Wednesday, March 13, 2013

Eduardo Barrios


Eduardo Barrios nació en Valparaíso el 25 de octubre de 1884. Sus padres fueron Eduardo Barrios Achurra, oficial del ejército chileno que murió combatiendo en la campaña del Pacífico, cuando el futuro escritor tenía 5 años, e Isabel Hudtwalcker Jounny, de nacionalidad peruana. La infancia y adolescencia de Eduardo Barrios transcurrieron en Lima, ciudad que fue su residencia desde la muerte de su padre. En Perú, por ser chileno, su vida estudiantil estuvo marcada por la hostilidad de sus compañeros, lo que lo hizo pasar por varios establecimientos: Colegio San Pedro, Instituto Alemán-Inglés, Colegio Recoletano y Padres Franceses.

En 1900 regresó a Chile. Por imposición familiar entró a la Escuela Militar, a la cual no pudo adaptarse, retirándose antes de egresar como oficial. Entonces se dedicó a recorrer el país y el continente en busca de nuevas experiencias y desempeñando variadas actividades. Al volver a Santiago, trabajó como funcionario de la Universidad de Chile y taquígrafo en la Cámara de Diputados. De esta época son sus obras teatrales: Del natural (1907), Mercaderes en el tiempo (1910), la que obtuvo el Premio de Teatro en el concurso que, con motivo del Centenario de la Independencia, convocó el Consejo Superior de Letras y Artes, y Lo que niega la vida. Por el decoro (1913).

Después de dos años de silencio, en 1915 marcó su ingreso definitivo a la literatura con la publicación de El niño que enloqueció de amor y su inicio como redactor de las revistas Pluma y Lápiz, Pacífico Magazine y Zig-Zag. Por entonces, también integró el grupo literario de Los Diez.

En los años siguientes publicó dos importantes novelas: Un perdido (1918), considerada por muchos la mejor obra de Barrios y El hermano asno (1922), libro voluminoso donde con gran maestría retrató la vida de los frailes franciscanos en el convento de San Francisco y sus aledaños.

En 1925, ingresó a la Biblioteca Nacional llegando pronto a ser su director. Luego asumió el cargo de Ministro de Educación. A la caída del gobierno de Carlos Ibáñez, renunció a sus cargos públicos para comenzar otra etapa, la de agricultor terrateniente, pero no descuidó la actividad literaria y continuó escribiendo en los diarios El Mercurio y La Nación, como lo había hecho hasta entonces. Si bien, en los años precedentes, Barrios siguió publicando con igual entusiasmo novelas y obras de teatro, no es hasta 1948 que uno de sus libros volvió a ser reconocido. Ese año vio la luz Gran señor y rajadiablos, sobresaliente narración sobre el campesinado chileno.

En 1946, recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1949 el Premio Atenea que otorga la Universidad de Concepción. En 1953 fue incorporado a la Academia Chilena de la Lengua y fue designado Director de la Biblioteca Nacional.

Ya en la última década Eduardo Barrios se retiró de su vida de escritor -en la cual destacó en los géneros narrativo y dramático, además del ejercicio del periodismo- y refugiado en su familia, murió en Santiago el 13 de septiembre de 1963.
 (aporte de lajime)

RESEÑA:
El niño que enloqueció de amor es una novela sicológica que nos narra la historia de un pequeño quien se ha enamorado de una mujer muy hermosa.
Es una historia que conmueve, es una historia salpicada por la tristeza, por el amor, por la ansiedad. El niño convierte a esta dama en el objeto de su vida, en su amor, en la única persona que parece que le importa, que se fija en él, que le muestra cariño.
Todo marcha a las mil maravillas, mientras el niño desconoce que su adorada princesa le pertenece a Jorge.
La presencia de Jorge derriba y destruye el hermoso idilio del peqieño. El pobre no puede resistir otro rechazo, otro fracaso, no puede aceptar la pérdida de su amada.

(fragmento)
OBRAS DEL AUTOR


Del Natural.— Cuentos y novelas cortas, 1907.

Mercaderes en el Templo.— Drama en cuatro actos, 1910.

Por el decoro.— Comedia en un acto, 1913.

Lo que niega la vida.— Comedia en tres actos, 1914.

El niño que enloqueció de amor— Novelas cortas y cuentos, 1915.



El niño que enloqueció de amor


¡Pobre feo!


Papá y mamá



Por Eduardo Barrios



Segunda edición ilus-trada por Jorge Délano
Impresa por Heraclio Fernández
Santiago de Chile
MCMXV


El niño que enloqueció
de amor


Eduardo Barrios


¿Habéis oído cantar un pájaro en la no-che?
Suele ocurrir que un rayo de luna, un ra-yo levemente dorado, derramándose, derra-mándole por entre el misterio del follaje, al-canza la rama donde se acurruca el avecita dormida, y la despierta. No es el alba, como imagina el ave. Pero... ella canta.
Luego, si el avecilla es lo que se llama un equilibrado y fuerte pajarito, descubre su engaño, hunde otra vez el pico en la tibieza de las plumas y se vuelve a dormir.
No obstante, avecitas hay, inquietas y frágiles, para quienes el rayo de luna tiene un poder de sortilegio. Y tras de cantar, sal-tan aturdidas y vuelan... Sólo que, como no es el día el que llegó, se pierden pronto en la obscuridad, o se ahogan en un lago ilumi-nado por el pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra las espinas del mismo rosal florido que, horas después, pudo escuchar-les sus mejores trinos y encender sus más delirantes alegrías.
¿Cuál es el rayo venenoso que despierta algunas almas en la noche, les roba el ama-necer y las ahoga en una existencia de tinieblas?
Voy a revelaros el secreto de un niño que enloqueció de amor.
Fuera de mí, nadie —ni su madre, hoy convertida en su esclava— poseyó nunca el secreto de la locura de ese niño. No os conta-ré todavía cómo cayó en mis manos este cua-derno doloroso e ingenuo. Os diré tan sólo que ahora lo publico porque ello no puede ya herir a nadie. Respeté muchos años el se-creto de aquel niño, de aquel pájaro que cantó en la noche y no tuvo mañana. Me lo entregó la casualidad, y lo he guardado res-petuoso, con el respeto que merece un niño sentimental y entristecido, una víctima del rayo venenoso que ilumina los corazones an-tes de tiempo y los lanza en ese vórtice lla-meante y obscuro, dulce y terrible del Amor.




Hoy ha comido aquí otra vez don Carlos Romeral. Es el hombre más inteligente que conozco. Como que cuando él habla, todos le escuchan y le encuentran razón. Yo, sobre todo, le encuentro razón siempre. Dice cosas que uno siente. No se habrá fijado uno mu-cho en esas cosas, pero las ha sentido y son la pura verdad. Esta noche me ha dicho que a la oración, junto con las golondrinas, pa-san volando las campanadas de la iglesia. Y es cierto, pasan volando. Después me ha di-cho: «Eso quiere decir que los niños, como las golondrinas, deben prepararse a esa ho-ra para dormir»... lo cual ya no me parece nada. ¡Si él supiese—digo yo—cuánto me cuesta dormir a mí!
También habló en la mesa de un diario que él lleva de su vida. Después de comer, me ha hecho muchos cariños y yo le he pre-guntado qué era eso del diario.  «Un cuaderno—me ha explicado—en donde algunas personas escriben todos los días lo que les pasa, porque a veces no se pueden conver-sar con nadie ciertas cosas.» Yo le dije que era cierto y que precisamente esas cosas eran las más importantes, las que más se deseaban hablar y que no se podían sin em-bargo, como él decía, conversar con nadie. Él me ha mirado entonces mucho rato, pensativo, y me ha hecho muchas preguntas de esas que ponen nervioso. Me entró una ver-güenza... Y casi se me saltan las lágrimas, como si hubiera hecho algo malo, y me fui.
Cuando pasó un rato, lo estuve mirando desde el corredor. Estaba en la misma pos-tura, solo en la salita, muy pensativo y fu-mando...
Me quiere mucho, más que mi mamá, se me ocurre a mí. Viene pocas veces, pero yo pienso todos los días en él. Lo quiero mucho, pero mucho. Y desde ahora voy a llevar co-mo él un diario en este cuaderno, bien es-condido bajo la alfombra, para decir todo lo de Angélica...



Ha venido Angélica esta tarde y he vuelto a perder tontamente más de media hora de estar con ella. ¡Que siempre me pase lo mis-mo!... Tanto como deseo verla, y oírla, y to-carla, y sentirla bien cerquita de mí, y lue-go pierdo así el tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por qué seré tan nervioso? Pero en cuanto sé que ha llegado de visita, me confundo todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento como si me dieran un golpazo en el pecho, y se me sube primero toda la sangre a la cara, y después se me aflojan las piernas y me enfrío todo entero, y me pongo a tiritar y, en lugar de correr a verla, me voy al fondo de la casa, corriendo, sin poderme contener. ¿A qué me voy?, eso digo yo. Me voy a espe-rar... no sé a qué. Y es que me da miedo y no me atrevo a ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente, me lo van a conocer... o que me va a dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta que poco a poco me voy acercando, acercando, y con un miedo... Me cuesta muchísimo llegar al salón, así, como por casua-lidad. Y es, también, que como ella me quie-re tanto, en cuanto me ve me llama y me be-sa y me abraza. Si sólo me besara, no sería nada, no me haría tanta impresión, pero me ha de abrazar, y eso sí que no lo puedo su-frir. No sé, no está en mí: todo es que la sienta apretada contra mí, y ya me entra una desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas de llorar a gritos. Yo la apre-taría, ¡claro!, con todas mis fuerzas, y le di-ría todo lo que sufro por ella, y que la ado-ro, y mil cosas. Sin embargo, en esos mo-mentos me desespero y sólo atino a salir co-rriendo, hasta el último patio otra vez. Hoy me fui; tampoco pude soportar. Después no sabía cómo volver. Menos mal, que ella me llamó. Me hizo sentarme en el sofá, a su la-do, y ahí me estuve toda la visita, mirándola, oyéndola conversar con mi mamá y sintiendo su olorcito especial... A veces, cuando estoy así, junto a ella, bien calladito, me dan de-seos de estar enfermo para que hable de mí y de nadie más, y me haga cariños... No es que no haya estado contento esta tarde; pero es que también me he puesto triste... Siempre me pongo triste. Yo digo que me da esa pena de ver cómo la quiero yo, mientras ella me quiere como a un niño. Y es natural, ¿Cómo me iba a querer? ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia! ¿Qué podría yo hacer?...




Tengo mucha pena y quisiera tener más. Por la tarde vino Angélica y le pidió a mi mamá que me dejara acompañarla a las tien-das, y en la calle se nos juntó un joven que ni me miró y no hizo sino hablar con ella. A ninguna tienda entramos; anduvimos por muchas calles y a mí me echaban por delan-te cuando no había gente. Yo quería mirar para atrás, pero no me atrevía. Después se despidió él y nos hemos vuelto muy ligero. Ella estaba muy contenta. Mientras más li-gero andábamos, más triste me ponía yo, hasta que, ya en la esquina da casa, se me ca-yeron las lágrimas, y cuando ella me ha vis-to llorar se ha llevado un susto y me ha pre-guntado por qué lloraba. Yo le he contesta-do que porque ese antipático se nos juntó en la calle, y entonces ella ha soltado la risa, ha dicho: —«¡Qué chiquillo tan rico!»—y me ha preguntado si yo quiero ser su novio. Yo, por supuesto, me he quedado mudo. ¿Qué iba a decir? Y ella se ha puesto seria un rato y luego me ha hecho cariños. Pero siempre tengo pena... y quisiera tener más...







… y el tiempo va pasando y yo me voy poniendo peor. Me acuesto temprano y me hago el dormido inmediatamente para que me apaguen pronto la luz y me dejen solo y poder llorar, porque es tan bueno llorar cuando uno está así… ¡Con qué gusto se llora! Yo tengo que morder las sábanas para que mis hermanos no me oigan. Pero no se puede llorar mucho rato, ¿por qué será? Se va uno calmando sin querer y se le pone a uno el pecho muy fresco y, aunque quiera seguir llorando, no puede. Yo digo que no debía ser así, porque uno se queda con la pena. Yo, entonces, pienso en ella, en mu-chas cosas de ella y mías. Anoche me acordé de cuando vino por primera vez a casa. Se había puesto un vestido solferino, y se le re-flejaba el color en la cara, y en los ojos se le veían también dos puntitos solferinos. ¡Es-taba muy linda, pero muy, muy linda! ¡Cada día es más linda!... Esos ojos... como nuevecitos, flamantes, que pestañean de un modo tan raro, tan bonito: muy rápido, alegrándolo a uno; y el pelo se le riza y en las puntas se le va poniendo rubiecito... Yo la miraba, la mi-raba, ese día, y si ella me llegaba a mirar a mí, yo tenía que quitarle la vista porque me entraba una cosa muy extraña. Pero enton-ces sentía yo en la cara su mirada, como una cosa tibia que me dejaba sin fuerzas para moverme, ¡Por Dios, qué terrible! Mi mamá parece que lo notó, porque le dijo: —Este chiquillo se ha enamorado de ti, Angélica. No te despega la vista.— Mi mamá lo dijo riéndose, sin intención, pero yo, desde en-tonces, ya no pensé sino en ella, en Angéli-ca digo, y en lo que dijo mi mamá y… hasta hoy.
Ah, y otro día me preguntó ella si la quería y yo le contesté que más que a nadie en el mundo. ¡Qué bárbaro! Pero no me pude contener, se me escapó. Entonces me miró mi mamá y yo me tuve que corregir y de-cirle que después de mi mamá y de mi abue-la y de mis hermanos. Pero no es cierto, ¡la quiero más que a todos! ¡Más que a todos, más que a todos! ¡Ay, qué gusto me da te-ner este cuaderno para decirlo!
Me llaman para acostarme y no he alcanzado a hacer mis tareas del colegio. Me disculparé con que me dolía la cabeza, y me lo creerán, porque todo el día me ha dolido la cabeza y en el colegio lo han sabido... Y por último, aunque me castiguen. Yo tengo que escribir este diario porque no puedo con-versar con nadie estas cosas, porque ¿a quién se las voy a decir, si a decírselas a ella no me atrevo y si mis hermanos son todos tan brutos?...



Mis hermanos no me quieren. Nunca me convidan a jugar porque dicen que no sé. Y tienen razón; yo no entiendo bien ningún juego, y es que no me gustan; y además no me divierten los otros chiquillos porque he visto que todos son muy distintos a mí. Ellos se olvidan de sus personas y de todas las co-sas y pueden jugar a sus anchas, mientras que yo no me puedo olvidar de mí ni de na-da, así es que nunca llego a fijarme bien en los juegos y siempre pierdo y hago perder a los de mi partido. Por eso dice mi abuela que soy una pobre criatura, que estoy flaco y paliducho, que tengo las piernas como pa-lillos y que me tiene lástima. Más le tengo yo a ella, que tiene las manos llenas de ve-nas y la cara color tierra seca y los labios blancos y los dientes amarillos, y que ni si-quiera sabe tocar el piano como mi mamá, y no hace sino pelear con los sirvientes. En cambio, yo haría muchas cosas si fuera gran-de. Y si soy tristón, como ella dice, ¿qué le importa a nadie? Además, yo siempre he si-do así; lo que sí que antes no tenía pena si-no cuando hacía tristeza, en esos días raros, y ahora más que antes, pero es por Angélica, y es una tristeza que a mí me gusta. ¿Cuándo volverá Angélica? ¡Mi An-gélica de mi alma!... Yo creía que iba a poder escribir en este cuaderno todos los ca-riños que le digo con mi pensamiento; pero ahora veo que aunque nadie vea lo que escri-bo, siempre me da una vergüenza muy gran-de escribir esas palabras que le digo sin ha-blar o a su retrato. Anoche me robé su re-trato del salón, antes de acostarme, y me lo llevé a la cama y lo estuve besando mucho y le dije todas esas cosas que me da vergüen-za poner aquí. Yo quería guardármelo para tenerlo siempre en mi cuaderno; pero de re-pente me entró mucho miedo de que me pillaran y no me pude quedar tranquilo, hasta que me levanté en camisa y lo puse otra vez en el álbum. ¡Claro!, me hubieran descubier-to, porque en cuanto hubiesen preguntado, ye me habría puesto nervioso y me lo ha-brían conocido en la cara.
Mañana domingo puede que la vea en mi-sa, y si no, le voy a decir a mi mamá que nos mande a la casa de mis primos. Allá va Angé-lica loa domingos por la tarde, muchas veces, y yo me puedo pasar la tarde con ella en el balcón, y con mi tía Carmencita, que me quiere mucho porque dice que yo soy muy afectuoso. Ella sí que es buena y muy bonita, y tiene las manos gorditas y suaves, y sa-be contar cuentos con una voz bien suavecita y bien tranquila...



No fue a San Francisco sino a la Catedral, para pasearse en la plaza después de la misa, dijo; pero en la tarde sí la vi. No estuvo más que de pasadita en la casa de mis primos y cuando ya iba anocheciendo. Yo estaba con mi tía Carmencita en el balcón, y me había quedado mirando cómo titilaban los focos de la calle para encenderse y cómo se ponía en-tonces descolorido el cielo, cuando ¡ella que se nos aparece en la acera! ¿Cómo no la vi llegar?, digo yo. No quiso subir porque se le había pasado la hora y también porque a la Raquelita, que andaba con ella, le molesta-ban los zapatos nuevos; pero entonces mi tía y yo bajamos y nos estuvimos paseando to-dos desde la puerta hasta la esquina. Venía tan contenta, que nos contagió, y después se puso a hablar en secreto con mi tía, y enton-ces las dos se reían y miraban lejos, hacía el lado por donde Angélica había llegado, pero con disimulo, porque yo no me pude dar cuen-ta de lo que buscaban con la vista. ¿Qué se-ría? Es lo malo que tiene, y eso que nadie sería más reservado con sus secretos que yo. Pero pasa siempre así, que nadie adivina nun-ca quiénes son las personas que quisieran ser-virle a uno para todo y están cerca de uno y no se lo dicen sólo porque no se atreven. Yo digo que se debía adivinar; lo que es que ha-bía de ser con seguridad, como me pasa a mí con don Carlos. Estoy seguro de que él qui-siera que yo le contara todos mis secretos, y a él sí se los confiaría yo si llegara el caso. Angélica no adivina; pero, de todas maneras, estoy contento: le dijo a mi tía que yo era un encanto y habló varias cosas buenas de mí y después me besó...y yo también, y como me tuvo de la mano todo el tiempo, me ha que-dado el olor de sus guantes. Estoy bien, bien feliz. ¿Por qué me quedaré tan contento cuando la veo sólo un momentito y cuando paso mucho rato con ella, no?...
...Me voy a acostar. Ojalá no golpeen la pared en la casa de al lado. Les ha dado ahora por golpear, y me asustan. ¿Qué harán? Es un fastidio. Tanto como espero la hora de acostarme para estar completamente solo, a obscuras, y poder sentir bien esta especie de sed y de felicidad, este ahogo tan dulce, este amor tan grande, y suspirar, y llorar de gusto hundiendo la cara en la almohada... y sin embargo, tantos sustos que he de pasar hasta ahí en mi cama. Y es que oigo una
porción de ruidos que me hacen saltar el corazón. Cuando no es un mueble que cruje, se cae un plato en la cocina, o cierran una puerta, o golpean la maldita pared de al lado. Yo no debía asustarme, porque no hago nada malo, sino estar despierto, y el pensamiento no me lo adivinarían; pero me entra un miedo atroz y no lo puedo remediar…


Ahora mi mamá me observa. He pasado anoche un susto terrible. Mis hermanos ju-gaban después de comer, corriendo en el pa-tio, y yo los miraba desde el corredor, recostado en un pilar y pensando en Angélica, cuando oí que mi mamá le decía a mi abue-la:—¿Estará enfermo?— Y entonces se me puso en el acto que estaban hablando de mí, y me quedé de una pieza. No me atreví a mirarlas, pero sentía que ellas me miraban a mí. Y así era, de mí hablaban, porque mi mamá volvió a decir:—Hace muchas noches que no juega.— Y mi abuela le dijo que me dejara, que si no sabía de sobra que yo era así, apagado y tristón y no vivo como mis hermanos; pero mi mamá me llamó. Yo estaba como una estatua; ni voz tenía del sus-to... La pura verdad, yo creo que me estoy enfermando, porque ya es mucho lo nervioso que me he puesto... —Tienes muchas ojeras, hijito. ¿Por qué no corres tú también un po-co?—me preguntó mi mamá, y yo le con-testó que tenía sueño, y ella me tocaba la frente, creyendo que estaría con fiebre; pero yo le aseguré que no tenía nada, y me puse a reír, a la fuerza, eso sí, y porque sólo de pensar que, creyéndome enfermo, me llevaran mi cama al dormitorio de mi mamá, temblé. No tuve más remedio que reírme, porque perder mi soledad de la noche... ¡eso sí que no! Mi abuela me encontró la frente fresca. Mi abuela opina siempre antes de examinar; así es que antes de haberme tocado ya tenía resuelto hallarme fresco. Algo bueno había de tener la pobre. Si mi mamá tuviera ese carácter, yo sería muy independiente y más feliz. Pero me cuida demasiado. Porque me quiere será... y a
mí me gusta que me quiera... pero es fastidioso que se fijen tanto en uno…




Lo más malo es que nadie me puede defender, puesto que nadie sa-be lo que me martiriza este afán de mi mamá. Desde que me encontró ojeroso, no tengo más remedio que jugar todas las no-ches con mis hermanos. Ya tengo adolorido el cuerpo. ¿No es un martirio, esto? He de saltar, y he de correr, y cantar, y acalorarme más que ninguno. Y si al menos me divirtiera… Pero no, porque mi única preocupación mientras tanto es ir fijándome en la cara feliz con que mi mamá me observa. Y eso que mido mi tiempo: cuando oreo que ya es suficiente, me acerco a ella, le hago notar cómo transpiro, y que he corrido mucho, y que la comida me ha bajado, y a veces hasta le discuto haber traveseado más que todos.
Entonces ella me besa, contentísima, la pobre, y yo respiro; ya me puedo ir a acostar sin ese maldito miedo de sentirla llegar a mi cama para ver si duermo bien. Y esa as otra, porque por más que he aprendido a fingir perfectamente que duermo
como un lirón, siempre me sobresalta eso de que mi mamá vaya a verme dormir. Le había dado por ir. A mí me da rabia. ¡Pobre mamacita! Ella lo hace de buena que es; pero ¿cómo no me ha de dar rabia?... ¡Todo por ella, por mi Angélica! En estos días, dice mi mamá, vamos a ir a su casa de visita. Ya era tiempo…







Fuimos. Al fin le hicimos la visita a Angélica. Pero he vuelto fastidiado. Había varias personas más y el joven del otro día, que la miraba tantísimo. Ella estaba conmigo siempre; pero a donde íbamos nosotros allá iba él. Se llama Jorge; y es buenmozo; pero muy cargante, el tipo. Ese  modo de decir «señorita Angélica». ¡Imbécil! A ella no le gusta, creo yo. Y cómo le va a gustar, también, con esa cabeza chica y esos ojos redondos y ese bigote como escobilla de dientes... No, no es feo... Pero no le gusta, porque yo se lo pregunté y ella me dijo que no. ¿Y para qué me iba a engañar?, vamos a ver. Si no puede ser; y además, ni su familia lo permi-tiría. Si creo que hasta tipo es. Y por últi-mo, ¿no me dijo ella misma que no le gusta-ba? ¿Para qué me preocupo, entonces?...



Yo no sé lo que será; pero cada vez que leo cuentos me quedo imaginando muchas cosas y las veo muy claritas, muy claritas, tal como si fuesen de veras, lo que no me pa-sa cuando no leo. Hoy, por ejemplo, estuve pensando en que ese bruto, ese ridículo, ese tal Jorge, estaba enamorado de Angélica; y yo quería figurarme que ella lo echaba de su casa y entonces él se suicidaba. Pues no me lo podía imaginar bien claro, Después me puse a leer y, a la mitad, sin saber có-mo, me encontré pensando otra vez en lo de ese tonto pretencioso, y entonces sí que lo vi todo muy bien. Primero, ella se le reía en las barbas, con esa risa tan, tan bonita que tiene, que suena como el agua cuando sale de la botella fina de cristal del comedor; en seguida se ponía furiosa y lo insultaba mientras a mí se me agarrotaba el pecho de gusto; y él se iba entonces y, de repente, veíamos un grupo de gente en la calle, con policía y todo, y yo iba corriendo a mirar... y era que él se había suicidado. Después me animaba yo por fin a decirle todo lo que pienso, y ella lloraba entonces lo mismo que yo, de gusto, de esta dicha tan grande que sube de aquí, de bien adentro, y revienta por los ojos y hace llorar primero y después deja más feliz todavía. Y luego me decía a todo que sí, que nadie la quería como yo y que ella me esperaría hasta cuando yo fuera un joven grande. Y yo no veo por qué no puede suceder así. Ella sería siempre mucho mayor que yo, ¡claro! Pero ¿no hay tantas viejas casadas con jóvenes? En esos matrimonios, digo yo, ¡cuántos se habrán querido como Angélica conmigo! Yo se lo voy a decir a ella pronto. Si es que delan-te de ella no se me ocurre cómo empezar. Cuando estoy lejos, me parece que tenemos mucha confianza; pero en cuanto estoy jun-to con ella me siento ya como de etique-ta...


Mis hermanos son de veras muy brutos. Hoy me salió Pedro con que yo era un tonto por-que me la llevaba pestañeando, y Enrique dijo:—Esa es una costumbre de Angélica, y éste la imita porque parece que estuviera enamorado de ella—. Me puse como una fu-ria y le pegué, y entonces él me acusó a mi abuela y ella me trató de mosquita muerta y de chiquillo agrandado, y me pellizcó en los brazos. Mi abuela no me quiere; se rió de mí cuando le contaron que yo estaba pestañeando seguidito como Angélica. Todavía me duele la cabeza de la molestia. Ahora me explico que digan que de cólera se puede caer muerta una persona. Lo peor es que ya no podré pestañear. Y es tan bonito; los ojos parecen tan vivos, tan alegres, como los de ella, como ella misma, que parece que echara luz de todo el cuerpo. No se me puede quitar la rabia con mi abuela. Me ha molestado más que mis hermanos. Pero me vengué: me dio un alfeñique, después de repartirles a los otros, y yo no se lo recibí. Se lo dio entonces a Enrique, y así comió él el doble y salió ganando, él, que era el culpable de todo. Como es el regalón de mi abuela... Y no debía ser él sino yo, como dice mi mamá, que para eso soy el menor…



Todo lo que dice don Carlos Romeral es bueno. Para mí, siempre resulta algo bue-no. Es asombroso. Cualquiera diría que adi-vina lo que me hace feliz. Hoy, al poco ra-to de llegar, contó que ese tal Jorge se ha ido al campo, a trabajar en un fundo. Allá se debía quedar, el muy intruso, para siem-pre. Cada día estoy más seguro de que don Carlos me quiere como si fuera su hijo. Y qué más quisiera yo que ser hijo suyo. Co-mo no alcancé a conocer a mi papá... Se murió cuando yo todavía no había nacido. No sé si Pedro había nacido ya; pero creo que no, porque una vez le oí decir a mi abuela que con la pena de la muerte de mi papá, llegó Pedro antes de tiempo. Sí, eso es; me acuerdo porque me he quedado pen-sando que qué tendrá que ver una cosa con otra... La cuestión es que don Carlos es co-mo mi padre, y me regala trajes, y antes me sacaba a pasear. Hace tiempo que no me saca. Dicen que a su señora le molestaba muchísimo eso. Una noche hablaban de eso mi mamá y mi abuela. Mi mamá lloraba mucho y mi abuela echaba chispas, Algo grave debe haber pasado esa noche. Mi abuela me pegó por haberme ido a meter adonde ellas. ¿Cómo iba yo a adivinar que no debía ir? Pero mi mamá se molestó mucho porque mi abuela me había pegado, y me tomó en brazos y me besó y me decía:—¡Pobre ange-lito. Qué culpa tendrás tú de nada!— ¡Claro, qué culpa tenía yo! Y es que mi abuela me tiene odio. A mí, ¿qué? Soy el preferido de mi mamá y sólo a mí me quiere don Car-los...




Ya lleva quince días Angélica sin venir. Es bien extraño. Yo no tengo humor ni pa-ra mi diario. No duermo, ni estudio, ni puedo hacer nada en paz. Antes me desve-laba solamente cuando ella venia y me abra-zaba, o cuando tenía una mala noticia de ella; pero ahora es lo de todas las noches, lo de todas las noches de Dios... Si ni siquiera puedo escribir. Y es que como no duermo, tengo la cabeza abombada y no se me ocurre sino estar triste. Y me duele el corazón... ¡Angélica, mi Angeliquita, ven, ven, ven!!!... Y así tener que estar juega y juega todas las noches con esos brutos de mis hermanos... ¡Es terrible! Pero mi mamá…



Si ya no dormía. En el día, cayéndome de sueño, y por las no-ches, nada, sin pegar los ojos hasta quién sabe qué horas. Pero ¿estaba tonto?,-digo yo. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Una cosa tan sencilla. Un poquito de nervios, y listo. A las cinco, cuando salí del liceo, pasé por su casa. Ella estaba en el balcón. ¡Ay!, en cuanto la  divisé desde la esquina,  sentí unos golpee en la cabeza, por dentro, y una falta de respiración, y luego me puse bien frío, bien frío... Y pisaba en el suelo y me parecía que iba andando por el aire, y se me pusieron las piernas agarrotadas. Ya enfren-te de su casa, me quité el sombrero, muy serio. Y me iba pasando de largo. ¡Seré bruto! Si no es que algo muy extraño me sujeta como un resorte, me paso de largo... ¿Cómo fue?... No me acuerdo, casi... Angé-lica me habló del balcón, creo. Sí, así fue. Yo estaba tiritando, de ese frío tan helado que me entró, y no oí sino un ruido, un en-redo en los oídos que me estremeció y por poco me hace gritar de pura impresión. En-tonces, me parece que me acerqué y ella me preguntó que qué hacía por ahí, que si ha-bía hecho la cimarra... Y yo, sin contestar una palabra. Hasta que sin saber cómo me subí corriendo a su casa, ¡Qué habrán dicho todos ahí! Pero no me pude contener. Lo que no me dejé fue abrazar. ¡Eso, no! ¡Eso sí que no lo habría podido resistir! Como estaba yo en ese momento, ¡nunca! Me ofreció dulce de membrillo. No quise. Le pedí una rosa que se había puesto en el pecho. Claro que no se la pedí de buenas a primeras. Si es-tuve muy ocurrente. Le dije primero que a mi mamá le gustaban muchísimo esas ro-sas que parecen de sangre, y ella me con-testó:—Llévasela. — Y me la dio, y yo se la traje a mi mamá; y mañana, antes que la echen a la basura, yo me la guardo y... ¡fe-liz! Ah, y después le dije lo principal, porque para eso había ido: que a mi ma-má le extrañaba mucho que no hubiese ido a verla en tanto tiempo, y ella me prome-tió venir mañana. Me preguntó también si yo la echaba de menos y si la quería siempre. Yo le contesté que sí y nada más. Y es que estaban ahí las otras, que si no... Pero no importa, otro día será; porque yo le tengo que decir todo lo que tengo pensado, que me muero si ella no me espera, todo, todo... En fin, gocé. Me vine cuando ya estaba obscureciendo. ¿Cómo no se me ocurrió esto antes? Sufrir tantos, tantos días…



Cumplió su palabra. Vino. Eso sí: todo se lo contó a mi mamá, y mi mamá se rió mu-cho porque lo tomó como una cortesía de mi parte y me dijo «bien educado». Pero, ¡caramba!, pasé mis buenos apuros. Le tuve que decir a mi mamá que me había olvida-do de contárselo. Y la cosa no pasó de ahí. Luego, que me ha ido muy bien, lo que se llama muy bien, con Angélica. Le he dicho una porción de cosas, paseando por el patio de las plantas; no muy claras, pero creo que después de esto ya puedo atreverme a de-cirle lo otro, lo grande. Eso me lo tiene que jurar...
Bueno, hoy no necesito escribir nada. Hoy sí que voy a correr y a saltar con gusto después de comida.



De nada puede uno alegrarse, ¡válgame Dios! Ya dejó de venir. No hace muchos días, pero me ha entrado de nuevo el desa-sosiego por verla. Y van tres tardes que in-tento volver por su casa, y es inútil, de la esquina no paso. No sé, se me figura que esta vez sí que mi mamá sospecharía. Y al fin y al cabo, digo yo, ¿no sería mejor que se lo dijera yo a mi mamá todo? Lo he pensa-do; pero no, hay que pensarlo mucho, y ahora más que nunca.
¡Uy, lo que hablaría mi abuela! Que si soy una pobre criatura loca que les voy a costar la vida y que si los niños no deben pensar sino en el colegio. Como si en ese ca-so no estudiaría yo con más gusto. Estudio ahora... Y es que hay que terminar pronto los estudios para ser hombre... Mañana iré. Es tan sencillo... Sí, de aquí me parece muy fácil; pero luego el miedo me deja como un estafermo. No hago más que llegar a la es-quina de su casa y ya estoy tiembla y tiem-bla. Y temblar no sería nada; el corazón se me salta y todos los que andan por la calle me miran ya mí se me figura que me des-cubren las intenciones, o si no, que me toman por un ratero. Lo cierto es que ahora no me atrevo nunca a doblar la esquina. A lo sumo, miro por entre las puertas del alma-cén ese, pero como desde ahí no se ven todas las ventanas de la casa de Angélica, muchas veces me quedo en ayunas, sin saber si está o no. Y luego que el tiempo se pasa volando... Esperemos un día más, y si no…



¡Lo que son las cosas! Ahora está vinien-do muy seguido. Sale al centro casi todas las mañanas y después viene acá, y cuando yo llego del colegio, a almorzar, me la en-cuentro muy sí señora en el cuarto de cos-tura charla y charla mientras mi mamá zur-ce la ropa de nosotros. No le he podido ha-blar nada de eso todavía, pero no importa, ¿qué apuro hay? ¿No me va bien así, acaso? Estoy feliz, pero bien, bien feliz. Y por las tardes, me subo al departamento de los sir-vientes, porque me gusta ese corredor que da a los tejados, al anochecer, y de ahí veo las copas de los árboles que asoman de los patios y oigo las campanas de San Francis-co y de otras iglesias más distantes y las co-pas de los árboles y las campanadas me pa-rece que flotan en el aire. Por un lado, el cielo se mueve, y van bajando las listas de colores, que unas son como de fuego, y como oro, y rosadas, y verdes; y por el lado de la cordillera, los cerros se ponen color ladrillo primero, y después morados, y el cielo como con una pena muy suavecita. Yo pienso en-tonces en Angélica y a veces me entra una alegría inmensa, y otras veces me da esa misma pena suavecita del cielo… Por las ma-ñanas me gusta el patio de las plantas. Los pajaritos, llegan hasta la misma ventana del comedor. Conmigo son muy valien-tes, los caballeros: yo no me muevo y ellos no se vuelan. ¿Sabrán que los quiero? Dice la Juana que qué van a saber y que si no veo que lo que quieren es comerse las migas donde ella sacude el mantel. El chorrito de la pila también parece un pájaro a esa hora, no sé si porque el agua sale como a saltitos o si por lo que suena. Todo es fresco a esa hora, como si el patio, lo mismo que las personas, se lavase y se peinase por las mañanas...



Los grandes dicen que todo lo hacen por el bien de uno, y mientras tanto no saben sino quitarle a uno los gustos que tiene. Dice mi mamá que lo hacen para que uno sea feliz cuando grande; pero otras veces dice que los grandes nunca pueden ser felices y que la felicidad no dura sino mientras uno es chico, ¿Cómo se entiende, entonces?...
Tan feliz que estaba yo, y hoy mi mamá, se ha molestado conmigo porque he traído malas notas del liceo, y me ha dicho que me estoy volviendo torpe y que así no voy a pa-sar nunca del primer año. Entonces ha di-cho mi abuela que como me la paso leyendo libritos de cuentos y pensando en las musa-rañas, no estudio; y mi mamá me ha roto los libritos, y ahora dice que nunca más me los comprará, aunque los pida por todos los santos del cielo, como no sea en las vaca-ciones. ¡Qué se va a hacer! Me gustaban porque me hacían pensar muy claro, como cuando estoy soñando y yo digo algo y me contestan, y me parece que soy grande y que me he casado con Angélica; y además, aprendía muchas palabras en los cuentos, y a poner los puntos y las comas, lo que no se puede aprender en el colegio porque el pro-fesor lo explica con reglas que se olvidan. Es una lástima que me hayan quitado los cuen-tos, porque todo eso me servía para escribir mi diario. Si a mi abuela, ya se sabe, se le ocurre siempre lo más fastidioso. Como me odia… Porque se necesita tener odio para hacer lo que hace conmigo. Ya me he fijado en que cada vez que mi mamá se acuerda de cuando yo nací, mi abuela pone cara de furia y me mira con un rencor que parece que yo le hubiera hecho un daño muy gran-de naciendo. Y si me encargaron, ¿qué cul-pa tengo yo? Así se lo dijo una vez don Car-los, que era una cosa que no tenía remedio. Pero ella es muy bruta.






Como ya no tengo libritos de cuentos, hoy domingo me fui a mi rincón. Por disimulo y para contentar a mi mamá haciéndole creer que iba a estudiar, me llevé los cuadernos del colegio; pero no hice sino pensar en las hadas, y Angélica era la princesa y yo el niñito que en vez de irse a correr mundo por el camino de flores, se fue por el de espinas; así es que al fin yo me casaba con la hija del rey, es decir, con Angélica. Después me cansé de pensar; pero me quedé siempre en mi rinconcito, hasta que obscureció. Mi rin-cón está en mi cuarto, entre la cómoda antigua, la de incrustaciones de nácar, y la pa-red que da a la salita, y es el sitio que más quiero de toda la casa, Ahí escondo mi diario, bajo la alfombra, y ahí me gusta estar aunque no haga sino contar las rayas del pa-pel de la pared; y pestañear como Angélica, y reírme como ella, y contestarme yo mis-mo todo lo que quiero que ella me conteste cuando le cuente mis planes. Yo no sé por qué le tengo cariño a todo lo que hay en mi rincón, y me lo sé de memoria: en el costa-do de la cómoda, en la corona que tiene en medio el pavo real, falta un pedacito de ná-car; quedan treinta y dos. Lo que no me gusta es el ojo del pavo real. Parece de gente y da miedo. Por eso yo se lo arreglo siempre con el lápiz...



¡Cómo me pesa, cómo me pesa haberlo hecho! He sido un idiota, un animal. Y to-do lo he perdido, y para siempre, tal vez, No sé qué voy a hacer ahora. ¡Dios mío, Virgen Santa, que se arregle esto! Pero si ya no es posible, si ya ni como a un niño me quiere... ¡Qué desesperación! No, si no puede ser. An-gélica mía, perdóname, ten compasión de mí, que soy muy desgraciado. Nunca más seré grosero. Es que soy celoso y me volví loco. ¿Qué me daría? Debe de haber sido cosa del diablo... Me había acostumbrado a ir todas las tardes. Nunca me animaba a pasar de la esquina; pero por las puertas del almacén la divisaba, y aunque fuera temblando de im-presión y de nerviosidad, pasaba el rato y me venía conforme. Pero ayer, yo que me aso-mo, y veo que está con el bandido ese del Jorge en el balcón. Si hubiesen estado los demás de la casa, siquiera... pero no, los dos solos, juntitos, y él le hablaba con la cara muy cerca de la suya y ella se reía. Y, ¡cla-ro!, ¿cómo iba a poder contenerme? Todo fue verlos y obscurecérseme toda la calle y zum-barme los oídos, y correr y subirme a su casa... —Yo lo mato, lo mato,—iba diciendo por el camino, me acuerdo, pero en cuanto me vi ya en la mampara y preguntaron quién es y yo no sabía quién decir, se me cortó el ánimo y me quedé como un tonto y con un dolor aquí atrás, en la nuca, terrible. Y la sirvienta me abrió y me hizo entrar hasta el balcón, y ella, muy alegre, me besó y me preguntó varias cosas, pero yo no le podía contestar. Entonces me dice él, con un tono de gran personaje, el muy imbécil: —¿Cómo estás, chiquitín?— Y tampoco le contesto, si-no que lo miro con un odio atroz. Entonces se miran los dos muy admirados, y él me pone la mano en la cabeza y yo se la quito de un manotón. Y él me dice no sé qué co-sas más, como haciéndome bromas. Yo no le contesté nada todavía, pero ya cuando me preguntó que por qué estaba tan furioso, le dije: —Cállese, intruso, animal, bestia. ¿No se había ido al campo?— Y ella,... no lo haría por maldad,... pero me reprendió y me dijo que eso estaba muy mal hecho y que era muy feo, y que de cuándo acá me había vuelto un niño grosero y mal criado. No lo haría por maldad, pero... entonces, peor, pen-sé yo, porque rabia sí que se le conocía en la cara; y le contesté que más feo era lo que estaba haciendo ella con ese tipo ahí. Enton-ces se puso más enojada porque le decía ti-po al otro,... tanto, que primero me asusté y después solté el llanto y me salí a la galería. Ella salió riéndose, entonces, detrás de mí, y ya me habló con suavidad otra vez y, afuera, me dio un beso y me quiso tomar en bra-zos, pero yo no soy ningún imbécil y me limpié la cara donde me había besado y no la dejé que me tocara. —¡Qué chiquillo más divertido! ¡Celoso! ¡Qué divertido!—decía la muy... ¿Y no quería también que volviera y le dijese a él que me disculpara?... Que porque era muy bueno y la quería mucho a ella... Pues menos que nunca, en ese caso. Así se lo dije. Y ahí fue la grande: se puso muy seria, de verdad; me estuvo mirando un rato, callada; luego me volvió a hablar: —An-da, vamos, no te pongas antipático.— Me dio una rabia... Y como le dije que más an-tipática estaba ella, (porque la odié con to-da mi alma en ese instante,) me gritó: —¡Al diablo, chiquillo tonto! Mañana te voy a acusar a tu mamá estas gracias, verás.— Y se fue y ya no regresó. Qué más, no sé, sino que llegué a casa enfermo y llorando a gri-tos. Mi mamá me preguntó que qué me do-lía y yo le dije que el estómago. Y me acos-taron y me hicieron la mar de remedios y me dieron un purgante. Así es que, encima de todo, tuve que soplarme aceite de castor. Pero ya había dicho yo que era el estóma-go y todos decían: —Cólico, es cólico.— Ade-más, así podía llorar con motivo. A veces no quería llorar más, de pena de ver a mi ma-má tan afligida, pero no podía sujetar el llanto, era imposible... Lo raro es que no me desvelé. Al contrario, me quedé dormido muy temprano y sin saber cómo. Hasta que hoy desperté, ya muy tarde, cuando mis hermanos se habían ido al colegio sin mí. Yo no voy a ir en todo el día, porque estoy como atontado, y además quiero estar aquí cuando llegue Angélica para pedirle perdón y que no me acuse a mi mamá...

No ha venido, me he pasado todo el día temblando de verla llegar y, al mismo tiempo, deseando que viniera para ver si ha-blaba con ella. Pero no ha venido. ¿Qué se-rá? Ahora me pesa no haber ido al liceo, porque así habría pasado a su casa después y le hubiera pedido perdón; en tanto que ahora me sigue el susto...









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