Premio Cervantes 2002
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Novelista, poeta, ensayista español
(Langa, Ávila, 1930)
Su vida ha transcurrido prácticamente en
Alcazarén. Estudia Derecho, Filosofía y Letras y Periodismo en las Universidades de
Valladolid, Salamanca y Madrid.
Inicia su labor periodística en El Norte de Castilla bajo la dirección de Miguel Delibes.
Fue corresponsal en el Concilio Vaticano II.
En 1992 fue nombrado director de El Norte de Castilla hasta su jubilación, en 1995.
Durante estos años y los precedentes desarrolla tareas como editorialista y como
comentarista de política internacional. Desde ese periódico y desde ABC, ha venido
relatando la actualidad del país a través de infinidad de artículos cuya calidad y
justeza literaria lo han convertido en uno de los más prestigiosos columnistas españoles.
El filósofo español Reyes Mate ha dicho, refiriéndose a su capacidad narrativa:
“Escritores que dominen el lenguaje o que sepan contar historias hay muchos; menos,
sin embargo, son los que consiguen llevar la escritura hasta el silencio, de suerte que la
palabra guarde al silencio. Jiménez Lozano es uno de ellos”.
En 1971 publica su primera novela Historia de un otoño, que cuenta la rebelión de las
monjas del monasterio de Port-Royal por defender su conciencia, en la primera mitad
del siglo XVII, en Francia. En esa década le siguen El sambenito, La salamandra, que
tiene como fondo la guerra civil española, y El santo de mayo.
En 1985 publica el primer volumen de sus diarios, que recoge sus anotaciones, Los tres
cuadernos rojos, al que sucederán Segundo abecedario (1992), La luz de una
candela (1996) y Los cuadernos de letra pequeña (2003).
Sus novelas tratan, con pureza y profundidad, temas religiosos, sociales y políticos,
descubren la naturaleza o muestran su amor por Castilla, a la que a menudo dedica su
obra.
Ha publicado más de cuarenta títulos. Sus novelas: El mudejarillo (1992); Relación
Topográfica (1993); La boda de Ángela (1993), mirada de «castellano viejo», como lo
define Miguel Delibes; Teorema de Pitágoras (1995); Las sandalias de plata (1996); Los
compañeros (1997); Ronda de noche (1998); Las señoras (1999); Maestro Huidobro
(1999); Un hombre en la raya (2000); Los lobeznos (2000); El viaje de Jonás (2002); Carta
de Tesa (2004); Historia de un otoño (1971); Duelo en la casa grande (1982); Parábolas
y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yéhuda, 1325-1402 (1985); Sara de Ur (1989).
Entre sus relatos cortos, hallamos: El santo de mayo (1976), El grano de maíz rojo (1988),
Los grandes relatos (1992),·El cogedor de ancianos (1993), Un dedo en los labios (1996),
Antología de cuentos (2004) y El ajuar de mamá (2006).
Y se ha acercado al ensayo gracias a su formación humana e intelectual, que le ha
servido para defender la libertad y el pluralismo y para adentrarse, en media docena
de ensayos, en el estudio de los más diversos aspectos históricos, literarios y culturales.
De entre ellos hay que hacer mención de su Guía espiritual de Castilla (1984), Ávila
(1988), El Narrador y sus historias (2003) y Contra el olvido (2003).
“Lo primero que llama la atención –dice Reyes Mate- es la búsqueda del misterio, de lo
oculto en la narración, aspecto éste que tan bien domina en sus relatos cortos. Sus
historias no acaban redondas. Los finales, por el contrario, asaltan al lector, creando
unas veces desasosiego, otras una sonrisa compasiva o bien un recuerdo solidario”. Ahí
está su colección de cuentos El grano del maíz rojo, por la que recibió, en 1989, el
Premio de la Crítica. En ese mismo año, fue Premio de Castilla y León de las Letras.
Después de haber escrito novela, cuento y ensayo, publica en 1992 su primer libro de
poemas titulado Tantas devastaciones (1992) al que le siguen Un fulgor tan breve
(1995), El tiempo de Eurídice (1996), Los pájaros (2000), Elegías menores (2002), Elogios y
celebraciones: antología desordenada (2005), Enorme luna (2005).
En 1988, recibe el Premio Castilla y León de las Letras por el conjunto de su obra. En
1992 se le concede el Premio Nacional de las Letras.
Según cuenta María Aurora Viloria: “Las Edades del Hombre, la gran aventura de la
Iglesia en Castilla y León y el proyecto cultural más importante de los últimos quince
años, nacieron una tarde de verano alrededor de la mesa camilla de un despachito
de Alcazarén. La idearon José Jiménez Lozano y quien fue hasta su muerte el
comisario general, el sacerdote José Velicia”. La exposición se inauguró en 1988.
Además de ser el autor de los guiones de las cuatro exposiciones de la primera etapa
(Valladolid, Burgos, León y Salamanca), Jiménez Lozano es el autor de la letra de una
cantata para Las Edades del Hombre que tiene música compuesta por Pedro
Aizpurúa.
Como periodista, le fue concedido, por unanimidad, el Premio Luca de Tena de
Periodismo en 1994 por El eterno retablo de las maravillas y el V Premio Nacional de
Periodismo Miguel Delibes, el 18 de diciembre de 2000, por el artículo “Sobre el español
y sus asuntos”.
Colaborador desde 1998 de la sección diaria Rinconete del Centro Virtual Cervantes,
ha escrito sobre la mística española –es uno de los más importantes estudiosos del
tema- y sobre la tierra castellana y su lenguaje, de la que es profundo conocedor y ha
hecho minuciosas observaciones sobre la contradictoria condición humana, siempre
desde la perspectiva de la libertad y el humanismo, desde el pluralismo y la crítica.
En 1999 recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Es patrono de la
Residencia de Estudiantes y de la Fundación Duques de Soria, y miembro del
Patronato del Instituto Cervantes.
Cuando se le concedió el Premio Cervantes, el jurado se refirió a José Jiménez Lozano
como “un hombre de letras que vive en, por y para las letras, ajeno a cualquier otro
compromiso, pero intensamente comprometido con lo humano”.
En ese momento, el filósofo Reyes Mate escribió: “José Jiménez Lozano no es un
escritor convencional, por eso el Premio Cervantes de este año es diferente. ¿Termina
en silencio toda escritura?, se pregunta él, y responde: La vida de uno mismo, que
algunas metodologías siguen creyendo que tiene tanta importancia, aparece como
no-nada. Es en la asunción de la realidad, en la vida interior de donde nace todo. No
la cotidianeidad de uno mismo que, como digo, no es nada. Lo que sorprende en su
obra es la idea que tiene de la escritura, idea amasada en años de reflexión gracias a
una inmensa curiosidad intelectual. Que un escritor así, como es Pepe Jiménez Lozano,
logre el reconocimiento general es uno de esos signos que, según Emmanuel Kant,
muestran el progreso moral de la humanidad”.
SEGUNDA NOTA BIOGRÁFICA:
BIOGRAFIA:
JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO nació en Langa (Ávila) en 1930. En 1988 recibió el Premio Castilla y León de las Letras por el conjunto de su obra, y por el mismo concepto obtuvo en 1992 el Premio Nacional de las Letras Españolas. Entre sus ensayos cabe destacar Guía espiritual de Castilla (1984), Los ojos del icono (1988) y Retratos y naturalezas muertas (200 l). Su obra narrativa comprende títulos como Historia de un otoño (1971), El santo de mayo (1976), Duelo en la casa grande (1982), El grano de maíz rojo (1988, que obtuvo el Premio de la Crítica), Los
grandes relatos (1991), El mudejarillo (1992), La boda de Ángela
(1993), Teorema de Pitágoras (1995), Las sandalias de plata (1996), Un dedo en los labios (1996), Los compañeros (1997), Ronda de noche (1.998), Las señoras (1999), Maestro Huidobro (2000), Un hombre en la raya (2000) y Los lobeznos (2001). Es, además, autor de diarios como Los tres cuadernos rojos (1986), Segundo abecedario (1992) y La luz de una candela (1996), y de los volúmenes de poesía Tantas devastaciones (1992), Un fulgor tan breve (1995), El tiempo de Eurídice (1996) y Elegías menores (2002).
Ha sido galardonado con el Premio Miguel de Cervantes 2002.
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JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO nació en Langa (Ávila) en 1930. En 1988 recibió el Premio Castilla y León de las Letras por el conjunto de su obra, y por el mismo concepto obtuvo en 1992 el Premio Nacional de las Letras Españolas. Entre sus ensayos cabe destacar Guía espiritual de Castilla (1984), Los ojos del icono (1988) y Retratos y naturalezas muertas (200 l). Su obra narrativa comprende títulos como Historia de un otoño (1971), El santo de mayo (1976), Duelo en la casa grande (1982), El grano de maíz rojo (1988, que obtuvo el Premio de la Crítica), Los
grandes relatos (1991), El mudejarillo (1992), La boda de Ángela
(1993), Teorema de Pitágoras (1995), Las sandalias de plata (1996), Un dedo en los labios (1996), Los compañeros (1997), Ronda de noche (1.998), Las señoras (1999), Maestro Huidobro (2000), Un hombre en la raya (2000) y Los lobeznos (2001). Es, además, autor de diarios como Los tres cuadernos rojos (1986), Segundo abecedario (1992) y La luz de una candela (1996), y de los volúmenes de poesía Tantas devastaciones (1992), Un fulgor tan breve (1995), El tiempo de Eurídice (1996) y Elegías menores (2002).
Ha sido galardonado con el Premio Miguel de Cervantes 2002.
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RESEÑA:
Teorema de Pitágoras es una novela que aborda algunos de los problemas más ásperos y graves de nuestro mundo: desde la violencia urbana a la realidad nuclear, el tráfico de cuerpos y órganos humanos, la memoria o el rastro del espíritu de Auschwitz, el racismo o la terrible, oscura enfermedad del siglo, pero también es la narración del pequeño y aparentemente irrisorio, mas absolutamente necesario, dique de contención de todo este alud, construido cada día por la tenacidad y la alegría de unos cuantos seres humanos. El relato muestra escenarios singulares y lejanos en plena selva africana, pero también otros que se pueden hallar en cualquier suburbio de nuestras grandes ciudades y sus pequeños consultorios de barrio, «pobres gentes» y «demonios» dostoievskianos, en fin, junto al estruendo de pandillas callejeras o en medio del silencio de laboratorios y tertulias de grandes negocios. Teorema de Pitágoras representa un giro mayor y absolutamente nuevo en la ejemplar trayectoria novelística de José Jiménez Lozano.
***
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 2002
Discurso de JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Ocupo en estos momentos de la recepción del Premio Cervantes esta
prestigiosísima cátedra del Aula Magna de esta Universidad de Alcalá, de un
tan alto grosor y peso en la historia intelectual y cultural de España, porque en
ella me ha instalado por unos momentos la gratuidad de dicho honor y
distinción, para agradecerlos, y mostrarme comprometido a hacerles honor en la
medida de mis fuerzas. Y las necesitaré porque, en este caso concreto del
Premio Cervantes, hay ciertamente, para quien lo recibe, un plus de deuda y
exigencia más allá de la literatura. Lo que queda explicitado, con sólo aludir a
la entidad y significación del nombre de dicho galardón, y de las manos de
quienes se recibe.
Por su obra entera, en efecto, y de modo muy especial por el uso que de
la lengua hace, se ha convertido Cervantes en símbolo o hasta encarnación de
España, y la Corona lo es por la naturaleza y significado mismos de la
institución y su historia, que han estado ligadas, como va de suyo, a esta
empresa de la lengua. Y ello, tanto por conciencia de lo que la lengua implica
en la comunidad de la que la Corona es cabeza, como por la atención personal
de los monarcas, manifestada ampliamente en patrocinios, mecenazgos,
protecciones, ayudas y espoleos; y de una manera muy singular, y como
recogiendo toda esa herencia, se muestra en la preocupada atención de los
actuales Reyes de España. Y no únicamente en el ámbito de ésta, sino en el otro
magno ámbito de las naciones que hablan español, y componen una como
provincia entera de la cultura humana, por encima y por debajo de la diversidad
política u otras diferenciaciones de cualquier tipo. El español nos rige.
La realidad es ciertamente de estas dimensiones, y, consciente de ello,
quizás me conviniera callarme con la mera enunciación de mi agradecimiento y
mi disponibilidad personal, como ya he hecho, que poca cosa es, aunque la
única hacedera para mí. Lo que pasa es que ser escritor – o escribidor como me
gusta decir para quitar empaque a un oficio que al fin y al cabo es tan modesto
– supone andar metido en todas esas responsabilidades de la lengua para
nombrar al mundo, como desde lo que llamamos literatura se nombra, y John
Keats nos explica tan hermosamente cuando nos dice que hay que hacerlo,
teniendo los pies en el jardín de casa, y tocando con un dedo en las esferas del
cielo. Con estas pretensiones y necesarias auto-exigencias vive un escribidor,
aunque nunca las logre, y, porque sabe esto, a algún árbol tiene entonces que
arrimarse, que dé sombra a esta empresa. Y, en esta gran provincia universal del
español que antes decía, tenemos al señor Miguel de Cervantes, que es nombre
y olmo altos, y cuenta y pesa en los pensares y sentires universales y hondos.
En las viejas y algo destartaladas escuelas rurales, y en las otra aulas
de luego estudios medios y superiores, a veces de no mucho mayor acomodo,
sucedía, sin embargo, algo tan extraordinario como en el cuento de la
Cenicienta, cuando ésta se queda en casa a realizar las azanas más serviles de
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 2002
Discurso de JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
ella, mientras su madrastra y sus hermanas asisten a una brillante fiesta en un
palacio. Esto es, sucedía que aparecía una carroza de cristal en la que iba un
príncipe, nos invitaba a subir a la carroza, y partíamos. No sabíamos adónde, y
ni siquiera si regresaríamos.
Tal y tan fantástico, en efecto, es, en el acto de leer, el encuentro primero
y radical con un escritor y una escritura, que se nos hacen admirar, cuando
tenemos intacta todavía nuestra capacidad de maravillarnos, incluso si entonces
no le entendemos a derechas, ni podríamos entenderlo. Nos bastaba saber que
aquellos hombres eran grandes para rendirles nuestro respeto y entregarles
nuestra fiducia. Y había que hacerlo, y lo hacíamos sobre todo con uno de ellos,
un señor Miguel de Cervantes que era titulado Príncipe de los Ingenios, pero
del que sabíamos su verdad, tal y como Mayans y Siscar la enunciaba al escribir
que, viviendo fue un valiente soldado aunque muy desvalido, y escritor muy
célebre pero sin favor alguno. Y aún peor, porque, a fin de cuentas, era, y es,
escribidor, que ponía y pone a sus lectores en esa misma situación que él mismo
describió cuando decía que lo único importante era caer en la cuenta de que se
tiene un ánima, y esto es en lo último en que queremos caer en la cuenta cada
uno de nosotros, porque si la locura de la sinceridad se apropiara del mundo
¿qué quedaría del mundo?, y, cuando me tome la locura de la sinceridad, ¿qué
quedará de mí?, nos preguntamos todos, consciente o inconscientemente, con
Marcel Jouhandeau.
¡Dios sabe lo que diría el señor Miguel de Cervantes de las cosas y
aventuras de ahora! Él es uno de los antiguos rostros pálidos europeos de los
que, según la modernidad, no puede importarnos nada, y del que para nada
necesitamos desde la altura de estos tiempos; de manera que no es que esté
escondido por amedrentado con estas altanerías, sigue por donde siempre sus
pasos y costumbres fueron; y no es que no sea reconocible, sino que no
tendríamos nada que conversar con él, si nos lo encontráramos como en otro
tiempo. Pongamos por caso en una posada o mesón, charlando o jugando a las
cartas, yendo a pie, o jinete en asno o mula de eclesiástico, en algún alto de un
viaje, o, desde luego, escribiendo en un aposento de su casa, con la mano
entumida apoyada en su mejilla y en la otra la pluma, y con la mirada pasmada
buscando palabra exacta, carnal y verdadera, para lo que trata de escribir.
Mi hermano trata de sus cosas en su cámara, decía su hermana Andrea,
cuando por el señor Miguel de Cervantes se preguntaba, en su casa de Valladolid.
Porque mi hermano, por ser hombre que escribe e trata negocios, e que, por su
buena habilidad, tiene muchos amigos.
Y sus cosas eran que tenía visitas de banqueros de Portugal y Caballeros de
Santiago, o andaba en sus figuraciones de escritura, y negocio de las palabras,
como diría ahora mismo el Maestro Luis de León, que por estas aulas alcalaínas
pasó aprendiendo. Y trataba este negocio de las palabras el señor Miguel de
Cervantes, cuando tenía tiempo, o el tiempo le sobraba porque ya no tenía empleo
como no fuera el de tratar con impresores, o quizás de ver como se arreglarían las
viejas cuentas de los tiempos de sus recaudaciones andaluzas, o de forjar y armar
algún negocio, en la medida en que un banquero ha de hacer negocios con quien no
tiene dineros, aunque sí melancolías de Italia y hasta quizás de Portugal sólo
entrevisto. Porque también las tenía de las ínsulas y navegaciones de los mares del
Norte, y nunca había estado en ellos, pero guardaba amores y laceraciones allí
ocurridas en esas mismas tierras y mares de su ánima, que ya serían, en adelante,
verdaderos para todos nosotros.
No era seguro siquiera que el señor Miguel de Cervantes tuviese una estancia
para sí mismo, siendo tan estrecha la vivienda y viviendo el allí con cinco mujeres,
sus deudos, y vecinos de vidas pobres y dobladas. Quizás nunca tuvo esa estancia
para sí mismo que Virginia Wolf y Teresa de Avila querían para ser, y ser ellas
mismas, salvo cuando en Sevilla su amigo Tomás Gutiérrez, un antiguo cómico, se
la cedía en aquella su posada principesca. Toda la vida debió de estar buscando tal
estancia. Es decir, lugar para estar y escribir, que fuese de condición apartadiza y
con silencio, desde el que no se oyeran voces ni ruidos descompasados, y en el que
todo no fuera un entrar y salir, y un decir continuo de voy a por esto, me he dejado
lo otro, preguntan a la puerta por vuesamerced, ha llegado una carta y hay que
pagar su porte. La casa de Tócame Roque era aquella casa de Valladolid, aunque
quizás la recordase luego cuando la tranquilidad de su otra casa de Madrid estaba
hecha no del silencio como de Cartuja, sino de silencios de olvidos, y de pesares
que pesan, y no dejan hablar ni escribir, con ellos sobre el ánima. Pero de ésta, del
ánima, hizo casa bien segura, y desde ella respondía. y responde siempre, porque
historia a historia, se hila y se recuerda.
Así que, recordando por mi parte, el simplicísimo y tremendo prólogo al
Persiles en el que Cervantes cuenta que en el camino de Esquivias a Madrid. fue
reconocido por un estudiante que comenzó a gritar, entusiasmado: Éste es el manco
sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente el regocijo de las Musas, lo
que es resumir, por cierto, las cosas que habitualmente seguimos diciendo de este
hombre y su escritura, y recordando, asímismo, que él, el señor Miguel de
Cervantes, contesta que no es eso, que ése es un error donde han caído muchos
aficionados ignorantes; yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las Musas,
ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho, yo no quisiera tampoco decir aquí
palabra que el propio señor Miguel pudiera llamar y llamara baratija, que es decir,
retórica, amplificación, fabricación de ens fictum o realidad fingida, faux brillant;
porque son las palabras las que dan el sentido y no al revés, que decía monsieur
Pascal. Y tal es la gloria y el misterio de la literatura, que es el alzar vida con
palabras hasta de un cuerpo muerto, y asentar en la verdad las historias que se
cuentan.
En la escritura, nadie es grande por su estilo, sino por su gramática; no lo es
por su crítica política, social o de costumbres, sino por tocar la gloria y la llaga de la
naturaleza trunca del destino humano, que parece revelarse sólo a aquellos que,
como el señor Miguel de Cervantes, prestan mucha atención y tienen mucha
misericordia con los hombres, y desarman con su ironía el nudo gordiano de las
paradojas del vivir, sus insolubles enigmas, aceptándolos como se están y son, y
contándolos en una lengua que, en feliz formulación de Marcel Bataillon, si se la
compara con los guisos condimentados, y hasta salpimentados de su tiempo
aunque no sólo del suyo, tiene la sabrosa insipidez de la leche o del pan. Más que
ningún otro escritor [...] él permanece fiel al ideal de transparente sencillez que
Juan de Valdés había formulado en el Diálogo de la lengua: escribir como se
habla. Estética igualmente, de mis señoras y señores de Port-Royal des Champs,
por cierto; y la misma del querido Maestro Luis de León, según le contestó a un
denunciador suyo algo redicho, diciéndole que así tan simplemente hablaba y
escribía, porque no sé otro romançe que el que me enseñaron mis amas, que es el
que ordinariamente hablamos.
Este señor Miguel de Cervantes se alimenta de la memoria y de la escucha,
que son la materia del contar; personas y lugares que han herido su alma, para que
la de quienes le lean también quede lacerada por las palabras, y dé un vuelco;
porque del ánima y sus pasiones trata siempre un narrador de historias, y no de otra
cosa; esto es, de la singularidad de cada vida, y su destino. Para remover otras
vidas.
El pensamiento renacentista del que Cervantes es hijo impregna su escritura
de todos los grandes temas y preguntas del tiempo, y no ciertamente como
importados del pensar especulativo y discursivo ajenos y europeos, como ha sido la
tendencia a ver las cosas a veces, quizás embaucados por la trampa del Prólogo a la
Primera Parte del Quijote, sino porque él mismo, Cervantes, es un humanista, y
lleva en su propio espíritu todo ese problematismo y sus vivencias, pero expresa
todo eso, obviamente, como lo hace un escritor, que es modo bien distinto del
especulativo en que se expresará Erasmo, pongamos por caso. Pero el Cervantes
contador de historias es un humanista más, entre los que reclaman para la literatura
el estatuto de conocimiento, y maneja él mismo los mismos topoi y categorías, o
imaginarios, del tiempo; tales como la moria, los fantasmas, y el stultus, o scurra, a
su modo de escritor, como digo; y también están en sus pensares los otros asuntos
de la gloria de las letras, la pertinencia de las lenguas vulgares para nombrar el
mundo y como lenguaje de disciplina, pero, desde luego de manera eminente, en el
diario vivir humano para verdad y eficacia del nombrar; y están, en fin, la dignidad,
la fineza del sentir y de la palabra de los más sencillos, y de los seres de desgracia.
Y de tal manera esto último que Cervantes puede, y debe, ser incluido, sumo honor
realmente, en ese pequeño número de genios verdaderos que Simone Weil señala
como los únicos dignos y capaces de mostrar la desgracia y la condición de los
aplastados por ella, y que no debemos confundir con los poseedores de talento, que
es muy otra cosa; algo brillante y ruidoso siempre desde luego, pero, como Ernest
Renan pensaba, al fin y al cabo, sólo la forma más baja de la inteligencia. Estamos
hablando de quienes no producen las genialidades y esplendores del talento, sino
que se asoman a pozos y a abismos, o desposan sencillamente los susurros y la
misericordia. De manera que no podemos ofender el lenguaje de Cervantes,
declarándole por nuestra cuenta dechado y falsilla de la buena prosa, porque baratija
sería; se trata del lenguaje, - armonía y dulzura, para utilizar otra fórmula
frayluisiana -, que hace que vivamos y desperemos, que nos lacera, o por el que nos
llena de alegría aquello que leemos y una escritura dice; esto es, realmente una
lengua carnal y verdadera, y no una alquimia o juego de palabras, pura técnica del
ars dicendi, un aspecto en el que Cervantes se apartaría del pensar, del sentir y del
uso de su tiempo, que pertenece a un nivel de realidad, al fin y al cabo, formal e
instrumental, incluso si es soberbiamente retórico. Y aquí me remito a una especie
de palabras fundantes al respecto del profesor Lázaro Carreter, cuando escribe que
don Quijote es un héroe novelesco enteramente insólito, inimaginable en época
anterior: un enfermo por la mala calidad del idioma consumido; y la mala calidad
es la de toda lengua que no nombra, por coruscante que sea y nos deslumbre. Y lo
es la de la lengua instrumental y ahí-a-la-mano, banalizada y sin sonoridad a ser
humano y a grosor de siglos, o la lengua encanallada por los dos grandes
totalitarismos y la comercialidad de nuestro tiempo, que ciertamente nos llevan a la
locura y al crimen - porque en la base de ambos está, desde luego, la gramática - y
nos impiden el conocimiento y el autocomprendernos en el mundo, que es para lo
que se escribe. Herr Martin Heidegger describía a la palabra como la casa del ser;
pero nosotros, aunque mucho más modestamente, podemos alzar nuestra
experiencia de este negocio cervantino de las palabras que nombran, comprobando,
en verdad, que sólo ellas nos instalan en el conocimiento y abrigaño en los adentros,
y nos permiten no permanecer en la pura instrumentación y desamparo.
En la casa levantada con palabras por el señor Miguel de Cervantes, y
ahora mismo, podemos nosotros escuchar esas voces que hablan de nosotros, y
de los hombres de cada tiempo, como ocurre siempre con los personajes y las
voces de las grandes creaciones literarias, incluso si un tiempo como el nuestro
no quiere saber nada de historia, ni de historias de hombre, y el oficio de
novelista es una tarea profundamente misteriosa que molesta al mundo
moderno, como comprobaba, hace ya cuatro décadas, la novelista
norteamericana, Flannery O´Connor. Pero aquí, Cervantes nos repite, ahora, no
con ninguna clase de autoridad postiza que jamás tuvo, sino con su antigua
palabra susurrada y poderosa, que él nunca quiso irse con la corriente del uso.
Porque los usos pasan, y van a dar a la mar, derechos a se acabar y consumir,
pero los hombres necesitan siempre una gran misericordia y viático de ironía,
para vivir apacible y serenamente, y como hombres, incluso en medio de
desazones y tormentas. Y de armar historias, para nuestro conocimiento y
consuelo precisamente, se ocupaba el señor Miguel de Cervantes, en la cámara
de su casa, en su mechinal de posada, o en su baño de Argel, o incluso cuando
ya la muerte le dio cita y plazo, que no otra cosa es ese castillo de cristal del
Persiles, tallado como un diamante oscuro, porque es como un resumen, - la
fragancia del vaso, que Azorín diría admirablemente - de todos los sueños y
enigmas de los hombres; una callada armonía de voces y decires, historias de
mil vidas que, al decirse, implican otras vidas, y otros tiempos, y todos los
anhelos del vivir desviviéndose, en ínsulas extrañas, las de los adentros, en las
que aquellas historias se sajan y revelan; o quedan en el misterio enquistadas. Y
todo ello contado con tan suave cuidado y dolorido sentir, tanta misericordia, en
una lengua antigua y tan sin tiempo, como Bach componía con sus
anacronismos sus caprichos de alabanza o piedad; como candelas para luz del
alma, que eran a las que volvía sus ojos don Quijote, a la hora de morir,
queriendo entonces hacerse caballero de una Caballería perdurable.
Hay en ese sueño, que es el Persiles, un tal atendimiento a la precisión y
armonía de la lengua, en efecto, que ciertamente ahí se aúnan el espíritu de
fineza y el de geometría, de los que hablaba Pascal, y componen un discurso
como el de Spinoza; y de tal modo se torna obsesiva la cuestión de la
honestidad del pensar y el escribir contando historias verdaderas, que todo eso
sitúa también al señor Miguel de Cervantes, entre ellos e inter pares, en los
otros altos momentos del pensar y el sentir barrocos. Baruch de Spinoza tenía
en su biblioteca las Novelas Ejemplares de Cervantes, y conocía a un hombre
de letras que, por alguna laceración en su existencia, también se creía de cristal
como el licenciado Vidriera cervantino; y guiños son éstos que hace la vida
como las novelas que son vida, aunque no se ajusten a cánones como las del
señor Miguel de Cervantes, sino que estén regidas más bien por el spinoziano
sentir de que no se debe reír ni llorar ante la aventura de la vida humana y su
oscuro discurrir y destino, sino sólo tratar de comprender, y que es mejor un
sueño o esperanza gozosos que la certidumbre de una desgracia. Lo que ni
ahora ni nunca, desde luego, va, ni irá jamás, con la corriente del uso.
Cervantes sabe, y lo muestra - y esto sólo lo saben y lo muestran los
grandes que con su gramática nombran el mundo y las historias de los hombres
como lo hizo Adán con los animales - que todo es nada, sólo niebla y humo, y
que también el escribir lo es. Qohélet ya lo había avisado más de dos mil años
antes, pero también que no se dejarían de escribir libros, porque, al fin, el
mundo y el rostro de los hombres y los libros humo son, pero también gloria y
alegría, y hay que desposar y vivir éstos, antes de bajar a lo oscuro, amparados
a la luz del alma. Y esto es caer en la cuenta de que se tiene una, como el señor
Miguel decía, según apunté más arriba, y de que ésta está siempre inquieta por
la verdad y la hermosura. La escritura alimenta ese anhelo, y lo satisface con
sus transfiguraciones y presencias reales.
Las grandes horas de España, como las de cualquier civilización y
empresa del espíritu, siempre de la corriente del uso se separan y desgajan. De
la tensión y entrecruce de pensares, sentires y vivires, de la España de las tres
leyes – única en Europa -, y de la de la interior aventura de los conversos - que
es un hecho mayor en la cultura europea, porque ahí nace la conciencia no del
yo cartesiano sino del yo existencial y vívidero -, se origina el más alto
esplendor de nuestra hermosura literaria, en toda la enorme provincia misma de
la Hispanidad de la que antes hablaba, y en las comunidades donde se da aún la
pervivencia del judeo-español, que nuestra ánima lleva y preserva.
Deseo, para España y su cultura, que, abiertas y entrecruzadas con los
sentires y saberes del mundo entero, porque el solipsismo cultural es un puro
sinsentido, se sigan estando en su ser mismo, y que allí donde estén ellas, esté el
centro, como, en la gloriosa discusión sobre quién presidiría la mesa, dijo don
Quijote a Sancho en casa de los duques; y no a tontas ni a locas precisamente,
sino sabiendo. No a baratija, sino a ánima, como yo quisiera haber pergeñado
un apunte o silueta, aquí, ante ustedes y en la presencia de los Reyes de España,
acerca del señor Miguel de Cervantes, de nuestra lengua, y de quienes en el
ancho mundo la hablan, o la entienden, y la aman.
Majestades, acepten este mi deseo como un voto antiguo, al que nobleza
obligaba, ya que he quedado enrolado en este negocio y vinculación cervantinos
por la distinción misma que se me ha concedido. La civilidad y la cristiandad,
dice Pascal que impiden hablar de uno mismo, y hasta pronunciar el primer
pronombre personal; pero espero no faltar a esta gramática, que llevo en mi
propio corazón, si sólo apunto a ese mi yo un solo instante para decir, sencilla
y nuevamente: GRACIAS.
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José JIMÉNEZ LOZANO.
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