Thursday, December 13, 2012

William Golding: El Señor de las Moscas.




William Golding fue un novelista, ensayista y poeta inglés. Nació el 19 de septiembre de 1911 en Cornwall (Gran Bretaña) y falleció el 19 de junio de 1993. Realizó estudios de Literatura Inglesa y Ciencia Natural en la Universidad de Oxford. Sirvió en la marina durante la Segunda Guerra Mundial y participó en el Desembarco de Normandía.

Ganador del Premio Booker en 1980 y el Premio Nobel de Literatura en 1983. Entre sus novelas destacan El señor de las moscas, fábula moral acerca de la condición humana, Los herederos y Ritos de paso.



Síntesis-.
Una treintena de muchachos son los únicos supervivientes de un naufragio en el que perecen todos los adultos. Enseguida se plantea cómo sobrevivir en tales condiciones, y no tardan en crearse dos grupos con sus respectivos líderes. Ralph se convierte en el cabecilla de quienes están dispuestos a construir refugios y a recolectar, mientras que Jack se convierte en el jefe de los cazadores, animados por un espíritu más aventurero. Las tensiones entre ambos bandos desembocan en un enfrentamiento que se resuelve en un baño de sangre. El señor de las moscas es un nombre para el mal en la cultura judía, y este es uno de los temas principales de la novela, junto con la contraposición entre civilización y barbarie y la validez de la disciplina, entre otros muchos.



William Golding

El Señor de las Moscas

(Fragmento)


A mi madre y a mi padre




El toque de caracola
El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor. Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco;
—¡Eh —decía—, aguarda un segundo!
La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.
—-Aguarda un segundo —dijo la voz—, estoy atrapado.
El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias con un ademán instintivo, que por un momento pareció transformar la selva en un bosque cercano a Londres.
De nuevo habló la voz.
—No puedo casi moverme con estas dichosas trepadoras.
El dueño de aquella voz salió de la maleza andando de espaldas y las ramas arañaron su grasiento anorak. Tenía desnudas y llenas de rasguños las gordas rodillas. Se agachó para arrancarse cuidadosamente las espinas. Después se dio la vuelta. Era más bajo que el otro muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y miró tras sus gruesas gafas.
—¿Dónde está el hombre del megáfono? El muchacho rubio sacudió la cabeza.
—Estamos en una isla. Por lo menos, eso me parece. Lo de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay personas mayores en ninguna parte.
El otro muchacho miró alarmado.
—¿Y aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es verdad, estaba más adelante, en la cabina.
El muchacho rubio miró hacia el arrecife con los ojos entornados.
—Todos los otros chicos... —siguió el gordito—. Alguno tiene que haberse salvado. ¿Se habrá salvado alguno, verdad?
El muchacho rubio empezó a caminar hacia el agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras él.
—¿No hay más personas mayores en este sitio?
—Me parece que no.
El muchacho rubio había dicho esto en un tono solemne, pero en seguida le dominó el gozo que siempre produce una ambición realizada, y en el centro del desgarrón de la selva brincó dando media voltereta y sonrió burlonamente a la figura invertida del otro.
—¡Ni una persona mayor!
En aquel momento el muchacho gordo pareció acordarse de algo.
—El piloto aquel.
El otro dejó caer sus pies y se sentó en la tierra ardiente.
—Se marcharía después de soltarnos a nosotros. No podía aterrizar aquí, es imposible para un avión con ruedas.
—¡Será que nos han atacado!
—No te preocupes, que ya volverá.
Pero el gordo hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Cuando bajábamos miré por una de las ventanillas aquellas. Vi la otra parte del avión y salían llamas. Observó el desgarrón de la selva de arriba abajo.
—Y todo esto lo hizo la cabina del avión. El otro extendió la mano y tocó un tronco de árbol mellado. Se quedó pensativo por un momento.
—¿Qué le pasaría? —preguntó—. ¿Dónde estará ahora?
—La tormenta lo arrastró al mar. Menudo peligro, con tantos árboles cayéndose. Algunos chicos estarán dentro todavía.
Dudó por un momento; después habló de nuevo.
—¿Cómo te llamas?
—Ralph.
El gordito esperaba a su vez la misma pregunta, pero no hubo tal señal de amistad. El muchacho rubio llamado Ralph sonrió vagamente, se levantó y de nuevo emprendió la marcha hacia la laguna. El otro le siguió, decidido, a su lado.
—Me parece que muchos otros estarán por ahí. ¿Tú no has visto a nadie más, verdad?
Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad.
—Mi tía me ha dicho que no debo correr —explicó—, por el asma.
—¿Asma?
—Sí. Me quedo sin aliento. Era el único chico en el colegio con asma —dijo el gordito con cierto orgullo—. Y llevo gafas desde que tenía tres años.
Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un alegre guiño de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo y una expresión de dolor alteró los pálidos rasgos de su rostro. Enjugó el sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas.
—Esa fruta... Buscó en torno suyo.
—Esa fruta —dijo—, supongo... Puestas las gafas, se apartó de Ralph para esconderse entre el enmarañado follaje.
—En seguida salgo...
Ralph se escabulló en silencio y desapareció por entre el ramaje. Segundos después, los gruñidos del otro quedaron detrás de él. Se apresuró hacia la pantalla que aún le separaba de la laguna. Saltó un tronco caído y se encontró fuera de la selva.
La costa apareció vestida de palmeras. Se sostenían frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban contra ella, y sus verdes plumas se alzaban más de treinta metros en el aire. Bajo ellas el terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raíces de los árboles caídos y regado de cocos podridos y retoños del palmar. Detrás quedaban la oscuridad de la selva y el espacio abierto del desgarrón.
Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos matices del azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernibles, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la ropa: se quitó con una fuerte sacudida cada zapato y de un solo tirón cada media. Subió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo allí, entre los cocos que semejaban calaveras, deslizándose sobre su piel las sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada del cinturón, dejó caer pantalón y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante y el agua. Por su edad —algo más de doce años— había ya perdido la prominencia del vientre de la niñez; pero aún no había adquirido la figura desgarbada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus hombros, que podría llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tenían una suavidad que no anunciaba ningún demonio escondido. Acarició suavemente el tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a reír lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo ágilmente en pie, saltó a la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos.
—Ralph...
El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde.
—Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa...
Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla. La montura había marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dorado de Ralph y después miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera.
—Mi tía...
Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por la cabeza.
—¡Ya está!
Ralph le miró de reojo y siguió en silencio.
—Supongo que necesitaremos saber los nombres de todos —dijo el gordito— y hacer una lista. Debíamos tener una reunión.
Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro muchacho se vio obligado a seguir.
—No me importa lo que me llamen —dijo en tono confidencial—, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio.
Ralph manifestó cierta curiosidad.
—¿Y qué es lo que te llamaban? El muchacho dirigió una mirada hacia atrás; después se inclinó hacia Ralph. Susurró:
—Me llamaban «Piggy» *.
Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso en pie.
—¡Piggy! ¡Piggy!
—¡Ralph..., por favor!
Piggy juntó las manos, lleno de temor.
—Te dije que no quería...
—¡Piggy! ¡Piggy!
Ralph salió bailando al aire cálido de la playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que ametrallaba a Piggy.
—¡Ta-ta-ta-ta-ta!
Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y allí tumbado volvió a reírse.
—¡Piggy!
Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de todo, porque aquello era como una señal de acercamiento.
—Mientras no se lo digas a nadie más...
Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresión de dolor.
—Un segundo.
Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y caminó a brincos hacia su derecha.
Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpía bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubría una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficiente tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan secándose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para asiento. Las palmeras que aún seguían en pie formaban un techo verde recubierto por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plataforma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia de las algas y el coral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasaban rápidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo sonar dentro de sí los bordones de la alegría, exclamó:
—¡Uhhh...!
Había aún más para asombrarse allende la plataforma. La arena, por algún accidente —un tifón, quizá, o la misma tormenta que le acompañara a él en su llegada—, se había acumulado dentro la laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada por un muro de granito rosa al otro extremo. Ralph se había visto en otras ocasiones engañado por la falsa apariencia de profundidad de una poza de playa y se aproximó a ésta preparado para llevarse una desilusión; pero la isla se mantenía fiel a su forma, y aquella increíble poza, que evidentemente sólo en la pleamar era invadida por las aguas, resultaba tan honda en uno de sus extremos que el agua tenía un color verde oscuro. Ralph examinó detenidamente sus treinta metros de extensión y luego se lanzó a ella. Estaba más caliente que su propia sangre y era como nadar en una enorme bañera.
Apareció Piggy de nuevo. Se sentó en el borde del muro de roca y observó con envidia el cuerpo a la vez blanco y verde de Ralph.
—Ni siquiera sabes nadar.
—Piggy-Piggy se quitó zapatos y calcetines, los extendió con cuidado sobre el borde y probó el agua con el dedo gordo.
—¡Está caliente!
—¿Y qué creías?
—No creía nada. Mi tía...
—¡Al diablo tu tía!
Ralph se sumergió y buceó con los ojos abiertos. El borde arenoso de la poza se alzaba como la ladera de una colina. Se volteó apretándose la nariz, mientras una luz dorada danzaba y se quebraba sobre su rostro. Piggy se decidió por fin. Se quitó los pantalones y quedó desnudo: una desnudez pálida y carnosa. Bajó de puntillas por el lado de arena de la poza y allí se sentó, cubierto de agua hasta el cuello, sonriendo con orgullo a Ralph.
—¿Es que no vas a nadar? Piggy meneó la cabeza.
—No sé nadar. No me dejaban. El asma...
—¡Al diablo tu asma!
Piggy aguantó con humilde paciencia.
—No sabes nadar bien.
Ralph chapoteó de espaldas alejándose del borde; sumergió la boca y soplo un chorro de agua al aire. Alzó después la barbilla y dijo:
—A los cinco años ya sabía nadar. Me enseñó papá. Es teniente de navío en la Marina y cuando le den permiso vendrá a rescatarnos. ¿Qué es tu padre?
Piggy se sonrojó al instante.
—Mi padre ha muerto —dijo de prisa—, y mi madre... Se quitó las gafas y buscó en vano algo para limpiarlas.
—Yo vivía con mi tía. Tiene una confitería. No sabes la de dulces que me daba. Me daba todos los que quería. ¿Oye, y cuando nos va a rescatar tu padre?
—En cuanto pueda.
Piggy salió del agua chorreando y, desnudo como estaba, se limpió las gafas con un calcetín. El único ruido que ahora les llegaba a través del calor de la mañana era el largo rugir de las olas que rompían contra el arrecife.
—¿Cómo va a saber que estamos aquí?
Ralph se dejó mecer por el agua. El sueño le envolvía, como los espejismos que rivalizaban con el resplandor de la laguna.
—¿Cómo va a saber que estamos aquí?
Porque sí, pensó Ralph, porque sí, porque sí... El rugido de las olas contra el arrecife llegaba ahora desde muy lejos.
—Se lo dirán en el aeropuerto.
Piggy movió la cabeza, se puso las gafas, que reflejaban el sol, y miró a Ralph.
—Allí no se va a enterar de nada. ¿No oíste lo que dijo el piloto? Lo de la bomba atómica. Están todos muertos.
Ralph salió del agua, se paró frente a Piggy y pensó en aquel extraño problema.
Piggy volvió a insistir.
—¿Estamos en una isla, verdad?
—Me subí a una roca —dijo Ralph muy despacio—, y creo que es una isla.
—Están todos muertos —dijo Piggy—, y esto es una isla. Nadie sabe que estamos aquí. No lo sabe tu padre; nadie lo sabe...
Le temblaron los labios y una neblina empañó sus gafas.
—Puede que nos quedemos aquí hasta la muerte.
Al pronunciar esa palabra pareció aumentar el calor hasta convertirse en una carga amenazadora, y la laguna les atacó con un fulgor deslumbrante.
—Voy por mi ropa —murmuró Ralph—, está ahí.
Corrió por la arena, soportando la hostilidad del sol; cruzó la plataforma hasta encontrar su ropa, esparcida por el suelo. Llevar de nuevo la camisa gris producía una extraña sensación de alivio. Luego alcanzó la plataforma y se sentó a la sombra verde de un tronco cercano. Piggy trepó también, casi toda su ropa bajo el brazo. Se sentó con cuidado en un tronco caído, cerca del pequeño risco que miraba a la laguna. Sobre él temblaba una malla de reflejos.
Reanudó la conversación.
—Hay que buscar a los otros. Tenemos que hacer algo.
Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla de coral. Protegido del sol, ignorando el presagio de las palabras de Piggy, se entregó a sueños alegres.
Piggy insistió.
—¿Cuántos somos?
Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy.
—No lo sé.
Aquí y allá, ligeras brisas serpeaban por las aguas brillantes, bajo la bruma del calor. Cuando alcanzaban la plataforma, la fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar manchas borrosas de luz que se deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra como objetos brillantes y alados.
Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las sombras sobre la cara de Ralph estaban invertidas: arriba eran verdes, más abajo resplandecían por efecto de la laguna. Uní mancha de sol se arrastraba por sus cabellos.
—Tenemos que hacer algo.
Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se encontraba aquel lugar que uno crea en su imaginación, aunque sin forma del todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los labios de Ralph se abrieron en una sonrisa de deleite, y Piggy, tomando esa sonrisa como señal de amistad, rió con alegría.
—Si de veras es una isla...
—¿Qué es eso?
Ralph había dejado de sonreír y señalaba hacia la laguna. Algo de calor cremoso resaltaba entre las algas.
—Una piedra.
—No. Un caracol.
Al instante, Piggy se sintió prudentemente excitado.
—¡Es verdad! ¡Es un caracol! Ya he visto antes uno de esos. En casa de un chico; en la pared. Lo llamaba caracola y la soplaba para llamar a su madre. ¡No sabes lo que valen!
Un retoño de palmera, a la altura del codo de Ralph, se inclinaba hacia la laguna. En realidad, su peso había comenzado a levantar el débil suelo y estaba a punto de caer. Ralph arrancó el tallo y con él agitó el agua mientras los brillantes peces huían por todos lados. Piggy se inclinó peligrosamente.
—¡Ten cuidado! Lo vas a romper...
—¡Calla la boca!
Ralph lo dijo distraídamente. El caracol resultaba interesante y bonito y servía para jugar; pero las animadas quimeras de sus ensueños se interponían aún entre él y Piggy, que apenas si existía para él en aquel ambiente. El tallo, doblándose, empujó el caracol fuera de las hierbas. Con una mano como palanca, Ralph presionó con la otra hasta que el caracol salió chorreando y Piggy pudo alcanzarlo.
El caracol ya no era algo que se podía ver, pero no tocar, y también Ralph se sintió excitado. Piggy balbuceaba:
—...una caracola; carísimas. Te apuesto que habría que pagar un montón de libras por una de esas. La tenía en la tapia del jardín y mi tía...
Ralph le quitó la caracola y sintió correr por su brazo unas gotas de agua. La concha tenía un color crema oscuro, tocado aquí y allá con manchas de un rosa desvanecido. Casi medio metro medía desde la punta horadada por el desgaste hasta los labios rosados de su boca, levemente curvada en espiral y cubierta de un fino dibujo en relieve. Ralph sacudió la arena del interior.
—...mugía como una vaca —siguió— y además tenía unas piedras blancas y una jaula con un loro verde. No soplaba las piedras, claro, pero me dijo...
Piggy calló un segundo para tomar aliento y acarició aquella cosa reluciente que tenía Ralph en las manos.
—¡Ralph!
Ralph alzó los ojos,
—Podemos usarla para llamar a los otros. Tendremos una reunión. En cuanto nos oigan vendrán... Miró con entusiasmo a Ralph.
—¿Eso es lo que habías pensado, verdad? ¿Por eso sacaste la caracola del agua, no?
Ralph se echó hacia atrás su pelo rubio. —¿Cómo soplaba tu amigo la caracola?
—Escupía o algo así —dijo Piggy—. Mi tía no me dejaba soplar por el asma. Dijo que había que soplar con esto —Piggy se llevó una mano a su prominente abdomen—. Trata de hacerlo, Ralph. Avisa a los otros.
Ralph, poco seguro, puso el extremo más delgado de la concha junto a la boca y sopló. Salió de su boca un breve sonido, pero eso fue todo. Se limpió de los labios el agua salada y lo intentó de nuevo, pero la concha permaneció silenciosa.
—Escupía o algo así.
Ralph juntó los labios y lanzó un chorro de aire en la caracola, que contestó con un sonido hondo, como una ventosidad. Los dos muchachos encontraron aquello tan divertido que Ralph siguió soplando en la caracola durante un rato, entre ataques de risa.
—Mi amigo soplaba con esto.
Ralph comprendió al fin y lanzó el aire desde el diafragma. Aquello empezó a sonar al instante. Una nota estridente y profunda estalló bajo las palmeras, penetró por todos los resquicios de la selva y retumbó en el granito rosado de la montaña. De las copas de los árboles salieron nubéculas de pájaros y algo chilló y corrió entre la maleza. Ralph apartó la concha de sus labios.
—¡Qué bárbaro!
Su propia voz pareció un murmullo tras la áspera nota de la caracola. La apretó contra sus labios, respiró fuerte y volvió a soplar. De nuevo estalló la nota y, bajo un impulso más fuerte, subió hasta alcanzar una octava y vibró como una trompeta, con un clamor mucho más agudo todavía. Piggy, alegre su rostro y centelleantes las gafas, gritaba algo. Chillaron los pájaros y algunos animalillos cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire.
Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante El rostro de Ralph se había amoratado por el esfuerzo, y el clamor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la isla.
—Te apuesto a que se puede oír eso a más de un kilómetro.
Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, produciendo unos cuantos estallidos breves.
—¡Ahí viene uno!, exclamó Piggy.
Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, había aparecido un niño. Tendría seis años, más o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se había bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los tobillos; los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto, Ralph seguía sonando la caracola hasta que un griterío llegó del bosque. El pequeño, en cuclillas frente a Ralph, alzó hacia él la cabeza con una alegre mirada. Al comprender que algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se metió en la boca el único dedo que le quedaba limpio: un pulgar rosado.
Piggy se inclinó hacia él.
—¿Cómo te llamas?
—Johnny.
Murmuró Piggy el nombre para sí y luego lo gritó a Ralph, que no le prestó atención porque seguía soplando la caracola. Tenía el rostro oscurecido por el violento placer de provocar aquel ruido asombroso y el corazón le sacudía la tirante camisa. El vocerío del bosque se aproximaba.
Se divisaban ahora señales de vida en la playa. La arena, temblando bajo la bruma del calor, ocultaba muchos cuerpos a lo largo de sus kilómetros de extensión; unos muchachos caminaban hacia la plataforma a través de la arena caliente y muda. Tres chiquillos, de la misma edad que Johnny, surgieron por sorpresa de un lugar inmediato, donde habían estado atracándose de fruta Un niño de pelo oscuro, no mucho más joven que Piggy, se abrió paso entre la maleza, salió a la plataforma y sonrió alegremente a todos. A cada momento llegaban más. Siguieron el ejemplo involuntario de Johnny y se sentaron a esperar en los caídos troncos de las palmeras. Ralph siguió lanzando estallidos breves y penetrantes. Piggy se movía entre el grupo, preguntaba su nombre a cada uno y fruncía el ceño en un esfuerzo por recordarlos. Los niños le respondían con la misma sencilla obediencia que habían prestado a los hombres de los megáfonos. Algunos de ellos iban desnudos y cargaban con su ropa; otros, medio desnudos o medio vestidos con los uniformes colegiales: jerseys o chaquetas grises, azules, marrones. Jerseys y medias llevaban escudos, insignias y rayas de color indicativas de los colegios. Sus cabezas se apiñaban bajo la sombra verde: cabezas de pelo castaño oscuro o claro, negro, rubio claro u oscuro, pelirrojas... Cabezas que murmuraban, susurraban, rostros de ojos inmensos que miraban con interés a Ralph. Algo se preparaba allí.
Los niños que se acercaban por la playa, solos o en parejas, se hacían visibles al cruzar la línea que separaba la bruma cálida de la arena cercana. Y entonces la vista de quien miraba en esa dirección se veía atraída primero por una criatura negra, semejante a un murciélago, danzando en la arena, y sólo después percibía el cuerpo que se sostenía sobre ella. El murciélago era la sombra de un niño, y el sol, que caía verticalmente, la reducía a una mancha entre los pies presurosos. Sin soltar la caracola, Ralph se fijó en la última pareja de cuerpos que alcanzaba la plataforma, suspendidos sobre una temblorosa mancha negra. Los dos muchachos, con cabezas apepinadas y cabellos como la estopa, se tiraron a los pies de Ralph, son-riéndole y jadeando como perros. Eran mellizos, y la vista, ante aquella alegre duplicación, quedaba sorprendida e incrédula. Respiraban a la vez, se reían a la vez y ambos eran de aspecto vivo y cuerpo rechoncho. Alzaron hacia Ralph unos labios húmedos; parecía no haberles alcanzado piel para ellos, por lo que el perfil de sus rostros se veía borroso y las bocas tirantes, incapaces de cerrarse. Piggy inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a los mellizos. Se le oía, entre los estallidos de la caracola, repetir sus nombres:
—Sam, Eric, Sam, Eric.
Después se confundió; los mellizos movieron las cabezas y señalaron el uno al otro. El grupo entero rió.
Por fin dejó Ralph de sonar la caracola y con ella en una mano se sentó, la cabeza entre las rodillas. Las risas se fueron apagando al mismo tiempo que los ecos y se hizo el silencio.
Algo oscuro andaba a tientas dentro del rombo brumoso de la playa. El primero que lo vio fue Ralph y su atenta mirada acabó por arrastrar hacia aquel lugar la vista de los demás. La criatura salió del área del espejismo y entró en la transparente arena, y vieron entonces que no toda aquella oscuridad era una sombra, sino, en su mayor parte, ropas. La criatura era un grupo de chicos que marchaban casi a compás, en dos filas paralelas. Vestían de extraña manera. Llevaban en la mano pantalones, camisas y otras prendas, pero cada muchacho traía puesta una gorra negra cuadrada con una insignia de plata. Capas negras con grandes cruces plateadas al lado izquierdo del pecho cubrían sus cuerpos desde la garganta a los tobillos, y los cuellos acababan rematados por golas blancas. El calor del trópico, el descenso, la búsqueda de alimentos y ahora esta caminata sudorosa a lo largo de la playa ardiente habían dado a la piel de sus rostros el aspecto de una ciruela recién lavada. El muchacho al mando del grupo vestía de la misma forma, pero la insignia de su gorra era dorada. Cuando su grupo se encontró a unos diez metros de la plataforma, gritó una orden y todos se pararon, jadeantes, sudorosos, balanceándose en la rabiosa luz. El propio jefe dio unos pasos al frente, saltó a la plataforma, revoloteando su capa, y se asomó a lo que para él era casi total oscuridad.
—¿Dónde está el hombre de la trompeta? Ralph, al advertir en el otro la ceguera del sol, contestó:
—No hay ningún hombre con trompeta. Era yo.
El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rápidamente y su capa negra giró en el aire.
—¿Entonces no hay ningún barco?
Se le veía alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepción, pronta a transformarse en cólera.
—¿No hay ningún hombre aquí? Ralph habló a su espalda.
—No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos con nosotros.
El grupo empezó a deshacer la formación y el muchacho alto gritó:
—¡Atención! ¡Quieto el coro!
El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a agruparse en filas y permaneció balanceándose al sol. Pero unos cuantos empezaron a protestar tímidamente.
—Por favor, Merridew. Por favor..., ¿por qué no nos dejas?
En aquel momento uno de los muchachos se desplomó de bruces en la arena y la fila se deshizo. Alzaron al muchacho a la plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew le miró fijamente y después trató de corregir lo hecho.
—De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo.
—Pero, Merridew...
—Siempre se está desmayando —dijo Merridew—. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis, y en los maitines se cayó encima del chantre.
Esta jerga particular del coro provocó la risa de los compañeros de Merridew, que posados como negros pájaros en los troncos desordenados observaban a Ralph con interés. Piggy no preguntó sus nombres. Se sintió intimidado por tanta superioridad uniformada y la arrogante autoridad que despedía la voz de Merridew. Encogido al otro lado de Ralph, se entretuvo con las gafas.
Merridew se dirigió a Ralph.
—¿No hay gente mayor?
—No.
Merridew se sentó en un tronco y miró al círculo de niños.
—Entonces tendremos que cuidarnos nosotros mismos. Seguro  al otro lado de Ralph, Piggy habló tímidamente.
—Por eso nos ha reunido Ralph. Para decidir lo que hay que hacer. Ya tenemos algunos nombres. Ese es Johnny. Esos dos —son mellizos— son Sam y Eric. ¿Cuál es Eric...? ¿Tú? No, tu eres Sam...
—Yo soy Sam.
—Y yo soy Eric.
—Debíamos conocernos por nuestros nombres. Yo soy Ralph —dijo éste.
—Ya tenemos casi todos los nombres —dijo Piggy—• Los acabamos de preguntar ahora.
—Nombres de niños —dijo Merridew—. ¿Por qué me va nadie a llamar Jack? Soy Merridew.
Ralph se volvió rápido. Aquella era la voz de alguien que sabía lo que quería.
—Entonces —siguió Piggy—, aquel chico... no me acuerdo...
—Hablas demasiado —dijo Jack Merridew—. Cállate, Fatty *.
Se oyeron risas.
—¡No se llama Fatty —gritó Ralph—, su verdadero nombre es Piggy!
—¡Piggy!
—¡Piggy!
—¡Eh, Piggy!
Se rieron a carcajadas y hasta el más pequeño se unió al jolgorio. Durante un instante, los muchachos formaron un círculo cerrado de simpatía, que excluyó a Piggy. Se puso éste muy colorado, agachó la cabeza y limpió las gafas una vez más.
Por fin cesó la risa y continuaron diciendo sus nombres. Maurice, que seguía a Jack en estatura entre los del coro, era ancho de espaldas y lucía una sonrisa permanente. Había un chico menudo y furtivo en quien nadie se había fijado, encerrado en sí mismo hasta lo más profundo de su ser. Murmuró que se llamaba Roger y volvió a guardar silencio. Bill, Robert, Harold, Henry. El muchacho que sufrió el desmayo se arrimó a un tronco de palmera, sonrió, aún pálido, a Ralph y dijo que se llamaba Simón. Habló Jack:
—Tenemos que decidir algo para que nos rescaten. Se oyó un rumor; Henry, uno de los pequeños, dijo que se quería ir a casa.
—Cállate —dijo Ralph distraído. Alzó la caracola—. Me parece que debíamos tener un jefe que tome las decisiones.
—¡Un jefe!  ¡Un jefe!
—Debo serlo yo —dijo Jack con sencilla arrogancia—, porque soy el primero en el coro de la iglesia y soy tenor. Puedo dar el do sostenido.
De nuevo un rumor.
—Así que —dijo Jack—, yo...
Dudó por un instante. El muchacho moreno, Roger, dio al fin señales de vida y dijo:
—Vamos a votar.
—¡Sí!
*   Gordo.
—¡A votar por un jefe!
—¡Vamos a votar!...
Votar era para ellos un juguete casi tan divertido como la caracola.
Jack empezó a protestar, pero el alboroto cesó de reflejar el deseo general de encontrar un jefe para convertirse en la elección por aclamación del propio Ralph. Ninguno de los chicos podría haber dado una buena razón para aquello; hasta el momento, todas las muestras de inteligencia habían procedido de Piggy, y el que mostraba condiciones más evidentes de jefe era Jack. Pero tenía Ralph, allí sentado, tal aire de serenidad, que le hacía resaltar entre todos; era su estatura y su atractivo; mas de manera inexplicable, pero con enorme fuerza, había influido también la caracola. El ser que hizo sonar aquello, que les aguardó sentado en la plataforma con tan delicado objeto en sus rodillas, era algo fuera de lo corriente.
—El del caracol.
—¡Ralph!   ¡Ralph!
—Que sea jefe ese de la trompeta. Ralph alzó una mano para callarles.
—Bueno, ¿quién quiere que Jack sea jefe? Todos los del coro, con obediencia inerme, alzaron las manos.
—¿Quién me vota a mí?
Todas las manos restantes, excepto la de Piggy, se elevaron inmediatamente.
Después también Piggy, aunque a regañadientes, hizo lo mismo.
Ralph las contó.
—Entonces, soy el jefe.
El círculo de muchachos rompió en aplausos. Aplaudieron incluso los del coro. Las pecas del rostro de Jack desaparecieron bajo el sonrojo de la humillación. Decidió levantarse, después cambió de idea y se volvió a sentar mientras el aire seguía tronando. Ralph le miró y con el vivo deseo de ofrecerle algo:
—El coro te pertenece a ti, por supuesto.
—Pueden ser nuestro ejército...
—O los cazadores...
—Podrían ser...
Desapareció el sofoco de la cara de Jack. Ralph volvió a pedir silencio con la mano.
—Jack tendrá el mando de los del coro. Pueden ser... ¿Tú qué quieres que sean?
—Cazadores.
Jack y Ralph sonrieron el uno al otro con tímido afecto. Los demás se entregaron a animadas conversaciones. Jack se levantó.
—Vamos a ver, los del coro. Quitaos las capas.
Los muchachos del coro, como si acabara de terminarse la clase, se levantaron, se pusieron a charlar y apilaron sobre la hierba las capas negras. Jack dejó la suya en un tronco junto a Ralph. Tenía los pantalones grises pegados a la piel por el sudor. Ralph los miró con admiración, y al darse cuenta Jack explicó:
—Traté de escalar aquella colina para ver si estábamos rodeados de agua. Pero nos llamó tu caracola.
Ralph sonrió y alzó la caracola para establecer silencio.
—Escuchad todos. Necesito un poco de tiempo para pensar las cosas. No puedo decidir nada así de repente. Si esto no es una isla, nos podrán rescatar en seguida. Así que tenemos que decidir si es una isla o no. Tenéis que quedaros todos aquí y esperar. Y que nadie se mueva. Tres de nosotros... porque si vamos más nos haremos un lío y nos perderemos, así que tres de nosotros iremos a explorar y ver dónde estamos. Iré yo, y Jack y...
Miró al círculo de animados rostros. Sobraba donde escoger.
—Y Simón.
Los chicos alrededor de Simón rieron burlones y él se levantó sonriendo un poco. Ahora que la palidez del desmayo había desaparecido, era un chiquillo delgaducho y vivaz, con una mirada que emergía de una pantalla de pelo negro, lacio y tosco.
Asintió con la cabeza.
—De acuerdo, iré.
—Y yo...
Jack sacó una navaja envainada, de respetable tamaño, y la clavó en un tronco. El alboroto subió y decayó de nuevo.
Piggy se removió en su asiento.
—Yo iré también. Ralph se volvió hacia él.
—No sirves para esta clase de trabajo.
—Me da igual...
—No te queremos para nada —dijo Jack sin más—; basta con tres.
Los muchachos del coro, como si acabara de terminarse
—Yo estaba con él cuando encontró la caracola. Estaba con él antes de que vinierais vosotros.
Ni Jack ni los otros le hicieron caso. Hubo una dispersión general.
Ralph, Jack y Simón saltaron de la plataforma y marcharon por la arena, dejando atrás la poza. Piggy les siguió con esfuerzo.
—Si Simón se pone en medio —dijo Ralph—, podremos hablar por encima de su cabeza.
Los tres marchaban al unísono, por lo cual Simón se veía obligado a dar un salto de vez en cuando para no perder el paso. Al poco rato Ralph se paró y se volvió hacia Piggy.
—Oye.
Jack y Simón fingieron no darse cuenta de nada. Siguieron caminando.
—No puedes venir.
De nuevo se empañaron las gafas de Piggy, esta vez por humillación.
—Se lo has dicho. Después de lo que te conté. Se sonrojó y le tembló la boca.
—Después que te dije que no quería...
—Pero  ¿de qué hablas?
—De que me llamaban Piggy. Dije que no me importaba con tal que los demás no me llamasen Piggy, y te pedí que no se lo dijeses a nadie, y luego vas y se lo cuentas a todos.
Cayó un silencio sobre ellos. Ralph miró a Piggy con más comprensión, y le vio afectado y abatido. Dudó entre la disculpa y un nuevo insulto.
—Es mejor Piggy que Fatty —dijo al fin, con la firmeza de un auténtico jefe—. Y además, siento que lo tomes así. Vuélvete ahora, Piggy, y toma los nombres que faltan. Ese es tu trabajo. Hasta luego.
Se volvió y corrió hacia los otros dos. Piggy quedó callado y el sonrojo de indignación se apagó lentamente. Volvió a la plataforma.
Los tres muchachos marcharon rápidos por la arena. La marea no había subido aún y dejaba descubierta una franja de playa, salpicada de algas, tan firme como un verdadero camino. Una especie de hechizo lo dominó todo; les sobrecogió aquella atmósfera encantada y se sintieron felices. Se miraron riendo animadamente; hablaban sin escucharse. El aire brillaba. Ralph, que se sentía obligado a traducir todo aquello en una explicación, intentó dar una voltereta y cayó al suelo. Al cesar las risas, Simón acarició tímidamente el brazo de Ralph y se echaron a reír de nuevo.

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