GeorGeorge Orwell, seudónimo de Eric Arthur Blair (Motihari, India Británica, 25 de junio de 1903 - Londres, 21 de enero de 1950), fue un escritor y periodista británico, cuya obra lleva la marca de las experiencias personales vividas por el autor en tres etapas de su vida: su posición en contra del imperialismo británico que lo llevó al compromiso como representante de las fuerzas del orden colonial en Birmania durante su juventud, a favor de la justicia social, después de haber observado y sufrido las condiciones de vida de las clases sociales de los trabajadores de Londres y París, en contra de los totalitarismos nazi y stalinista tras su participación en la Guerra Civil Española.
Orwell es uno de los ensayistas en lengua inglesa más destacados del siglo XX, y más conocido por dos novelas críticas del totalitarismo: `Rebelión en la granja`, y `1984` (la cual escribió y publicó en sus últimos años de vida).
Testigo de su época, Orwell es en los años 30 y 40 cronista, crítico de literatura y novelista. De su producción variada, las dos obras que tuvieron un éxito más duradero fueron dos textos publicados después de la Segunda Guerra Mundial: «Rebelión en la granja» y, sobre todo «1984», novela en la que crea el concepto de «Gran Hermano» que desde entonces pasó al lenguaje común de la crítica de las técnicas modernas de vigilancia. El adjetivo «orwelliano» es frecuentemente utilizado en referencia al universo totalitarista imaginado por el escritor inglés.
A lo largo de su carrera fue principalmente conocido por su trabajo como periodista, en especial en sus escritos como reportero, a esta faceta se pueden adscribir obras como Homenaje a Cataluña (Homage to Catalonia), sobre la guerra civil española, o El camino a Wigan Pier (The Road to Wigan Pier), que describe las pobres condiciones de vida de los mineros en el norte de Inglaterra. Sin embargo los lectores contemporáneos llegan primeramente a este autor a través de sus novelas, particularmente a través de títulos enormemente exitosos como Rebelión en la granja (Animal Farm) o 1984. La primera es una alegoría de la corrupción de los ideales socialistas de la Revolución rusa por Stalin. 1984 es la visión profética de Orwell sobre una sociedad totalitarista situada supuestamente en un futuro cercano. Orwell había vuelto de Cataluña convertido en un antiestalinista con simpatía por los marxistas, definiéndose como un socialista demócrata.
Orwell murió de tuberculosis en enero de 1950.
Obras:
Sin blanca en París y Londres (1933)
Días en Birmania (1934)
La hija del Reverendo (1935
Homenaje a Catalunya (1938
El camino a Wigan Pier (1937
Rebelión en la granja (1945)
1984 (1949)
Que vuele la aspidistra (1936)
Disparando al elefante y otros ensayos (1950)
Así fueron las alegrías (1953)
En 1968 se publicaron en cuatro volúmenes sus Ensayos Completos: Periodismo y Cartas.
G. Orwell- Por que escribo
Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuandofuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años
traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con
ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de
ponerme a escribir libros.
Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los
dos cinco años y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y
otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables
hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la
costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener
conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se
mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de
ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que
podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo
privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida
cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir,
realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años
adolescentes no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a
la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo
de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes
como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un
plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la
guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico
local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de
Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e
inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas
dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante
fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante
todos aquellos años.
Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades
literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con
facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios
escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo
que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda
una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana
aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en
los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más
lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en
ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo
esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir
imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que
sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños v
adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por
ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mi mismo como héroe de
emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser
groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo
estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían
por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la
habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de
muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta,
estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia
la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una
hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos
veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía
que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar
haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de
coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración"
reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes
edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad
descriptiva.
Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las
palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos
versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me
producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya
sabia a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo
escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que
más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final
desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes,
y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las
Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela
que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero
que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.
Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los
motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus
temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es
cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero
antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que
nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en
disciplinar su temperamento v evitar atascarse en una edad inmadura, o en
algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras
influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la
necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para
escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en
cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las
proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos
motivos:
1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser
recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le
despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender
que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten
esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados,
militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la
humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.
Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual
-muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven
principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero
también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a
vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta
clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y
egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.
2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o,
por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el
impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el
ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree
valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en
muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de
texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no
utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la
anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel
de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones
estéticas.
3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los
hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.
4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más
amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar
la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían
esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz
político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la
política ya es en sí misma una actitud política.
Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y
cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza
-tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a
ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más
que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros
ornamentales o simplemente descriptivos v casi no habría tenido en cuenta
mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una
especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no
me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé
pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión
natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la
existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me
había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas
experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación
política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.
Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver
claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha
sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del
socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería,
en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre
esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente
cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más
consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades
tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética
e intelectual.
Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los
escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de
partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no
me digo: 'Voy a hacer un libro de arte." Escribo porque hay alguna mentira
que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la
atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría
realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de
revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi
obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un
político profesional consideraría irrelevante. No soy capaz, ni me
apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi
infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha
importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y
complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada
me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en
reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades
públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.
No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de
un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase
de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje
a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está
escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante
objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto
literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de
citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de
conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año
o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que
estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas
páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo
que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era
verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra
había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente
acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.
De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del
lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en
los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente v con más
exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su
estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue
el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba
haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito
una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.
Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta
claridad qué clase de libro quiero escribir.
Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que
mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu
público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los
escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus
motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y
agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender
esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y
comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo
instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin
embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha
constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como
un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es
el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo
la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado
un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida
y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos
artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general,
tonterías.
Fuente: NN.
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