Tuesday, March 12, 2013

AMADO NERVO


(AMADO NERVO: 1870-1919), poeta, novelista y ensayista mexicano, afiliado en sus comienzos al modernismo, evolucionó hacia el misticismo con una poesía de enorme contenido espiritual.
Nació en Tepic (Nayarit) y realizó estudios de ciencias, filosofía y teología. En 1894 se instaló en la ciudad de México donde conoció a Manuel Gutiérrez Nájera y con él fundó la Revista Azul que pretendía llevar a cabo una renovación artística. Su primera obra, la novela El bachiller (1896), todavía mantiene rasgos naturalistas, pero sus primeros libros de poemas, Perlas negras y Místicas, ambos de 1898, ya presentan características de la poesía modernista. Ese año funda también la Revista Moderna.
En 1900 viaja a París, donde entra en contacto con Rubén Darío y Leopoldo Lugones cuya influencia le hizo abrazar por completo el modernismo. Escribe en este momento cuentos, libros de viaje, ensayos y, por supuesto, poesías que agrupó en el libro El éxodo y las flores del camino (1902), un compendio de intimismo y simbolismo.
Nervo fue una personalidad marcada por la búsqueda obsesiva de Dios y por la preocupación de establecer una relación con la naturaleza de corte místico trascendente. Su religiosidad le llevó a apartarse del modernismo para encontrar una vía propia teñida de panteísmo y fervor religioso, que algunos de sus coetáneos consideraron anacrónica. Su exuberancia religiosa la manifestó en obras como Los jardines interiores (1905), que anuncia libros de serena intimidad, como en En voz baja (1909), Serenidad (1914), Elevación (1917) y Plenitud (1918). Pero la obra por la que Amado Nervo es recordado y leído todavía con gran interés es La amada inmóvil (1922), publicada póstumamente, inspirada en la muerte de Ana Daillez, mujer a la que el poeta amó en vida. También escribió ensayos, como Juana de Asbaje (1910), en torno a la figura de la poetisa mexicana sor Juana Inés de la Cruz.
Desde 1905, y hasta el final de sus días, fue miembro del cuerpo diplomático, primero como secretario de la Legación mexicana en Madrid (España) y después como ministro de México en Buenos Aires (Argentina) y Montevideo (Uruguay). Nervo murió en esta ciudad y sus restos fueron conducidos a México, donde recibieron sepultura en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

(http://www.edicionesdelsur.com/amado_nervo.htm)

AMADO NERVO
Cuentos misteriosos

La misa de seis 3
El país en que la lluvia era luminosa 7
El león que tenía dignidad 10
El obstáculo 12
Los esquifes 13
El castillo de lo inconsciente 15
La gota de agua que no quería perder su «individualidad» 18
La serpiente que se muerde la cola 20
El balcón interior 22
La mano y la luz 24
El ángel caído 26
La última guerra 31
Una historia vulgar 39
Una esperanza 43
Las nubes 47
El diablo desinteresado 49
La novia de Corinto 73
El héroe 75
El horóscopo 78
Mi bastón 80
«Chez-Nous» 82
En busca de Tolstoi 84
Estilo telegráfico 87
Bohemios 89
Hacer un articulo 91

 La misa de seis
I
Abrióse sin ruido la vidriera y Juanito, que, medio oculto en el marco de un zaguán de la acera opuesta, impacientábase a fuerza de esperar, sintió que el corazón le daba un vuelco: dejó su escondite y fue a colocarse rápidamente al pie del balcón.
Del fondo oscuro de éste se destacó entonces una figura esbelta, de contornos puros, reclinóse sobre el calado barandal y con voz que parecía un susurro dijo al galán, que se había vuelto todo ojos y oídos:
—No puedo hablarte; María se halla en la sala y es fácil que nos oiga; está muy misteriosa hoy, no me pierde de vista; mañana nos veremos en Catedral, en la misa de seis.
Dichas estas palabras, la figura de contornos puros se desvaneció en la sombra y la vidriera se cerró levemente.
Juanito, frotándose las manos de gusto, se alejó de la calle a tiempo que los focos eléctricos, tras un rápido guiño, inundaban de luz pálida las aceras y los relojes públicos daban las seis.
No había doblado aún la esquina cuando entró a la calle, por opuesto rumbo, otro joven que fue a detenerse en el mismo sitio que había servido de refugio al anterior.
La cortinilla del balcón de enfrente se descorrió de nuevo y un par de ojos muy negros atisbaron por un momento el exterior.
A poco las vidrieras volvieron a abrirse, surgió otra vez de la sombra una figura de mujer, e inclinándose graciosamente sobre el barandal, al pie del cual estaba el oso mencionado, dijo a éste, sotto voce:
—No puedo resolverle hoy nada; Ana está en la pieza inmediata y pudiera oírnos; vaya mañana a misa de seis a Catedral...
II
Dieron las nueve en el reloj de bronce que pendía de uno de los muros de la elegante salita donde Ana y María, pasada la cena, conversaban fríamente, en tanto que doña Luisa, madre de las niñas, leía un voluminoso tomo de novelas cerca de un elegante velador de metal dorado con cubierta de mármol.
Aún no se extinguían las vibraciones de la última campanada del reloj, cuando Ana se puso de pie y entre bostezo y bostezo dijo a su hermana:
—Tengo sueño y voy a recogerme, no sea que mañana no pueda levantarme temprano para ir a misa.
—Pues ¿qué misa piensas oír? —replicó María con voz temblorosa.
—La de seis en Catedral.
María se puso pálida y murmuró apenas:
—Me despiertas para ir contigo.
—No; no alcanzo a hacerlo; tú irás, como de costumbre, a la de once.
—Pero si yo quiero ir a la de seis —repuso María haciendo pucheros.
—Hace mucho frío...
—No importa...
Ana se puso seria:
—¡Miren la madrugadora! —exclamó con voz irritada—. Se levanta diariamente a las ocho y ahora le ha venido el capricho de mañanear.
—Es que después no me ajusta el tiempo para nada...
—Pues me alegro; lo que es yo no te hablo.
—Le diré a Juana que lo haga.
—¿Y qué empeño es ése...?
—Niñas, niñas —dijo por fin doña Luisa, dejando el libro sobre la mesa y pasándose el índice por los ojos—, ya basta de réplica; irán las dos a misa de seis.
Ana y María se retiraron a su alcoba, y una vez ahí, mientras desataban el pelo rizo que caía en opulentas ondas sobre los hombros y sustituían el traje de casa por el blanco ropaje de lino que velar debía sus formas puras durante el sueño, Ana dijo a su hermana:
—Qué insistencia en ir a la misa de seis, me parece sospechosa.
—Pero ¿qué tiene de particular?
—¡Ah, hipocritona! ¿Cuánto apostamos a que tienes novio?...
—Te juro que no...
—Si te lo creyera...
—Por esta cruz...
—Mira, yo, como hermana mayor, debo aconsejarte: una niña como tú no puede andar en esas cosas... Los hombres son muy malos; pórtate muy juiciosamente y no vayas a misa de seis.
María tomó a su vez la revancha:
—Y tú, ¿por qué tienes tanto empeño en ir sola?
—Siempre voy así...
—Es que hablas en el atrio con...
—¡Mentiras!
—Qué dirán los que te vean; una señorita como tú debe ser correcta en todo.
—Estás hoy muy tonta...
—Y tú...
—Que pases buenas noches.
—Buenas noches.
Momentos después, ambas, acurrucadas en la cama, fingían dormir; la luz, tamizada por el cristal cuajado de la lámpara, acariciaba apenas los cortinajes de los lechos, dejando hundido el resto del mobiliario en deliciosa penumbra, y el ángel del silencio, con el índice sobre los labios, cobijaba con sus alas aquel par de cabecitas blandas y soñadoras.
Una murmuraba en voz muy baja:
—Le hablaré a pesar de todo.
Y María pensaba en tanto:
“¿Por qué dirá mi hermana que los hombres son malos? Él parece tan bueno... Ea, dejemos el miedo... ¡Le hablaré mañana!”
III
Surgió el alba llena de sonrojos; invadió el espacio con tonos rosa y un rayito juguetón rió en los cristales y entró tímidamente a la alcoba.
Las campanas de los templos repicaban alegremente como diciendo a los devotos: “ven”, y los devotos acudían presurosos al llamado de la broncínea voz, murmurando: “voy”.
Despertó Ana, vistióse rápidamente, sin hacer ruido y con paso quedo salió de la alcoba y pidió el coche; ya estaba listo, y al subir hallóse instalada en él a su hermana.
No había remedio; la compañía era forzosa y Ana disimuló su impaciencia: ya procuraría escabullirse bonitamente en el momento oportuno.
María proponíase hacer lo mismo.
Cuando llegaron a Catedral empezaba la misa en el altar del Perdón.
Arrodilláronse las hermanas a regular distancia una de otra; abrieron sus devocionarios, y cuando Ana estuvo segura de que María no podía verla y María creyó otro tanto respecto de Ana, se levantaron ambas, y cada una por rumbo opuesto dirigióse a la puerta del costado derecho del gran templo.
En el atrio esperaban los osos, graves, serenos, inamovibles. ..
Y sucedió que al trasponer las dos hermanas los dinteles de la puerta volvieron el rostro por ver si alguien las observaba, y... se encontraron una enfrente de la otra.
Intensa palidez cubrió sus semblantes; luego una oleada de sangre los coloreó, y con voz casi ininteligible, murmuró María:
—Me sentí mala y salí en busca de aire.
Y Ana, en el mismo tono:
—Lo advertí, y temiendo que te pasara algo, salí a mi vez en tu seguimiento.
Y sin esperar a que concluyese la misa cruzaron las naves, salieron al atrio principal y tomaron el coche, diciendo al automedonte con displicente voz:
—¡A casa!
En el camino casi no hablaron; sólo al aproximarse a su morada entablaron el siguiente breve diálogo:
MARÍA.— No vuelvo a misa de seis.
ANA.— Ni yo...
MARÍA.— Hace mucho frío, y...
ANA.— Pues, y...
Y no volvieron, en efecto, a misa de seis.
 El país en que la lluvia era luminosa 
Después de lentas jornadas a caballo por espacio de medio mes y por caminos desconocidos y veredas sesgas, llegamos al país de la lluvia luminosa. 
La capital de este país, ignorado ahora, aunque en un tiempo fue escenario de claros hechos, era una ciudad gótica, de callejas retorcidas, llenas de sorpresas románticas, de recodos de misterio, de ángulos de piedra tallada, en que los siglos acumularon su pátina señoril, de venerables matices de acero. 
Estaba la ciudad situada a la orilla de un mar poco frecuentado; de un mar cuyas aguas se debe a bacterias que viven en la superficie de los mares, a animálculos microscópicos que poseen un gran poder fotogénico, semejante en sus propiedades al de los cocuyos, luciérnagas y gusanos de luz. 
Estos microorganismos, en virtud de su pequeñez, cuando el agua se evapora, ascienden con ella, sin dificultad alguna. Más aún: como sus colonias innumerables son superficiales, la evaporación las arrebata por miríadas, y después, cuando los vapores se condensan y viene la lluvia, en cada gota palpitan incontables animálculos, pródigos de luz, que producen el bello fenómeno a que se hace referencia. 
A decir verdad, el mar a cuyas orillas se alzaba la ciudad término de mi viaje no siempre había sido fosforescente. El fenómeno se remontaba a dos o tres generaciones. Provenía, si ello puede decirse, de la aclimatación en sus aguas de colonias fotogénicas (más bien propias de los mares tropicales), en virtud de causas térmicas debidas a una desviación del Gulf stream, y a otras determinantes que los sabios, en su oportunidad, explicaron de sobra. Algunos ancianos del vecindario recordaban haber visto caer, en sus mocedades, la lluvia oscura y monótona de las ciudades del Norte, madre del esplín y de la melancolía. 

Desde antes de llegar a la ciudad, al pardear la tarde de un asoleado y esplendoroso día de julio, gruesas nubes, muy bajas, navegaban en la atmósfera torva y electrizada. 
El guía, al observarlas, me dijo: 
-Su merced va a tener la fortuna de que llueva esta noche. Y será un aguacero formidable. 
Yo me regocijé en mi ánima, ante la perspectiva de aquel diluvio de luz… 
Los caballos, al aspirar el hálito de la tormenta, apresuraron el paso monorrítmico. 
Cuando aún no trasponíamos las puertas de la ciudad, el aguacero se desencadenó, 
Y el espectáculo que vieron nuestros ojos fue tal, que refrenamos los corceles, y a riesgo de empaparnos como una esponja, nos detuvimos a contemplarlo. 
Parecía como si el caserío hubiese sido envuelto de pronto en la terrible y luminosa nube del Sinaí… 
Todo en contorno era luz; luz azulada que se desflecaba en las nubes en abalorios maravillosos; luz que chorreaba de los techos y era vomitada por las gárgolas, como pálido oro fundido; luz que, azotada por el viento, se estrellaba en enjambres de chispas contra los muros; luz que con ruido ensordecedor se despeñaba por las calles desiguales, formando arroyos de un zafiro o de un nácar trémulo y cambiante. 
Parecía como si la luna llena se hubiese licuado y cayese a borbotones sobre la ciudad… 
Pronto cesó el aguacero y traspusimos las puertas. La atmósfera iba serenándose. 
A los chorros centellantes había sustituido una llovizna diamantina de un efecto prodigioso. 
A poco cesó también ésta y aparecieron las estrellas, y entonces el espectáculo fue más sorprendente aún: estrellas arriba, estrellas abajo, estrellas por todas partes. 
De las mil gárgolas de la Catedral caían todavía tenues hilos lechosos. En los encajes seculares de las torres brillaban prendidas millares de gotas temblonas, como si los gnomos hubiesen enjoyado la selva de piedra. En los plintos, en los capiteles, en las estatuas posadas sobre las columnas; en las cornisas, en el calada de las ojivas, en toas las salientes de los edificios, anidaban glóbulos de luz mate. Los monstruos medievales, acurrucados en actitudes grotescas, parecían llorar lágrimas estelares. 
Y por las calles inclinadas y retorcidas, como un dragón de ópalo fundido, la linfa brillante huía desenfrenada, saltando aquí en cascadas de llamas lívidas, bifurcándose allá, formando acullá remansos aperlados en que se copiaban las eminentes siluetas de los edificios, como en espejos de metal antiguo… 
Los habitantes de la ciudad (las mujeres, sobre todo), que empezaban a transitar por las aceras de viejas baldosas ahora brillantes, llevaban los cabellos enjoyados por la lluvia cintiladora. 
Y un fulgor misterioso, una claridad suave y enigmática se desparramaba por todas partes. 
Parecía como si millares de luciérnagas caídas del cielo batiesen sus alas impalpables. 
Absorto por el espectáculo nunca soñado, llegué sin darme cuenta, y precedido siempre de mi guía, al albergue principal de la ciudad. 
En la gran puerta, un hostelero obeso y cordial me miraba sonriendo y avanzó complaciente para ayudarme a descender de mi cabalgadura, a tiempo que una doncella rubia y luminosa como todo lo que la rodeaba, me decía desde el ferrado balcón que coronaba la fachada: 
-Bien venida sea su merced a la cuidad de la lluvia luminosa. 
Y su voz era más armoniosa que el oro cuando choca con el cristal.
 El león que tenía dignidad
Los autores primitivos» guiados por apariencias engañosas, por analogías vagas, atribuyeron a los animales cualidades y defectos que, están muy lejos de tener. La melena del león, su aspecto majestuoso, les sugirió la idea de ofrecerle el cetro y la corona de los irracionales, y lo hicieron rey, sin que él se diese cuenta de tamaña dignidad ni pareciese importarle un ardite; y lo literaturizaron, y lo esculpieron en mármoles, y lo fundieron en bronces, y lo grabaron en los sellos reales, y estamparon su silueta en escudos, en banderas, en estandartes, y lo troquelaron con las monedas, a lo cual se debe, por cierto, en España, que los cuartos se llamen “perros gordos” y “perros chicos”, por una de esas ironías que suelen perpetuarse,
Pero vinieron los naturalistas modernos y rectificaron desdeñosamente la mayor parte de los conceptos legendarios que a las bestias se refieres, El león, tan exaltado antes, fue deprimido con pasión; ni era valiente, tu era san fuerte como se creyó, ni merecía en modo alguno el cetro.
Se le negó, pues, la majestad real, que casi por derecho divino creíase otorgada, y quién estimó que debía conferírsele al toro (que jamás mostró miedo a nada ni a nadie, que lo mismo embiste a un hombre, a un paquidermo o a una locomotora), quién pretendió que merecía la realeza el elefante, que, tras de ser el mis fuerte de todos los animales, era el más inteligente y el más noble.
La verdad, en esto como en todas las cosas, a semejanza de la virtud, no estaba en los extremos, sino en el medio: in medio stat peritas. El león no era, ciertamente, el más fuerte de los animales; pero poseía algo merecedor de la realeza con que lo habían obsequiado los antiguos, algo que muchos hombres, muchísimos, suelen no tener: la dignidad.
De ello ha dado pruebas en ocasiones muy diversas, y últimamente yo he sabido un hecho que ha aumentado notablemente mi estimación por el viejo rey, moviéndome, en mi humilde fuero, a acatarlo de nuevo como a monarca,
***
Es el caso que, hará apenas seis meses, un grande de España, cazador par devant l’éternel de los más perseverantes y resueltos, hizo un viaje al Atlas, con el animo decidido de matar algunos pobres leones, que después, disecados, con las enormes fauces abiertas, serían ornato de su museo cinegético.
Una tarde, estando él, con algunos otros cazadores, en acecho frente a una colina boscosa en la falda (donde había guaridas de leones) y pelada en la cima, de pronto un espléndido ejemplar salió de su refugio y ascendió hacia la pequeña eminencia. Apenas la fiera había dado algunos pasos fuera de los árboles y matorrales, cuando descubrió a los cazadores. Su olfato y su mirada avizora se los mostraron en seguida.
Un sol africano, naturalmente, iluminaba la escena.
El león pudo y “debió”, en cuatro saltos elásticos, vigorosos, ponerse a salvo de los magníficos fusiles de precisión, cuyos efectos conocía, merced a la terrible experiencia acumulada por el genio de la especie.... Los cazadores esperaban esto, y apuntaban ya, teniendo en cuenta la movilidad de la bestia...
Pero entonces, con pasmo da todos, aconteció algo extraordinario: el león, “que sabía que era visto” por tantos ojos de hombres, ¡tuvo vergüenza de huir! Un sentimiento estupendo de dignidad se sobrepuso en él al pánico de la bala explosiva y certera, que no perdona, y pausada, majestuosamente, ascendió la colina, volviendo a cada paso la cabeza para mirar s sus enemigos...
No quería, no, que lo viesen: correr... Aquellos instantes supremos ponían en su corazón, sin duda un temblor formidable: la muerte, a cada instante, lo amaga..., mas él seguía ascendiendo lenta, muy lentamente.
Cuando llegó a la cúspide, empezó a descender, con la misma lentitud, hasta que juzgó que “ya no lo veían”, y entonces, encomendó todo el resorte de sus músculos poderosos, dio un salto, dos saltos... y se perdió en los declives de la parte opuesta de la loma. ¡Quizá con un sentimiento inmenso de liberación!
La dignidad estaba a salvo; y podía, escapar.
Los cazadores, conmovido ante aquella actitud tan clara, tan bella, tan poco humana, no habían disparado. ¡El león obtuvo gracia de la vida, merced a la sugestión de su maravillosa dignidad!
 El obstáculo
Por el sendero misterioso, recamado en sus bordes de exquisitas plantas en flor y alumbrado blandamente por los fulgores de la tarde, iba ella, vestida de verde pálido, verde caña, con suaves reflejos de plata, que sentaba incomparablemente a su delicada y extraña belleza rubia. Volvió los ojos, me miró larga y hondamente y me hizo con la diestra signo de que la siguiera.
Eché a andar con paso anhelado; pero de entre los árboles de un soto espeso surgió un hombre joven, de facciones duras, de ojos acerados, de labios imperiosos.
—No pasarás —me dijo, y puesto en medio del sendero abrió los brazos en cruz.
—Sí pasaré —respondíle resueltamente y avancé; pero al llegar a él vi que permanecía inmóvil y torvo.
—¡Abre camino! —exclamé.
—No respondió.
Entonces, impaciente, le empujé con fuerza. No se movió.
Lleno de cólera al pensar que la Amada se alejaba, agachando la cabeza embestí a aquel hombre con vigor acrecido por la desesperación; mas él se puso en guardia y, con un golpe certero, me echó a rodar a tres metros de distancia.
Me levanté maltrecho y con más furia aún volví al ataque dos, tres, cuatro veces; pero el hombre aquel, cuya apariencia no era de Hércules, pero cuya fuerza sí era brutal, arrojóme siempre por tierra, hasta que al fin, molido, deshecho, no pude levantarme…
¡Ella, en tanto, se perdía para siempre!
Aquella mirada reanimó mi esfuerzo e intenté aún agredir a aquel hombre obstinado e impasible, de ojos de acero; pero él me miró a su vez de tal suerte, que me sentí desarmado e impotente.
Entonces una voz interior me dijo:
—¡Todo es inútil; nunca podrás vencerle!
Y comprendí que aquel hombre era mío.
 Los esquifes
—Mira —me dijo el Espíritu cuando hubimos trepado a la áspera roca desde la cual se dominaba el maravilloso paisaje—: ¿ves ese mar tan manso, sin un rúo, sin una onda, que lentejuelea dulcemente al fulgor de la luna? Es el verdadero Océano Pacífico, es el Océano de la quietud interior, de esa quietud interior que ha tiempo vas buscando inútilmente por la tierra; de ese bien de tal manera inestimable, que el divino Galileo a cada instante lo regalaba en el Evangelio: “Recibid mi paz”; “la paz sea con vosotros”; “os doy mi paz”; “mi paz os dejo”...
¿Ves esos como esquifes, tan tenues que parecen hechos de ilusión? ¿Adviertes en ellos seres reposados, que se deslizan como aladamente por la superficie sin límites, a favor de las minúsculas velas candidas, semejantes a plumas de garza, que empuja insensiblemente un soplo misterioso? Pues son espíritus, son los espíritus que están en paz en este mundo.
A la luz de la luna, de esta intensa luna, verás los rostros que animan, y en ellos una misteriosa expresión de beatitud.
¡Con qué gracia resbalan esos barquichuelos ingrávidos sobre la seda moaré del Océano!    ¡Qué manso y
—¿Y cómo hacer, ¡oh Espíritu!, para tener una de esas barcas de ensueño, para deslizarse con ella por el mar quieto, para estar en paz, ¡oh noble Espíritu custodio!, para estar en paz?
—Escucha bien: esos esquifes son de tal manera frágiles, que sólo soportan almas desnudas de todo apego... ¡Ay de aquella alma que ose embarcar en ellos con el menor deseo, con la menor codicia, con el menor propósito de goce! El barquichuelo se hundirá en seguida, y en el fondo del Océano el alma se encontrará remolinos espantosos, que la atraerán como ventosas de monstruo y de los cuales muy difícilmente logrará escapar.
Bajo la apacibilidad de ese mar cuya palpitación blandísima apenas se advierte, como el resuello de una novia dormida, está el maelstrom de las ansias nunca saciadas, de los placeres tormentosos que jamás satisfacen, de los anhelos turbulentos que nos comen el alma...
Pero el que al embarcarse no lleva consigo ningún apego, aquel cuyo deseo se ha extinguido, es “como el loto que en el agua se copia, mas cuya corola no toca el agua...” Para ése no hay temor ninguno de zozobrar. Puede adormecerse amorosamente con el vaivén blando del esquife; puede soñar, puede cantar. Su alma es un ritmo más en el ritmo deleitoso del Océano. Para él sólo hay bien. El Universo es como un gran regazo, la brisa impalpable como una gran lira, el cieío estrellado como un gran jardín. Su yo es como un lirio suave impregnado de perfumes celestes. El celaje y el rayo de luna le llaman “hermano”. El Misterio le llama “hijo”. La Noche le dice “elegido”... ¡Oh! ¡Cuan rico es el que ya no tiene nada!    ;Oh! ¡Cuántas cosas mira el que ha sabido cenar
—¿Quieres embarcarte? —me preguntó el Espíritu—. Mira aquel esquife que, besado por la luna, parece de nácar. ¡Es para ti! Lo he reservado para ti... ¿Quieres embarcarte?
¡Oh amada mía! Para navegar por ese divino Océano de la paz era preciso dejarte a ti —a ti, amada mía— en la ribera; y moviendo melancólicamente la cabeza, conteste al ángel:
—¡No puedo, de veras que no puedo!
 El castillo de lo inconsciente
El castillo de lo inconsciente yérguese sobre una roca enorme, aguda y hosca, rodeada de abismos. Entre la roca, y la montaña vecina, derrúmbase el agua torrencial, que luego se arrastra, allá en el fondo lóbrego...
Su estruendo se oye de lejos, sordo y hasta apacible, y sus espumas, fosforescentes desde la altura, se adivinan en las tinieblas.
Por dondequiera, como guardia de honor de la toca, levántanse agujas ásperas, dientes pétreos, y se erizan matorrales de espinos,
Pero en las noches de luna, con que arcano prestigio radian, en lo alto, los vitrales del castillo divino en que mora la paz...
Sólo pueden escalar tu morada eminente los que han sagrado en todos los colmillos rocosos, los que se han herido en todos los espinos...
Yo era de éstos. Yo merecía habitar es la mansión del sosiego, y una noche apacible, guiado por el celeste faro lunar, emprendí la ascensión al castillo.
Sobre una robusta rama inclinada, atravesé el torrente. Varías veces el vértigo estuvo a punto de vencerme. La corriente rabiosa hubiera destrejado mis miembros; la colérica espuma me habría cubierto con su rizada, y trémula blancura...
Pero yo miraba a lo alto, al castillo, que mansamente se iluminaba en el picacho gigantesco y una gran esperanza descendía hasta mi corazón y me daba aliento.
Salvado el abismo, hube de escalar la roca.
¡Ay! ¡Cuantas veces en sus asperezas me herí las rodillas y las manos. ¡Cuántas otras me vi en peligro de caer al torrente que, como dragón retorcido y furioso, parecía acecharme!.. Sus espumas llegaban, hasta mí, humedeciendo mis destrozadas ropas.
Pero mi anhelo de llegar al castillo era demasiado intenso para no triunfar; y, muy avanzada ya la noche, franqueaba yo por fin los últimos obstáculos y me encontraba en la breve explanada que precedía a la gótica mole.
Una mansa lluvia de lana caía sobre aquel espacio abierto. La imponente masa, a su imprecisa luz, era con sus torreones, sus almenas, sus ojivas, sus terrazas, sus techos agudos, más bella que todos los ensueños.
¡Con qué temblor llamé a la puerta! ¡Cómo resonó en e! silencio el aldabón!
Esperé... no sé cuántos minutos...
Oía mi corazón golpearme el pecho como un sordo martillo.
De muy lejos venía a mis oídos el rumor confuso de! torrente.
Allá, en la hondura, adivinábase un océano informe de sombras y de luces, y el hervidero de plata de las aguas...
Por fin la puerta se abrió dulcemente y una figura pálida, envuelta en un manto blanco, apareció en el umbral.
—La paz sea contigo —me dijo—. ¿Qué buscáis aquí, extranjero?
—Ese don santo que acabas de desearme —le respondí—; la Paz.
—¿De dónde vienes?
—De lo más hondo de aquellos abismos —y le señalé con un amplío gesto la perspectiva lejana—. He sangrado en todos los espinos... Me he desgarrado en todas las rocas... Conozco el filo de todos los guijarros.
—¿Sabes lo que encontrarás aquí?
—El paraíso del no pensar...
—¿No te asusta la inconsciencia?
—La ansío. Allá abajo, las breves horas se sueño eran mi bien único...
—Tus más bellas ideas, tus más luminosas imágines se extinguirán para siempre. Nunca mis sonará n tu oído la deleitosa melodía de las rimas; nunca más el choque de los conceptos vibrará en tu cerebro. Tu memoria no descorrerá ya sus telones de lo amable o trágico... Será como si te hubieses bañado en el Leteo, como si gustases la flor del olvido en la isla de los Lotófagos...
—Eso quiero.
—Los seres que amaste no vivirán ya en tu recuerdo su vida vagarosa de fantasmas...
—Los enterraré para siempre.
—Ni siquiera, té acordarás de tu nombre; tu personalidad naufragará eternamente en este océano de la total amnesia.
—Pero seré feliz.
—Lo serás, pero sin saber que lo eres, sin darte cuenta de tu suprema ventura.. Esta es la divina ciudad del Nirvana de que habla el Buda. Este es el albergue del silencio interior; éste es el sosegado sueño del yo. Aquí toda individualidad se diluye como la gota de agua en el mar... Aquí el maya tenaz desaparece: aquí todo es idéntico con el Todo; la relación de tu ser con el Universo acaba... El ser y el no ser son una misma cosa... Aún es tiempo; vuelve a pasar la explanada y desciende hacia el dolor, que hiere y maltrata, pero individualiza... Baja hacia el torrente; arrástrate de nuevo entre las rocas. Duro es el arrastrarse, pero quien se hace mal eres tú; mientras que aquí el bien nos satura, pero tú ya no existes. En el Bien están, más el Bien no está en ti.
...¡Vacilé! ¡Oh mísero apego al yo, cadena que nos liga con tantos eslabones al mundo de la ilusión; fuiste más fuerte que el anhelo de paz!
...El hombre blanco notó mi vacilación, inclinó melancólicamente la cabeza; fue cerrando con suavidad la puerta..., la puerta que da acceso al divino ignorar..., y me dejó allí, solo con la luna...
Torné a bajar hacía el torrente.
Más duro era el descender que había sido el subir, Los filos de las rocas herían con mayor encono.
La luna descendía ya como un dios triste, aureolado de plata, hacia su ocaso.
Allá en lo alto, cada vez más en lo alto, los vitrales del castillo brillaban misteriosamente...
Con la herida y ensangrentada diestra, envié un supremo beso de amor y de dolor a la morada excelsa, al paraíso perdido...
Y heme de nuevo en la otra orilla del torrente. Heme de nuevo entre los espinos. Héroe de nuevo en el Hosco Valle del Pensamiento y del Dolor.
 La gota de agua que no quería
perder su «individualidad»
Por la noche, en el verano, a partir de las doce pueden regarse los tiestos.
Se supone que a las doce —y se supone mal— nadie pasará ya bajo los balcones enmacetados de Madrid; pero si pasa, y es abrupto en riego helado cae sobre su cabeza, ni tiene derecho a quejarse, ni vale la pena, porque el agua, aun así, es bienvenida en pleno agosto.
Las flores, “por su parte”, es indecible lo que gozan con ese riego nocturno, cuya frescura se perpetúa, sobre todo en los balcones de Luis, que miran al Poniente, hasta bien entrada la mañana.
El otro día, a las doce, sobre el pétalo aterciopelado de una rosa, como sobre la tela de un estuche, radiaba aún una gruesa gota de agua. Había pasado allí buena parte de la noche, fresca por excepción, dejándose penetrar por la luna.
Un viento suave la balanceaba en su hamaca olorosa de seda.
Pero avanzaba la mañana. El dios trasponía ya el meridiano, y una saeta de oro del arquero divino hirió en pleno corazón a la gota, tocándola en chispa maravillosa.
Luis, que de antaño comprende el lenguaje del agua, como el sultán Mahmoud comprendía a los pájaros, oyó quejarse a la gota, la cual decía entre suaves quejumbres:
—Tengo miedo, ¡ay!, tengo miedo. Siento que empiezo a evaporarme... ¡Oh sol, no me beses, por Dios! Tus besos hacen un espantoso daño. Me penetran toda, me abrasan, me disgregan... Yo no quiero deshacerme, no quiero volatilizarme... ¡No quiero perder mi individualidad!... ¿Entiendes, oh sol? No quiero perder mi individualidad.
«Yo reflejo e mi modo la naturaleza. Soy un pequeño ojo cristalino, muy abierto, que la ve, que la admira desde este nido de terciopelo, desde esta cuna suave y bienoliente. Llevo ya muchas horas divinas de vida harmoniosa. Durante buena parte de la noche he reflejado la luna. He sido, ya una perla, un zafiro místico, ya una turquesa celeste. Después, la bóveda se ha pintado de un amarillo suave, y yo me he vuelto topacio. A poco el cielo se tiñó de rosa, y he sido rubí. Ahora soy diamante. Y cuando las hojas del rosal se miran en mi espejo para contemplar su traje nuevo, recién cortado en punta, me convierto en esmeralda.
»No me beses, ¡oh sol! No sabes besar: haces mucho daño. No eres como la luna. Ella sí que sabía besar blandamente: al fin, mujer. Tú te pareces a un hombre sanguíneo, tosco y premioso.
»¡Ay!, siento que me deshago, que me desvanezco, que me pierdo...
»Sí, comprendo que eso de la transparencia absoluta es una cosa muy buena; que ser parte de la atmósfera húmeda es cosa muy conveniente; que flotar, volar, es cosa muy apetecible. Comprendo también que un poco de frío puede condensar mi humedad, y entonces ser yo parte mínima de una nube de esas que he visto pasar por la mañana y que parecen cuentos y milagros... Todo eso, sin duda, es bueno. Pero yo dejaría de ser gota, de ser gotita diáfana y temblorosa que soy: esta gotita acurrucada en el pétalo de una rosa, ¡y no quiero perder mi individualidad!
»¡Ay! ¡Ay!, que daño me haces..., ¡oh sol! Ya no me beses, ya no me be...ses. Yo soy u...na gotita... de agua..., una lu...mi...no...sa go...tita de agua... sobre un rosa..., sobre una ro...»
Estas fueron las últimas palabras de la gotita trémula que brillaba sobre el pétalo de una rosa en el balcón de Luis.
El sol, brutal y sordo como la muerte, había hecho su obra.
 La serpiente que se muerde la cola
—Me pasa frecuentemente, doctor —dijo el enfermo—que al ejecutar un acto cualquiera paréceme como que ya lo he ejecutado.
No sé si usted experimenta alguna vez esta sensación tan rara y penosa. Hay amigos que me afirman, quizá por consolarme, que a ellos les sucede otro tanto, de vez en cuando. Pero en mí, el caso es frecuentísimo. Hablo, y apenas he pronunciado una frase, recuerdo, con vivacidad punzante, que ya la he pronunciado otra vez. Veo un objeto, e instantáneamente me doy cuenta de que ya lo he mirado de la misma suerte, con la misma luz, en el mismo sitio... Le aseguro, doctor, que esto se vuelve insoportable. Acabaré en un manicomio...
—Ahora mismo —prosiguió—siento, recuerdo, estoy seguro de que ya, en otra u otras ocasiones, he descrito mi enfermedad a usted; sí, a usted, en iguales términos, en la misma habitación esta... Usted sonreía, corno sonríe ahora. ¡Es horrible! Hasta el chaleco de piqué labrado que lleva usted lo llevaba entonces. Todo igual.
La teoría de las reencarnaciones pudiera dar una sombra de explicación al caso; pero sólo una sombra; porque si he vivido ya otras vidas, han sido diferentes... en distintas épocas, con distintos cuerpos. ¿Por qué entonces veo las mismas cosas?
El doctor se acarició la barba (que usaba en forma de abanico). Esto de acariciarse la barba es un lugar común que viene muy bien en las narraciones... Se acarició la barba y empezó así:
—El caso de usted, amigo mío, es demasiado frecuente, aunque en esta vez acuse una intensidad poco común, y tiene dos explicaciones: una fisiológica y otra filosófica. Según la primera, su sensorio de usted, instantánea, mecánicamente, registra los fenómenos exteriores, que le transmiten las neuronas. Lo que usted ve u oye, queda fijado en su cerebro con rapidez extraordinaria, gracias a una sensibilidad especial; pero queda registrado, sin que usted se dé cuenta de ello. Ahora bien; después de este registro (una fracción de segundo después), usted se entera de que ve un objeto, de que oye una frase, ya vistos y oídos a hurtadillas de su conciencia. Entonces, naturalmente, la memoria de usted se acuerda de la impresión anterior (aunque sea en esa fracción de segundo) a la otra, y este recuerdo le proporciona a usted la sensación de duplicidad de que me habla.
—Por tanto —concluyó el doctor—no debe alarmarse. El fenómeno, en suma, sólo prueba la excelente conductibilidad de sus células nerviosas, la diligencia con que se opera la transmisión de sensaciones entre los sentidos y el cerebro, y significa que tiene usted una naturaleza privilegiada, que responde admirablemente a toda solicitud exterior.
El enfermo, visiblemente tranquilo, dejó oír un suspiro de satisfacción.
—¿Y la segunda explicación, doctor? —preguntó.
—La segunda explicación es un poco más honda... Nos la da todo un sistema filosófico, cuyos patrocinadores han sido hombres de la talla de un Federico Nietzsche, un Gustavo el Bon y un Blanqui.
Puede sintetizarse así: «Dado que el tiempo es infinito, y que el número de átomos de que se compone la materia es limitado, se deduce que los mismos sistemas de combinaciones deben fatalmente reproducirse»; es decir, que el sistema de combinaciones que, al cabo de más o menos milenarios, le permitió a usted nacer y vivir, tiene que volverse a dar afortiori, al cabo de un número w de siglos, de milenarios, de períodos, de ciclos, de lo que usted guste, ya que, matemáticamente, esas combinaciones, por numerosas que usted las suponga, no son infinitas. ¿Me entiende usted?
—Sí, doctor, perfectamente; pero eso que usted dice es estupendo.
—Estupendo y lógico, amigo mío.
El gran Flammarion, en una de sus más sugestivas páginas, supone que, dada la infinidad de mundos, puede formarse en la infinidad del espacio un planeta idéntico al nuestro, donde acontezcan idénticas cosas; que pase por idénticos períodos geológicos, para reproducir la historia de los hombres, sin una tilde de menos. En ese planeta vuelven a guillotinar a Luis XVI, el 21 de enero de 1793.
...Pero no es necesario ampliar la hipótesis. La teoría ortodoxamente científica, absolutamente matemática de lo limitado de las combinaciones atómicas, nos lleva, aun sin salir de este mundo que habitamos, a la inevitable conclusión de que el concurso de infinitamente pequeños que, dadas tales o cuales circunstancias produjo al hombre llamado Pedro o Juan, ha producido ese mismo hombre n veces en la sucesión de los tiempos... y lo producirá todavía...
Así, pues, usted como yo, como todos, ha vivido, quién sabe cuántas veces, la misma vida, y la ha de vivir aún, en el eterno recomenzar de los siglos, simbolizado por la serpiente que se muerde la cola...
—Pero —exclamó el doctor—basta por hoy de filosofías. Necesita usted alimentarse bien y a sus horas. Son ya las ocho. Vaya a tomarse los mismos huevos pasados por agua y la misma leche que se ha bebido usted en tantas otras existencias idénticas.
 El balcón interior
El Alma está asomada a su balcón.
Pasa un filósofo y le dice: “Ven conmigo; vamos al Dolor. El Dolor está hecho para pulirnos. Después ha de venir el reposo. Luego el Dolor de otra vida. Cada vida pondrá una faceta más en el diamante interno... Y así ascenderás por la escala, por la escala infinita...”
El Alma le escucha en silencio. El filósofo pasa.
Un segundo filósofo se acerca. Es radioso y noble. Le dice: “Dios lucha con una necesidad eterna y ciega; de allí el mal. Pero en esta lucha el espíritu divino obtiene triunfos parciales; de allí el bien. Triunfará al fin totalmente, y el universo realizará entonces la perfección absoluta.
El Alma no responde. El filósofo pasa.
Viene otro: “Tú —murmura— eras bella, poderosa y feliz en el Reino de Dios. Pero caíste por orgullo. Ahora expías. Dios te perdonará cuando pase la sombra de este universo, amasado para tu penitencia...”
“Tú, más bien —rectifica otro filósofo— naciste ya castigada. ¿Por qué? Porque otros pecaron por ti, allá en un paraíso lejano, donde un hombre y una mujer quisieron saber, probando el fruto de la ciencia prohibida. Te redimirá, no obstante, la sangre de un justo que murió hace dos mil años. Después irás a un paraíso donde angélicas liras adormecerán tu eterno éxtasis.”
El Alma calla; sonríe. El filósofo se va pensativo.
Y pasa otro, y otro.
Este dice: “La vida es un experimento; es un medio de conocer, y es, asimismo, fuerza, poder... Sé fuerte; vence siempre; ésa es la moral...”
Estotro dice: “La vida no es más que una representación de la Voluntad. La Voluntad es lo único que existe per se. Tú no eres sino voluntad, vuelta visible.”
Dice aquél: “No preguntes nada a tu inteligencia, porque es posterior a la Vida. Pregúntalo todo a tu instinto:
Afirma el de más allá: “La vida es la acción, sólo la
Y viene, por último, atezado, cenceño, grave, un místico de Benarés, que cuchichea: “¡La vida es ilusión... “Maya” “Maya”! Tú eres integralmente Dios, como yo, como todos. La personalidad es una ilusión: “ ¡Maya” “Maya”!
El Alma, indolente, deja pasar a éste como a los ante-Sigue asomada a la ventana; cae la tarde; se ensombrece el paisaje. A lo lejos no se ve ya venir la blanca túnica de ningún filósofo... Él Alma cierra el balcón, y se vuelve tristemente al camarín con su porqué...
 La mano y la luz
Si en todo el curso de este pequeño libro Luis se ha asomado al balcón, ya para ver la tierra» ya para ver el cielo» ha habido, sin embargo, ocasiones —muchas— en que desde abajo, desde la calle, ha alzado los ojos para ver sus balcones,
¿Sabéis por qué? Pues porque desde uno de ellos, el que está lleno de macetas, una mujer agitaba todos los días la mano —la más linda, la más blanca, la más afilada mano que queráis imaginar—, para hacer a Luis un signo de adiós, o, mejor dicho, de “¡hasta luego!”
Cuando el invierno desvestía los árboles (como ahora que Luis traza estas líneas), los hermosos árboles que bordan la calle, merced a la ausencia de la estival cortina de hojas, él podía ver desde más lejos el amistoso signo de aquella mano blanca.
El signo aquel seguíale hasta doblar la esquinado hasta la plataforma del tranvía.
Por la noche, Luís, al volver a casa, alzaba los ojos para ver otro balcón, del cual no se ha hablado sino incidentalmente en las primeras páginas de este libro; el tercero de la habitación que pertenece a un saloncito contiguo al despacho, a la izquierda de éste.
Generalmente ese balcón estaba iluminado. La luz alegre que enrojecía los cristales, decíale a Luis: “Ella ha llegado ya... Lee o hace labor junto a la mesita de nogal con soportes de hierro y torneadas patas oblicuas... ¡Está esperándote!”
Y Luis subía las escaleras con paso más ágil, más animoso, a fin de llegar antes a la salita iluminada, donde poco después leería también, al lado de ella, un hermoso libro...
Pero un día, la mujer rubia que se asomaba al balcón a hacer a Luis un signo de despedida con la mano larga y blanca, aquella mujer que le esperaba leyendo cerca de la mesita de nogal, enfermó y tuvo que encamarse.
Veintiún días después, una tarde de enero, muy desapacible, se la llevaban a un lejano cementerio..., a un lejano cementerio que Luis adivina desde sus balcones, y que distinguiría muy bien de no estorbárselo los edificios que se alzan al Sur.
Desde entonces, ¿lo creeréis?, Luis miró, al llegar a casa y al salir, con más insistencia hacia el balcón.
Bien sabía él que aquella mano larga ya no podía hacerle signo ninguno. Bien sabía que (después de la noche en que el balcón de la izquierda estuvo más iluminado que de costumbre por la luz de unos cirios temblorosa) ya nunca más mostraría aquel fulgor rojizo, aquellos vivos rectángulos de la vidriera, en cuyo centro parecía que unas letras misteriosas y cordiales decían: “¡Aquí estoy y te espero!”
Bien sabía esto Luis; y, sin embargo, un ímpetu incontenible hacíale alzar la cabeza, al salir de casa y al volver.
Pero pasaron los meses y los años, y Luis acabó por no levantar más los ojos, como si su sima niña, ingenua, enamorada del milagro, se hubiese convencido por fin de la inutilidad de su fantástica esperanza.
 El ángel caído
Cuento de Navidad dedicado a
mi sobrina María de los Ángeles
Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra.
Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como los niños sí suelen comprender la lengua angélica (en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero, y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan, y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y vióse entonces el más raro espectáculo: un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, mancha do de sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.
Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban a sangrar también.
—No puedo más —dijo al niño.
Y éste, que tenía su miaja de sentido práctico, respondióle:
—A ti (porque desde un principio se tutearon), a ti lo que te falta es un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre.
—¿Y qué es eso de zapatos? —preguntó el ángel.
—Pues mira —contestó el niño mostrándole los suyos—: algo que yo rompo mucho y que me cuesta buenos regaños.
—¿Y yo he de ponerme eso tan feo?...
—Claro... ¡o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te dará calzado.
—Pero si ya no me es posible andar..., ¡cárgame!
—¿Podré contigo?
—¡Ya lo creo!
Y el niño alzó en vilo a su compañero, sentándolo en su hombro, como lo hubiera hecho un diminuto San Cristóbal.
—¡Gracias! —suspiró el herido—; qué bien estoy así... ¿Verdad que no peso?
—¡Es que yo tengo fuerzas! —respondió el niño con cierto orgullo y no queriendo confesar que su celeste fardo era más ligero que uno de plumas.
En esto se acercaban al lugar, y os aseguro que no era menos peregrino ahora que antes el espectáculo de un niño que llevaba en brazos a un ángel, al revés de lo que nos muestran las estampas.
Cuando llegaron a la casa, sólo unos cuantos chicuelos curiosos les seguían. Los hombres, muy ocupados en sus negocios, las mujeres que comadreaban en las plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaban un niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado, clavó en ellos los ojos y sonriendo beatamente los siguió durante buen espacio de tiempo con la mirada... Después se alejó pensativo...
Grande fue la piedad de la madre del niño, cuando éste le mostró a su alirroto compañero.
—¡Pobrecillo! —exclamó la buena señora—; le dolerá mucho el ala, ¿eh?
El ángel, al sentir que le hurgaban la herida, dejó oír un lamento armonioso. Como nunca había conocido el dolor, era más sensible a él que los mortales, forjados para la pena.
Pronto la caritativa dama le vendó el ala, a decir verdad, con trabajo, porque era tan grande que no bastaban los trapos; y más aliviado y lejos ya de las piedras del camino, el ángel pudo ponerse en pie y enderezar su esbelta estatura.
Era maravilloso de belleza. Su piel translúcida parecía iluminada por suave luz interior y sus ojos, de un hondo azul de incomparable diafanidad, miraban de manera que cada mirada producía un éxtasis.
* * *
—Los zapatos, mamá, eso es lo que le hace falta. Mientras no tenga zapatos, ni María ni yo (María era su hermana) podremos jugar con él —dijo el niño.
Y esto era lo que le interesaba sobre todo: jugar con el ángel.
A María, que acababa de llegar también de la escuela, y que no se hartaba de contemplar al visitante, lo que le interesaba más eran las plumas; aquellas plumas gigantescas, nunca vistas, de ave del Paraíso, de quetzal heráldico..., de quimera, que cubrían las alas del ángel. Tanto, que no pudo contenerse, y acercándose al celeste herido, sinuosa y zalamera, cuchicheóle estas palabras:
—Di, ¿te dolería que te arrancase yo una pluma? La deseo para mi sombrero...
—Niña —exclamó la madre, indignada, aunque no comprendía del todo aquel lenguaje.
Pero el ángel, con la más bella de sus sonrisas, le respondió extendiendo el ala sana:
—¿Cuál te gusta?
—Esta tornasolada...
—¡Pues tómala!
Y se la arrancó resuelto, con movimiento lleno de gracia, extendiéndola a su nueva amiga, quien se puso a contemplarla embelesada.
No hubo manera de que ningún calzado le viniese al ángel. Tenía el pie muy chico, y alargado en una forma deliciosamente aristocrática, incapaz de adaptarse a las botas americanas (únicas que había en el pueblo), las cuales le hacían un daño tremendo, de suerte que claudicaba peor que descalzo.
La niña fue quien sugirió, al fin, la buena idea:
—Que le traigan —dijo— unas sandalias. Yo he visto a San Rafael con ellas, en las estampas en que lo pintan de viaje, con el joven Tobías, y no parecen molestarle en lo más mínimo.
El ángel dijo que, en efecto, algunos de sus compañeros las usaban para viajar por la tierra; pero que eran de un material finísimo, más rico que el oro, y estaban cuajadas de piedras preciosas. San Crispín, el bueno de San Crispín, fabricábalas.
—Pues aquí —observó la niña— tendrás que contentarte con unas menos lujosas, y déjate de santos si las encuentras.
* * *
Por fin, el ángel, calzado con sus sandalias y bastante restablecido de su mal, pudo ir y venir por toda la casa.
Era adorable escena verle jugar con los niños. Parecía un gran pájaro azul, con algo de mujer y mucho de paloma, y hasta en lo zurdo de su andar había gracia y señorío.
Podía ya mover el ala enferma, y abría y cerraba las dos con movimientos suaves y con un gran rumor de seda, abanicando a sus amigos.
Cantaba de un modo admirable, y refería a sus dos oyentes historias más bellas que todas las inventadas por los hijos de los hombres.
No se enfadaba jamás. Sonreía casi siempre, y de cuando en cuando se ponía triste.
Y su faz, que era muy bella cuando sonreía, era incomparablemente más bella cuando se ponía pensativa y melancólica, porque adquiría una expresión nueva que jamás tuvieron los rostros de los ángeles y que tuvo siempre la faz del Nazareno, a quien, según la tradición, “nunca se le vio reír y sí se le vio muchas veces llorar”.
Esta expresión de tristeza augusta fue, quizá, lo único que se llevó el ángel de su paso por la tierra...
* * *
¿Cuántos días transcurrieron así? Los niños no hubieran podido contarlos; la sociedad con los ángeles, la familiaridad con el Ensueño, tienen el don de elevarnos a planos superiores, donde nos sustraemos a las leyes del tiempo.
El ángel, enteramente bueno ya, podía volar, y en sus juegos maravillaba a los niños, lanzándose al espacio con una majestad suprema; cortaba para ellos la fruta de los más altos árboles, y, a veces, los cogía a los dos en sus brazos y volaba de esta suerte.
Tales vuelos, que constituían el deleite mayor para los chicos, alarmaban profundamente a la madre.
—No vayáis a dejarlos caer por inadvertencia, señor Ángel —gritábale la buena mujer—. Os confieso que no me gustan juegos tan peligrosos...
Pero el ángel reía y reían los niños, y la madre acababa por reír también, al ver la agilidad y la fuerza con que aquél los cogía en sus brazos, y la dulzura infinita con que los depositaba sobre el césped del jardín... ¡Se hubiera dicho que hacía su aprendizaje de Ángel Custodio!
—Sois muy fuerte, señor Ángel —decía la madre, llena de pasmo.
Y el ángel, con cierta inocente suficiencia infantil, respondía:
—Tan fuerte, que podría zafar de su órbita a una estrella.
* * *
Una tarde, los niños encontraron al ángel sentado en un poyo de piedra, cerca del muro del huerto, en actitud de tristeza más honda que cuando estaba enfermo.
—¿Qué tienes? —le preguntaron al unísono.
—Tengo —respondió— que ya estoy bueno; que no hay ya pretexto para que permanezca con vosotros...; ¡que me llaman de allá arriba, y que es fuerza que me vaya!
—¿Que te vayas? ¡Eso, nunca! —replicó la niña.
—¿Y qué he de hacer si me llaman?...
—Pues no ir...
—¡Imposible!
Hubo una larga pausa llena de angustia.
Los niños y el ángel lloraban.
De pronto, la chica, más fértil en expedientes, como mujer, dijo:
—Hay un medio de que no nos separemos...
—¿Cuál? —preguntó el ángel, ansioso.
—Que nos lleves contigo.
—¡Muy bien! —afirmó el niño palmeteando.
Y con divino aturdimiento, los tres pusiéronse a bailar como unos locos.
Pasados, empero, estos transportes, la niña quedóse pensativa, y murmuró:
—Pero ¿y nuestra madre?
—¡Eso es! —corroboró el ángel—; ¿y vuestra madre?
—Nuestra madre —sugirió el niño— no sabrá nada... Nos iremos sin decírselo... y cuando esté triste, vendremos a consolarla.
—Mejor sería llevarla con nosotros —dijo la niña.
—¡Me parece bien! —afirmó el ángel—. Yo volveré por ella.
—¡Magnífico!
—¿Estáis, pues, resueltos?
—Resueltos estamos.
Caía la tarde fantásticamente, entre niágaras de oro.

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