José Bergamín
José Bergamín (Madrid, 1895 - Hondarribia, 28 de agosto de 1983) escritor, ensayista, poeta y dramaturgo español. Estudió leyes en la Universidad Central. Sus primeros artículos aparecieron en la revista Índice, dirigida por Juan Ramón Jiménez, en los años 1921 y 1922; su amistad con el gran poeta será tan intensa y duradera como la que sostuvo con Miguel de Unamuno, que es también una de las principales fuentes intelectuales en su obra. Fue en la revista Índice donde, según él, surgió toda la nómina de escritores de la Generación del 27, marbete que detestaba, pues el prefería denominarla "Generación de la República". La crítica oficial le ha negado siempre su pertenencia a dicho grupo y le clasifica más bien entre los miembros de la Generación del 1914 o Novecentismo, pero la verdad es que participó en los comienzos del 27, colaboró en todas sus publicaciones y fue editor de sus primeros libros, por lo que puede decirse que fue uno de sus representantes más genuinos. Por otra parte, se considera a Bergamín como el principal discípulo de Unamuno y uno de los mejores ensayistas en español del siglo XX, y se aprecia en sus escritos la calidad de página de un consumado y original estilista. Sus temas preferidos van desde los mitos literarios a España, el Siglo de Oro, la mística, la política o la tauromaquia.
En 1933, fundó y dirigió la revista Cruz y Raya, "revista del más y del menos" o "de la afirmación y la negación", sin duda la publicación más original, abierta e independiente de entonces y donde participaron numerosos autores del 27. Su último número, el 39, aparece en junio de 1936, días antes del levantamiento militar, y muere con la República.
Durante la Guerra Civil Bergamín presidió la Alianza de Intelectuales Antifascistas y fue nombrado agregado cultural en la Embajada española en París, donde se ocupó en buscar apoyos morales y financieros para la decaída República; su nombre está asociado en esta época a casi todas las empresas culturales durante la contienda. Escribe en las revistas El Mono Azul, Hora de España y Cuadernos de Madrid. Preside en 1937 en Valencia el segundo Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, que reunió a más de un centenar de intelectuales llegados de casi todas partes del mundo.
Al triunfar Franco marchó al exilio llevándose un ejemplar que le había dado Federico García Lorca poco antes de morir de Poeta en Nueva York, que editará él mismo. Marchó primero a México y luego a Venezuela, Uruguay y finalmente Francia. En México fundó la revista España peregrina, que recogió las aspiraciones de los escritores exiliados, y la Editorial Séneca, donde aparecieron las primeras Obras completas de Antonio Machado y obras de Rafael Alberti, César Vallejo, Federico García Lorca y Luis Cernuda, entre otros. Volvió a España en 1958, pero fue arrestado como sospechoso por sus relaciones con la oposición al régimen y su apartamento fue quemado, por lo que ante tantas hostilidades, y sobre todo por por haber firmado un manifiesto con más de cien intelectuales dirigido a Manuel Fraga Iribarne en que se denunciaban torturas y represión contra los mineros asturianos, tuvo que exiliarse de nuevo en 1963; volvió definitivamente en 1970.
Vivió en Madrid muchos años y se convirtió en un disidente del proceso político conocido como "Transición", cuyas componendas fue lúcidamente uno de los primeros en percibir, lo que le supuso ser expulsado sucesivamente de varios periódicos. Fue republicano en las primeras elecciones democráticas y publicó el manifiesto Error monarquía; "mi mundo no es de este reino", escribirá. Fue radicalizando su postura y al final de su vida se marchó a morir al País Vasco; allí colaboró en el periódico Egin situándose políticamente en la izquierda abertzale. El tema de España se halla también muy presente en su obra, y acaso expresó su postura de la forma más sintética en su soneto "Ecce España".
Libros: El cohete y la estrella. Madrid; Índice, 1923. Caracteres: (I-XXX), 1926. El arte de birlibirloque; La estatua de Don Tancredo; El mundo por montera. Santiago de Chile; Madrid: Cruz del Sur, 1961. Ilustración y defensa del toreo. Torremolinos: Litoral, 1974. Mangas y capirotes: (España en su laberinto teatral del XVII). Madrid: Plutarco, 1933. Segunda edición Buenos Aires, Argos, 1950. El cohete y la estrella; La cabeza a pájaros. Madrid: Cátedra, 1981. La más leve idea de Lope. Madrid: Ediciones del Arbol, 1936. Presencia de espíritu. Madrid: Ediciones del Árbol, 1936. El alma en un hilo. [México, D.F.]: Séneca, 1940.Detrás de la cruz: terrorismo y persecución religiosa en España. México: Séneca, (1941) El pozo de la angustia. Barcelona: Anthropos, 1985. La voz apagada: (Dante dantesco y otros ensayos).Mexico: Editora Central, 1945. La corteza de la letra: (palabras desnudas). Buenos Aires: Losada, 1957. Lázaro, Don Juan y Segismundo. Madrid: Taurus, 1959. Fronteras infernales de la poesía. Madrid : Taurus, 1959. La decadencia del analfabetismo; La importancia del demonio. Santiago de Chile; Madrid: Cruz del Sur, 1961.Al volver. Barcelona: Seix Barral, 1962. Beltenebros y otros ensayos sobre literatura española. Barcelona [etc?: Noguer, 1973. De una España peregrina. Madrid: Al-Borak, 1972. El clavo ardiendo. Barcelona: Aymá, 1974. La importancia del demonio y otras cosas sin importancia. Madrid: Júcar, 1974. El pensamiento perdido: páginas de guerra y del destierro. Madrid: Adra, 1976.Calderón y cierra España y otros ensayos disparatados. Barcelona: Planeta, 1979. La música callada del toreo. Madrid: Turner, 1989. Aforismos de la cabeza parlante. Madrid: Turner, 1983. La claridad del toreo. Madrid: Turner, 1987. Al fin y al cabo: (prosas). Madrid: Alianza, 1981.Cristal del tiempo. Hondarribia: Hiru, 1995. El pensamiento de un esqueleto: antología periodística. Torremolinos: Litoral, 1984. Prólogos epilogales. Valencia: Pre-Textos, 1985. Escritos en Euskal Herria. Tafalla: Txalaparta, 1995. Las ideas liebres: aforística y epigramática, 1935-1981. Barcelona: Destino, 1998. Enemigo que huye: Polifemo y Coloquio espiritual (1925-1926). Madrid: Biblioteca Nueva, 1927. La risa en los huesos. Madrid: Nostromo, 1973. Contiene: Tres escenas en ángulo recto y Enemigo que huye. La hija de Dios; y La niña guerrillera. México: Manuel Altoaguirre, 1945. Los filólogos. Madrid: Turner, 1978. Don Lindo de Almería : (1926). Valencia: Pre-Textos, 1988. Rimas y sonetos rezagados / Duendecitos y coplas. Santiago de Chile; Madrid: Cruz del Sur, 1963. La claridad desierta. Madrid: Turner, 1983.Del otoño y los mirlos: Madrid, El Retiro: otoño 1962 Barcelona: RM, 1975. Apartada orilla : (1971-1972). Madrid: Turner, 1976.Velado desvelo: (1973-1977) Madrid: Turner, 1978. Esperando la mano de nieve: (1978-1981). Madrid: Turner, 1985. Canto rodado. Madrid: Turner, 1984. Hora última. Madrid: Turner, 1984. Por debajo del sueño: antología poética. Málaga: Litoral, 1979.Poesías casi completas. Madrid: Alianza, 1984. Antología poética. Madrid: Castalia, 1997. (Fuente del esbozo: Wikipedia)
LA IMPORTANCIA DEL DEMONIO
Todo el Universo —decían los filósofos griegos— está lleno de almas y de demonios: es decir, de espíritus. Porque para que haya espiritualidad tiene que haber espíritus como, según decía Nietzsche, para que haya divinidad tiene que haber dioses. Y en ésta, que es plenitud espiritual del Universo, había para los griegos tres órdenes o mundos de distinta naturaleza: el de los dioses, el de los hombres y el de los demonios. La diferencia entre estos mundos era una distinción o distancia sencillamente elemental: el mundo elemental del hombre es la tierra; el de los dioses, el cielo etéreo; el de los demonios, el aire. Si atendemos a esta interpretación, que llamaríamos la interpretación clásica del Demonio, nos lo encontraremos, así, primeramente por el aire: o por los aires; poblando la atmósfera de invisibles presencias espirituales. Esta naturaleza aérea o airada del Demonio, o de los demonios, tenía, para los griegos, el sentido de intercesión o mediación divina: eran estos demonios criaturas aéreas destinadas a intervenir, y a interllevar, mensajes entre los hombres y los dioses: por eso eran indiferentemente buenos o malos, según, diríamos, que fuese el éxito de sus mediaciones o intervenciones: de sus negociaciones celestes; porque eran una especie de agentes de cambio o intercambio espiritual de los hombres con el cielo. Y así estaban sujetos, según refiere san Agustín siguiendo el testimonio de Apuleyo, a las mismas pasiones humanas: y aun, añade, que algunos creyeron que eran los hombres los que contaminaban de sus pasiones y de sus vicios a los demonios. (En el libro apócrifo de Enoch se enseña que el pecado de los ángeles, el pecado que los hizo demonios, fue el de enamorarse de las mujeres.)
Esta intercesión o mediación divina que se atribuía a los demonios originó las artes mágicas como malas artes: es decir, como la posibilidad de ejercer el hombre su influencia sobre los demonios, en vez de estar sujeto a sus influencias malignas o benignas; fue, como si dijéramos, un arte de coaccionar a los demonios para utilizarlos en provecho del hombre. No he de detenerme en la enredosa historia de estas relaciones seculares, que no interesan para nada a la importancia misma del Demonio, aun en esta interpretación hermética de los griegos. Y digo hermética porque el Hermes griego, mensajero celeste, psicopompo, conductor de las almas de los muertos por el laberinto del infierno, fue ya, aun dentro de esta versión plural de los griegos, una representación unificada del Demonio. El mito de Hermes sintetiza todas las cualidades demoníacas intermedias entre los hombres y los dioses; por esto en el Hermes griego como en su equivalente latino Mercurio, vieron los cristianos una perfecta representación o encarnación idólatra del Demonio. Por ser ésta, su naturaleza demoníaca de mediador divino, la causa por la cual más finamente se le acusa en el cristianismo cuando con las palabras de san Pablo se afirmaba que el único medianero de Dios y de los hombres es Cristo Jesús.
No cabe, pues, para el cristiano mediación celeste; ni aun, en este sentido, de los ángeles. Por eso el cristianismo nos ofrece de esta plenitud espiritual del universo otra interpretación distinta: todas las criaturas celestes (dioses y demonios de los griegos) de idéntica naturaleza elemental, no solamente aérea, sino luminosa, fueron, en una tercera parte, separadas de Dios; y no por su propia naturaleza, como dice san Agustín, sino por su propia voluntad. Separó Dios el mundo angélico del demoníaco como separó la luz de las tinieblas: la noche del día. El Demonio, a quien la Biblia denomina con predilección Satán o Satanás, o Lucifer —que así en el profeta Isaías se define como el que nace por la mañana, el que nace todas las mañanas—, es el que con este nombre luminoso de tentador y de adversario asume el imperio de las sombras. Pero habrá que advertir que esa sombra de lo divino puede aparecer a nuestros sentidos como luz. El Demonio puede ser para nosotros luz. Por esto dicen las palabras de san Pablo que el demonio se nos aparece velado de angélica luz. Y es ésta la luz tenebrosa que le atribuye en su Pimandro, Hermes Trimegisto, tan aludido por san Agustín, el que se creía nieto del Hermes griego, esto es, nieto del Demonio: Hermes, mi abuelo —escribe el Trimegisto—, cuyo nombre he heredado yo, fue el primer inventor de la medicina, a quien está consagrado un templo en el monte Libia, cerca de la costa de los cocodrilos; allí yace su hombre mundano, esto es, su cuerpo (Hermes llama hombre de mundo a un cuerpo muerto, a un cadáver), porque lo restante de él, o por mejor decir, todo él, si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorado se volvió al cielo. A Hermes se atribuye también en su mito la invención de la música y de la palabra. Hermes quiere decir eso mismo: la palabra celeste. La palabra y la música que son por el aire. Hermes, divinidad, o dios del aire o de los aires, es como una personificación de todos! los demonios; y viene así a presentársenos como un anti-Cristo, que es, en definitiva, como un anti-Dios o contra-Dios: como Demonio de los demonios, como el mismísimo Demonio.
Esta negación de la luz divina, esta sombra de Dios, puede aparecernos (que es como si lo fuera: porque ese aparecer o apariencia es su ser para nuestros sentidos) como luz, y con las palabras herméticas de Trimegisto, como lo que es: como luz tenebrosa. Y así lo entendieron los cabalistas. El Zohar define al Demonio de este modo, corno sombra divina. identificándolo con la luz: con lo que para nuestros sentidos, para nuestros ojos, es luz; con la luz material, con la luz solar. El que nace todas las mañanas, según las palabras proféticas, es, para nosotros, el Demonio; su luz es nuestra luz: la sombra divina; lo cual aunque parezca irónico, sería como decir que lo que denominamos nuestro sistema solar, materialmente es el sistema mismo del Demonio; y que esta luz material en que vivimos o de que vivimos no es otra cosa que como un chispazo, un corto-circuito celeste: un contacto cósmico de la voluntad positiva de Dios con la negativa del Demonio. Así mirado, no sé si mal o bien mirado, desde ese punto de vista, que fue el adoptado por el enorme poeta místico inglés Milton en su Paraíso perdido, tiene para nosotros importancia capital el Demonio.
Pero no hay que alarmarse por ello; porque sucede que este punto de vista, esta especie de poético ángulo de visión cinematográfico para contemplar la creación divina (que fue el de los cabalistas y, por su influencia, el de Milton; porque lo fue el de la secta materialista cristiana a que Milton pertenecía, la de los mortalistas, que hoy aún creo que se conserva en Inglaterra con el nombre de cristadelfos), este punto de vista es precisamente el punto de vista del Demonio: y es claro que desde éste, su punto de vista, sea el Demonio lo más importante de todo: o aun, lo único verdaderamente importante. Pero digo que no hay que alarmarse por ello, porque de afirmar que el Demonio tenga importancia a creer que sea lo único que tiene verdadera importancia, hay un abismo, que es el suyo, el de su caída, el de su infierno, el de su propia naturaleza abismática. Por eso, si no hay que quitarle al Demonio toda su importancia, tampoco hay que darle demasiada, que es lo que ha hecho siempre, y se llame como se llame en la Historia, todo materialismo, todo punto de vista exclusivamente materialista, que es el punto de vista propio del Demonio. Esta complicación cósmica que identifica nuestra luz solar, nuestra luz material, con la voluntad negativa del Demonio, lo hace afirmando, como decía, que esta luz es sombra divina: y digo que lo hace desde el punto de vista del Demonio —que es o puede ser en muchos casos, si no siempre, el punto de vista de la ciencia—, porque lo hace afirmando la ausencia de Dios: que es lo único que sabe positivamente el Demonio y que es lo único que se puede saber positivamente por la ciencia. En esta teoría, la ausencia de Dios es la concentración de la luz divina en sí misma. Es que Dios se vuelve de espaldas a lo creado y proyecta sobre nosotros esa luz tenebrosa de su sombra, y entonces el mundo se convierte en el imperio infernal, sombríamente luminoso, de la materia, que es el imperio mismo del Demonio. Por eso dice san Juan en su Evangelio que Cristo ha vencido al mundo: cuando vence al Demonio.
Como angélica criatura capaz de todas las ciencias, según nos dice en un admirable verso Calderón, tenía el Demonio que inmortalizarse en su caída: perpetuándose en un infinito afán perecedero, en esa absorción espiritual abismática; por esa vertiginosa precipitación en su abismo, en el que vive o muere cayendo, porque es una especie de muerte inmortal la suya: como la de la música por el sonido o la de la palabra por la voz. Por esto no es el Demonio simplemente nada: un no ser perdurable, porque de este modo, sería para nosotros metafísicamente inconcebible —que por quererle concebir de este modo se le ha negado metafísicamente—. No. El Demonio es, como san Agustín lo definía, no un no ser, no nada, sino una voluntad de no ser, una voluntad de la nada; porque no quiso ser lo que era: angélico, criatura airada y luminosa; porque quiso no ser; no quiso dejar de ser, sino ser lo que no es, lo que no era, quiso, o quiere, ser nada, queriendo ser todo, queriendo no ser. Todo lo contrario que Dios, ¡Ahí es nada querer ser nonada! Querer ser contratiempo luminoso del cielo: querer ser contrasentido de la vida: querer ser contra-Dios.
Cuando Dios se define a sí mismo por su voz mensajera y por su luz, la primera vez en que se le aparece al hombre: a Moisés en la zarza ardiendo, se define diciéndose: que Él es el que es. Si Dios, es el que es y el Demonio quiere ser como Dios (pero no en Él, como lo son los ángeles y los santos; no en participación divina, sino sin Él o contra Él; entero y verdadero, no en parte, sino en todo), tendrá que serlo, todo lo contrario: en la nada, en lo que no es; y como no puede serlo todo en todo sin dejar de ser divino —a no ser que fuera el mismo Dios: identificado con Él—, tiene que querer lo contrario: la nada, el no ser: y así se convierte en lo contrario de Dios, en el contrario, Satán, el adversario divino. Y por eso se queda en el aire, en los aires, sin dejar de ser, pero queriéndolo; y por eso es luz tenebrosa: porque no es tiniebla sombría, que sería no ser o como si no fuera, sino voluntad luminosa de la tiniebla y de la sombra: voluntad totalizadora del no ser. Príncipe: o sea principio de las tinieblas o las sombras. Pero principio o Príncipe luminoso de ellas: para ser como Dios; y eso es: Dios frustrado.
Y ésta es su tentación al hombre, hacerle como él quiso: como Dios o como nada. Por eso su voluntad nos lleva a la muerte definitiva, que es su infierno. Por eso nos trae y nos lleva, herméticamente, guiándonos, para perdernos mejor, por el laberinto espiritual de las sombras: para hacernos perder, para quitarnos el sentido divino de la vida, en el que está o debe estar —como suponía el Trimegisto— el hombre totalizado. Para hacernos perder el único sentido verdadero de la vida: el de Dios.
Si es que está todo el hombre en el sentido de la vida —que no es otro que el común sentir de nuestros sentidos: el sentido de los sentidos, el sentido común por que percibimos y con que percibimos al Demonio— la división de ese sentir íntegro o totalizador humano por el tacto, o el gusto, o el olor, o el oído, o la vista, separa nuestro ser dividiéndolo: y precisamente al separarlo, cada vez más, en ese sentido, o en cada sentido, apurándonos más en cftda Uno de ellos, el tentador de todos, el Demonio, nos separa de Dios porque lo que hace, así, es dividirnos para vencernos. Y no en vano de entre nuestros sentidos separados elige el del oído, porque en él está en su elemento; ya que el sonoro tacto del oído, es por el aire y en el aire, que es donde, lo mismo en la interpretación de los griegos que en la cristiana, se nos dice que está el demonio: los demonios.
Un gran conocedor del Demonio, san Ignacio, nos advierte en sus Reglas para en alguna manera sentir y conocer las mociones que en el ánima se causan y con mayor discreción de espíritus, de cómo pueden conocerse estos espíritus, buenos o malos, al oído o por el oído, finamente, aguzándolo: por el sonido, por una especie de sonoro tacto; que así como se ha dicho que cabe tocar con los ojos al mirar, bien pudiera decirse que se puede llegar a tocar en el alma con el sonido, ya que la fe es por el oído, según el apóstol; y sólo así a bulto y porque nos lo dice la fe sabemos, según santa Teresa, que tenemos alma. Que eso pudiera ser, en definitiva, la poesía y la música, lo mismo infernal que celeste: una especie de sonoro tacto. En los que proceden de bien en mejor —escribe san Ignacio— el buen ángel toca a la tal ánima, dulce, leve, y suavemente como gota de agua que entra en una esponja; y el malo soca agudamente y con sonido e inquietud como cuando la gota de agua cae sobre la piedra; y a los que proceden de mal en peor tocan los sobredichos espíritus contrario modo; cuya causa es la disposición del ánima de ser a los dichos ángeles contraria o símile. porque cuando es contraria entran con estrépito y con sentido, perceptiblemente. y cuando es símile entran con silencio como en propia casa a puerta abierta.
Como la fe es por el oído y el oído es por la palabra de Dios: la palabra de Dios, que es la vida, la luz y la verdad, es la que, por el oído viene a robarnos el Demonio. Por el laberinto del oído, que es como el laberinto del vientre, un entrañable laberinto de asimilación espiritual. El laberinto del oído son las entrañas del aire en las que se hace sangre espiritual nuestra fe como quería el apóstol. Por eso tenemos los creyentes el alma en un hilo: de aire o de sangre; porque en el fondo de ese sutilísimo laberinto vivo radica, como todos sabemos, no solamente el sentido del oír, que es lo más profundo del hombre, sino ese otro sentido por el que se sostiene y se mantiene en pie: el de su equilibrio en e1 espacio; como si en esa laberíntica profundidad con que escuchamos se aclarase nuestro ser temporal en el espacio silencioso, en los espacios silenciosos. El silencio eterno de los espacios infinitos le asustaba a Pascal, por eso: porque le hacía perder el equilibrio, su equilibrio vivo.
Todos conocemos la sensación vertiginosa que nos sucede si perdemos este sentido que nos equilibra en el espacio: que es como si perdiéramos pie en el aire y es como un vértigo de abismo; como si cayéramos vertiginosamente en una sima. Y así dice admirablemente el sentido común popular, la común superstición popular del Demonio, que es él, el Demonio, el que viene a tirarnos de los pies; que es el Demonio el que nos tira de los pies mientras dormimos, e1 que viene a tirarnos de los pies hacia abajo: para llevarnos al infierno. Y viene el Demonio a tirarnos de los pies mientras dormimos para llevarnos a la muerte, según el común sentir popular, porque cuando dormimos es cuando no podemos sentir la muerte; que así durmió Dios a los discípulos de Cristo cuando Él entraba en agonía en la noche del huerto: para que no sintieran la muerte que se le acercaba al Hijo del hombre. La más aguda y penetrante definición poética de la muerte que conozco es la que nos dejó Heráclito al decir que la muerte es lo que sentimos cuando estamos despiertos. —Importa no estar dormidos, dijo y tuvo como por divisa nuestro burlador sevillano don Juan: porque quiso ser un burlador de la muerte. Y por eso velaba o vigilaba noches enteras con el pretexto del amor: para no dormirse. Para no cerrar nunca los ojos a la verdad que sentimos cuando estamos despiertos: a la certeza inaplazable de la muerte. Nuestra vida y no nuestro sueño es la que vigila alerta el Demonio: la que nos vela vigilándonos con la luz tenebrosa de la muerte.
Por eso está, efectivamente, todo el hombre en el sentido de la vida: por el contrasentido de la muerte.
Sentimos nuestra vida porque estamos despiertos y en esa vigilancia de la vida sentimos la muerte; sentimos al Demonio, que es la voluntad de la muerte; porque no podíamos sentir la muerte sino como una voluntad contraria a Dios, contraria a la vida: como voluntad del Demonio. Y es esta voluntad la que tocándonos en lo que sentimos, y en lo que más sentimos, la que dividiendo nuestro común sentir, nos precisa y apura toda la vida en sensaciones separadas: para engañarnos. En los datos inmediatos de nuestra conciencia, según los observó Bergson, podemos descubrir fácilmente estas maquinaciones intelectuales del Demonio. Todas nuestras espacializaciones vivas, por decirlo al modo de Bergson, son las cadenas del Demonio, las que nos hacen esclavos suyos. Por eso todas las metafísicas intelectuales o racionales que se han inventado, todos los sistemas metafísicos, desde el de Aristóteles hasta el de Hegel, no son otra cosa, en definitiva, más que unas lógicas del Demonio.
El Demonio divide, para vencemos, nuestro total sentido humano de la vida en muchos otros: lo divide en todos sentidos; y en cada uno de estos sentidos, nos tienta: esto es, que nos toca perceptible o imperceptiblemente, para confundirnos: para confundir nuestra percepción natural y sobrenatural del mundo. Por eso, la percepción del mundo que tenemos por nuestros sentidos, desde la caída de Adán, es una percepción confusa: una percepción del Demonio; y percibimos al Demonio confusamente por nuestros sentidos porque lo primero que el Demonio causa en nosotros es sensación, es una pura sensación; es eso que llamaba Leibniz una idea confusa; y lo es, porque en esta confusa percepción que tenemos primero del Demonio no podemos hacernos todavía idea ninguna de él; lo que se dice una idea del Demonio, no la tenemos todavía. Por eso es natural que el Demonio, por el solo testimonio de los sentidos, en los que toca, no tenga, aún, para nosotros, realidad ninguna; no pueda tener realidad; porque para tenerla, tenía que ser, primeramente en nosotros, una idea –la realidad es cosa de idea-, y el Demonio no es, ni puede ser, una idea nuestra: ni una simple cosa de ideas para nosotros; aunque nosotros podamos tener una idea del Demonio, que esto lo lograremos sólo concibiéndole imaginativamente unido o único, o, como dijo en un verso admirable Víctor Hugo: unificado por la sombra. El ser múltiple —dice el verso de Víctor Hugo— vive en mi unidad sombría. Es esta multiplicidad del ser unida por la sombra, la que nos da una idea del Demonio; no una sensación; su sensación no nos puede dar idea, sino sensaciones a su vez. Así podríamos decir que al Demonio se le percibe como múltiple y se le concibe como uno: como único. Porque una cosa es tener sentido del Demonio y otra cosa es tener conocimiento de él.
Pero este sentido del Demonio lo tenemos todos: por sentido común, y es, más bien, un tenerle sentido, o sensado como decían los místicos; tenerles sentidos por los sentidos a los demonios; porque su sensación, como digo, es múltiple. Y es esto tan sutil, tan rápido, que apenas si dura una chispa: porque es eso, precisamente, una chispa, un chisporroteo sensacional con que se pone en conmoción el alma. Es una sensación casi eléctrica, por lo que se la ha llamado, con razón, por el sentido común popular, a esta presencia primera de los demonios en nuestros sentidos o a estos demonios que nos causan tal sensación, Los demonios encendidos, los que a su contacto nos chocan y es como si encendieran de luz nuestras sensaciones. Y aun no son éstos los demonios en el cuerpo, que todo el mundo sabe perfectamente lo que son. Los demonios encendidos son los que todavía no han entrado en el cuerpo: aunque traten de entrar. De los demonios en el cuerpo tenemos, en cambio, una última, petulante versión científica, conocida de todos a través de la terapéutica que ha denominado su inventor Freud: el psicoanálisis; con el cual se acude a explicar las misteriosas relaciones psíquicas reduciéndolas a un denominador común, que para Freud es la sexualidad: pero entre sexualidad y sensualidad —dije alguna vez— no hay mas que una X de diferencia, que es la incógnita por despejar, nos encontramos con que esta incógnita – la X de la sexualidad— no puede ser despejada más que por el Demonio: porque tras de esta X, como de toda X, que es una cruz, no puede estar más que el demonio, no puede haber más que un Demonio.
Y es que no es lo mismo tener idea del Demonio que tenerle sentido o que tener sentido del Demonio: un cierto sentido. Se puede no tener idea del demonio y tener sentido de él: como se puede no tener sentido del Demonio y tener, en cambio, su idea: una idea; sólo que una idea aproximada: porque el que no tiene sentido del Demonio es porque no lo tiene sentido, porque no lo ha percibido nunca en sus sentidos, al Satanás bíblico, al tentador; y el que no ha sido tentado por el Demonio no podrá nunca tener una idea clara de él. Estoy por decir que ni del Demonio ni de nada; porque no tener sentido del Demonio es, sencillamente, no tener sentido común; ya que es el sentido común ese cierto sentido —sentido de lo cierto— que nos pone de manifiesto al Demonio.
A este cierto sentido del Demonio, por lo mismo que es cierto y no dudoso, es a lo que suele denominarse superstición. Por lo mismo que es cierto y no dudoso, porque la superstición es lo que está siempre en lo cierto: nunca en lo dudoso; en lo dudoso, lo que está es la fe. No es posible tener superstición de lo dudoso, como no se puede tener fe en lo cierto; por eso los supersticiosos, al no tener fe en Dios, lo que tienen es la superstición de Dios: porque tienen fe en el Demonio. No tener fe en Dios es creer en el Demonio: como tenerla, es no poder creer en el Demonio, sino tener la superstición, su legítima superstición, o la única superstición legítima, porque es la única auténtica. La superstición está siempre en lo cierto porque es, como si dijéramos, el tropezar de nuestra alma, por nuestros sentidos, con algo duro, infranqueable, impenetrable; tropiezan nuestros ojos con la oscuridad y no pueden vencerla: de este mismo modo, tropieza nuestro cuerpo, todo lo que sentimos nuestro ser en el tiempo, con la muerte: y estamos ciertos de la muerte aunque no nos hayamos muerto nunca, ni tengamos modos de morirnos provisionalmente para comprobar nuestra certeza, que se hace así, por esto, una superstición (una afirmación de lo insuperable que es como certeza). Y vivimos, así, sabiéndolo o no en la superstición de la muerte; como vivimos, a sabiendas o sin saberlo, en la superstición del Demonio; y, lo que es peor, en la superstición del Infierno, que es la inmortalidad del Demonio: y la inmortalidad de la muerte.
La muerte es lo cierto. la vida es lo incierto, lo dudoso: la inmortalidad —dije alguna vez—. Habrá, pues, que dejar, siempre, lo cierto por lo dudoso. Dejar lo cierto por lo dudoso es dejar la muerte por la vida, es dejar al Demonio por Dios: cambiar, en definitiva, la certeza por la fe. De la superstición del Demonio no se sale más que por la fe en Dios. La muerte, el Demonio y el Infierno, son tres negaciones que se afirman con irrebatible certeza —y tomen la apariencia imaginativa que tomen o aun cuando no tomen ninguna—; son las tres negaciones que se afirman como certezas cuando no se duda de nada, y por consiguiente, cuando no se cree; cuando, por no dudar de nada, no se puede creer en nada; porque en nada no se puede creer. Por eso no se puede creer en el Demonio, sino tener certeza de él: tener su sentido y conocimiento concreto. Porque se puede creer en todo, que es lo dudoso, es Dios; y creer a fuerza de dudas. Pero no se puede creer en nada: que es lo cierto, el Demonio, con su Infierno que es la muerte inmortal: lo único verdaderamente cierto de todo y del todo. Cuando yo me muero —dice el incrédulo, que no es otra cosa que el crédulo, el supersticioso de la muerte—, cuando yo me muero, me muero, y se acabó. pues ese se acabó es el resultado del Demonio; ese se acabó, amigo mío, es, sencillamente, el Infierno: un Infierno voluntario y no representado; un Infierno como voluntad y no como representación; un Infierno a secas, desnudo, absoluto. E irrepresentable, por lo mismo, por falta de imaginación; porque es un Infierno pura y exclusivamente cierto, sin duda alguna, ni siquiera la del más mínimo fingimiento o confabulación imaginativa: un Infierno ideal; es el Infierno de los suicidas, que son los carentes de imaginación, los mejores imitadores del Demonio. Pues si todo el que se suicida, se suicida —como decía Stendhal— por falta de imaginación, todo el que se inmortaliza, lo hace, por el contrario, por sobra de imaginación; por fe, que arraiga en su total incertidumbre viva: en la propia y dichosa vida que tiene; en la imaginada apariencia luminosa de esa vida, que es su animación, que es su alma.
Por falta de imaginación se afirma todo lo que es nada, es decir, todo lo que es Demonio o del Demonio, o Pandemonium: la muerte y el infierno, la muerte inmortal. Lo que pasa es que como queremos representarnos el Infierno cometemos la paradoja de creerlo imaginativamente dándole positividad a la negación. Por imaginación sobrante, por exceso de vida, se afirma todo lo que es de Dios, o divino, lo creído y lo creado, lo dudoso, lo incierto, lo vivo, lo animado, lo inmortal: y esto, precisamente esto, que es la fe en lo creado o en lo que se crea, que es la fe en Dios, es lo que convierte en sombra, en humo, en nada, en vacío de superstición al Demonio: pero esto sólo; porque, sin ello, sin la fe, sin la duda o las dudas, sin la viva imagen de todo lo divino en nosotros, sin esa luminosa semejanza creadora nuestra con Dios, todo se hace mudo y sombrío, todo oscuridad y silencio, todo certeza absoluta de la muerte. l reino plutónico del Demonio; la ausencia permanente de luz, de vida, de verdad, de Dios.
Si todo lo demás es silencio, como afirma Hamlet para morirse, es porque ese resto, ese todo lo demás, es nada, es la voluntad del Demonio. Llegar a ser nada de ese modo, morir, como vivir, así, sin que nos quepa la duda de nada, habiéndonos podido caber la fe de todo, es quedarnos solos definitivamente con el Demonio para siempre: es integrarnos o reintegrarnos en su negadora voluntad. Es cumplir un pacto sombrío. Y esto importa mucho: porque, en verdad, el hombre no está nunca solo: o está con Dios o está con el Demonio. La soledad del hombre sin Dios —que quería Nietzsche— no es otra cosa que el Demonio; no es otra cosa, en definitiva, que la mala compañía del Demonio.
Tenemos, pues, la superstición del Demonio compuesta de su superstición o su sentido, que es el que nuestro sentido común nos dice, y esclarecida o alumbrada de su conocimiento, cuando nuestra inteligencia nos ofrece, por desnuda de toda representación imaginativa que esté, una certeza: la de nuestra sombra, nuestra soledad, nuestra muerte... Una certeza viva: que es la certeza de la muerte.
No debe sorprendernos el encontrar —escribe Bergson— que nuestra inteligencia, apenas formada, fue invadida por la superstición: porque un ser esencialmente inteligente es Naturalmente supersticioso: ya que sólo es posible la superstición en los seres inteligentes.
La inteligencia, apenas formada , fue invadida por la superstición. Trasladando esta afirmación bergsoniana al puro lenguaje imaginativo, tendremos la expresión bíblica del primer encuentro, en el Edén, del hombre con el Demonio. No en vano ha confesado un gran poeta católico contemporáneo, Paul Reverdy, que él encontró la fe por el laberinto de la superstición. Efectivamente, no hay otra salida que la fe de este permanente laberinto supersticioso de nuestra vida: y el que no la encuentra vivirá constantemente intrincado, inteligentemente intrincado en este laberinto de superstición o supersticiones que es la vida misma: nuestra vida, las certísimas redes mortales que nos tiene tendidas, en las que nos tiene cogidos, el Demonio.
No tener idea del Demonio, ni sentido de él, suponiendo que haya algún ser humano que pueda encontrarse en un estado de desnaturalización, de deshumanización, de irracionalidad semejante, sería no ya no tener la capacidad vital de superstición indispensable para vivir, sino tener esta capacidad embotada o disminuida patológicamente, hasta extremos tan peligrosos para la misma vida, que, al que esto sucediere, se convertiría en un caso de clínica o manicomio. Un ser humano sin superstición o sin supersticiones sería un monstruo, un absurdo.
Tenemos los seres humanos naturalmente inteligentes, por el hecho mismo de serlo, entre muchas otras supersticiones, ésta: la del Demonio, que, probablemente, las sintetiza todas; porque todas son formas múltiples y diversas del Demonio mismo, todas se unen en la misma sombría certeza tenebrosa que las engendra.
Teniendo como tenemos por sentido común y por la natural formación intelectual de nuestra conciencia, una clara y obscura, una claro-oscura, superstición del Demonio, tendremos sentido del Demonio, e idea del Demonio a poco que profundicemos en nosotros mismos, en nuestra conciencia y representación de la vida. Pero esta idea y este sentido del Demonio no están limitados por nosotros a una forma exclusivamente personal y, en cierto modo intransferible, como lo estaban, por ejemplo, para Sócrates. Aunque tengamos un Demonio nuestro, como lo pretendía tener el griego, y por mucha familiaridad que lleguemos a tener con él, como al filósofo le sucedía, este demonio nuestro, este demonio familiar nuestro, no es, en definitiva, más que nuestra superstición del Demonio, nuestra idea y nuestro sentido propios del Demonio, o la idea y el sentido comunes que nos hemos apropiado nosotros, supersticiosamente. Pero es que nosotros vivimos socialmente; estamos en una sociedad o agrupación humana que nos arraiga, por dentro y por fuera, en el tiempo y en el espacio; y no estamos en sociedad, sencillamente, sino que esa sociedad en que estamos, está ella a su vez en nosotros, como es cosa sabida y, a veces, de puro sabida, olvidada. Tenemos, sí, nuestro Demonio, como el griego; pero en nuestro Demonio, como en el socrático, están todos los demonios comprendidos: razón por la cual, ése, nuestro Demonio, más o menos familiarizado con nosotros, según la atención que le hayamos dado en nuestra vida, como más o menos sociable, es él mismo todos los demonios; esto es, que es, sencillamente, simplemente el Demonio; el mismísimo Demonio: él y no otro; el Demonio en persona.
La personalidad del Demonio puebla el mundo, dramáticamente, con su nombre. Su reino es de este mundo: más suyo que nuestro. Y más, probablemente, allí en donde la superstición o supersticiones naturales han ido siendo sustituidas por otras científicas y artificiosas. De las primeras, se decía que eran una cosa del Demonio; de estas otras, artificiales o cientificistas, más intelectuales, y por consiguiente, más puras, no se dice, pero lo son, efectivamente; el concepto mismo de la superstición, inseparable de la inteligencia, es inseparable del Demonio que es, en definitiva, el objeto de toda superstición: e1 principio, la causa y la unidad de todas las supersticiones. Por eso, a través de todas las supersticiones, surge la personalidad del Demonio: personalidad que en las supersticiones populares se hace dramática porque precisamente la popularidad del Demonio consiste, como toda popularidad, en una teatralización. Esta personalidad dramática del Demonio puede decirse que decae en su popularidad, sin que se quiera decir con ello que la personalidad del Demonio haya decaído en la imaginación popular, sino que no ha encontrado, en aquel momento, su dramatización adecuada. En la Edad Media y en el Renacimiento, la superstición del Demonio tuvo constante y adecuada teatralización, y, por consiguiente, popularidad: también en el Romanticismo. En estas épocas, la personalidad del Demonio va unida, dramáticamente, a la representación popular cristiana de la muerte y del infierno. El Demonio, la muerte y el infierno, cambian en el tiempo, o con los tiempos, su figuración dramática popular, su teatralización humana; pero, a través de esas pasajeras máscaras de su aparente inmortalidad, nos revelan una fisonomía siempre idéntica e inmutable. Desde las más lejanas y oscuras raíces de la mentalidad primitiva hasta la del hombre contemporáneo que se tenga por más ilustrado y más culto —y pueda repasar con la mirada todas esas civilizaciones de cuya herencia se envanece—, llegan, a la evocación de estos nombres: Demonio, Muerte, Infierno, las imágenes o figuraciones de algo que siente arraigado profundamente en lo más hondo de su ser: porque son las raíces mismas que le sostienen y mantienen bajo ese suelo de su vida terrena que es el subsuelo infernal de la muerte. La única certeza de la vida la adquiere el hombre, como pensó Claudio Bernard, por la muerte: la vida es la muerte, según la definición científica del gran inventor de la medicina moderna; es decir, que la certeza viva de la muerte nos rodea mientras vivimos, acechándonos constantemente de sus males el dolor, la enfermedad, el accidente... Y más allá, si ninguna fe viva despierta en nosotros la esperanza, sólo queda el perderla definitivamente como a la entrada del Infierno dantesco; sólo nos queda la muerte inmortal, que es el Infierno. Y todo esto, para la superstición popular ha sido siempre, en todas las religiones conocidas, cosas o cosa del Demonio: causa primera de él, y de este modo, su finalidad misma. Podemos desnudar de imágenes, de sus disfraces diferentes, esas distintas representaciones que la superstición popular nos ha dado de la personalidad dramática del Demonio, pero siempre, y aunque no lo queramos, aun por la puerta misma de la ciencia, o de las ciencias positivas, entraremos en el laberinto de sus redes; porque, a sabiendas o no, si una fe viva no nos salva, viviremos muriendo; viviremos, si no podemos creer en otra cosa, en la certeza de la muerte, de nuestra muerte, que es, sin otra esperanza, la certeza misma del Infierno: la superstición del Demonio, O habrá que buscar y encontrar la fe por el laberinto de la superstición. Ya que no hay otra puerta (evangélica puerta estrecha) que la fe, para salir de este laberinto supersticioso de nuestra vida, este laberinto de supersticiones que es nuestra vida. Por eso, el que ha perdido su fe, o el que nunca la ha tenido, se pierde supersticiosamente en la vida y pierde su vida en la superstición infernal de la muerte.
Nos conviene mucho traspasar las fronteras poéticas de la superstición religiosa popular para llegar a pisar el terreno firme de la certeza que la superstición científica nos ofrece: porque en ella podremos encontrarnos cara a cara con el Demonio: con la superstición del Demonio, que es la superstición de la muerte y la superstición del Infierno.
Una verdadera superstición científica es la de la moral: la del saber, o del sabor, de la moral como ciencia cierta: la de la certeza moral; la certeza moral de la ciencia como la certeza científica de la moral.
Nos dice Zeller que el principio fundamental de la moral socrática puede considerarse contenido en esta fórmula: la virtud es una ciencia o un saber. Una ciencia cierta: un saber del bien y del mal a ciencia cierta. Lo que les prometió la serpiente o el Demonio hablando por boca de serpiente a Eva y a Adán en el Paraíso; lo que les hizo adquirir el conocimiento o la certeza moral de que estaban desnudos, perdiendo el sentido poético más puro: la ignorancia y razón de estarlo. Al adquirir la ciencia cierta del bien y del mal aprendieron a conocerse a sí mismos, como quería y enseñaba el endemoniado Sócrates: el fundador de la endemoniada sabiduría del bien y del mal, de la moral científica. Esta moral o ciencia moral es lo que pudiéramos llamar, paradójicamente, el paraíso del Demonio: el Paraíso terrenal que se hundió en los infiernos por la certeza del saber moral, que es el sabor del fruto prohibido. Y este paraíso del Demonio, que no puede ser otra cosa que el Infierno, es el que el sentido común popular entiende imaginativamente sostenido por nuestras buenas intenciones. De buenas intenciones esta empedrado el Infierno. Y así es de intencionalidad moral de lo que el Infierno se sostiene o se sustenta. No hubo nunca, por eso, mejor predicador de moral que el Demonio; y es que, probablemente, toda ética o sistema moral —en definitiva, de saber del bien y del mal a ciencia cierta— no suele ser nunca otra cosa más que eso, una mala invención del Demonio, una mentira suya: la de la certeza moral o científica, que es siempre la trampa por donde el demonio atrapa al hombre. El propio endemoniado Sócrates –más cauto y más sagaz que el endemoniado o cientifista Kant, que bautizó al Demonio pedantescamente, y sin saberlo, con aquello del imperativo categórico: como si pudiera haber en el mundo otro imperio más categórico que el del Demonio—, el mismo Sócrates, el endemoniado, con su conócete a ti mismo, no hizo más que enseñarnos, señalarnos irónicamente la profunda trampa moral por donde se escapaba el Demonio; el escotillón escénico de la burla. Conócete a ti mismo es el método racional de la certeza moral, que quiere decir, sencillamente, esto otro: conoce al Demonio; aprende a conocer al Demonio. No fue después de todo, o mejor dicho antes de nada, el conócete a ti mismo, no ya el pecado original del hombre por la mujer, que es el de la mujer por el Demonio, sino el pecado original del Demonio, o sea, el pecado del Ángel que originó al Demonio. La luz que se volvió a sí misma, o contra sí misma, para conocerse: por lo que vuelta de espaldas a Dios, creyendo bastarse a sí sola para ser lo que era: luz, se volvió sombra: luminosa voluntad de la sombra. En una palabra: el Demonio.
Conocerse uno a sí mismo es como el morderse la cola de la serpiente: es el eterno afán serpentino a que condenó Dios al animal en que se expresaba la tentación humana del Demonio. Por eso la moral, angustia serpentina del hombre —del hombre remordido por el pecado, a que le llevó la propuesta satánica de la serpiente—, la moral como sabiduría de la virtud, como ciencia cierta, es una cosa del Demonio; y no como ha podido decirse por los moralistas, más o menos endemoniados, causa de él. Es el Demonio causa de la moral y no al contrario: porque no es la moral la que hizo o hace al Demonio, sino el Demonio el que hace o hizo la moral. Empezando, naturalmente, por el traje, por la tragedia: por vestir el cuerpo humano desnudo con la vergüenza de la culpa. La culpa fue, es y será siempre del hombre: pero la ciencia cierta de la moral, la sabiduría de la culpa, ha sido, como es y como será siempre, del Demonio. Por eso la conciencia nace de la culpa. Los límites de la conciencia humana, de la claridad de la conciencia, están señalados, dibujados por la sombría presencia marginal merodeadora del Demonio. La conciencia está determinada o definida por la presencia permanente y tentadora del Demonio. Esta oscura ansiedad del espíritu por la acechanza demoníaca es la que pone al hombre en tan viva evidencia mortal, al ponerle en situación crítica de certeza. La que subraya el ímpetu creador de su fe aprisionándolo tenebrosamente de superstición, de supersticiones.
Y hay también una superstición moral de la poesía, de las artes poéticas como ha habido una superstición poética y estética de la moral. Todo por obra del Demonio.
Comentando los relampagueantes aforismos de Blake en las Bodas del Cielo y del Infierno, ha dicho André Gide que no hay obra poética, artística, verdadera, sin colaboración del Demonio: sin el subrayado sombrío de la negación crítica que la afirma. Yo soy aquel, dice el Mefistófeles de Fausto, que negándolo todo, todo lo afirma. Pero este Mefistófeles de Goethe no pasa de ser una caricatura literaria del Demonio. Goethe, hombre de letras —el héroe como hombre de letras, le llamó Carlyle—, de letras, no de espíritu, ni de espíritus, en su diletantismo científico y poético incurrió en grave pecado de humorismo por eludir supersticiosamente, sin saberlo, la superstición natural y sobrenatural del Demonio. El pecado original del humorista, de cualquier humorismo, es el de no ver más allá de sus propias narices. Si todas las cosas fueran humo, las conoceríamos por las narices, decía Empédocles. Al humorista le da en la nariz el tufillo de la chamusquina del infierno con que la superstición, popular o teatral, envuelve la figuración personal del Demonio. A Goethe le dio en la nariz de ese modo, teatralmente, figurándose que con eso eludía la terrible batalla que todo verdadero creador imaginativo, todo verdadero poeta, tiene que tener con el Demonio.
Y es que el humorista monta sobre su larga o corta nariz los cristales ahumados con que mira, velándose los ojos con ellos para no deslumbrarse por la luz de ningún fuego del que cualquier humo precursor le advierte. Ni al sol ni a la muerte se les puede mirar con fijeza, dijo el malhumorado La Rochefoucauld. Por no poder ver al Demonio, por no mirarle —por no contar con él en definitiva— se frustraron grandes creaciones, grandes o pequeñas, pero creaciones: obras de poesía. La colaboración del Demonio es oponerse a ellas; es oponerse a que una creación se haga; pero esta oposición misma es la que sirve, por su resistencia, de apoyo a la obra creadora. Sobre el blanco caótico del papel, la línea levísima del trazo de una sombra ilumina un volumen imaginativo cósmicamente. Porque hasta el mismo humo —decía Ingres— se tiene que expresar por un trazo. Hasta el mismísimo humorismo se tiene que señalar o significar por el Demonio.
No hay obra poética verdadera en la que no podamos percibir claramente como enigma de su vitalidad esta ineludible oposición espiritual del Demonio. El poeta que prescinde de ella, se queda solo, sin poesía; y tiene que sustituirla por otra clase de invención que es una simulación de poesía. Acaso no sea otro que éste el origen imaginativo de la novela; del novelar: de toda clase de novelerías. El dramatismo espiritual de Don Quijote empieza a las puertas del Infierno: donde lo abandonó Cervantes; quien, por ferviente y auténtico catolicismo tuvo que salvar al bueno de Alonso Quijano condenando a su sombra quijotesca a que vagase eternamente sola por el peor de los infiernos posibles; los suburbios infernales de la muerte; más allá o más acá, pero fuera del orden divino. El secreto vivo de la espiritualidad católica de la obra de Cervantes es ese fracaso de poesía en que la novela se entraña. Por eso es la novela de las novelas, verdaderamente: porque es la novela de la novela; la novela del novelar; la conciencia misma del novelar, del alma de la novelería o caballería más endemoniada. Al Demonio se le dice por el pueblo en Adalucía, como a Don Quijote: el Caballero, ese Caballero.
Toda gran novelería o caballería andante del pensamiento lleva en sus entrañas dibujada una viva imagen del Demonio: la figura de su caída angélica. Una poesía, una creación frustrada, es eso precisamente y eso sólo; la figuración dramática o melodramática del adversario de toda creación divina; el rostro luminoso de la sombra.
Cuando Víctor Hugo, por novelista fracasado —todo lo contrario de Goethe y de Cervantes—, esto es, por poeta triunfante, levantaba la fantástica figuración de su Leyenda de los siglos, alzándola como un muro contra el Demonio, proyectaba sobre ella, sobre ese muro, ese lienzo o sábana cinematográfica de sus visiones, la íntima lucha angélica de la poesía eterna. Transfiguraba el novelar en poesía, en creación imaginativa. Por eso le llamó a ese sueño, a esa creación imaginativa de su pensamiento, en un verso admirable: una inmovilidad hecha de inquietud. Esa inmovilidad hecha de inquietud es la forma de una poesía en que como en la griega de Apolo y Dioniso se conjugan divinamente la luz con la sombra. Esta lucha invisible del mundo angélico y el demoníaco, que era para los griegos la razón única de la poesía, en todas sus artes, como en todas sus partes, se nos revela, efectivamente, como el íntimo secreto entrañable del pensamiento imaginativo, de la imagen poética del mundo. En uno de los mejores lienzos poéticos del viejo Brueghel se nos representa como asunto la lucha angélica: la caída de los ángeles rebeldes, que es el trasunto espiritual invisible de toda verdadera poesía en cualquiera de sus formas artísticas: música o pintura. Una inmovilidad hecha inquietud es la paz o la guerra que envuelve como un sudario en su misterioso y enigmático ser al pensamiento cuando éste se expresa en imágenes, por el aire y la luz, por la palabra o la pintura o la música, lenguajes o lenguaje al que llamaba Blake del Paraíso: del Paraíso perdido.
En la pérdida del Paraíso acaba la poesía y empieza la novela del hombre. Por la importancia, la influencia, que en su vida toma el Demonio. Todos los lenguajes paradisíacos, poéticos, creadores, se pueden hacer igualmente de novelería o novelerías: por la palabra como por la música o la pintura, por el aire y la luz. Así ha habido también grandes novelistas en pintura y en música, grandes poetas frustrados: un Wagner o un Verdi o un Beethoven, como un Velázquez o un Rembrandt o un Goya.
Por no alargarme en seguir al Demonio por los aires, por el sonido, por la música —que es por donde con más facilidad se nos escapa: entrándonos por un oído para salirnos por el otro; robándonos la fe, si puede, de paso—, fijaremos la atención brevemente en ejemplos plásticos. En la pintura o pinturas que digo novelescas o poéticamente frustradas, la de Rembrandt, la de Velázquez, la de Goya, el Demonio se encara o se descara o se enmascara o desenmascara luminosamente. Mientras que en la pintura de Rembrandt se emboza o enmascara de luz por la sombra, para ocultar su voluntad sombría, la oscura apetencia celeste de su ser profundo, en la de Velázquez, por el contrario, se encara, desembozándose de su propia sombra por la luz, transparentándose en el aire en que el pintor mágico, prodigiosamente, le refleja o le retrata. Salgo al paso de los creyentes recordándoles que muchísimas veces en la historia se apareció a los santos el Demonio de esa manera. En un estupendo libro español del XVII, El Tribunal de superstición ladina del canónigo Gaspar Navarro, se nos dice a este propósito que este enemigo de Dios y del género humano, Satanás, se transfigura en ángel de luz para engañarnos, y tiene tantos embustes que a san Antonio se le apareció en forma de Cristo crucificado. Y como refiere san Antonio, en una ocasión apareciose en forma de la Madre de Dios; y esto, para engañarlos, si pudiera, y con aquellas ficciones derribarlos del estado de gracia y amistad de Dios.
El truco famoso de Velázquez, el mechón de pelo sobre el rostro, sobre la cara de Dios para taparla, cumplía, con descaro tramposo, la voluntad engañosa del Demonio. ¿Por qué cara a cara nos escamotea endiabladamente Velázquez la figura de Cristo?
Cara a cara nos la quiere escamotear también, la divina figura, Goya. Sólo que más torpe el aragonés que el andaluz, consigue únicamente que la trampa se vea: ofreciéndonos, sencillamente, a un majo desnudo y crucificado. Y es que Goya, por más valiente que Velázquez, se dejó coger por el Demonio, cuando no sabía o no podía hacer otra cosa. Porque Goya, voluntario o caprichoso genial, pintó como quiso, y como lo que quiso era pintar en aragonés, con el corazón en la mano, pintó como quiso el Demonio. Así Goya no supo ante el lienzo en que trataba de pintar al Hombre Dios, hurtarle el cuerpo al Demonio: y se dio entero y a su parecer verdadero, y de ese modo, tan natural, endemoniaba la imagen de Cristo, como de modo sobrenatural le había endemoniado Velázquez. No hay que ser creyente ni supersticioso siquiera para comprender que la aérea pintura clara de Velázquez, o la claro-oscura de Rembrandt, o la oscura de Goya, son unas pinturas del Demonio: porque son una trampa ilusoria de sombra y luz en un juego escénico que es un juego de escarnio celeste. Son una burla de todos los demonios: una burla de ellos, de los demonios, que fingen una creación espiritual donde no la hay: que es todo lo contrario que sucede cuando en la creación poética triunfan o se burlan los ángeles. Si después de mirar los lienzos de Velázquez y de Goya, en el Prado, nos detenemos ante el Adán y Eva de Tiziano, comprenderemos en seguida en lo que la victoria angélica consiste. En el lienzo del veneciano son los ángeles los que le han hurtado los cuerpos humanos al Demonio; son los ángeles, los que le birlan y le burlan al Demonio, porque en esta lucha espiritual están los ángeles con el Demonio en una situación geométrica equivalente a la que tienen en la plaza los toreros y el toro. La proyección imaginativa de esta lucha es la de una trágica burla que hacen del Demonio las inteligencias angélicas; que esto es lo que nos dic del Demonio en las Sagradas Escrituras, en el Libro de Job, cuando se nos habla del Demonio diciendo: que es la primera o principal criatura que hizo el Señor para que se burlasen de ella sus ángeles. La verdadera invención poética es una burla angélica del Demonio.
Sabemos que, una vez, se le apareció el Demonio a san Atanasio para quejársele de Dios porque consentía que se burlasen de él hasta los niños. No hay arte poético, se diría, pintura, música, poesía, no hay verdadero arte poético que no sea este juego angélico de birlar o burlar al Demonio, como en los juegos infantiles: burlar y birlar al Demonio el cuerpo y el alma. Burlarse del Demonio es cosa de poesía, porque es cosa de niños y de ángeles: de inteligencias puras, de criaturas espirituales. Por eso, cuando el poeta, el pintor o el músico, los creadores imaginativos que manejan esos lenguajes espirituales o inteligentes puros, paradisíacos, no burlan al Demonio, birlándole como los ángeles, el Demonio se burla de ellos, birlándoles su pintura, o su música, o su poesía; los burla quedándose con su pintura, o su música, o su poesía.
Pero burlarse del Demonio no es cosa de broma: los que verdaderamente se burlan del Demonio, que son los niños y los ángeles, son los que no lo toman nunca en broma. Ningún arte verdaderamente poético toma al Demonio en broma. Burlarse del Demonio no es cosa de broma, sino de veras, ¡y tan de veras!: como de burlas; de veras y de burlas. Que esto es lo que hace el pueblo como creador infantil imaginativo que es: burlarse de veras del Demonio. Porque el pueblo sabe, como el poeta y como el niño, que burlarse de veras del Demonio es hacerse como los ángeles: ganar el cielo: o sea, salvar el arte, que es salvar el alma: graciosa y angélicamente. Como el torero sabe que burlarse verdaderamente del toro, burlarse de su oscura embestida impetuosa es también salvarse del todo: salvar el cuerpo y salvar la vida.
Efectivamente, ninguna creación imaginativa del hombre se hace ni se ha hecho sola: sino según la voluntad de Dios o la del Demonio. Toda verdadera creación o poesía lo es porque se hace contra el Demonio, adversario de toda creación humana o divina. Y esto lo sabe el hombre en cuanto es hombre: que es lo mismo que decir que lo sabe en cuanto es niño. Todas las creaciones Imaginativas humanas son una burla y birla angélica del Demonio, a quien, por eso, era costumbre del pueblo infantil o católico español sacar teatralizado por las calles, entre mangas y capirotes, sacándolo en las procesiones como tarasca, grotesca figuración del Dragón bíblico; respondiendo así el pueblo católico español espiritualmente, por la fe, con su hondo pensar y sentir analfabeto a las palabras proféticas del salmista en las que se nos dijo del Demonio: éste es el Dragón que formaste para burlarle. Y por cierto que en el texto hebreo está dicho de este otro modo: éste es el Leviatán que formaste para que jugara con el mar. Que éste, sin duda, es el mismo Dragón que vio san Juan en su Apocalipsis, persiguiendo por el mar y la tierra a la mujer a la que no conseguía atrapar por ningún lado: por lo que, cansado de seguirla o perseguirla, se quedó parado, y en seco, como si dijéramos: se quedó en la playa esperándola: y se paró —dice el apóstol— sobre la arena de la mar.
Con las arenas de la mar nos cuenta los días y las horas —las horas muertas— el Demonio.
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