Marcel Proust
(Francia, 1871-1922)
Escritor francés, autor de la obra en 16 volúmenes En busca del tiempo perdido (1913-1927), considerada como una de las cumbres de la literatura universal. Proust nació en París, el 10 de julio de 1871, en el seno de una familia adinerada. Estudió en el Liceo Condorcet. Comenzó la carrera de derecho, pero pronto abandonó sus estudios para relacionarse con la sociedad elegante de París y dedicarse a escribir. Su primera obra, una colección de ensayos y relatos titulada Los placeres y los días (1896), es sólo discreta, pero muestra dotes de observador para reproducir las impresiones recogidas en los salones de la ciudad. Este material lo emplearía con más eficacia en obras posteriores. Aquejado de asma desde su infancia, a los 35 años se convirtió en un enfermo crónico. Pasó el resto de su vida recluido, sin abandonar prácticamente nunca la habitación revestida de corcho donde escribió su obra maestra En busca del tiempo perdido. Esta obra de Proust describe con minuciosidad la vida física y, sobre todo, la vida mental de un hombre ocioso que se mueve entre la alta sociedad. Toda la obra es un largo monólogo interior en primera persona, y en muchos aspectos es autobiográfica. La primera parte, Por el camino de Swann (1913), cuya primera edición fue sufragada por el propio Proust, pasó desapercibida. Cinco años más tarde apareció A la sombra de las muchachas en flor (1919), que resultó un gran éxito y obtuvo el prestigioso premio Goncourt. Las partes tercera y cuarta, El mundo de los Guermantes (2 volúmenes, 1920-1921) y Sodoma y Gomorra (2 volúmenes, 1921-1922), también recibieron una excelente acogida. Las tres últimas partes, que Proust dejó manuscritas antes de su muerte, se publicaron después de su muerte: La prisionera (1923), La desaparición de Albertina (2 volúmenes, 1925) y El tiempo recobrado (2 volúmenes, 1927). La importancia de las novelas de Proust reside no tanto en sus descripciones de la cambiante sociedad francesa como en el desarrollo psicológico de los personajes y en su preocupación filosófica por el tiempo. Cuando Proust trazó la trayectoria de su héroe desde la feliz infancia hasta el compromiso romántico de su propia conciencia como escritor, buscaba además verdades eternas, capaces de revelar la relación de los sentidos y la experiencia, la memoria enterrada que de pronto se libera ante un acontecimiento cotidiano, y la belleza de la vida, oscurecida por el hábito y la rutina, pero accesible a través del arte. Trató el tiempo como un elemento al mismo tiempo destructor y positivo, sólo aprehendible gracias a la memoria intuitiva. Proust percibe la secuencia temporal a la luz de las teorías de su admirado filósofo francés Henri Bergson: es decir, el tiempo como un fluir constante en el que los momentos del pasado y el presente poseen una realidad igual. Proust exploró con valentía los abismos de la psique humana, las motivaciones inconscientes y la conducta irracional, sobre todo en relación con el amor. Esta obra, traducida a numerosos idiomas, hizo famoso a su autor en el mundo entero, y su método de escritura, basado en un minucioso análisis del carácter de sus personajes, tuvo una importante repercusión en toda la literatura del siglo XX. Se considera a Jean Santeuil -descubierta y publicada tras su muerte, aunque escrita entre (1895 y 1899)- el antecedente de En busca del tiempo perdido.
(Fragmento de SODOMA Y GOMORRA).
Guiñando los ojos contra el sol, casi parecía sonreír; vista así su
cara en reposo y como al natural, le encontré un no sé qué tan afectuoso,
tan desarmado, que no pude menos de pensar cuánto se hubiera
irritado el señor de Charlus de haber podido saber que alguien
le estaba mirando; porque en lo que me hacía pensar este hombre
que estaba tan prendado, que tanto alardeaba de virilidad, a quien
todo el mundo le parecía odiosamente afeminado, en lo que me hac
ía pensar de pronto, a tal punto tenía pasajeramente los rasgos, la
expresión y la sonrisa, era en una mujer.
Iba a apartarme de nuevo para que no pudiese reparar en mí;
no tuve tiempo ni necesidad de ello. ¡Lo que vi! Cara a cara, en aquel
patio en que evidentemente no se habían encontrado nunca (ya que
el señor de Charlus no venía al palacio de los Guermantes sino por la
tarde, a las horas en que Jupien estaba en su oficina), el barón, que
había abierto de par en par, de pronto, sus ojos entornados, miraba
con extraordinaria atención al antiguo chalequero, a la puerta de su
tienda, mientras el último, clavado súbitamente en el sitio ante el
señor de Charlus, arraigado como una planta, contemplaba con expresi
ón maravillada la corpulencia del barón camino de la vejez. Pero,
cosa más asombrosa aún: como la actitud del señor de Charlus cambiase,
la de Jupien, inmediatamente, cual si obedeciese a las leyes de
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un arte secreto, se puso en armonía con ella. El barón, que trataba
ahora de disimular la impresión que había sentido, pero que, a pesar
de su afectada indiferencia, parecía no alejarse sino de mala gana, iba
y venía, miraba al vacío de la manera que a él le parecía resaltaba más
la belleza de sus pupilas, adoptaba un aire fatuo, negligente, ridículo.
Ahora bien; Jupien, perdiendo enseguida la expresión humilde
y bondadosa que yo le había conocido siempre, había en simetr
ía perfecta con el barón erguido la cabeza, daba a su talle un
porte favorable, apoyaba con grotesca impertinencia el puño en la
cadera, hacía salir su trasero, adoptaba actitudes con la coquetería
que hubiera podido tener la orquídea para con el abejorro
providencialmente aparecido. Yo no sabía que pudiese presentar un
aspecto tan antipático. Pero ignoraba asimismo que fuese capaz de
representar de improviso su papel en esta suerte de escena de los dos
mudos, que (aunque se hallase por vez primera en presencia del se-
ñor de Charlus) parecía haber sido largamente ensayada no se llega
espontáneamente a esa perfección más que cuando uno encuentra
en el extranjero a un compatriota, con el cual, entonces, se produce
por sí misma la inteligencia, ya que el trujamán es idéntico, y sin
que ninguno de los dos se haya visto nunca, sin embargo. Esta escena
no era, por lo demás, positivamente cómica; estaba teñida de una
rareza, o si se quiere, de una naturalidad, cuya belleza iba en aumento.
Por más que adoptara el señor de Charlus un continente de indiferencia,
bajaba distraídamente los párpados, de cuando en cuando
los alzaba, y lanzaba entonces a Jupien una mirada atenta. Pero (sin
duda porque pensaba que una escena como aquella no podía prolongarse
indefinidamente en aquel lugar, ya fuese por razones que se
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comprenderán más tarde, o, en fin, por ese sentimiento de la brevedad
de todas las cosas que hace que se quiera que cada tiro dé en el
blanco, y que hace tan conmovedor el espectáculo de todo amor)
cada vez que el señor de Charlus miraba a Jupien, se las arreglaba
para que su mirada fuese acompañada de una palabra, lo que la hacía
infinitamente distinta de las miradas dirigidas habitualmente a una
persona que se conoce o no se conoce; miraba a Jupien con la fijeza
peculiar del que va a decirle a uno: Perdóneme la indiscreción, pero
lleva usted una hilacha blanca y larga que le cuelga en la espalda, o
bien: No debo de estar equivocado, usted debe de ser también de
Zurich; me parece que me he encontrado a menudo con usted en
casa del anticuario. Así, cada dos minutos, la misma pregunta parec
ía intensamente formulada a Jupien en la ojeada del señor de Charlus,
como esas frases interrogativas de Beethoven, repetidas infinitamente,
a intervalos iguales, y destinadas como un lujo exagerado de preparativos
a traer un nuevo motivo, un cambio de tono, una vuelta
. Pero precisamente la belleza de las miradas del señor de Charlus
y de Jupien provenía, por el contrario, de que, provisionalmente al
menos, esas miradas no parecían tener por finalidad conducir a nada.
Era la primera vez que veía yo al barón y a Jupien manifestar tal
belleza. En los ojos del uno y del otro lo que acababa de surgir era el
cielo, no de Zurich, sino de alguna ciudad oriental cuyo nombre aún
no habla adivinado yo. Cualquiera que fuese el punto que pudiera
detener al señor de Charlus y al chalequero, su acuerdo parecía concluido,
y que aquellas inútiles miradas no fuesen más que preludios
rituales, semejantes a las fiestas que se celebran antes de un matrimonio
ya concertado. Más cerca aún de la naturaleza
y la misma multiplicidad de estas comparaciones es tanto más natural cuanto que
un mismo hombre, si se le examina durante algunos minutos, parece
sucesivamente un hombre, un hombre-pájaro o un hombre-insecto,
etc. se hubieran dicho dos pájaros, macho y hembra; el macho, tratando
de avanzar, sin que la hembra Jupien respondiese ya a este
manejo con el menor signo, sino mirando a su nuevo amigo sin asombro,
con una fijeza distraída, considerada sin duda más turbadora y la
única útil, desde el momento en que el macho había dado los primeros
pasos, y se contentaba con alisarse las plumas. Por fin, la indiferencia
de Jupien no pareció bastarle ya; de esta certeza de haber conquistado,
a hacerse perseguir y desear, no había más que un paso, y
Jupien, decidiendo encaminarse a su trabajo, salió por la puerta cochera.
No sin haber vuelto antes dos o tres veces la cabeza se escapó
a la calle, adonde el barón, temblando perder su pista (silboteando
con aire fanfarrón, no sin gritar hasta la vista al portero que, medio
ebrio y ocupado en atender a unos invitados en el cuartito inmediato
a su cocina, ni siquiera le oyó), se lanzó rápidamente para alcanzarle.
En el mismo instante en que el señor de Charlus había
traspuesto la puerta silbando como un abejorro, otro, éste de veras,
entraba en el patio. Quién sabe si no era el esperado desde hacía
tanto tiempo por la orquídea, y que venía a traerle el polen tan raro
sin el que permanecería virgen. Pero me distraje de seguir los jugueteos
del insecto, porque al cabo de unos minutos, solicitando aún más mí
atención, Jupíen (acaso para recoger un paquete que se llevó más
tarde y que, con la emoción que le había causado la aparición del
señor de Charlus, había olvidado; acaso sencillamente por una razón
más natural) volvió, seguido por el barón. Este, decidido a apresurar
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las cosas, pidió lumbre al chalequero, pero observó inmediatamente:
Le pido a usted lumbre, pero veo que me he dejado olvidados los
cigarros. Las leyes de la hospitalidad triunfaron de las reglas de la
coquetería: Entre usted, se le dará todo lo que quiera, dijo el
chalequero, en cuyo semblante el desdén dejó paso al júbilo. La puerta
de la tienda volvió a cerrarse tras ellos, y ya no pude oír nada.
Había perdido de vista al abejorro, no sabía si era el insecto que
necesitaba la orquídea, pero ya no dudaba, por lo que hacía a un
insecto rarísimo y a una flor cautiva, de la posibilidad milagrosa de
que se uniesen, cuando el señor de Charlus (simple comparación en
cuanto a los azares providenciales, cualesquiera que sean, y sin la
menor pretensión científica de relacionar ciertas leyes de la botánica
y de lo que se llama a veces, muy mal, la homosexualidad), que, desde
hacía varios años, no venía a esta casa sino a las horas en que Jupien
no estaba en ella, por la casualidad de una indisposición de la señora
de Villeparisis había encontrado al chalequero y con él la aventura
reservada a los hombres del género del barón por uno de esos seres
que pueden incluso ser, como ya se verá, infinitamente más jóvenes
que Jupien y más hermosos, el hombre predestinado para que aquellos
tengan su porción de voluptuosidad en esta tierra: el hombre
que sólo ama a los ancianos.
Lo que acabo de decir, por lo demás, aquí, es lo que no había
de comprender yo hasta unos minutos más tarde; a tal punto se adhieren
a la realidad estas propiedades de ser invisible, hasta que una
circunstancia la haya despojado de ellas. Como quiera que fuese, por
el momento me sentía muy fastidiado al no poder escuchar ya la
conversación del antiguo chalequero y del barón. Entonces reparé
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en la tienda por alquilar, separada únicamente de la de Jupien por un
tabique sumamente delgado. Para trasladarme a ella no tenía más
que volver a nuestro departamento, ir a la cocina, bajar por la escalera
de servicio hasta los sótanos, seguir por éstos interiormente por
todo el ancho del patio, y al llegar a la parte del subsuelo, donde el
ebanista hacía aún unos meses aserraba sus maderas, donde Jupien
pensaba guardar su carbón, subir los escasos peldaños que daban
acceso al interior de la tienda. Así hada a cubierto todo mi camino, y
nadie me vería. Era el medio más prudente. No fue el que adopté,
sino que, pegándome a las paredes, di la vuelta, al aire libre, al patio,
tratando de no ser visto. Si no lo fui, creo que lo debo más a la
casualidad que a mi cautela. Y en cuanto al hecho de haberme resuelto
a una decisión tan imprudente, cuando era tan seguro el camino
por el sótano, veo tres motivos posibles de ello, suponiendo que
hubiese alguno. Mi impaciencia, primeramente. Luego acaso una
oscura remembranza de la escena de Montjouvain, escondido ante la
ventana de la señorita de Vinteuil. En rigor, las cosas de este género
a que asistí tuvieron siempre, en la escenografía, el carácter más imprudente
y menos verosímil, como si revelaciones tales no debieran
ser sino la recompensa de un acto lleno de riesgos, aunque en parte
clandestino. Por último, me atrevo apenas, a causa de su carácter de
chiquillada, a confesar el tercer motivo, que fue, a lo que creo, inconscientemente
determinante. Desde que por seguir y ver desmentirse
los principios militares de Saint-Loup, había seguido con todo
detalle la guerra de los boers, me había visto inducido a leer antiguos
relatos de exploraciones y de viajes. Estas narraciones me habían
apasionado y las aplicaba a la vida corriente para darme más ánimos.
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Cuando los ataques me habían forzado a permanecer varios días y
varias noches sucesivas no sólo sin dormir, pero sin echarme, sin
beber ni comer, en el instante en que el agotamiento y los sufrimientos
llegaban a ser tales que creía que jamás saldría de ellos, pensaba
en tal viajero arrojado sobre la playa, envenenado por hierbas ponzo
ñosas, tiritando de fiebre bajo sus vestiduras empapadas por el
agua del mar y que, sin embargo, se encontraba mejor al cabo de dos
días, emprendía de nuevo su camino a la ventura, en busca de unos
habitantes cualesquiera, que acaso fuesen antropófagos. Su ejemplo
me tonificaba, me devolvía las esperanzas, y sentía vergüenza de haber
tenido un instante de desaliento. Al pensar en los boers que,
teniendo frente a sí ejércitos ingleses, no temían exponerse en el
momento en que había que atravesar, antes de volver a encontrar
una espesura, zonas de campo raso: Bueno fuera pensaba que fuese
yo más pusilánime, cuando el teatro de operaciones es simplemente
nuestro propio patio, y cuando yo, que me he batido varias veces en
duelo sin ningún temor en el momento del asunto Dreyfus, no tengo
que temer otra espada qué la de las miradas de los vecinos, que tienen
algo más que hacer que mirar al patio.
Pero cuando estuve en la tienda, evitando hacer crujir el piso,
dándome cuenta que el menor crujido de la tienda de Jupien se oía
desde la mía, pensé en lo imprudentes que habían sido Jupien y el
señor de Charlus, y hasta qué punto les había ayudado la suerte.
No me atrevía a moverme. El palafrenero de los Guermantes,
aprovechando sin duda su ausencia, había trasladado a la tienda en
que me encontraba yo, una escalera de mano, guardada hasta entonces
en la cochera. Y si yo me hubiera subido a ella habría podido
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abrir la ventanita y oír como si hubiera estado en casa del mismo Jupien.
Pero temía hacer ruido. Por lo demás, era inútil. Ni siquiera tuve que
lamentar no haber llegado hasta después de algunos minutos a mi
tienda. Porque a juzgar por lo que oí en los primeros momentos en la
de Jupien, que no fue más que algunos sonidos inarticulados, supongo
que fueron pronunciadas pocas palabras. Verdad es que esos sonidos
eran tan violentos, que si no hubiesen sido repetidos siempre una
octava más alto por un quejido paralelo, hubiera podido yo creer que
una persona degollaba a otra cerca de mí y que luego el asesino y su
víctima, resucitada, tomaban un baño para borrar las huellas del crimen.
Deduje más tarde de ello que hay una cosa tan ruidosa como el
dolor: el placer, sobre todo cuando se añaden a él a falta del temor
de tener hijos, caso que no podía darse aquí, a pesar del ejemplo
poco convincente de la Leyenda Dorada cuidados inmediatos de aseo.
Por fin, al cabo, aproximadamente, de media hora (durante la cual
me había encaramado a paso de lobo a mi escalera de mano para ver
por la ventanita, que no abrí), se entabló una conversación. Jupien rechazaba
enérgicamente el dinero que el señor de Charlus quería darle.
A la media hora, el señor de Charlus volvió a salir: ¿Por qué
lleva usted afeitada de esa manera la barbilla? dijo Jupien al barón en
tono de mimo. ¡Es tan hermosa una barba corrida! ¡Uf! ¡Es repugnante!
, respondió el barón. Así y todo se quedaba en el umbral de la
puerta y le pedía a Jupien informes del barrio. ¿No sabe usted nada
del castañero de la esquina? No, el de la izquierda no, es horrible; el
del lado de los pares, un mocetón moreno. Y el farmacéutico de
enfrente tiene un ciclista muy simpático, que reparte las, medicinas.
Estas preguntas molestaron sin duda a Jupien, porque, irguiéndose
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con el despecho de una gran coqueta traicionada, respondió: Veo
que tiene usted un corazón de alcachofa.
Sunday, October 21, 2012
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