Bergson, Henri-Louis (1859-1941) HIST. Filósofo vitalista y espiritualista francés. Nació en París, de madre inglesa y padre exiliado polaco de origen judío. Cuando era joven demostró aptitudes tanto para las disciplinas humanísticas como para las científicas (ganó varios concursos de matemáticas), pero decidió estudiar filosofía en la École Normale Supérieure, con E. Boutroux y L. Ollé-Laprune. Ejerció como profesor de enseñanza secundaria en varios Liceos: en Angers, en el Liceo Blaise Pascal de Clermont-Ferrand y en París. Los años de estancia en Clermont-Ferrand fueron definitivos para la maduración de sus tesis y para la continuación de la recepción de la influencia tanto del empirismo inglés (especialmente de Hume) y del evolucionismo de H. Spencer, como del espiritualismo francés de Maine de Biran, J. Lachelier y Ravaison (a quien más tarde Bergson sustituyó como miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas con el discurso La vida y la obra de Ravaison). También, durante los años de estancia en Clermont-Ferrand, Bergson empezó a manifestar su interés -aunque siempre muy cauto-, por los fenómenos parapsicológicos (posteriormente fue miembro del Instituto General Psicológico de París y Presidente de la British Society for Psychical Research de Londres).
En 1889, año en que abandonó Clermont-Ferrand para instalarse en París (donde fue profesor en los liceos Louis le Grand y Henri IV), obtuvo el doctorado en filosofía con sus dos tesis: Quid Aristoteles de loco senserit, (tesis en latín) y especialmente con el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, obra que causó gran impacto, y que se publicó el mismo año 1889. Tras la publicación de su segunda gran obra, Materia y memoria, en 1896, y La risa, en 1900, obtuvo una cátedra en el Collège de France, donde sus conferencias alcanzaron gran fama. En 1907 publica su tercera gran obra: La evolución creadora. En 1914 fue aceptado como miembro de la Academia francesa y en 1928 recibió el premio Nobel de literatura. Durante la primera guerra mundial, y en los años posteriores, obtuvo varios encargos diplomáticos, y viajó por varios países dando conferencias filosóficas (Londres, Nueva York, Madrid...). Su última obra, Las dos fuentes de la moral y de la religión, apareció en 1932. Murió en París, al año siguiente a la ocupación de los nazis. Pese a haberse acercado muchísimo al catolicismo en los últimos años de su vida, quiso morir como judío, como dijo en su testamento, para participar de la suerte de los que habían de ser perseguidos.
A todos los estudiosos de la OBRA DE BERGSON, les ofrezco las primeras páginas del interesante libro de:
HENRI BERGSON
INTRODUCCIÓN A LA METAFÍSICA
Traducción de RAFAEL MORENO
CENTRO DE ESTUDIOS FILOSÓFICOS UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
CUADERNO 8
1960
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO.
Rector Dr NABOR CARRILLO.
Secretario General Dr EFRÉN C DEL Pozo.
Director de Publicaciones Lic. HENRIQUE GONZÁLEZ CASANOVA.
CENTRO DE ESTUDIOS FILOSÓFICOS.
Colección CUADERNOS Director EDUARDO GARCÍA MÁYNEZ.
Secretario RAFAEL MORENO Consejero ROBERT S HARTMAN.
Titulo original: Introduction à la Méthapkysique.
(Ensayo aparecido en la Revue de Métaphysique et de Morale-, 1903; para la traducción se utilizó el texto de La Pensée et le Mouvant: Œuvres, édition du centenaire (pp 1392-1432) . Presses Universitaires de France Paris, 1959).
Derechos reservados conforme a la ley 1960, Universidad Nacional Autónoma de México México 20 D F.
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO Dirección General de Publicaciones.
Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico.
EL Centro de Estudios Filosóficos incluye dentro de los Cuadernos el ensayo de Henri Bergson que lleva por título Introduction à la Metaphysique, como homenaje al gran filósofo francés al cumplirse cien años de su nacimiento (*1859-1941) Entre la obra del filósofo fue elegida ésta, porque es un estudio clásico y porque contiene afirmaciones que pertenecen al pensamiento más rigurosamente contemporáneo.
SUMARIO.
Nota del autor 7.
Análisis e intuición 9.
Duración y conciencia 12.
Parte componente y expresión parcial 18.
Empirismo y racionalismo 21.
La duración real 26.
Realidad y movilidad 35.
La pretendida relatividad del conocimiento. 36.
Metafísica y ciencia modernas 42.
NOTA DEL AUTOR.
ESTE ENSAYO apareció el año de 1903 en la Revue de Méta-physique et de Morale Desde entonces nos hemos visto lle-vados a precisar más la significación de los términos meta-física y ciencia. Cada uno es libre de dar a las palabras el sentido que quiera, cuando se toma el cuidado de definirlo nada impediría llamar "ciencia" o "filosofía", como se ha hecho durante mucho tiempo, a toda clase de conocimientos. Se podría también, tal como lo dijimos en otro lugar, com-prender todo en la metafísica. Sin embargo, es innegable que el conocimiento insiste en una dirección perfectamente de-terminada cuando dispone su objeto en vista de la medida, y que marcha en una dirección diferente, incluso opuesta, cuando se libra de toda segunda intención de relación y de comparación para simpatizar con la realidad. Hemos mostra-do que el primer método convenía al estudio de la materia y el segundo al del espíritu, que hay, además, un desborda-miento mutuo de los dos objetos, uno sobre el otro, y que los dos métodos deben ayudarse entre sí. En el primer caso se da lugar al tiempo espacializado y al espacio, en el segun¬do, a la duración real. Por claridad de las ideas nos ha parecido cada vez más útil llamar "científico" al primer co¬nocimiento y "metafísico" al segundo. A cuenta, pues, de la metafísica sostendremos esta "filosofía de la ciencia" o "me¬tafísica de la ciencia" que habita el espíritu de los grandes sabios, que es inmanente a su ciencia y en muchas ocasio¬nes su inspiradora invisible. En el presente artículo la deja¬mos todavía a cuenta de la ciencia, pues ha sido practicada de hecho por los investigadores que generalmente se ha dado en llamar "sabios", más bien que "metafísicos".
Es preciso no olvidar, por otra parte, que el presente en-sayo se escribió en una época en que el criticismo de Kant y el dogmatismo de sus sucesores eran admitidos con bastan-te generalidad, si no como conclusión, al menos como punto de partida de la especulación filosófica.
[pág. 9].
INTRODUCCIÓN A LA METAFÍSICA.
Análisis e intuición.
CUANDO SE comparan entre sí las definiciones de la metafísica y las concepciones de lo absoluto, se cae en la cuenta de que los filósofos están concordes, a despecho de sus divergencias aparentes, en señalar dos maneras radicalmente distintas de conocer una cosa. La primera implica que se dan vueltas alrededor de esa cosa, la segunda, que se entra en ella. La primera depende del punto de vista donde uno se coloque y de los símbolos que la expresan. La segunda no se toma dé ningún punto de vista y no se apoya sobre ningún sím¬bolo. Se dirá del primer conocimiento que se detiene en lo relativo, del segundo, cuando sea posible, que llega a lo absoluto.
Sea —por ejemplo— el movimiento de un objeto en el es-pacio Lo percibo de manera diferente según el punto de vista, móvil o inmóvil, desde donde lo miro. Lo expreso de manera diferente, según el sistema de ejes o de puntos de referencia con los cuales lo relaciono, es decir, según los símbolos por los cuales lo traduzco. Y lo llamo relativo por esta doble razón en uno y otro caso me coloco fuera del objeto mismo. Cuando hablo de un movimiento absoluto, atribuyo al móvil un interior y como estados de alma, simpatizo por esto con los estados y me meto en ellos por un esfuerzo de imagina¬ción. Pero entonces, según que el objeto sea móvil o inmóvil, según que adopte uno u otro movimiento, no experimentaré la misma cosa . Y lo que yo experimente no dependerá ni del punto de vista que pueda adoptar sobre el objeto, pues estaré en el objeto mismo, ni de los símbolos por los cuales pueda traducirlo, puesto que habré renunciado a toda tra- [pág.10] ducción para poseer el original. En breve, el movimiento no será captado desde fuera y, en cierta medida, desde mí, sino desde dentro, en él, en sí. Yo tendré entonces un absoluto.
Sea ahora un personaje de novela cuyas aventuras me cuen¬tan. El novelista podrá multiplicar los rasgos de su carácter, hacer hablar y obrar a su héroe tanto como le plazca todo esto no valdrá el sentimiento simple e indivisible que yo experimentaría si coincidiese un instante con el personaje mismo. Entonces, como de la fuente, me parecerían fluir naturalmente las acciones, los gestos y las palabras. Y no se trataría de accidentes que se añadiesen a la idea que me hacía del personaje y que la enriqueciesen más y más sin llegar a completarla nunca. El personaje me sería dado totalmente, de un solo golpe, en su integridad, y los mil incidentes que lo manifiestan, en lugar de añadirse a la idea y enriquecerla, me parecerían al contrario salir de ella, sin que por eso ago¬tasen o empobreciesen su esencia. Todo lo que me cuentan de la persona me ofrece otros tantos puntos de vista sobre ella. Todos los rasgos que me la describen, y que sólo pue¬den hacérmela conocer por otras tantas comparaciones con personas o con cosas que conozco ya, son signos por los cua¬les se la expresa más o menos simbólicamente. Símbolos y puntos de vista me colocan, pues, fuera de ella, de ella no me entregan sino lo que tiene de común con otras y no le per¬tenece en propiedad. Pero lo que es propiamente ella, aquello que constituye su esencia, no podría advertirse desde fuera, pues es interior por definición, ni expresarse por símbo¬los, pues es inconmensurable por cualquier otra cosa. Des¬cripción, historia y análisis me dejan en este caso en lo relativo. Sólo la coincidencia con la persona misma me daría lo absoluto.
En este sentido, pero solamente en este sentido, absoluto es sinónimo de perfección. Todas las fotografías de una ciu-dad, tomadas desde todos los puntos de vista posibles, podrán muy bien completarse indefinidamente las unas con las otras, pero nunca equivaldrán a ese ejemplar con relieves que es la ciudad donde uno se pasea. Todas las traducciones de un poema en todas las lenguas posibles podrán añadir matices y matices y, por una especie de retoque recíproco, corregirse una a otra y dar una imagen más y más fiel del poema que traducen, pero jamás devolverán el sentido interior del ori-[pág.11] ginal. Una representación tomada desde un cierto punto de vista, una traducción hecha con ciertos símbolos, permanecen siempre imperfectas en comparación con el objeto sobre el cual se tomó la visión o con el objeto que los símbolos tra¬tan de expresar. Lo absoluto, en cambio, es perfecto porque es perfectamente lo que es.
Por esta misma razón, sin duda, se ha identificado con frecuencia, a la par, lo absoluto y lo infinito. Si quiero co-municar al que no sabe griego la impresión simple que me deja un verso de Homero, daré la traducción del verso, des-pués comentaré mi traducción, luego desarrollaré mi comen-tario, y de explicación en explicación me acercaré más y más a aquello que quiero expresar. Pero nunca lo lograré. Cuando vosotros levantáis el brazo, realizáis un movimiento del cual tenéis interiormente la percepción simple, pero exteriormente, para mí que miro, vuestro brazo pasa por un punto, luego por otro, y entre estos dos puntos habrá todavía otros, de manera que, si comienzo a contar, la operación proseguirá sin fin. Visto desde dentro un absoluto es, pues, una cosa simple, pero considerado desde fuera, es decir, relativamente a otra cosa, deviene, en relación a los signos que lo expresan, la moneda de oro cuyo cambio jamás acabará de pagarla. Ahora bien, lo que es capaz al mismo tiempo de una apre¬hensión indivisible y de una enumeración interminable es, por definición misma, un infinito.
De lo anterior se sigue que un absoluto no podrá ser dado sino en una intuición, mientras que todo lo demás surge del análisis. Llamamos aquí intuición a la simpatía por la cual uno se transporta al interior de un objeto, para coincidir con aquello que tiene de único y en consecuencia de inexpresa-ble. El análisis es al contrario la operación que reduce el ob-jeto a elementos ya conocidos, es decir, comunes a este objeto y a otros. Analizar consiste, pues, en expresar una cosa en función de lo que no es. Todo análisis es así una tra-ducción, un desarrollo en símbolos, una representación to-mada de puntos de vista sucesivos, desde los cuales se notan otros tantos contactos entre el objeto nuevo que se estudia y los otros que se piensa conocer ya. En su deseo, enteramente incumplido, de abarcar el objeto alrededor del cual está con¬denado a dar vueltas, el análisis multiplica sin fin los puntos de vista para completar la representación siempre incompleta, [pág. 12] y cambia continuamente los símbolos para perfeccionar la traducción siempre imperfecta. El análisis, pues, se prolonga hasta el infinito. La intuición, en cambio, si es ella posible, es un acto simple.
Consideradas estas cosas, con facilidad se verá que la cien¬cia positiva tiene por función habitual analizar. Trabaja, pues, principalmente sobre símbolos. Aun las ciencias más concretas de la naturaleza, las ciencias de la vida, se detienen en la forma visible de los seres vivos, en sus órganos, en sus elementos anatómicos. Comparan unas formas con otras, lle¬van las más complejas a las más simples, en fin, estudian el funcionamiento de la vida en aquello que es —por así decir— su símbolo visual. Si existe un medio de poseer absoluta¬mente una realidad en lugar de conocerla relativamente, de ponerse en ella en lugar de adoptar puntos de vista sobre ella, de tener su intuición en lugar de hacer su análisis, en fin, de captarla fuera de toda expresión, traducción o repre¬sentación simbólica, entonces existe la metafísica y éste es su objeto. La metafísica es, pues, la ciencia que pretende abste¬nerse de símbolos.
Duración y conciencia.
Hay, por lo menos, una realidad que todos captamos desde dentro, por intuición y no por simple análisis. Es nuestra propia persona en su fluencia por el tiempo. Es nuestro yo que dura. Podemos no simpatizar intelectualmente, o mejor, espiritualmente, con alguna otra cosa. Pero simpatizamos se¬guramente con nosotros mismos.
Cuando llevo sobre mi persona, supuesta inactiva, la mi-rada interior de mi conciencia, advierto desde luego, a manera de una corteza solidificada en la superficie, todas las percepciones que le llegan del mundo material. Estas percep¬ciones son claras, distintas, yuxtapuestas, o capaz de serlo, las unas a las otras; tratan de agruparse en objetos. Advierto en seguida recuerdos, más o menos adheridos a estas percepcio¬nes, que sirven para interpretarlas. Tales recuerdos están como arrancados del fondo de mi persona, sacados a la peri¬feria por las percepciones que los representan y puestos so¬bre mí sin ser absolutamente yo mismo. Y en fin, siento que se manifiestan tendencias, hábitos motrices, una turba [pág.13] de acciones virtuales, ligadas más o menos sólidamente a esas percepciones y a esos recuerdos. Todos estos elementos de formas bien definidas, me parecen tanto más distintos de mí cuanto son más distintos los unos de los otros. Orientados de dentro hacia fuera, constituyen, reunidos, la superficie de una esfera que tiende a dilatarse y perderse en el mundo ex¬terior. Pero si me dirijo de la periferia al centro, si busco en el fondo de mí lo que es más uniformemente, más cons¬tantemente, más duraderamente yo mismo, encuentro otra cosa distinta.
Debajo de estos cristales bien cortados y de esta congela-ción superficial, hay una continuidad de fluencia que no es comparable a nada que yo haya visto fluir. Se trata de una sucesión de estados, cada uno de los cuales anuncia lo que sigue y contiene lo que precede. A decir verdad, sólo cons-tituyen estados múltiples cuando ya los he pasado y me vuelvo hacia atrás para observar su huella. Mientras los experimen¬taba, estaban tan sólidamente organizados, tan profunda¬mente animados de una vida común, que no hubiera sabido decir dónde terminaba cualquiera de ellos o dónde comen¬zaba otro. En realidad, ninguno comienza ni termina, sino todos se prolongan unos en otros.
Es, si se quiere, el desenrollamiento de un rollo, pues no hay ser vivo que no se sienta llegar poco a poco al término de su tarea. Vivir consiste en envejecer. Pero es también un enrollamiento continuo, como el de un hilo sobre una bola, pues nuestro pasado nos sigue, se agranda sin cesar con el presente que recoge* sobre su ruta. Conciencia significa me-moria.
A decir verdad no se trata ni de enrollamiento ni de desenrollamiento, pues estas dos imágenes evocan la represen¬tación de líneas o de superficies cuyas panes son homogéneas entre sí y capaces de superponerse unas a otras. Ahora bien, no hay dos momentos iguales en un ser consciente. Tomad el sentimiento más simple, suponedlo constante, resumid en él la personalidad toda entera la conciencia que acompañe a este sentimiento no podrá quedar idéntica a sí misma du¬rante dos momentos consecutivos, pues el momento que si¬gue contiene siempre, además del precedente, el recuerdo que éste le ha dejado. Una conciencia que tuviera dos mo¬mentos idénticos sería una conciencia sin memoria. Perece- [pág.14] ría y renacería, pues, sin cesar ¿Cómo representarse de otra manera la inconsciencia?
Será, pues, necesario evocar la imagen de un espectro de mil matices, con degradaciones insensibles que permitan pasar de un matiz a otro. Una corriente de sentimiento que atra¬vesara ese espectro, tiñéndose una y otra vez de cada uno de sus matices, experimentaría cambios graduales y cada uno anunciaría el siguiente y resumiría en él a los precedentes. Pero los matices sucesivos del espectro permanecerán siempre exteriores unos a otros. Se yuxtaponen. Ocupan espacio. Al contrario, lo que es duración pura excluye toda idea de yuxtaposición, de exterioridad recíproca y de extensión.
Imaginémonos más bien un elástico infinitamente peque¬ño, contraído —si fuera posible— en un punto matemático. Alarguémoslo progresivamente de manera que hagamos salir del punto una línea que vaya agrandándose siempre. Fije-mos nuestra atención, no sobre la línea en tanto que línea, sino sobre la acción que la traza. Consideremos que esta acción, a pesar de su duración, es indivisible, si se supone que se realiza sin detenerse, que si es intercalada una deten-ción, se hacen dos acciones en lugar de una, y entonces cada una de esas acciones será el indivisible de que hablamos, que jamás es divisible la acción moviente misma, sino la línea inmóvil que deposita bajo de sí como una huella en el espacio. Liberémonos, por fin, del espacio que subtiende el movimiento, para considerar sólo el movimiento mismo, el acto de tensión o de extensión y, en suma, la movilidad pura. Tendremos esta vez una imagen más fiel de nuestro desarrollo en la duración.
Y, sin embargo, esta imagen será todavía incompleta y cualquier comparación será, por lo demás, insuficiente, ya que el desenrollamiento de nuestra duración semeja, por una parte, la unidad de un movimiento que avanza y, por otra, una multiplicidad de estados que se extienden. De manera que ninguna metáfora puede expresar uno de los aspectos sin sacrificar el otro. Si evoco un espectro de mil matices, tengo delante de mí una cosa ya hecha, mientras que la du-ración se hace continuamente. Si pienso en un elástico que se alarga, en un resorte que se tiende o se distiende, olvido la riqueza de colorido que es característica de la duración vivida, para no ver más que el movimiento simple por el [pág.15] cual la conciencia pasa de un matiz a otro. La vida interior es todo esto a la vez variedad de cualidades, continuidad de progreso, unidad de dirección. No podría representársela por imágenes.
Pues menos aún se la representaría por conceptos, esto es, por ideas abstractas, o generales, o simples. Sin duda ningu¬na imagen expresará completamente el sentimiento original que yo tengo de la fluencia de mí mismo. Mas de ninguna manera es necesario que yo trate de expresarlo. Al que no sea capaz de darse a sí mismo la intuición de la duración constitutiva de su ser, nada se la dará jamás, ni los concep¬tos ni las imágenes. A este propósito, la única tarea del filó¬sofo debe ser provocar un cierto trabajo, que los hábitos de espíritu útiles a la vida tienden a obstaculizar en la mayor parte de los hombres.
Ahora bien, la imagen tiene al menos la ventaja de man-tenernos en lo concreto. Ninguna imagen reemplazará la in-tuición de la duración, pero muchas y diversas imágenes, to-madas de órdenes de cosas muy diferentes, podrán, por la convergencia de su acción, dirigir la conciencia sobre el pun-to preciso donde haya una cierta intuición que captar. Al elegir imágenes tan disparatadas como sea posible, se impe-dirá que cualquiera de ellas usurpe el lugar de la intuición que tiene por encargo evocar, pues entonces será apartada inmediatamente por sus rivales. Al hacer que todas exijan de nuestro espíritu, a pesar de sus diferencias de aspecto, la misma clase de atención y, en cierta manera, el mismo grado de tensión, poco a poco acostumbraremos la conciencia a una disposición muy particular y bien determinada, preci-samente aquella que deberá adoptar para aparecerse a sí misma sin velo Pero todavía convendrá que ella consienta en hacer este esfuerzo. Pues no se le habrá mostrado nada. Simplemente se le habrá buscado en la actitud que debe to-mar para hacer el esfuerzo querido y llegar por sí misma a la intuición. Al contrario, la inconveniencia, en tal materia, de los conceptos muy simples, consiste en que son verdade¬ros símbolos que substituyen al objeto simbolizado por ellos, [pág.16] y no exigen de nosotros esfuerzo alguno. Considerándolos de cerca, se vería que cada uno retiene sólo del objeto lo que es común a este objeto y a otros. Se vería que cada uno ex¬presa, mejor que la imagen, una comparación entre el objeto y aquellos que se le semejan. Pero como la comparación ha descubierto una semejanza, y ésta es una propiedad del obje¬to, y una propiedad tiene todo el aire de ser una parte del objeto que la posee, fácilmente nos persuadimos que, yuxta¬poniendo conceptos a conceptos, recompondremos el todo del objeto con sus partes, y que obtendremos —por así decir— un equivalente intelectual. De esta manera, al confrontar los conceptos de unidad, multiplicidad, continuidad, divisibili¬dad finita o infinita, etc, creeremos formar una represen¬tación fiel de la duración.
Mas aquí está precisamente la ilusión. También está aquí el peligro. Cuanto más las ideas abstractas pueden dar servicio al análisis, es decir, a un estudio científico del objeto en sus relaciones con todos los demás, tanto son incapaces de reemplazar a la intuición, es decir, a la investigación meta¬física del objeto en lo que tiene de esencial y propio. Y efecti¬vamente, por una parte, tales conceptos, colocados en hilera, nunca nos darán sino una recomposición artificial del objeto, del que sólo pueden simbolizar ciertos aspectos generales y en cierto sentido impersonales. Por esta razón es inútil creer que con ellos se capta una realidad cuya sombra se limitan a presentar. Pero, por otra parte, al lado de la ilusión, hay también un peligro muy grave. Pues el concepto generaliza al mismo tiempo que abstrae . El concepto sólo puede simbo¬lizar una propiedad especial volviéndola común a una infi¬nidad de cosas. Siempre la deforma más o menos por la extensión que le da . Una propiedad, repuesta en el obje¬to metafísico que la posee, coincide con él, por lo menos se amolda a él, adopta los mismos contornos. Extraída del objeto metafísico y representada en un concepto, se alarga in¬definidamente y sobrepasa al objeto, ya que, de aquí en ade¬lante, debe contenerlo juntamente con otros. Los diversos conceptos que nos formamos de las propiedades de una cosa dibujan, pues, a su alrededor otros tantos círculos cada vez más amplios, pero ninguno se aplica exactamente sobre ella. Y, sin embargo, en la cosa misma, las propiedades coincidían con ella y coincidían, consecuentemente, todas entre sí. No [pág.17] será forzoso, pues, buscar algún artificio para restablecer la coincidencia. Tomaremos uno cualquiera de estos conceptos e intentaremos, con él, ir reuniendo a los demás. Pero, según partamos de éste o de aquél, la reunión no se operará de la misma manera. Según partamos —por ejemplo— de la unidad o de la multiplicidad, concebiremos diferentemente la unidad múltiple de la duración. Todo dependerá del peso que atri¬buyamos a tal o cual concepto, y ese peso será arbitrario siempre, ya que el concepto, extraído del objeto, no tiene peso, siendo como es sombra de un cuerpo.
Surgirá así una multitud de sistemas diferentes, tantos como puntos de vista exteriores haya sobre la realidad que se examina, o como círculos más amplios que la puedan contener. Los conceptos simples no tienen, pues, sólo la in-conveniencia de dividir la unidad concreta del objeto en otras tantas expresiones simbólicas, también dividen la filosofía en escuelas distintas, cada una de las cuales retiene su lugar, es¬coge sus cartas y entabla con las otras una partida que no terminará jamás. O la metafísica no es sino este juego de ideas, o bien, si es una ocupación seria del espíritu, conviene que trascienda los conceptos para llegar a la intuición. Cierta¬mente los conceptos le son indispensables, pues todas las otras ciencias trabajan las más de las veces sobre conceptos, y la metafísica no podría abstenerse de ellas. Pero sólo es propia¬mente ella misma cuando sobrepasa al concepto o, al menos, cuando se libera de los conceptos rígidos y ya hechos, para crear conceptos muy diferentes de los que manejamos en la vida diaria, me refiero a representaciones flexibles, móviles, casi unidas, siempre prestas a amoldarse a las formas huidizas de la intuición. Volveremos en otra parte sobre este punto importante. Bástenos haber mostrado que nuestra duración puede sernos presentada directamente en una intuición, que ella puede sernos sugerida indirectamente por imágenes, pero que no podría —si se deja a la palabra concepto su sentido propio— ser encerrada en una representación conceptual.
Intentemos, por un instante, hacer una multiplicidad. Con-vendrá añadir que los términos de esta multiplicidad, en lugar de distinguirse como los de una multiplicidad cual¬quiera, avanzan unos sobre otros; que podemos sin duda, por un esfuerzo de imaginación, solidificar la duración una vez transcurrida, dividirla entonces en trozos que se yuxtapon-[pág.18]gan y contar todos los trozos, pero que tal operación se lleva a cabo sobre el recuerdo congelado de la duración, sobre la huella inmóvil que la movilidad de la duración deja tras de sí, no sobre la duración misma. Confesemos, pues, si hay una multiplicidad aquí, que tal multiplicidad no se parece a nin¬guna otra ¿Diremos entonces que la duración posee unidad? Sin duda una continuidad de elementos que se prolongan unos en otros participa tanto de la unidad como de la multi¬plicidad, pero esta unidad moviente, cambiante, llena de color, viva, no se parece casi a la unidad abstracta, inmóvil y vacía, que limita el concepto de unidad pura ¿Concluire¬mos de esto que la duración debe definirse por la unidad y la multiplicidad a la vez? Pero, cosa singular, por más que haya manejado los dos conceptos, por más que los haya dosi¬ficado y diversamente combinado entre sí, o practicado sobre ellos las más sutiles operaciones de química mental, jamás obtendré nada que se parezca a la intuición simple que tengo de la duración. Por el contrario, cuando por un esfuerzo de intuición me repongo en la duración, advierto inmediata¬mente cómo ella es unidad, multiplicidad y aun muchas otras cosas. Esos diversos conceptos eran, pues, otros tantos puntos de vista exteriores sobre la duración. Ni separados, ni reuni¬dos, nos han hecho penetrar en la duración misma.
Sin embargo, nosotros penetramos en ella y esto no puede ser sino por una intuición. En este sentido es posible un co-nocimiento interior, absoluto, de la duración del yo por el yo mismo. Mas, sí la metafísica reclama y puede obtener aquí una intuición, la ciencia no deja por eso de tener menos necesidad de un análisis. Y de una confusión entre el papel del análisis y el de la intuición, van a nacer aquí las discu-siones entre escuelas y los conflictos entre sistemas.
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