Premio Cervantes 2005
SERGIO PITOL
Narrador, ensayista y traductor mexicano
(Puebla, México, 1933)
Se licenció en Derecho por la Universidad Nacional
Autónoma de México y en 1960 inició una carrera
diplomática que lo llevó, de 1969 a 1972, como
agregado y consejero cultural a Belgrado, Varsovia,
Roma Pekín, París, Budapest, Moscú y Barcelona y, de 1983 a 1988, como Embajador a
Praga.
Su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en la
difusión de la cultura -especialmente en la preservación del patrimonio artístico e
histórico de México-, como en su labor docente, de investigación lingüística y literaria y
de traducción (Chejov, Conrad, James, Gombrowicz, Andrzejewski), ha sido
merecidamente reconocida.
Entre los premios que le han sido concedidos, están el Premio Nacional de Novela de
México (1973), el Xavier Villaurrutia (1981); Premio Nacional de Literatura de México
(1983); Premio Nacional de las Artes y las Letras de México (1994); Premio de Literatura
Latinoamericana y del Caribe, Juan Rulfo, de la Feria Internacional del Libro
(Guadalajara, 1999) y el Premio Cervantes (2005). La biblioteca del Instituto Cervantes
de Sofía (Bulgaria) lleva su nombre.
Se le concedió el Premio Cervantes en el año 2005 “por haber contribuido con su obra
a enriquecer el legado literario hispánico”. Es, junto con Octavio Paz y Carlos Fuentes,
el tercer escritor mexicano que lo recibe.
Ha sido estudiante en Roma, profesor en Bristol, en Xalapa y en la Ciudad de México;
traductor en Pekín y en Barcelona. Viajero perpetuo, “se ha enfrentado a un material
tan exuberante como insólito”, a decir de Juan Villoro y, sin embargo, “en el
tratamiento de los temas [de sus novelas y cuentos] se aleja desde un principio de la
búsqueda de lo exótico [...], los relatos de Pitol deben su intensidad y su verosimilitud, a
que dejan a un lado la aventura. Su fuerza radica en la densidad de las atmósferas, en
la riqueza de las reflexiones, en la vida que se recrea y se discute a sí misma”.
Reconoce haber sido tres escritores: el que comenzó a escribir bajo la sombra de
Faulkner a los veintitrés años, “cuentos que tenía que sacarme de adentro, acerca de
mi niñez y mi familia: una familia italiana, arruinada, golpeada fuertemente por la
Revolución. Yo tenía una salud fatal, estaba siempre enfermo y por eso no podía asistir
a la escuela (contrajo la malaria y estuvo en cama de los seis a los doce años).
Aprendí a leer muy precozmente y fui un lector de tiempo completo. A los doce años
leí La guerra y la paz y me cambió la vida. Mi hermano y yo éramos huérfanos (mi
padre había muerto de una enfermedad en la columna; dos años después yo tenía
siete, mi madre murió ahogada en un río y a los pocos días mi hermanita falleció
también), así que vivíamos con mi abuela y estábamos casi siempre presentes cuando
ella recibía a sus amistades. En estas charlas sólo se hablaba del pasado. Mi infancia
estuvo marcada por esta permanente evocación y a través de la literatura me zafé de
este mundo que ya me resultaba opresivo”. A esta etapa pertenecen sus libros No hay
tal lugar (1967), Infierno de todos (1971), llevada al cine con el título de El acoso, por
Miguel Barbachano, con guión de García Márquez y Los climas (1972).
“El segundo escritor retoma al joven sano, porque el milagro se hizo y ya, a los dieciséis
años, yo estaba perfectamente bien. Entonces me entregué a los viajes por todo el
mundo. Mi segunda etapa literaria, urgida de esta experiencia, se volvió mucho más
dinámica y ágil; a ella pertenecen mis libros de cuentos y mi primera novela”. Se refiere
a El tañido de una flauta (1973), Asimetría (1980); Nocturno de Bujara (1981);
Cementerio de Tordos (1882); Juegos florales (1985); Vals de Mefisto (1989). En esos
momentos “Xalapa, Venecia, Barcelona y Varsovia son sus patrias en idéntica
medida”.
“Y el tercer escritor, de cincuenta años, abandona las historias de mexicanos en el
extranjero que entretuvieron al segundo y entonces vienen las novelas de mi etapa de
madurez que integran el Tríptico de Carnaval (1999) [compuesto por las novelas El
desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991)].
Entonces me tomé libertades que antes no me había atrevido a soñar. La estructura
de las tramas se hizo más compleja pero el acto de escribir se me convirtió en un
placer más intenso y sencillo”. De esa misma época son sus libros Todos los cuentos
más uno (1998), Soñar con la realidad (1998), entre otros.
Una cuarta etapa incluye ensayos, cuentos y crítica: La casa de la tribu (1996) y El arte
de la fuga (1996), por destacar algunos. El Fondo de Cultura Económica está
reuniendo sus obras completas en la colección Obras reunidas.
En su libro de memorias El mago de Viena (2005), dice que su literatura proviene, por
una parte, de sus movimientos interiores: manías, terrores, descubrimientos, fobias,
esperanzas, exaltaciones, necedades, pasiones y, por otra, de sus lecturas.
En la actualidad radica en Xalapa, cuya actividad fundamental es la lectura; alguna
vez dijo que había nacido para leer y que lee para seguir viviendo.
***
Segunda nota biográfica:
Escritor nacido en la ciudad de Puebla, México, en 1933. Cursó sus estudios de Derecho y Filosofía en la Ciudad de México. Es reconocido por su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la difusión de la cultura, especialmente en la preservación y promoción del patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior. Ha vivido perpetuamente en fuga, fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. Socialista democrático y agnóstico. La desgracia, la enfermedad y el aislamiento crearon su estilo literario, que él define como una autobiografía oblicua en la que se funden la vida y la literatura. Ha escrito No hay tal lugar (1967), Infierno de todos (1971), Los climas (1972), El tañido de una flauta (1973), Asimetría (1980), Nocturno de Bujara (1981), Cementerio de tordos (1982), Juegos florales (1985), El desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988), Vals de Mefisto (1989), La casa de la tribu (1989), La vida conyugal (1991) y El arte de la fuga (1996). En sus libros se encuentran escritos autobiográficos, sueños con su perro, fragmentos de diarios, reflexiones sobre el arte, crónicas sobre la actualidad, viajes y homenajes a sus autores preferidos. Ese estilo pitoniano se expresa sobre todo en El arte de la fuga, maneras que recupera en uno de sus últimos libros El viaje, donde cuenta uno de sus viajes por la Rusia de los años ochenta.
Premio Cervantes 2005.
***
RESEÑA:
Pitol nos lanza de bruces y sin previo aviso a una geografía desordenada, es casi imposible trazar un mapa de este libro: las reflexiones y los escritos nos trasladan de Siena a Roma, de Roma a Varsovia, de Varsovia a Praga, a Venecia o a Chiapas, a la Barcelona de la `gauche divine`... en fin, a todos los lugares que forman parte del pasado cosmopolita del autor. Porque este libro es, de algún modo, la recuperación de un pasado al que se llega sin seguir otro itinerario que la carretera desordenada de la memoria. Con una generosidad sin límites, el autor recupera para el lector los instantes felices de otros tiempos. Sin embargo, las páginas no están construidas en función de la nostalgia: sólo hay recuerdos lúcidos, rescatados de un modo deliberado y consciente y no después de un
súbito ataque de melancolía. De las palabras de Pitol se desprende una serenidad desconocida, y el lector no puede por menos que sentirse admirado de la capacidad del autor para defender a ultranza, pero sin ruido ni estridencias, los valores universales del respeto o la tolerancia. No hay lugar para la amargura, no hay lugar para los reproches. Este es el texto de un hombre que se encuentra en paz consigo mismo y con su propia historia, y que reconoce `este libro es en cierta manera una recopilación de desagravios y lamentaciones, un intento de apaciguar desasosiegos y cauterizar heridas`.
Pitol nos lanza de bruces y sin previo aviso a una geografía desordenada, es casi imposible trazar un mapa de este libro: las reflexiones y los escritos nos trasladan de Siena a Roma, de Roma a Varsovia, de Varsovia a Praga, a Venecia o a Chiapas, a la Barcelona de la `gauche divine`... en fin, a todos los lugares que forman parte del pasado cosmopolita del autor. Porque este libro es, de algún modo, la recuperación de un pasado al que se llega sin seguir otro itinerario que la carretera desordenada de la memoria. Con una generosidad sin límites, el autor recupera para el lector los instantes felices de otros tiempos. Sin embargo, las páginas no están construidas en función de la nostalgia: sólo hay recuerdos lúcidos, rescatados de un modo deliberado y consciente y no después de un
súbito ataque de melancolía. De las palabras de Pitol se desprende una serenidad desconocida, y el lector no puede por menos que sentirse admirado de la capacidad del autor para defender a ultranza, pero sin ruido ni estridencias, los valores universales del respeto o la tolerancia. No hay lugar para la amargura, no hay lugar para los reproches. Este es el texto de un hombre que se encuentra en paz consigo mismo y con su propia historia, y que reconoce `este libro es en cierta manera una recopilación de desagravios y lamentaciones, un intento de apaciguar desasosiegos y cauterizar heridas`.
"Memoria
Todo está en todas las cosas
Sí, también yo he tenido mi visión
Bastó sólo abandonar la estación ferroviaria y vislumbrar desde el vaporetto la sucesiva aparición de las fachadas a lo largo del Gran Canal para vivir la sensación de estar a un paso de la meta, de haber viajado durante años para trasponer el umbral, sin lograr descifrar en qué consistiría esa meta y qué umbral había que trasponer. ¿Moriría en Venecia? ¿Surgiría algo que lograra transformar en un momento mi destino? ¿Renacería, acaso, en Venecia?
Llegaba yo de Trieste; no había buscado la casa de Joyce ni las huellas de Svevo, ni hecho ni visto nada que valiera la pena. Había llegado a esa ciudad la tarde anterior y al intentar hospedarme en un hotel, un empleado detectó no sé qué anomalía en mi visado, un error en la fecha de caducidad, me parece, que volvía ilegal mi permanencia en el país. A regañadientes se me permitió permanecer esa noche en el lobby del hotel. En la madrugada tomé el tren de regreso; al detenerse en Venecia decidí bajarme. Debían ser las siete de la mañana cuando puse pie por primera vez en suelo veneciano. Pasaría el resto del día allí y continuaría hacia Roma en el expreso nocturno. Está escrito que las desdichas nunca llegan solas: al consignar mi maleta en el depósito de equipajes descubrí que había perdido mis lentes; registré mis bolsillos, corrí hacia los andenes con la esperanza de encontrarlos en el suelo, pero la multitud de viajeros y cargadores que se movían por ellos me hizo desistir de cualquier búsqueda. Lo más seguro, pensé, era que los hubiese olvidado en el hotel de Trieste o en el vagón de donde había salido con tanta precipitación.
Todo esto tiene que haber ocurrido a mediados de octubre de 1961. De pronto me encontré en la Piazzeta, dispuesto a comenzar mi recorrido. Mi miopía de ningún modo atenuó el deslumbramiento. Llegué a la Plaza de San Marcos y tomé mi primer café en Florian, el legendario lugar reseñado por todos los escritores y artistas que alguna vez visitaron Venecia. Compré, a un lado de Florian, una guía turística. Ver de cerca, leer, por ejemplo, no me presentaba mayor problema. Después del café, guía en mano, comencé a caminar. Se me escapaban los detalles, se desvanecían los contornos; por todas partes surgían ante mí inmensas manchas multicolores, brillos suntuosos, pátinas perfectas. Veía resplandores de oro viejo donde seguramente había descascaramientos en un muro. Todo estaba inmerso en la neblina como en las misteriosas Vedute de Venezia, coloreadas por Turner. Caminaba entre sombras. Veía y no veía, captaba fragmentos de una realidad mutable; la sensación de estar situado en una franja intermedia entre la luz y las tinieblas se acentuó más y más cuando una fina y trémula llovizna fue creando el claroscuro en el que me movía.
A medida que la niebla me velaba aún más la visión de palacios, plazas y puentes mi felicidad crecía. Caminé tanto que aún hoy me queda la impresión de que aquel día incorporó una inmensa multitud de días. En la marcha, extasiado, repetía una y otra vez una frase de Berenson: "El mayor regalo que nos han dado los venecianos es el color", palabras que recordaba haber leído al inicio de Los pintores venecianos del Renacimiento. Vuelvo hoy al libro a ratificar la cita y encuentro que no sólo le había hecho perder su entonación, sino deformado y contraído, como sin duda pasó con todo lo que descubrí en Venecia en ese encuentro inicial. Berenson escribe: "Their mastery over colour is the first thing that attracts most people to the painters of Venice. Their colouring not only gives direct pleasure to the eye, but acts like music upon the moods, stimulating thought and memory in much the same way as a work by a great composer". La reducción de la cita intentaba aproximarse a su contenido. Sí, el color, ese gris preponderante que percibía, con fondos ocres, rojos de Siena, verdes botella y constantes dorados se convertía no sólo en fuente de placer para mis ojos maltrechos, sino que estimulaba la mente, la imaginación y la memoria de modo extraordinario.
Entré en San Marcos; la inmensidad del espacio me dejó sobrecogido. Durante un buen rato seguí a un grupo a quien un guía de turistas explicaba en francés con morosa pedantería ciertas características del arte bizantino. En aquel fastuoso espacio tuve el único momento de duda de ese día. Me parecía difícil aclararme si aquella grandeza era un signo evidente del esplendor de Bizancio, o un camino hacia la estética de Cecil B. de Mille, ese triunfo de Hollywood. En visitas posteriores más serenas persistió esa sospecha hasta que decidí salomónicamente: en la gloriosa basílica ambas poéticas se traman con notable armonía. Pasé después a una sala situada en un palacio vecino, donde vi una exposición del Bosco. ¡Fue una prueba de fuego! Había que ver los cuadros desde una distancia considerable, lo que para mí significó topar con la oscuridad total. De haber sido entonces menos rudimentarios mis conocimientos sobre arte moderno, hubiese podido comparar algunos de esos cuadros con el famoso Negro sobre negro, de Malevích, o con alguno de los enormes lienzos en negro de Rothko, cuya existencia por supuesto ignoraba.
Partí después hacia la Gallería. Recorrí sus salas colmadas de prodigios: Giorgione, Bellini, Tiziano, Tintoretto, Veronese y Carpaccio: el inmenso legado de formas y color que Venecia ha dejado al mundo. No logro recordar si seguí, como en San Marcos, a un grupo, o si me auxiliaba con la lectura de mi guía detenido ante algunos de los cuadros. Me pierdo después. Sólo sé que caminé al azar durante muchas horas, recorrí innumerables calles y crucé varias veces el gran puente del Rialto, y otros mucho menos majestuosos, hasta algunos ruinosos que cruzan los canales pequeños en barrios sin prestigio. Subí al vaporetto en varias ocasiones y seguí caminando, volví a tomar café en Florian, comí gloriosamente en alguna trattoria encontrada al azar. Me sumía de vez en cuando en la lectura de mi pequeña guía y continuaba andando. Traté de encontrar los edificios de Palladio, esos espacios que Hofmannsthal consideraba más dignos de ser habitados por Dios que por los hombres; no sabía entonces que fuera de dos o tres iglesias el resto de esa obra se sitúa en tierra firme, especialmente en Vicenza. Creí localizar el palacio Mocenigo donde Byron vivió dos años de estruendosas orgías y fecunda creación; el palacio Vendramin que alojó a Wagner, y aquel otro donde Henry James consiguió un apartamento para escribir Los papeles de Aspern, me puse a imaginar cuál fue el de Juliana Bordereau, la centenaria protagonista que custodia esos codiciadísimos papeles, y la casa donde murió Robert Browning, y aquélla donde Alma Mahler asistió a la agonía y muerte de su hija, y la otra donde se suicidó la hija de Schnitzler pocos días después de casarse. El mero nombre de la ciudad enlaza los grandes fastos amorosos con los momentos mortuorios. No por nada uno de los grandes títulos literarios es La muerte en Venecia. Vi palacios por docenas, y también iglesias, claustros, puentes. Vi torres, almenas y balcones. Vi ojivas y columnas, vi caballos de bronce y leones de mármol. Oí hablar italiano y alemán y francés en torno mío, y también el dialecto véneto, salpicado de viejos vocablos españoles, que alguna vez debieron hablar en esas mismas callejuelas mis antepasados. Me detuve frente al teatro de La Fenice, cuyo interior espléndido acababa de ver en una película de Visconti. En el vestíbulo, un gran cartel de Picasso anunciaba una función reciente del Berliner Ensemble: Mutter Courage.
Esa noche, al subir a mi vagón creía conocer Venecia como la palma de mi mano. ¡Qué iluso pobre diablo! La fatiga me vencía; sentí de golpe el esfuerzo brutal realizado durante el día; me dolían los ojos, las sienes, la nuca, todas las articulaciones. Abrí como pude la maleta en busca de un pijama. Lo primero que saqué fue una chaqueta; el tacto me anunció que en uno de sus bolsillos estaban mis lentes. El milagro se había consumado: había cruzado el umbral, el acerado huevo de Leda comenzaba a romperse y en el fondo de las sepulturas se fundían los contrarios. ¿De dónde me venía esa verba esotérica? No terminé de ponerme el pijama. Recordé una frase que está al final de Al faro: "Sí, también yo he tenido mi visión", y me quedé dormido. Volví a repetirla por la mañana, al despertar, cuando ya el tren estaba a punto de llegar a Roma".
***
Discurso en la entrega del Premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.
Majestades:
El primero de diciembre del año pasado, ese mágico día que pareciera haber
transformado mi vida, la Ministra de Cultura de España me anunció que había
sido otorgado el Premio Cervantes, eran las nueve de la mañana y una hora
después mi casa estaba atestada de una muchedumbre: un equipo de
televisión, la radio, los periodistas locales, mis familiares, mis amigos, mis
colegas de la Universidad, mis vecinos y una cantidad de transeúntes
desconocidos que entraron por curiosidad.
Por la tarde fui a la ciudad de México para hacer una tregua; llegué a las doce
de la noche a un hotel donde siempre me alojo. Al entrar en el vestíbulo me
encontré con un equipo de televisión española, que había llegado a la Feria del
Libro de Guadalajara y al saber la noticia del Premio volaron a la capital para
entrevistarme. A las tres de la mañana subí a mi habitación como un
sonámbulo destrozado.
En el viaje de Xalapa a la capital dormí profundamente, quizás una hora, pero
en las cuatro siguientes, aletargado, entre el sueño y la vigilia, aparecían
visiones de infancia, personas de un pueblo al que no he visto desde casi
sesenta años, mi abuela con un libro, algunos festejos en casa o en el campo,
la nana de mi abuela que llegaba a pasar temporadas con nosotros a los
noventa años, jardines espléndidos, mi hermano jugando tenis y montando
yeguas, trozos de conversaciones sobre el mal precio del café y de los cultivos
que por sequías o inundaciones siempre dejaban pérdidas, familias sentadas
alrededor del radio para saber la noticia de la guerra civil española, que
siempre terminaban en estruendosas discusiones.
Desde ese primero de diciembre he recordado imprevisiblemente fases de mi
vida, unas radiantes y otras atroces, pero siempre volvía a la infancia, un niño
huérfano a los cuatro años, una casa grande en un pueblo de menos de tres
mil habitantes. Un nombre, tan distante a la elegancia: Potrero. Era un ingenio
de azúcar rodeado de cañaverales, palmas y gigantescos árboles de mangos,
donde se acercaban animales salvajes. Potrero estaba dividido en dos
secciones, una de unas quince o diecisiete casas, habitadas por ingleses,
americanos y unos cuantos mexicanos. Había un restaurante chino, un club
donde las damas jugaban a las cartas un día por semana, una biblioteca de
libros ingleses y una cancha de tenis. Esa parte estaba rodeada por bardas
altas y fuertes para impedir que a ese paraíso se introdujeran los obreros,
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 2005
Discurso de SERGIO PITOL
artesanos, campesinos y comerciantes minúsculos del pueblo. Aquella zona
era tórrida e insalubre. Estuve enfermo de paludismo durante varios años, por
lo cual salía poco de casa; en verano mi abuela, mi hermano y yo pasábamos
un mes en un balneario a tomar aguas minerales, de donde regresábamos mi
hermano sano, como lo fue casi en toda su vida, mi abuela con un reumatismo
disminuido y yo sin ninguna mejoría. De vuelta pasábamos ciudades prósperas,
con excelentes restaurantes, luces de neón, comercios bien surtidos y
movimiento en las calles, pero cuando llegábamos al lugar donde vivíamos, me
quedaba siempre deslumbrado. Mi abuela vivía para leer todo el día sus
novelas. Su autor preferido era Tolstoi. La enfermedad me condujo a la lectura;
comencé con Verne, Stevenson, Dickens y a los doce años ya había terminado
La guerra y la paz. A los dieciséis o diecisiete años estaba familiarizado con
Proust, Faulkner, Mann, la Wolf, Kafka, Neruda, Borges, los poetas del grupo
Contemporáneos, mexicanos, los del 27 españoles, y los clásicos españoles.
A esa edad, saliendo de la adolescencia encontré algunos maestros
excepcionales. Estoy seguro que sin ellos no hubiera llegado a este día,
elegantísimo como estoy, en el Paraninfo de la prestigiosísima Universidad de
Alcalá ni poder dar las gracias a Sus Majestades, al Rector de esta
Universidad, los jurados y a ustedes, señoras y señores.
Los maestros
Llegué a la ciudad de México a los dieciséis años para cursar estudios
universitarios. Me inscribí en la Facultad de Derecho y frecuenté la de Filosofía
y Letras. Pero la que definió mi destino, mi camino hacia la literatura, fue la
Facultad de Derecho, y concretamente a un maestro, Don Manuel Martínez de
Pedroso, catedrático de Teoría del Estado y Derecho Internacional. Los
alumnos más comprometidos con la carrera, los más ordenados, los de
óptimas calificaciones en todas las asignaturas, desorientados ante la ausencia
de un programa previamente establecido, desertaron a las dos o tres semanas
de haberse iniciado el curso. Don Manuel Pedroso fue una de las personas
más sabias que he conocido, y, quizás por eso, nada en él había de libresco.
Cuando en el salón no quedó sino un puñado de fieles, el maestro sevillano
inició realmente su paideia. La impartía del modo más heterodoxo que en
aquella época pudiera concebirse la enseñanza del derecho. Pedroso solía
hablarnos del dilema ético encarnado en El gran inquisidor, de Dostoievski; del
antagonismo entre obediencia al poder y el libre albedrío en Sófocles y
Eurípides; de las nociones de teoría política expresadas en los tantos Enriques
y Ricardos de los dramas históricos de Shakespeare; de Balzac y su
concepción dinámica de la historia; de los puntos de contacto entre los
utopistas del Renacimiento con sus antagonistas los teóricos del pensamiento
político, los primeros visionarios del Estado Moderno: Juan Bodino y Thomas
Hobbes. A veces en la clase discurría ampliamente sobre la poesía de
Góngora, poeta que prefería a cualquier otro del idioma, o de su juventud en
Alemania, donde había realizado la traducción al español de poemas de Rilke,
algunas obras de Goethe y también la de Despertar de primavera, de Franz
Wedekind, uno de los primeros dramas expresionistas que circuló en el ámbito
hispánico. Era un narrador espléndido, nos relataba sus actividades durante la
guerra civil, de sus experiencias en el sobrecogedor Moscú de las grandes
purgas, donde fue el último embajador de la República Española. A menudo
nos vapuleaba con cáustico sarcasmo, pero igual celebraba nuestras primeras
victorias. Pedroso nos incitaba a leer, a estudiar idiomas, pero también a vivir.
Disfrutaba de los relatos que le hacíamos, inventándole algunos detalles y
exagerando otros, de nuestros recorridos nocturnos por antros de los que
parecía un milagro salir ilesos. Al terminar el curso uno sabía Teoría del Estado
con más claridad que aquellos alumnos que desertaron para abrevar en
fuentes más convencionales. Carlos Fuentes ha escrito sobre él páginas
excelentes.
En el mismo periodo, frecuenté devotamente los cursos de Don Alfonso Reyes
en el Colegio Nacional, sobre literatura y filosofía griega y leí gran parte de sus
libros. Los leía, me imagino, por el puro amor a su idioma, por la insospechada
música que encontraba en ellos, por la gracia con que, de repente, aligeraba la
exposición de un tema necesariamente grave. Borges, en un poema en
memoria del escritor mexicano, afirma:
En los trabajos lo asistió la humana
esperanza y fue lumbre de su vida
dar con el verso que ya no se olvida
y renovar la prosa castellana.
Era tal su discreción, que muchos aun ahora no acaban de enterarse de esa
hazaña portentosa: transformar, renovándola, nuestra lengua. Releo sus
ensayos y más me asombra la juventud de esa prosa que no se parece a
ninguna otra. Cardoza y Aragón sostiene que nadie que no hubiese releído a
Reyes podría afirmar conocerlo.
Debo a nuestro gran escritor y a los varios años de tenaz lectura de su obra la
pasión por el lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita
capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar refranes y una
radiante levedad reñida en apariencia con el lenguaje literario, en medio de
alguna sesuda exposición sobre Góngora, Gracián, Virgilio o Mallarmé. Si la
razón teórica en Reyes topó con mi sordera, le soy deudor en cambio del
acercamiento a varios terrenos a los que de otra manera quizás habría tardado
en llegar: el mundo helénico, la literatura española medieval y la de los Siglos
de Oro, la novela del sertón y la poesía vanguardista de Brasil, Sterne, Borges,
Francisco Delicado, Goethe sobre todo, la novela policial culta, ¡y tantas cosas
más! Su gusto era ecuménico. Reyes se movía con ligera seguridad, con
extremada cortesía, con curiosidad insaciable por muy variadas zonas
literarias, algunas aún poco iluminadas y entonadas. Acompañaba el ejercicio
hedónico de la escritura con otras responsabilidades. El maestro –porque
también lo era- concebía como una especie de apostolado compartir con su
grey todo aquello que lo deleitaba. Lo que mi generación le debe ha sido
invaluable. En una época de ventanas cerradas, de nacionalismo estrecho,
Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes. Evocarlo, me hace pensar en
uno de sus primeros cuentos: “La cena”, un relato de horror inmerso en una
atmósfera cotidiana, donde a primera vista todo parecía normal, anodino, hasta
podría decirse un poco dulzón, mientras entre líneas el lector va poco a poco
presintiendo que se interna en un mundo demencial, quizás en el del crimen.
Esa “cena” debe haberme herido en el flanco preciso. Años después comencé
a escribir. Y sólo hace poco advertí que una de las raíces de mi narrativa se
hunde en aquel cuento. Buena parte de lo que más tarde he hecho no es sino
un mero juego de variaciones sobre aquel relato.
Mencioné a Don Manuel Pedroso y a Don Alfonso Reyes como mis maestros.
Ambos era figuras imponentes en el mundo mexicano académico y cultural.
Toda la vida tuvieron condiciones óptimas para desarrollarse, venían de
familias opulentas, habían viajado y conocido a las mayores figuras de la
cultura por donde pasaban. Mi tercer maestro, Aurelio Garzón del Camino, era
en cambio modestísimo, baldado físicamente, pobre, oscuro, pero como los
otros dos vivía plenamente en la literatura.
En 1956, a los veintitrés, comencé a trabajar como corrector de estilo en la
Campaña General de Ediciones. En esa editorial hice amistad con Garzón del
Camino, un traductor infatigable que vertió al español la entera Comedia
Humana de Balzac, más todas las novelas de Zola y muchos otros libros
franceses. Era director de correctores en la editorial. Al poco tiempo habíamos
descubierto que coincidíamos en curiosidades literarias y que teníamos
amistades comunes. Tal vez lo que fundamentalmente nos unía era nuestra
devoción al humor y a la parodia, en la que él era maestro. Aquel modesto
gramático español, salvado por la Embajada mexicana de un campo de
concentración y transportado a México después de la hecatombe en España,
me transmitió su pasión por el idioma, que él convertía casi en una religión.
Con frecuencia salíamos a comer en los varios paraísos gastronómicos, no de
lujo, que había detectado cerca de la editorial, y en cada una de esas
ocasiones asistí a una lectura de literatura y gramática, enunciada con gracia y
sin pedantería. De él aprendí que el mejor estímulo para une escritor se
lograba acercándose a las épocas de mayor esplendor del idioma. Por eso
habría de tener a la mano a los clásicos mayores. Me explicaba, libro en mano,
que el estilo era una destilación de los mejores segmentos de la lengua, desde
el Cantar del Mío Cid, hasta el lenguaje de nuestros días, pero en el tránsito se
paseaba por los fastos del Siglo de Oro, las cadencias del modernismo, las
audacias vanguardistas de los años veinte y treinta del siglo pasado, hasta
llegar a Borges. Escribir –decía Garzón del Camino- no significaba copiar
mecánicamente a los maestros, ni utilizar términos obsoletos como lo habían
hecho algunos neocolonialistas mexicanos. El objetivo fundamental de la
escritura era descubrir o intuir el “genio de la lengua”, la posibilidad de
modularla a discreción, de convertir en nueva una palabra mil veces repetida
con sólo acomodarla en la posición adecuada en una frase.
Tal vez el mayor deslumbramiento en mi adolescencia fue el idioma de Borges;
su lectura me permitió darle la espalda tanto a lo telúrico como a mucha mala
prosa de la época. Lo leí por primera vez en un suplemento cultural. El cuento
de Borges aparecía como un ejemplo en un ensayo sobre literatura fantástica
hispanoamericana del peruano José Durand. Era “La casa de Asterión”; lo leí
con estupor, con gratitud, con infinito asombro. Al llegar a la frase final tuve la
sensación de que una corriente eléctrica recorría mi sistema nervioso. Aquellas
palabras: “¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo-, el Minotauro apenas se
defendió”, dichas de paso, como por casualidad, revelaban el misterio oculto
del relato: la identidad del extraño protagonista y su resignada inmolación.
Jamás había llegado a imaginar que el lenguaje pudiera alcanzar grados
semejantes de intensidad, levedad y extrañeza. Salí de inmediato a buscar sus
libros; encontré unos pocos, empolvados en los anaqueles de una librería: en
aquellos años los lectores mexicanos de Borges se podían contar con los
dedos, como en todas partes, hasta en la misma Argentina.
En el tiempo que descubrí a Borges comenzó a interesarme la narrativa
hispanoamericana. Leí a Alejo Carpentier. Del escritor cubano lo que me atrajo
fue el ritmo, la austera melodía de su fraseo, una intensa música verbal con
resonancias clásicas y modulaciones procedentes de otras lenguas y otras
literaturas. A la calidad de su idioma, Carpentier añadía los atractivos del
Caribe, su intrincada geografía, la apasionante historia, el cruce de mitos y de
lenguas, la reflexión política; todo ello integrado en tramas perfectas. El Siglo
de las Luces es una de las más excepcionales novelas de nuestra lengua, un
relato sobre la influencia iluminista tanto en las islas del Caribe como en tierra
firme, y una amarga y profunda reflexión sobre los ideales políticos: la
revolución, su triunfo, su transformación en razón de Estado; ideales
mantenidos en proclamas públicas pero negados y combatidos en la práctica.
En nada de lo que Carpentier escribió después encontré la misma tensión.
El exilio español enriqueció de una manera notable a la cultura mexicana. Las
universidades, las editoriales, las revistas, los suplementos culturales, el teatro,
el cine, la ciencia, la arquitectura se renovaron. Aquellos peregrinos, heridos
por una guerra atroz y derrotados, crearon una atmósfera intelectual mejor, nos
enseñaron a entender y amar a la España que ellos representaban y ampliar
nuestros horizontes. En la filosofía, María Zambrano y José Gaos, en la teoría
de la música, Adolfo Salazar y Jesús Bal y Gay, en la historia de las artes
plásticas Juan de la Encina, en el cine Luis Buñuel, y en la literatura, Luis
Cernuda, José Moreno Villa, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Mar Ar, José
Bergamín, al principio del exilio, el latinista Millares Carlo, y muchísimos más.
Nosotros estudiamos con pasión a los clásicos españoles desde siempre, por
ser también nuestros clásicos. Leíamos al Quijote, las Novelas ejemplares, la
Celestina, El buscón y gran tacaño, la literatura medieval y la de los Siglos de
Oro con el mismo interés que lo hacíamos con las literaturas contemporáneas.
Fuera de los clásicos, sólo me interesaba Valle-Inclán, Ramón Gómez de la
Serna, Antonio Machado y los poetas del 27. La literatura del XIX no la toqué
en la adolescencia, tenía fama de mojigata y de un costumbrismo regionalista.
De golpe, los españoles exiliados me descubrieron la grandeza de Galdós.
María Zambrano, Luis Cernuda, José Bergamín escribieron ensayos
extraordinarios en aquel tiempo sobre ese novelista. Después de Cervantes
estaba sólo Galdós. Para ellos no había una novela española que hubiera
podido superar a las cuatro de Torquemada, o a dos Episodios Nacionales:
Bodas reales o los duendes de la camarilla. Buñuel filmó tres de sus novelas:
Nazarín, Tristana y Halma, a la que tituló Viridiana. El discurso que leyó
Octavio Paz en este lugar en 1981 fue dedicado a Galdós, al último de la
segunda serie de los Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes
menos. El ensayo de Paz es magistral. Trata de la semejanza de la historia del
siglo XIX en España y en México: la permanente guerra entre liberales y
conservadores en los dos países, entre fanatismo contra tolerancia, Inquisición
contra libertad, legionarios celestiales contra la vida pública laica.
La libertad en El Quijote
Uno de los ejes fundamentales de El Quijote consiste en la tensión entre
demencia y cordura. En la primera parte de la novela sus andanzas terminan
en desastres, se extravían a cada momento, en cada aventura el cuerpo de
don Quijote yace descalabrado, apaleado, pateado, con huesos y dientes rotos,
o sumido en charcos de sangre. Esos acontecimientos hacían reír a sus
contemporáneos, quienes leían el libro para divertirse. Lo cómico allí es
aparente, pero en el subsuelo del lenguaje se esconde el espejo de una época
inclemente, un anhelo de libertad, de justicia, de saber, de armonía. Cervantes
fue desde joven un lector y admirador de Erasmo, por lo que logra intuir la
superioridad de una vida interior que vencerá al fin de vacuidad de los cultos
exteriores. Convierte la locura en una variante de la libertad. La libertad que
define en El Quijote:
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los
hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que
encierra la tierra ni el mar encubre, por la libertad así como por la honra
se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es
el mayor mal que puede venirle a los hombres”.
El autor se permite algunas libertades que pocos se atreverían. En un discurso,
uno de los más soberbios del libro, pronunciado a un grupo de cabreros
totalmente ignaros, compara los tiempos pasados con los detestables en los
que ellos vivían, donde el mundo se ha pervertido, manchado y corrompido. Es
un discurso de aliento humanista, renacentista, libertario. Todos ustedes lo
conocen porque se ha citado muchas veces. Comienza:
“- Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron
nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra
edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin
fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban
estas dos palabras tuyo y mío.”
Y en el cuerpo del monólogo se encuentra:
“Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia .... Entonces se
declaraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del
mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo
de palabras para encarecerlos. No había el fraude, el engaño ni la
malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en
sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y
los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La
ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez,
porque entonces no había que juzgar ni quién fuese juzgado... Y ahora,
en estos nuestros detestables siglos, no está seguro ninguno. Para cuya
seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se
instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las
doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los
menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien
agradezco el agasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi
escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven
obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que
sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón
que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra”.
Salvo las nueve últimas disparatadas y regocijantes líneas que descienden a
celebrar la orden de los caballeros andantes, la lección de don Quijote sería
casi un fragmento de La ciudad del sol, la utopía de Campanella, a quien, por
escribirla, recluyeron varios años atormentándolo hasta ejecutarlo en las
cárceles de la Inquisición.
El capítulo donde Sancho Panza encuentra a Ricote, el morisco, quien relata
todos los sufrimientos de él y su familia en el extranjero debido al edicto del rey
de desterrar a cientos de miles de su raza es el más atrevido de toda la obra.
Thomas Mann se asombró de la valentía de Cervantes para tocar aquel asunto,
entonces muy reciente, y de que en la novela llegara a permitirse hablar de
“libertad de conciencia”.
Cervantes ejerce también una libertad absoluta en la estructura de El Quijote.
La demencia le ofrece un marco propicio y la imaginación se la potencia. Hay
espléndidas novelas cortas esparcidas en el viaje de don Quijote y Sancho,
algunas sin relación con la trama, por ejemplo, una oscura historia de amor y
muerte, “El curioso impertinente”, que sucede en la lejana Florencia,
encontrada por un sacerdote en una venta y leída a los viajeros y los mozos de
servicio; de pronto surgen monólogos filosóficos, discusiones sobre literatura y
teatro en términos académicos. Es muy difícil a un autor armonizar una trama
donde la tragedia o la crueldad estén integradas al carnaval, a la parodia y la
caricatura. Y aún más arduo, que esas infinitas imbricaciones logren un
resultado de esplendor, de veracidad y de grandeza.
Cervantes es un adelantado de su época. No hay ninguna ulterior corriente
literaria importante que no le deba algo a El Quijote: las varias ramas del
realismo, el romanticismo, el simbolismo, el expresionismo, el surrealismo, la
literatura del absurdo, la nueva novela francesa, y muchísimas más encuentran
sus raíces en el libro de Cervantes. Víctor Sklovski, en 1922, descubrió que la
novela no sólo fue la más nueva en la época de Cervantes, sino que en el siglo
XX, en la época de las vanguardias, seguía siendo la más contemporánea de
todas.