del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG).
Fuente: Wikipedia.

Premio Rómulo Gallegos.
Edición I. Año 1967.
Autor: Mario Vargas Llosa..
Obra galardonada: "La casa verde". Novela.
País: Perú.

Fragmento de: LA CASA VERDE.
 

Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú,

en 1936. Aunque había estrenado un drama

en Piura y publicado un libro de relatos, Los

jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su

carrera literaria cobró notoriedad con la publicación

de La ciudad y los perros, Premio


Biblioteca Breve (1962) y Premio de la Crítica

(1963). En 1965 apareció su segunda novela,

La casa verde, que obtuvo el Premio de la


Crítica y el Premio Internacional Rómulo

Gallegos. Posteriormente ha publicado piezas

teatrales (La señorita de Tacna, Kathie y el

hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones

y Ojos bonitos, cuadros feos), estudios y

ensayos (como La orgía perpetua, La verdad

de las mentiras y La tentación de lo imposible),

memorias (El pez en el agua), relatos (Los

cachorros) y, sobre todo, novelas: Conversación

en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras,

La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin

del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a

Palomino Molero?, El hablador, Elogio de la

madrastra, Lituma en los Andes, Los cuadernos

de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El

Paraíso en la otra esquina y Travesuras de la

niña mala. Ha obtenido los más importantes

galardones literarios, desde los ya mencionados

hasta el Premio Cervantes, el Príncipe de

Asturias, el PEN/Nabokov y el Grinzane Cavour.

 
 
 
 
 
Prólogo
 
Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de

una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el

arenal de Piura el año 1946, y la deslumbrante Amazonía

de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas y shapras,

misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en

1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón.

Pero, probablemente, la deuda mayor que contraje

al escribirla fue con William Faulkner, en cuyos libros

descubrí las hechicerías de la forma en la ficción, la sinfonía

de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades

y perspectivas de que una astuta construcción y un

estilo cuidado podían dotar a una historia.

Escribí esta novela en París, entre 1962 y 1965, sufriendo

y gozando como un lunático, en un hotelito del

Barrio Latino —el Hôtel Wetter— y en una buhardilla

de la rue de Tournon, que colindaba con el piso donde

había vivido el gran Gérard Philipe, a quien el inquilino

que me antecedió, el crítico de arte argentino Damián

Bayón, oyó muchos días ensayar, horas de horas, un solo
 

parlamento de El Cid de Corneille.

MARIO VARGAS LLOSA




Londres, septiembre de 1998
 
 
 
Uno


 
El sargento echa una ojeada a la madre Patrocinio

y el moscardón sigue allí. La lancha cabecea sobre las

aguas turbias, entre dos murallas de árboles que exhalan

un vaho quemante, pegajoso. Ovillados bajo el pamacari,

desnudos de la cintura para arriba, los guardias duermen

abrigados por el verdoso, amarillento sol del mediodía:

la cabeza del Chiquito yace sobre el vientre del Pesado,

el Rubio transpira a chorros, el Oscuro gruñe con la boca

abierta. Una sombrilla de jejenes escolta la lancha, entre

los cuerpos evolucionan mariposas, avispas, moscas

gordas. El motor ronca parejo, se atora, ronca y el práctico

Nieves lleva el timón con la izquierda, con la derecha

fuma y su rostro muy bruñido permanece inalterable

bajo el sombrero de paja. Estos selváticos no eran normales,

¿por qué no sudaban como los demás cristianos?

Tiesa en la popa, la madre Angélica está con los ojos cerrados,

en su rostro hay lo menos mil arrugas, a ratos saca

una puntita de lengua, sorbe el sudor del bigote y

escupe. Pobre viejita, no estaba para estos trotes. El

moscardón bate las alitas azules, despega con suave impulso

de la frente rosada de la madre Patrocinio, se pierde

trazando círculos en la luz blanca y el práctico iba a

apagar el motor, sargento, ya estaban llegando, detrás de
 
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esa quebradita venía Chicais. Pero al sargento el corazón

le decía no habrá nadie. Cesa el ruido del motor, las madres

y los guardias abren los ojos, yerguen las cabezas,

miran. De pie, el práctico Nieves ladea la tangana a derecha

e izquierda, la lancha se acerca a la orilla silenciosamente,

los guardias se incorporan, se ponen las camisas,

los quepís, se acomodan las polainas. La empalizada

vegetal de la margen derecha se interrumpe bruscamente

pasado el recodo del río y hay un barranco, un breve

paréntesis de tierra rojiza que desciende hasta una minúscula

ensenada de fango, guijarros, matas de cañas y

de helechos. No se divisa ninguna canoa a la orilla, ninguna

silueta humana en el barranco. La embarcación encalla,

Nieves y los guardias saltan, chapotean en el lodo

plomizo. Un cementerio, el corazón no engañaba, tenían

razón los mangaches. El sargento está inclinado sobre

la proa, el práctico y los guardias arrastran la lancha

hacia la tierra seca. Que ayudaran a las madrecitas, que

les hicieran sillita de mano, no se fueran a mojar. La madre

Angélica permanece muy grave en los brazos del Oscuro

y del Pesado, la madre Patrocinio vacila cuando el

Chiquito y el Rubio unen sus manos para recibirla y, al

dejarse caer, enrojece como un camarón. Los guardias

cruzan la playa bamboleándose, depositan a las madres

donde acaba el fango. El sargento salta, llega al pie del

barranco y la madre Angélica trepa ya por la pendiente,

muy resuelta, seguida por la madre Patrocinio, ambas

gatean, desaparecen entre remolinos de polvo colorado.

La tierra del barranco es floja, cede a cada paso, el sargento

y los guardias avanzan hundidos hasta las rodillas,

agachados, ahogados en el polvo, el pañuelo contra la
 
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boca, el Pesado estornudando y escupiendo. En la cima

se sacuden los uniformes unos a otros y el sargento observa:

un claro circular, un puñado de cabañas de techo

cónico, breves sembríos de yucas y de plátanos y, en todo

el rededor, monte tupido. Entre las cabañas, arbolitos

con bolsas ovaladas que penden de las ramas: nidos de

paucares. Él se lo había dicho, madre Angélica, dejaba

constancia, ni un alma, ya veían. Pero la madre Angélica

va de un lado a otro, entra a una cabaña, sale y mete la

cabeza en la de al lado, espanta a palmadas a las moscas,

no se detiene un segundo y así, de lejos, desdibujada por

el polvo, no es una anciana sino un hábito ambulante,

erecto, una sombra muy enérgica. En cambio, la madre

Patrocinio se halla inmóvil, las manos escondidas en el

hábito y sus ojos recorren una vez y otra el poblado vacío.

Unas ramas se agitan y hay chillidos, una escuadrilla

de alas verdes, picos negros y pecheras azules revolotea

sonoramente sobre las desiertas cabañas de Chicais, los

guardias y las madres los siguen hasta que se los traga la

maleza, su griterío dura un rato. Había loritos, bueno saberlo

por si faltaba comida. Pero daban disentería, madre,

es decir, se le soltaba a uno el estómago. En el barranco

aparece un sombrero de paja, el rostro tostado

del práctico Nieves: así que se espantaron los aguarunas,

madrecitas. De puro tercas, quién les mandó no hacerle

caso. La madre Angélica se acerca, mira aquí y allá con

los ojitos arrugados, y sus manos nudosas, rígidas, de lunares

castaños, se agitan ante la cara del sargento: estaban

por aquí cerca, no se habían llevado sus cosas, tenían

que esperar que vuelvan. Los guardias se miran, el sargento

enciende un cigarrillo, dos paucares van y vienen
 
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por el aire, sus plumas negras y doradas relucen con brillos

húmedos. También pajaritos, de todo había en Chicais.

Salvo aguarunas y el Pesado ríe. ¿Por qué no caerles

a la descuidada?, la madre Angélica jadea, ¿acaso no los

conocía, madrecita?, el plumerito de pelos blancos de su

mentón tiembla suavemente, les daban miedo los cristianos

y se escondían, que ni se soñara que iban a volver,

mientras estuvieran aquí no les verían ni el polvo. Pequeña,

rolliza, la madre Patrocinio está allí también, entre

el Rubio y el Oscuro. Pero si el año pasado no se escondieron,

salieron a recibirlos y hasta les regalaron una

gamitana fresquita, ¿no se acordaba el sargento? Pero

entonces no sabían, madre Patrocinio, ahora sí, que se

diera cuenta. Los guardias y el práctico Nieves se sientan

en el suelo, se descalzan, el Oscuro abre su cantimplora,

bebe y suspira. La madre Angélica alza la cabeza: que hagan

las carpas, sargento, un rostro ajado, que pongan los

mosquiteros, una mirada líquida, esperarían a que regresaran,

una voz cascada, y que no le pusiera esa cara, ella

tenía experiencia. El sargento arroja el cigarrillo, lo entierra

a pisotones, qué más le daba, muchachos, que se

sacudieran. Y en eso brota un cacareo y un matorral escupe

una gallina, el Rubio y el Chiquito lanzan un grito

de júbilo, negra, la corretean, con pintas blancas, la capturan

y los ojos de la madre Angélica chispean, bandidos,

qué hacían, su puño vibra en el aire, ¿era suya?, que la

soltaran, y el sargento que la soltaran pero, madres, si

iban a quedarse necesitaban comer, no estaban para pasar

hambres. La madre Angélica no permitiría abusos,

¿qué confianza podían tenerles si les robaban sus animalitos?

Y la madre Patrocinio asiente, sargento, robar era
 
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ofender a Dios, con su rostro redondo y saludable, ¿no

conocía los mandamientos? La gallina toca el suelo, cacarea,

se expulga las axilas, escapa contoneándose y el

sargento se encoge de hombros: por qué se harían ilusiones

si ellas los conocían tanto o más que él. Los guardias

se alejan hacia el barranco, en los árboles chillan de nuevo

los loritos y los paucares, hay zumbido de insectos,

una brisa leve agita las hojas de yarina de los techos de

Chicais. El sargento se afloja las polainas, regaña entre

dientes, tiene la boca torcida y el práctico Nieves le da

una palmadita en el hombro, sargento: que no se pusiera

de malhumor y tomara las cosas con calma. Y el sargento

furtivamente señala a las madres, don Adrián, estos

trabajitos le reventaban el alma. La madre Angélica tenía

mucha sed y a lo mejor un poco de fiebre, el espíritu seguía

animoso pero el cuerpo ya estaba lleno de achaques,

madre Patrocinio y ella no, no, que no dijera eso, madre

Angélica, ahora que subieran los guardias tomaría una limonada

y se sentiría mejor, ya vería. ¿Murmuraban de su

persona?, el sargento observa el contorno con ojos distraídos,

¿lo creían un cojudo?, se abanica con el quepí,

¡ese par de gallinazas!, y de repente se vuelve hacia el

práctico Nieves: secretos en reunión era falta de educación

y él que mirara, sargento, los guardias volvían corriendo.

¿Una canoa?, y el Oscuro sí, ¿con aguarunas?, y

el Rubio mi sargento sí, y el Chiquito sí, y el Pesado y las

madres sí, sí, van y preguntan y vienen sin rumbo y el

sargento que el Rubio volviera al barranco y avisara si

subían, que los demás se escondieran y el práctico Nieves

recoge las polainas del suelo, los fusiles. Los guardias

y el sargento entran a una cabaña, las madres siguen en
 
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el claro, madrecitas, que se escondieran, madre Patrocinio,

rápido, madre Angélica. Ellas se miran, cuchichean,

dan brinquitos, entran a la cabaña del frente y, desde las

matas que lo ocultan, el Rubio apunta con un dedo al

río, ya bajaban mi sargento, amarraban la canoa, ya subían

mi sargento y él calzonazos, que viniera y se escondiera,

Rubio, que no se durmiera. Tendidos de barriga,

el Pesado y el Chiquito espían el exterior por los intersticios

del tabique de rajas de chonta; el Oscuro y el práctico

Nieves están parados al fondo de la cabaña y el Rubio

llega corriendo, se acuclilla junto al sargento. Ahí

estaban, madre Angélica, ahí estaban ya y la madre Angélica

sería vieja pero tenía buena vista, madre Patrocinio,

los estaba viendo, eran seis. La vieja, melenuda, lleva

una pampanilla blancuzca y dos tubos de carne blanda

y oscura penden hasta su cintura. Tras ella, dos hombres

sin edad, bajos, ventrudos, de piernas esqueléticas, el sexo

cubierto con retazos de tela ocre sujetos con lianas,

las nalgas al aire, los pelos en cerquillo hasta las cejas.

Cargan racimos de plátanos. Después hay dos chiquillas

con diademas de fibras, una lleva un pendiente en la nariz,

la otra aros de piel en los tobillos. Van desnudas como

el niño que las sigue, él parece menor y es más delgado.

Miran el claro desierto, la mujer abre la boca, los

hombres menean las cabezas. ¿Iban a hablarles, madre

Angélica? Y el sargento sí, ahí salían las madres, atención

muchachos. Las seis cabezas giran al mismo tiempo,

quedan fijas. Las madres avanzan hacia el grupo a pasos

iguales, sonriendo, y simultáneos, casi imperceptibles,

los aguarunas se arriman unos a otros, pronto forman un

solo cuerpo terroso y compacto. Los seis pares de ojos
 
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no se apartan de las dos figuras de pliegues oscuros que

flotan hacia ellos y si se respingaban había que pegar la

carrera, muchachos, nada de tiritos, nada de asustarlos.

Las dejaban acercarse, mi sargento, el Rubio creía que se

escaparían al verlas. Y qué tiernecitas las criaturas, qué

jovencitas, ¿no, mi sargento?, este Pesado no tenía cura.

Las madres se detienen y, al mismo tiempo, las chiquillas

retroceden, estiran las manos, agarran las piernas de

la vieja que ha comenzado a golpearse los hombros con la

mano abierta, cada palmada estremece sus larguísimas

tetas, las columpia: que el Señor fuera con ellos. Y la madre

Angélica da un gruñido, escupe, lanza un chorro de

sonidos crujientes, toscos y silbantes, se interrumpe para

escupir y, ostentosa, marcial, sigue gruñendo, sus manos

evolucionan, dibujan trazos solemnes ante los inmóviles,

pálidos, impasibles rostros aguarunas. Los estaba palabreando

en pagano, muchachos, y escupía igualito que

las chunchas la madrecita. Eso tenía que gustarles, mi

sargento, que una cristiana les hablara en su idioma, pero

que hicieran menos bulla, muchachos, si los oían se

espantaban. Los gruñidos de la madre Angélica llegan

hasta la cabaña muy nítidos, robustos, destemplados y

también el Oscuro y el práctico Nieves espían ahora el

claro, las caras pegadas al tabique. Se los había metido al

bolsillo, muchachos, qué sabida la monjita, y las madres

y los dos aguarunas se sonríen, cambian reverencias.

Y además cultísima, ¿sabía el sargento que en la misión

se la pasaban estudiando? Más bien sería rezando, Chiquito,

por los pecados del mundo. La madre Patrocinio

sonríe a la vieja, ésta desvía los ojos y sigue muy seria, sus

manos en el hombro de las chiquillas. Qué se andarían
 
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diciendo, mi sargento, cómo conversaban. La madre

Angélica y los dos hombres hacen muecas, ademanes, escupen,

se quitan la palabra y, de pronto, los tres niños se

apartan de la vieja, corretean, ríen muy fuerte. Los estaba

mirando el churre, muchachos, no quitaba la vista de

aquí. Qué flaquito era, ¿se había fijado el sargento?, tremenda

cabezota y tan poquito cuerpo, parecía araña. Bajo

la mata de pelos, los ojos grandes del chiquillo apuntan

fijamente a la cabaña. Está tostado como una

hormiga, sus piernas son curvas y enclenques. De repente

alza la mano, grita, muchachos, malparido, mi sargento

y hay una violenta agitación tras el tabique, juramentos,

encontrones y estallan voces guturales en el claro

cuando los guardias lo invaden corriendo y tropezando.

Que bajaran esos fusiles, alcornoques, la madre Angélica

muestra a los guardias sus manos iracundas, ah, ya verían

con el teniente. Las dos chiquillas ocultan la cabeza en el

pecho de la vieja, aplastan sus senos blandos y el varoncito

permanece desorbitado, a medio camino entre los

guardias y las madres. Uno de los aguarunas suelta el

mazo de plátanos, en alguna parte cacarea la gallina. El

práctico Nieves está en el umbral de la cabaña, el sombrero

de paja hacia atrás, un cigarrillo entre los dientes.

Qué se creía el sargento, y la madre Angélica da un saltito,

¿por qué se metía si no lo llamaban? Pero si bajaban

los fusiles se harían humo, madre, ella le muestra su puño

pecoso y él que bajaran los máuseres, muchachos.

Suave, continua, la madre Angélica habla a los aguarunas,

sus manos tiesas dibujan figuras lentas, persuasivas,

poco a poco los hombres pierden la rigidez, ahora responden

con monosílabos y ella risueña, inexorable, sigue
 
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gruñendo. El chiquillo se aproxima a los guardias, olfatea

los fusiles, los palpa, el Pesado le da un golpecito en

la frente, él se agazapa y chilla, era desconfiado el puta y

la risa sacude la fláccida cintura del Pesado, su papada,

sus pómulos. La madre Patrocinio se demuda, desvergonzado,

qué decía, por qué les faltaba así el respeto, so

grosero y el Pesado mil disculpas, menea su confusa cabeza

de buey, se le escapó sin darse cuenta, madre, tiene

la lengua trabada. Las chiquillas y el varoncito circulan

entre los guardias. Los examinan, los tocan con la punta

de los dedos. La madre Angélica y los dos hombres se

gruñen amistosamente y el sol brilla todavía a lo lejos,

pero el contorno está encapotado y sobre el bosque se

amontona otro bosque de nubes blancas y coposas: llovería.

A ellos la madre Angélica los había insultado enantes,

madre, y ellos qué habían dicho. La madre Patrocinio

sonríe, pedazo de bobo, alcornoque no era un

insulto sino un árbol duro como su cabeza y la madre

Angélica se vuelve hacia el sargento: iban a comer con

ellos, que subieran los regalitos y las limonadas. Él

asiente, da instrucciones al Chiquito y al Rubio señalándoles

el barranco, plátanos verdes y pescado crudo, muchachos,

un banquetazo de la puta madre. Los niños merodean

en torno al Pesado, al Oscuro y al práctico

Nieves, y la madre Angélica, los hombres y la vieja disponen

hojas de plátano en el suelo, entran a las cabañas,

traen recipientes de greda, yucas, encienden una pequeña

fogata, envuelven bagres y bocachicas en hojas que

anudan con bejucos y los acercan a la llama. ¿Iban a esperar

a los otros, sargento? Sería de nunca acabar y el

práctico Nieves arroja su cigarrillo, los otros no volverían,
 
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si se fueron no querían visitas y éstos se irían al primer

descuido. Sí, el sargento sabía, sólo que era de balde pelearse

con las madrecitas. El Chiquito y el Rubio regresan

con las bolsas y los termos, las madres, los aguarunas

y los guardias están sentados en círculo frente a las hojas

de plátano y la vieja ahuyenta los insectos a palmadas. La

madre Angélica distribuye los regalos y los aguarunas los

reciben sin dar muestras de entusiasmo, pero luego,

cuando las madres y los guardias comienzan a comer

trocitos de pescado que arrancan con las manos, los dos

hombres, sin mirarse, abren las bolsas, acarician espejitos

y collares, se reparten las cuentas de colores y en los

ojos de la vieja se encienden súbitas luces codiciosas. Las

chiquillas se disputan una botella, el varoncito mastica

con furia y el sargento se enfermaría del estómago, miéchica,

le vendrían diarreas, se hincharía como un hualo

barrigudo, le crecerían pelotas en el cuerpo, reventarían

y saldría pus. Tiene el trozo de pescado a orillas de los

labios, sus ojitos parpadean y el Oscuro, el Chiquito y el

Rubio también hacen pucheros, la madre Patrocinio cierra

los ojos, traga, su rostro se crispa y sólo el práctico

Nieves y la madre Angélica alargan las manos constantemente

hacia las hojas de plátano y con una especie de regocijo

presuroso desmenuzan la carne blanca, la limpian

de espinas, se la llevan a la boca. Todos los selváticos

eran un poco chunchos, hasta las madres, cómo comían.

El sargento suelta un eructo, todos lo miran y él tose.

Los aguarunas se han puesto los collares, se los muestran

uno al otro. Las bolitas de vidrio son granates y contrastan

con el tatuaje que adorna el pecho del que lleva seis

pulseras de cuentecillas en un brazo, tres en el otro. ¿A qué
 
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hora partirían, madre Angélica? Los guardias observan

al sargento, los aguarunas dejan de masticar. Las chiquillas

estiran las manos, tímidamente tocan los collares

deslumbrantes, las pulseras. Tenían que esperar a los

otros, sargento. El aguaruna del tatuaje gruñe y la madre

Angélica sí, sargento, ¿veía?, que comiera, los estaba

ofendiendo con tantos ascos que hacía. Él no tenía apetito

pero quería decirle algo, madrecita, no podían quedarse

en Chicais más tiempo. La madre Angélica tiene la

boca llena, el sargento había venido a ayudar, su mano

menuda y pétrea estruja un termo de limonada, no a dar

órdenes. El Chiquito había oído al teniente, ¿qué había

dicho?, y él que volvieran antes de ocho días, madre. Ya

llevaban cinco y ¿cuántos para volver, don Adrián?, tres

días siempre que no lloviera, ¿veía?, eran órdenes, madre,

que no se molestara con él. Junto al rumor de la

conversación entre el sargento y la madre Angélica hay

otro, áspero: los aguarunas dialogan a viva voz, chocan

sus brazos y comparan sus pulseras. La madre Patrocinio

traga y abre los ojos, ¿y si los otros no volvían?, ¿y si se

demoraban un mes en volver?, claro que era sólo una

opinión, y cierra los ojos, a lo mejor se equivocaba y traga.

La madre Angélica frunce el ceño, brotan nuevos

pliegues en su rostro, su mano acaricia el mechoncito de

pelos blancos del mentón. El sargento bebe un trago de

su cantimplora: peor que purgante, todo se calentaba en

esta tierra, no era el calor de Piura, el de aquí pudría todo.

El Pesado y el Rubio se han tumbado de espaldas, los

quepís sobre la cara, y el Chiquito quería saber si a alguien

le constaba eso, don Adrián, y el Oscuro de veras,

que siguiera, que contara, don Adrián. Eran medio pez
 
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y medio mujer, estaban al fondo de las cochas esperando

a los ahogados y apenas se volcaba una canoa venían y agarraban

a los cristianos y se los llevaban a sus palacios de

abajo. Los ponían en unas hamacas que no eran de yute

sino de culebras y ahí se daban gusto con ellos, y la madre

Patrocinio ¿ya estaban hablando de supersticiones?,

y ellos no, no, ¿y se creían cristianos?, nada de eso, madrecita,

hablaban de si iba a llover. La madre Angélica se

inclina hacia los aguarunas gruñendo dulcemente, sonriendo

con obstinación, tiene enlazadas las manos y los

hombres, sin moverse del sitio, se enderezan poco a poco,

alargan los cuellos como las garzas cuando se asolean

a la orilla del río y surge un vaporcito, y algo asombra,

dilata sus pupilas y el pecho de uno se hincha, su tatuaje

se destaca, borra, destaca y gradualmente se adelantan

hacia la madre Angélica, muy atentos, graves, mudos, y

la vieja melenuda abre las manos, coge a las chiquillas. El

varoncito sigue comiendo, muchachos, se venía la parte

brava, atención. El práctico, el Chiquito y el Oscuro callan.

El Rubio se incorpora con los ojos enrojecidos y remece

al Pesado, un aguaruna mira al sargento de soslayo,

luego al cielo y ahora la vieja abraza a las chiquillas,

las incrusta contra sus senos largos y chorreados y los

ojos del varoncito rotan de la madre Angélica a los hombres,

de éstos a la vieja, de ésta a los guardias y a la madre

Angélica. El aguaruna del tatuaje comienza a hablar,

lo sigue el otro, la vieja, una tormenta de sonidos ahoga

la voz de la madre Angélica que niega ahora con la cabeza

y con las manos y de pronto, sin dejar de roncar ni de

escupir, lentos, ceremoniosos, los dos hombres se despojan

de los collares, de las pulseras y hay una lluvia de
 
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abalorios sobre las hojas de plátano. Los aguarunas estiran

las manos hacia los restos del pescado, entre los que

discurre un delgado río de hormigas pardas. Ya se habían

puesto chúcaros, muchachos, pero ellos estaban listos,

mi sargento, cuando él mandara. Los aguarunas limpian

las sobras de carne blanca y azul, atrapan con las uñas a

las hormigas, las aplastan y con mucho cuidado envuelven

la comida en las hojas venosas. Que el Chiquito y el

Rubio se encargaran de las churres, se las recomendaba

el sargento y el Pesado qué suertudos. La madre Patrocinio

está muy pálida, mueve los labios, sus dedos aprietan

las cuentas negras de un rosario y eso sí, sargento,

que no olvidaran que eran niñas, ya lo sabía, ya lo sabía,

y que el Pesado y el Oscuro tuvieran quietos a los calatos

y que la madre no se preocupara y la madre Patrocinio

ay si cometían brutalidades y el práctico se encargaría de

llevar las cosas, muchachos, nada de brutalidades: Santa

María, Madre de Dios. Todos contemplan los labios

exangües de la madre Patrocinio, y ella Ruega por nosotros,

tritura con sus dedos las bolitas negras y la madre

Angélica cálmese, madre, y el sargento ya, ahora era

cuando. Se ponen de pie, sin prisa. El Pesado y el Oscuro

sacuden sus pantalones, se agachan, cogen los fusiles y

hay carreras ahora, chillidos y en la hora, pisotones, el

varoncito se tapa la cara, de nuestra muerte, y los dos

aguarunas han quedado rígidos amén, sus dientes castañetean

y sus ojos perplejamente miran los fusiles que los

apuntan. Pero la vieja está de pie forcejeando con el Chiquito

y las chiquillas se debaten como anguilas entre los

brazos del Rubio. La madre Angélica se cubre la boca

con un pañuelo, la polvareda crece y se espesa, el Pesado
 
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estornuda y el sargento listo, podían irse al barranco,

muchachos, madre Angélica. Y al Rubio quién lo ayudaba,

sargento, ¿no veía que se le soltaban? El Chiquito y

la vieja ruedan al suelo abrazados, que el Oscuro fuera a

ayudarlo, el sargento lo reemplazaría, vigilaría al calato.

Las madres caminan hacia el barranco tomadas del brazo,

el Rubio arrastra dos figuras entreveradas y gesticulantes

y el Oscuro sacude furiosamente la melena de la

vieja hasta que el Chiquito queda libre y se levanta. Pero

la vieja salta tras ellos, los alcanza, los araña y el sargento

listo, Pesado, se fueron. Siempre apuntando a los dos

hombres retroceden, se deslizan sobre los talones y los

aguarunas se levantan al mismo tiempo y avanzan imantados

por los fusiles. La vieja brinca como un maquisapa,

cae y apresa dos pares de piernas, el Chiquito y el Oscuro

trastabillean, Madre de Dios, caen también y que la

madre Patrocinio no diera esos gritos. Una rápida brisa

viene del río, escala la pendiente y hay activos, envolventes

torbellinos anaranjados y granos de tierra robustos,

aéreos como moscardones. Los dos aguarunas se mantienen

dóciles frente a los fusiles y el barranco está muy

cerca. ¿Si se le aventaban, el Pesado disparaba? Y la madre

Angélica bruto, podía matarlos. El Rubio coge de un

brazo a la chiquilla del pendiente, ¿por qué no bajaban,

sargento?, a la otra del pescuezo, se le zafaban, ahorita se

le zafaban y ellas no gritan pero tironean y sus cabezas,

hombros, pies y piernas luchan y golpean y vibran y el

práctico Nieves pasa cargado de termos: que se apurara,

don Adrián, ¿no se le quedaba nada? No, nada, cuando el

sargento quisiera. El Chiquito y el Oscuro sujetan a la vieja

de los hombros y los pelos y ella está sentada chillando,
 
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a ratos los manotea sin fuerza en las piernas y bendito

era el fruto, madre, madre, de su vientre y al Rubio se le

escapaban, Jesús. El hombre del tatuaje mira el fusil del

Pesado, la vieja lanza un alarido y llora, dos hilos húmedos

abren finísimos canales en la costra de polvo de su

cara y que el Pesado no se hiciera el loco. Pero si se le

aventaba, sargento, él le abría el cráneo, aunque fuera un

culatazo, sargento, y se acababa la broma. La madre Angélica

retira el pañuelo de su boca: bruto, ¿por qué decía

maldades?, ¿por qué se lo permitía el sargento?, y el Rubio

¿podía ir bajando?, estas bandidas lo despellejaban.

Las manos de las chiquillas no llegan a la cara del Rubio,

sólo a su cuello, lleno ya de rayitas violáceas, y han desgarrado

su camisa y arrancado los botones. Parecen desanimarse

a veces, aflojan el cuerpo y gimen y de nuevo

atacan, sus pies desnudos chocan contra las polainas del

Rubio, él maldice y las sacude, ellas siguen sordamente

y que la madre bajara, qué esperaba, y también el Rubio y

la madre Angélica ¿por qué las apretaba así si eran niñas?,

de su vientre Jesús, madre, madre. Si el Chiquito y

el Oscuro la soltaban la vieja se les echaría encima, sargento,

¿qué hacían?, y el Rubio que ella las cogiera, a

ver, madre, ¿no veía cómo lo arañaban? El sargento agita

el fusil, los aguarunas respingan, dan un paso atrás y el

Chiquito y el Oscuro sueltan a la vieja, quedan con las

manos listas para defenderse pero ella no se mueve, se

restriega los ojos solamente y ahí está el varoncito como

segregado por los remolinos: se acuclilla y hunde la cara

entre las tetas líquidas. El Chiquito y el Oscuro van

cuesta abajo, una muralla rosada se los traga a pocos, y

cómo mierda iba a bajarlas el Rubio solito, qué les pasaba,
 
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sargento, por qué se iban ésos y la madre Angélica se le

acerca braceando con resolución: ella lo ayudaba. Estira

las manos hacia la chiquilla del pendiente pero no la toca

y se dobla y el pequeño puño pega otra vez y el hábito

se hunde y la madre Angélica lanza un quejido y se encoge:

qué le decía, el Rubio remece a la chiquilla como un

trapo, madre, ¿no era una fiera? Pálida y plegada, la madre

Angélica reincide, atrapa el brazo con las dos manos,

Santa María, y ahora aúllan, Madre de Dios, patalean,

Santa María, rasguñan, todos tosen, Madre de Dios y en

vez de tanto rezo que fueran bajando, madre Patrocinio,

por qué chucha se asustaba tanto y hasta qué hora, y hasta

cuándo, que bajaran que el sargento ya se calentaba,

miéchica. La madre Patrocinio gira, se lanza por la pendiente

y se esfuma, el Pesado adelanta el fusil y el del tatuaje

retrocede. Con qué odio miraba, sargento, parecía

rencoroso, puta de tu madre, y orgulloso: así debían ser

los ojos del chulla-chaqui, sargento. Los nubarrones que

envuelven a los que descienden son más distantes, la vieja

llora, se contorsiona y los dos aguarunas observan el

cañón, la culata, las bocas redondas de los fusiles: que

el Pesado no se muñequeara. No se muñequeaba, sargento,

pero qué manera de mirar era ésta, caracho, con qué

derecho. El Rubio, la madre Angélica y las chiquillas se

desvanecen también entre oleadas de polvo y la vieja ha

reptado hasta la orilla del barranco, mira hacia el río, sus

pezones tocan la tierra y el varoncito profiere voces extrañas,

ulula como un ave lúgubre y al Pesado no le gustaba

tenerlos tan cerca a los calatos, sargento, qué iban a

hacer para bajar ahora que estaban solitos. Y en eso ronca

el motor de la lancha: la vieja calla y alza la cara, mira
 
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al cielo, el varoncito la imita, los dos aguarunas la imitan

y los cojudos estaban buscando un avión, Pesado, no se

daban cuenta, ahora era cuando. Retroceden el fusil y lo

adelantan de golpe, los dos hombres saltan hacia atrás y

hacen gestos y ahora el sargento y el Pesado bajan de espaldas,

siempre apuntando, hundiéndose hasta las rodillas

y el motor ronca cada vez más fuerte, envenena el aire

de hipos, gárgaras, vibraciones y sacudimientos y en la

pendiente no es como en el claro, no hay brisa, sólo vaho

caliente y polvo rojizo y picante que hace estornudar.

Borrosamente, allá en lo alto del barranco unas cabezas

peludas exploran el cielo, pendulan suavemente buscando

entre las nubes y el motor estaba ahí y las churres llorando,

Pesado, y él ¿qué?, mi sargento, no podía más.

Cruzan el fango a la carrera y cuando llegan a la lancha

acezan y tienen las lenguas afuera. Ya era hora, ¿por qué

se habían demorado tanto? Cómo querían que el Pesado

subiera, qué bien se habían acomodado conchudos, que

le hicieran sitio. Pero él tenía que enflaquecer, que se fijaran,

subía el Pesado y la lancha se hundía y no era momento

para bromas, que partieran de una vez, sargento.

Ahorita mismo partían, madre Angélica, de nuestra

muerte amén.
Fuente:http://www.prisaediciones.com/uploads/ficheros/libro/primeras-paginas/201009/primeras-paginas-casa-verde.pdf
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