Salvador Garmendia
(Venezuela, 1928-2001)
Narrador venezolano que ejerció la docencia universitaria y el periodismo y escribió guiones radiofónicos y televisivos. Nació en Barquisimeto, ciudad del estado de Lara. Su iniciación literaria estuvo ligada al grupo de la revista Sardio y al conocido como El Techo de la Ballena. Con Los pequeños seres (1958), su primera novela, mostró sus notables dotes de observación y su interés por la existencia gris y rutinaria de los habitantes de los centros urbanos, de la alienación que sufren en su trabajo y en su medio familiar. En 1959 obtuvo el Premio Municipal de Prosa por esta novela. Sus finas exploraciones en la inadaptación y el fracaso se extendieron después a nuevos ámbitos en las novelas Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963), La mala vida (1968), Los pies de barro (1973) y Memorias de Altagracia (1973), mientras progresivamente enriquecía el realismo con el aporte del género fantástico en los cuentos de Doble fondo (1966), Difuntos, extraños y volátiles (1970), Los escondites (1972, Premio Nacional de Literatura), El único lugar posible (1981), La gata y la señora (1987) y Cuentos cómicos (1991). Una creciente dosis de ironía impregna también la presentación minuciosa de los ambientes y personajes. Entre otras obras dignas de mención se encuentran El inquieto Anacobero y otros cuentos (1976), El brujo hípico y otros relatos (1979), Hace mal tiempo afuera (1986) y El capitán Kid (1989). Salvador Garmendia obtuvo en 1989 el Premio Juan Rulfo por el cuento Tan desnuda como una piedra. Falleció el 13 de mayo de 2001 en Caracas.
De este escritor venezolano transcribimos: COSAS DE LA MUERTE.
Dossier
Cosas de la muerte*
SI LES DIGO QUE NO ME GUSTAN los entierros, no faltará quien me
interrumpa para afirmar que eso le pasa a todo el mundo; sin embargo
sé por experiencia que esa no es toda la verdad y que por el contrario,
hay personas -y hasta creo que abundan- verdaderos fanáticos de las
pompas fúnebres, a quienes atrae especialmente el olor saturado de las
flores, que en los entierros huelen de una manera inconfundible, como
si al cortarlas con ese propósito, sus líquidos y sus esencias se descompusieran
rápidamente; lo mismo que el rumor flotante de las conversaciones
en voz baja y creo que hasta el ruido ronco de las paletadas les
infunde algún reflexivo deleite. Eludo, pues, en lo posible estas citas
mortuorias y sólo en ocasiones como en las de mi amigo Tobías, debo
resignarme a la obligación del compromiso.
Vivió Tobías, y murió -cayó fulminado por un infarto- en una casa
de aspecto agradable, rodeada de árboles, una capa de hiedra en la fachada
y un balconcito cargado de tiestos. Resultaba, si, demasiado pequeña
para contener la gran cantidad de visitantes, -Tobías fue hombre
de numerosos amigos- mucho más cuando el salón principal se hallaba
ocupado por el féretro, las coronas, los candelabros, los parientes más
cercanos y demás aparejos mortuorios.
Escurriéndome entre tantas corbatas negras, conseguí introducirme
en el grupo que rodeaba a la viuda, donde todo era humedad y
sollozos. Ella no debió reconocerme, pues recibió mi abrazo y me dijo,
con una voz mojada y temblorosa: ya no volverán a jugar póker los
domingos, cosa que no recuerdo haber hecho jamás. Por encima del
hombro de la viuda, unos ojos redondos y salientes brillaron un momento.
Al separarnos habían desaparecido entre los trapos negros. Un
poco aturdido en aquella sorda multitud, estuve tratando de localizar
nuevamente la singular aparición. Entonces, unos torsos siameses se
abrieron y en el claro asomaron de nuevo esos ojos dotados de un brillo
agudo y malicioso, que parecía acrecentarse aun más entre tantos lentes
oscuros y los ojos enrojecidos de las mujeres. La muchacha desapareció
al momento, dejando el rastro de un talle flexible y un cuello blanco,
delgado y también luminoso.
- ¿Quién es esta muchacha? – pregunté a un conocido -.
- Es la hermanita menor de Tobías. Una preciosidad.
La salida del féretro estaba convenida para las cinco. Eran las cuatro
y media. En procura de un poco de aire, me aventuré al interior de la
casa. Encontré a un grupo de hombres en el comedor, todas personas de
edad madura, pulcros, recién afeitados, rociados de agua de colonia.
-Venga, amigo; procure no llamar la atención. Uno de aquellos
desconocidos, me había agarrado por el brazo.
Pasamos a una habitación pequeña, cargada de olores y nos distribuimos
en el poco espacio libre que dejaban una cama de hierro enteramente
revuelta, dos cestas de ropa abarrotadas y otros objetos dañados y
viejos, todo lo cual identificaba aquel lugar, desnudo y sin ventanas,
como el cuarto de desechos de la casa.
Encima de la cama, los pies descalzos y el cabello deliberadamente
revuelto, se encontraba la hermana menor de Tobías cubierta por un
viejo abrigo de pieles. Echó la cabeza hacia atrás, abrió un poco los
brazos y tras una sacudida de hombros, el abrigo resbaló hasta los pies.
Debajo de esos ojos chispeantes estalló un grito de piel blanca, un poco
oscurecida en el espacio de los senos y las caderas, las piernas delgadas y
ágiles, el apunte de las costillas que se inflamaban presionando la piel a
cada contorsión del torso. Se vuelve. La hendidura sedosa de las nalgas
se prolonga y sube ahondándose entre la doble moldura de la espalda. Los
presentes, caras desconocidas para mí, permanecen callados, cada uno
embebido en su contemplación.
El resto de la ceremonia, transcurrió dentro de la lentitud un tanto
mecánica que le es habitual. Un pariente de Tobías me pasó una pala.
Concluida esa parte ritual de la operación, los empleados del cementerio
empuñaron las herramientas y arremetieron velozmente contra el montón
de tierra.
Con la última luz de la tarde, regresamos hacia los automóviles. Al
vadear una fosa recién abierta, di con un individuo que reconocí al primer
momento como uno de mis compañeros de aventura en casa de Tobías.
Le puse una mano en el hombro y el tipo me miró sorprendido.
-¿Qué le pareció todo, amigo? La muchacha estaba estupenda.
-¿Qué dice?
-Me refiero a lo de esta tarde en casa de Tobías.
-Yo no sé de qué me habla.
-De Tobías, por supuesto. ¿Usted no viene del entierro de Tobías?
-No señor, vengo de enterrar a mi tía abuela; era la persona que
más quería en este mundo.
Tenía los ojos inyectados.
-Perdone, pero. . .
-Si no le molesta, siga su camino. No quiero hablar con nadie; he
pasado un momento terrible.
* Salvador Garmendia. Los escondites Caracas. Monte Ávila. 1983.
Wednesday, June 13, 2012
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