Monday, March 18, 2013

G.Orwell seudónimo de Eric Arthur Blair (Motihari, India Británica, 25 de junio de 1903 - Londres, 21 de enero de 1950)


GeorGeorge Orwell, seudónimo de Eric Arthur Blair (Motihari, India Británica, 25 de junio de 1903 - Londres, 21 de enero de 1950), fue un escritor  y periodista  británico, cuya obra lleva la marca de las experiencias personales vividas por el autor en tres etapas de su vida: su posición en contra del imperialismo británico que lo llevó al compromiso como representante de las fuerzas del orden colonial en Birmania durante su juventud, a favor de la justicia social, después de haber observado y sufrido las condiciones de vida de las clases sociales de los trabajadores de Londres y París, en contra de los totalitarismos nazi y stalinista tras su participación en la Guerra Civil Española. 


Orwell es uno de los ensayistas en lengua inglesa más destacados del siglo XX, y más conocido por dos novelas críticas del totalitarismo: `Rebelión en la granja`, y `1984` (la cual escribió y publicó en sus últimos años de vida). 


Testigo de su época, Orwell es en los años 30 y 40 cronista, crítico de literatura y novelista. De su producción variada, las dos obras que tuvieron un éxito más duradero fueron dos textos publicados después de la Segunda Guerra Mundial: «Rebelión en la granja» y, sobre todo «1984», novela en la que crea el concepto de «Gran Hermano» que desde entonces pasó al lenguaje común de la crítica de las técnicas modernas de vigilancia. El adjetivo «orwelliano» es frecuentemente utilizado en referencia al universo totalitarista imaginado por el escritor inglés. 


A lo largo de su carrera fue principalmente conocido por su trabajo como periodista, en especial en sus escritos como reportero, a esta faceta se pueden adscribir obras como Homenaje a Cataluña (Homage to Catalonia), sobre la guerra civil española, o El camino a Wigan Pier (The Road to Wigan Pier), que describe las pobres condiciones de vida de los mineros en el norte de Inglaterra. Sin embargo los lectores contemporáneos llegan primeramente a este autor a través de sus novelas, particularmente a través de títulos enormemente exitosos como Rebelión en la granja (Animal Farm) o 1984. La primera es una alegoría de la corrupción de los ideales socialistas de la Revolución rusa por Stalin. 1984 es la visión profética de Orwell sobre una sociedad totalitarista situada supuestamente en un futuro cercano. Orwell había vuelto de Cataluña convertido en un antiestalinista con simpatía por los marxistas, definiéndose como un socialista demócrata.


Orwell murió de tuberculosis en enero de 1950.


Obras: 

Sin blanca en París y Londres (1933) 

Días en Birmania (1934) 

La hija del Reverendo (1935 

Homenaje a Catalunya (1938 

El camino a Wigan Pier (1937 

Rebelión en la granja (1945) 

1984 (1949) 

Que vuele la aspidistra (1936) 

Disparando al elefante y otros ensayos (1950) 

Así fueron las alegrías (1953) 

En 1968 se publicaron en cuatro volúmenes sus Ensayos Completos: Periodismo y Cartas. 

G. Orwell- Por que escribo

Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando 
     fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años 
     traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con 
     ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de 
     ponerme a escribir libros.
     Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los 
     dos cinco años y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y 
     otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables 
     hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la 
     costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener 
     conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se 
     mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de 
     ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que 
     podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo 
     privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida 
     cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, 
     realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años 
     adolescentes no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a 
     la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo 
     de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes 
     como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un 
     plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la 
     guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico 
     local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de 
     Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e 
     inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas 
     dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante 
     fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante 
     todos aquellos años.
     Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades 
     literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con 
     facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios 
     escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo 
     que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda 
     una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana 
     aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en 
     los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más 
     lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en 
     ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo 
     esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir 
     imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que 
     sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños v 
     adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por 
     ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mi mismo como héroe de 
     emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser 
     groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo 
     estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían 
     por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la 
     habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de 
     muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, 
     estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia 
     la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una 
     hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos 
     veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía 
     que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar 
     haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de 
     coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración" 
     reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes 
     edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad 
     descriptiva.
     Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las 
     palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos 
     versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me 
     producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya 
     sabia a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo 
     escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que 
     más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final 
     desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes, 
     y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las 
     Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela 
     que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero 
     que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.
     Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los 
     motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus 
     temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es 
     cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero 
     antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que 
     nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en 
     disciplinar su temperamento v evitar atascarse en una edad inmadura, o en 
     algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras 
     influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la 
     necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para 
     escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en 
     cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las 
     proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos 
     motivos:
     1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser 
     recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le 
     despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender 
     que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten 
     esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, 
     militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la 
     humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta. 
     Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual 
     -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven 
     principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero 
     también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a 
     vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta 
     clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y 
     egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.
     2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, 
     por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el 
     impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el 
     ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree 
     valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en 
     muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de 
     texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no 
     utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la 
     anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel 
     de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones 
     estéticas.
     3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los 
     hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.
     4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más 
     amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar 
     la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían 
     esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz 
     político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la 
     política ya es en sí misma una actitud política.
     Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y 
     cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza 
     -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a 
     ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más 
     que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros 
     ornamentales o simplemente descriptivos v casi no habría tenido en cuenta 
     mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una 
     especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no 
     me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé 
     pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión 
     natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la 
     existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me 
     había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas 
     experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación 
     política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc. 
     Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver 
     claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha 
     sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del 
     socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, 
     en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre 
     esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente 
     cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más 
     consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades 
     tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética 
     e intelectual.
     Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los 
     escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de 
     partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no 
     me digo: 'Voy a hacer un libro de arte." Escribo porque hay alguna mentira 
     que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la 
     atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría 
     realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de 
     revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi 
     obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un 
     político profesional consideraría irrelevante. No soy capaz, ni me 
     apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi 
     infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha 
     importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y 
     complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada 
     me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en 
     reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades 
     públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.
     No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de 
     un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase 
     de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje 
     a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está 
     escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante 
     objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto 
     literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de 
     citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de 
     conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año 
     o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que 
     estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas 
     páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo 
     que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era 
     verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra 
     había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente 
     acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.
     De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del 
     lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en 
     los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente v con más 
     exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su 
     estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue 
     el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba 
     haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito 
     una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida. 
     Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta 
     claridad qué clase de libro quiero escribir.
     Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que 
     mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu 
     público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los 
     escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus 
     motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y 
     agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender 
     esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y 
     comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo 
     instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin 
     embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha 
     constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como 
     un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es 
     el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo 
     la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado 
     un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida 
     y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos 
     artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, 
     tonterías.

Fuente: NN.

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