(París, 1740-Charenton, Francia, 1814) Escritor y filósofo francés. Conocido por haber dado nombre a una tendencia sexual que se caracteriza por la obtención de placer infligiendo dolor a otros (el sadismo), es el escritor maldito por antonomasia. De origen aristocrático, se educó con su tío, el abate de Sade, un erudito libertino y volteriano que ejerció sobre él una gran influencia. Alumno de la Escuela de Caballería, en 1759 obtuvo el grado de capitán del regimiento de Borgoña y participó en la guerra de los Siete Años. Acabada la contienda, en 1766 contrajo matrimonio con la hija de un magistrado, a la que abandonó cinco años más tarde. En 1768 fue encarcelado por primera vez acusado de torturas por su criada, aunque fue liberado al poco tiempo por orden real. Juzgado y condenado a muerte por delitos sexuales en 1772, consiguió huir a Génova. Regresó a París en 1777, donde fue detenido a instancias de su suegro y encarcelado en Vincennes. En 1784 fue trasladado a la Bastilla y en 1789 al hospital psiquiátrico de Charenton, que abandonó en 1790 gracias a un indulto concedido por la Asamblea surgida de la Revolución de 1789. Participó entonces de manera activa en política, paradójicamente en el bando más moderado. En 1801, a raíz del escándalo suscitado por la publicación de La filosofía del tocador, fue internadode nuevo en el hospital psiquiátrico de Charenton, donde murió. Escribió la mayor parte de sus obras en sus largos períodos de internamiento. En una de las primeras, el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo (1782), manifestó su ateísmo. Posteriores son Los 120 días de Sodoma (1784), Los crímenes del amor (1788), Justine (1791) y Juliette (1798). Calificadas de obscenas en su día, la descripción de distintos tipos de perversión sexual constituye su tema principal, aunque no el único: en cierto sentido, Sade puede considerarse un moralista que denuncia en sus trabajos la hipocresía de su época. Su figura fue reivindicada en el siglo XX por los surrealistas..
(fragmento)
D. A. F. MARQUÉS DE SADE
LOS INFORTUNIOS DE LA VIRTUD
[Establecida según la versión de 1787, perdida por Sade en la Bastilla y reeditada en 1930 –con algunas variantes– por Maurice Heine]
Digitalizado por Dolmancé para
El Divino Marqués
(http://www.sade.iwebland.com)
El triunfo de la filosofía debería consistir en echar luz sobre la oscuridad de los caminos de que la providencia se sirve para lograr los designios que se propone sobre el hombre, y en trazar, de acuerdo con esto, un plan de conducta que pudiera hacer conocer a ese desgraciado individuo bípedo, perpetuamente zarandeado por los caprichos de ese ser que, según se dice, le dirige tan despóticamente, el modo como debe interpretar los decretos de esa providencia sobre él, el sendero que debe tomar para prevenir los curiosos caprichos de esa fatalidad a la que se dan veinte diferentes nombres, sin haber logrado aún definirla.
Ya que, partiendo de nuestras convenciones sociales y no apartándose nunca de esta veneración que se nos inculca en la infancia, desgraciadamente ocurre que, por la perversión de los demás, no importa el bien que practiquemos, nunca hallemos más que espinas, mientras que los malos no recogen más que rosas, ¿no calcularán las gentes privadas de un fondo de virtud lo bastante sólido como para situarse por encima de las reflexiones que suscitan estas tristes circunstancias, que entonces vale más abandonarse al torrente que resistirse a él? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, cuando desgraciadamente resulta demasiado débil para luchar contra el vicio, se convierte en el peor partido que pueda tomarse, y que en un siglo enteramente corrompido, lo más seguro es hacer como todos? Un poco mas instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido ¿no dirán, con el ángel Jesrad de Zadig, que no hay mal que por bien no venga? ¿No añadirán a esto por su cuenta que, puesto que en la constitución imperfecta de nuestro pérfido mundo hay una suma de males igual a la del bien, es esencial para la conservación del equilibrio que haya tantos buenos como malos, y que según esto, el plan general le es indiferente que este o aquel sea preferentemente bueno o malo? ¿Que si la desgracia persigue a la virtud, y la prosperidad acompaña casi siempre al vicio, siendo la cosa indiferente a los designios de la naturaleza, vale infinitamente más formar entre los malos que prosperan que entre los virtuosos que perecen? Es, pues, importante atajar estos peligrosos sofismas de la filosofía, es esencial hacer ver que los ejemplos de la virtud desgraciada, presentados a un alma corrompida en la que aún quedan, sin embargo, algunos buenos principios, pueden llevar a esa alma al bien, con tanta seguridad como si se le hubieran ofrecido en el sendero de la virtud las más brillantes palmas y las más aduladoras recompensas. Resulta sin duda cruel tener que pintar una multitud de desgracias, que abruman a la mujer dulce y sensible que más respeta la virtud, y de otra parte, la más brillante fortuna, en la que durante toda su vida la desprecia; pero si, sin embargo, del esbozo de estos dos cuadros, algunos vigorosos y otros cínicos, nace un bien, ¿habrá que reprocharse el habérselos ofrecido al público?, ¿podrá sentirse remordimiento por haber establecido un hecho del que para el lector que lee con fruición se deduzca la tan filosófica lección de la sumisión a las leyes de la providencia, parte del desarrollo de sus más secretos enigmas y la fatal advertencia de que con frecuencia el cielo no golpea a los seres que a nuestro lado parecen haber mejor cumplido su deber, sino para recordarnos el nuestro?
Tales son los sentimientos que nos ponen la pluma en la mano, y en consideración de su buena fe es como rogamos a nuestros lectores un poco de atención mezclada de interés hacia los infortunios de la triste y miserable Justine.
La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus, cuya fortuna es el resultado de una figura encantadora, de un gran desarreglo en la conducta y de la falacia, y cuyos títulos, por pomposos que sean, se encuentran sólo en los archivos de Citerea, forjados por la impertinencia que los toma y apoyados por la estúpida credulidad que los otorga. Morena, vivaz, de hermosa talla, con ojos negros prodigiosamente expresivos, brillantes y sobre todo con esa moderna incredulidad, que, dando un atractivo más a las pasiones, hace que la mujer en quien se intuye sea mucho más buscada, había recibido, sin embargo, la educación más exquisita posible; hija de un comerciante mayorista de la calle Saint-Honoré, había sido educada con una hermana tres años más joven que ella en uno de los mejores conventos de París, donde, hasta la edad de quince años, no se le había negado ningún consejo, ningún maestro, ningún buen libro. En esta época fatal para la virtud de una doncella, de repente, todo le faltó. Una terrible bancarrota precipitó a su padre en tal cruel situación, que todo lo que pudo hacer para escapar al más siniestro destino fue trasladarse prontamente a Inglaterra, dejando sus hijas y su esposa, que murió de pena ocho días después de la partida de su marido, que también pereció al atravesar el Canal de la Mancha. Uno o dos parientes, que era todo lo que les quedaba, deliberaron sobre lo que harían con las niñas, y puesto que su herencia se elevaba alrededor de cien escudos para cada una, resolvieron abrirles la puerta, darles lo que les correspondía y hacerlas dueñas de sus actos. La señora de Lorsange, que entonces se llamaba Juliette y cuyo carácter y mentalidad estaban ya casi tan formados como a la edad de treinta años, en la que se encontraba durante la anécdota que narramos, no pareció sentir sino el placer de ser libre, sin reflexionar un instante en los crueles reveses que rompían sus cadenas. En cuanto a Justine, su hermana, acababa de cumplir doce años, tenía un carácter sombrío y melancólico, estaba dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, y en lugar del artificio y la finura de su hermana poseía una ingenuidad, un candor, una buena fe que debían hacerla caer en numerosas trampas, y sentía todo el horror de su posición. Esta doncella poseía una fisonomía completamente diferente de la de Juliette; todo lo que de artificio, de manipulación, de coquetería había en los trazos de la una era en la otra pudor, delicadeza y timidez. Un aspecto de virgen, grandes ojos azules llenos de interés, una piel resplandeciente, un talle fino y ligero, un tono de voz emotivo, la más bella alma y el carácter más dulce, dientes de marfil y hermosos cabellos rubios, este es el retrato de esta encantadora hermana menor, cuyas ingenuas gracias y deliciosos rasgos son demasiado finos como para no escapar al pincel que deseara plasmarlos.
Se dieron veinticuatro horas a ambas para abandonar el convento, dejándoles el cuidado de ir con sus cien escudos donde bien les pareciera. Juliette, encantada de ser dueña de sí misma, quiso por un momento enjugar las lágrimas de Justine, pero viendo que no lo lograba, en lugar de consolarla, empezó a reñirla, diciéndole que era tonta y que con, la edad y el aspecto que tenían no había precedente de que unas muchachas pudieran morir de hambre; le citó a la hija de una de sus vecinas, que, huida de la mansión de los padres, ahora era mantenida en la riqueza por un gran propietario y se paseaba por París en carroza. Justine se horrorizó ante este pernicioso ejemplo, dijo que preferiría morir a seguirla, y rehusó firmemente a aceptar vivir con su hermana al verla decidida al abominable tipo de vida del que Juliette hacía el elogio.
Las dos hermanas se separaron, entonces, sin promesa alguna de volverse a ver, dado que sus intenciones resultaban tan diferentes. Juliette, que, según ella, iba a convertirse en una gran dama, ¿iba a rebajarse a volver a ver a una jovencita, cuyas intenciones virtuosas y bajas iban a deshonrarla, y Justine, por su parte, iba a querer poner en peligro sus buenas costumbres, frecuentando a una criatura perversa, que iba a ser víctima de la crápula y el libertinaje públicos? Cada cual, pues, buscó sus cosas y abandonó el convento al día siguiente, como se había convenido.
Justine, a la que cuando era niña mimaba la costurera de su madre, imaginó que aquella mujer sería sensible a su destino y fue a buscarla, le contó su desgraciada situación, le pidió trabajo y fue duramente rechazada...
– ¡Oh, cielos!, dijo aquella pobre criatura, ¿será preciso que el primer paso que doy en el mundo me condujera ya al dolor?... Esta mujer, en otro tiempo, me amaba, ¿por qué, pues, hoy me rechaza? ¡Ay!, es porque soy huérfana y pobre... porque no tengo recursos en el mundo y porque no se aprecia a la gente sino en razón de la ayuda o del placer que de ella se imagina poder recibir.
Visto esto, Justine fue a buscar al cura de su parroquia, le pidió consejo, pero el caritativo eclesiástico le respondió equívocamente que la parroquia estaba sobrecargada, que era imposible que pudiera recibir parte de las limosnas, que, sin embargo, si quería ponerse a su servicio, con mucho gusto la albergaría en su casa; pero, como al decir esto, el santo varón le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso demasiado mundano para un hombre de la Iglesia, Justine, que le había entendido demasiado bien, se retiró a toda prisa, diciéndole:
– Señor, no os pido ni limosna ni un puesto de criada, hace demasiado poco tiempo que he abandonado una situación superior a la que puede inducir a solicitar estas dos gracias como para verme reducida a ello; os pido consejo, del que mi virtud y mi desgracia tienen necesidad, y vos queréis hacérmelo pagar con un crimen...
El cura, irritado por este término, le abre la puerta, la echa brutalmente, y Justine, rechazada por dos veces el primer día en que se ve condenada a la soledad, entra en una casa en la que ve un letrero, alquila una pequeña habitación amueblada, la paga por adelantado y se entrega al menos libremente a la pena que le inspiran su situación y los pocos individuos a los que su desafortunada estrella le ha llevado a ver.
El lector nos permitirá que la abandonemos un momento en este sombrío recinto para volver a Juliette, y para hacerle saber lo más brevemente posible como, en quince años, pasó del simple estado en que la conocimos a ser mujer con títulos, poseyendo mis de veinte mil libras de renta, bellísimas joyas, dos o tres casas en el campo y en París, y, de momento, el corazón, la riqueza y la confianza del señor de Corville, consejero de Estado, hombre del mayor crédito y en vísperas de ser ministro... El camino fue espinoso... como puede suponerse, y es mediante el aprendizaje más vergonzoso y duro como estas señoritas labran su ruta, habiendo quien hoy está en la cama de un príncipe y lleva quizás las marcas humillantes de la brutalidad de los libertinos depravados, entre cuyas manos la arrojaron al principio su juventud e inexperiencia.
Al salir del convento, Juliette fue sencillamente a buscar a una mujer de la que había oído hablar a aquella amiga vecina suya que se había pervertido, y de la que tenía las señas; llega descaradamente con su paquete bajo el brazo, un vestidito en desorden, el rostro más bello del mundo y su aire de novicia; cuenta su historia a esta mujer, le suplica que la proteja como lo hizo unos años antes con su antigua amiga.
– ¿Que edad tenéis, hija mía?, le pregunta la señora Du Buisson.
– Dentro de unos días, quince años, señora.
– ¿Y nunca nadie...?
– ¡Oh, no, señora, os lo juro!
– Pero es que a veces, en los conventos, un capellán..., una religiosa, una compañera...; necesito pruebas seguras.
– El procurároslas es asunto vuestro, señora...
Y la Du Buisson se coloca unas galas y confirma por sí misma la situación exacta de las cosas, diciendo a Juliette:
– Y bien, hija mía, no tenéis más que quedaros aquí, mucha sumisión a mis consejos, un gran fondo de complacencia para mis prácticas, limpieza, economía, candor conmigo, urbanidad con vuestras compañeras y picardía con los hombres, y dentro de unos años estaréis en situación de retiraros a una habitación con su cómoda, su alacena, una criada, y el arte que habréis aprendido en mi casa hará lo demás.
La Du Buisson se apoderó del paquete de Juliette, le preguntó si no tenía dinero, y corno aquella le confesara demasiado francamente que tenía cien escudos, la buena mujer se apoderó de ellos, asegurando a su joven discípula que los colocaría provechosamente para ella, pero que no convenía que una muchacha tuviera dinero... era un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha prudente y bien nacida debía evitar cuidadosamente todo lo que pudiese hacerla caer en una trampa. Acabado el sermón, la recién llegada fue presentada a sus compañeras, le indicaron su habitación en la casa y, a partir del día siguiente, sus primicias fueron puestas a la venta; en cuatro meses la misma mercancía fue sucesivamente vendida a ochenta personas, que la pagaron todas como nueva, y no fue sino tras este noviciado espinoso que Juliette adquirió la patente de hermana conversa. A partir de este momento fue reconocida realmente como moza de la casa y compartió sus libidinosas fatigas..., otro noviciado; si en el primero, salvo alguna excepción, Juliette había servido a la naturaleza, en el segundo olvidó sus leyes: criminales investigaciones, vergonzosos placeres, sordos y crapulosos desenfrenos, gustos escandalosos y extraños, fantasías humillantes; todo ello fruto, por una parte, del deseo de gozar sin arriesgar la salud, y de otra, de una saciedad perniciosa que, embotando la imaginación, no la deja manifestarse más que mediante los excesos ni hartarse más que mediante la disolución... Juliette corrompió por completo sus costumbres en esta segunda escuela, y los triunfos que vio lograr al vicio degradaron totalmente su alma; sintió que, nacida para el crimen, al menos debería practicarlo a lo grande y renunciar a languidecer en una situación tan humillante y subalterna que, haciéndola cometer las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le proporcionaba, ni mucho menos, el mismo provecho. Gustó a un viejo desenfrenado que al principio sólo la hizo venir para una aventura de un cuarto de hora, y tuvo la habilidad de hacerse mantener magníficamente por él, y así, al fin, apareció en los espectáculos, en los paseos, al lado de los grandes nombres de la Orden de Citerea; la miraron, la citaron, la envidiaron y la bribona supo arreglárselas tan bien que, en cuatro años, arruinó a tres hombres, el más pobre de los cuales poseía cien mil escudos de renta. No necesito más que establecer su reputación; la ceguera de las gentes del siglo es tal que cuanto más ha probado una de estas desgraciadas su deshonestidad, más se envidia figurar en su lista, parece que fuera una gloria pertenecer al rango de los engañados, encadenarse al carro de los dioses que coloca su orgullo y su poderío entre el número de engañados y parece como si el grado de corrupción y envilecimiento fuera la medida de los sentimientos de que por ella se debe hacer gala.
Juliette acababa de cumplir veinte años cuando el conde de Lorsange, gentilhombre de Angers, de unos cuarenta años, se enamoró hasta tal punto de ella que decidió darle su apellido, puesto que no era lo bastante rico para mantenerla; le reconoció doce mil libras de renta; le prometió el resto de su fortuna, que se elevaba a ocho en caso de que muriera antes que ella; le dio una casa, criados y una especie de consideración en la sociedad que en dos o tres años se logró hacer olvidar sus comienzos.
Fue entonces cuando la desgraciada Juliette, olvidando todos los sentimientos de su nacimiento honrado y de su buena educación, pervertida por los malos libros y los malos consejos, preocupada sólo de gozar, de tener un nombre y ninguna atadura, se atrevió a concebir el culpable pensamiento de acortar la vida de su marido... Lo concibió y ejecutó, desgraciadamente, con el secreto suficiente como para quedar al amparo de toda sospecha y sepultar con aquel esposo que la estorbaba todas las huellas de su abominable delito.
Libre y condesa, la señora de Lorsange volvió a sus antiguas costumbres, pero, creyéndose alguien en el mundo, se comportó con un poco más de decencia; ya no era una mantenida, era una rica viuda que daba animadas cenas, en casa de la cual la ciudad y la corte se sentían felices de ser recibidas, y que no obstante se acostaba con quien fuera por doscientos luises y se alquilaba por quinientos al mes. Hasta los veintiséis años siguió haciendo brillantes conquistas: arruinó a tres embajadores, cuatro terratenientes, dos obispos y tres caballeros al servicio del rey, y como es raro que alguien se pare después de un primer crimen, sobre todo cuando ha salido bien, Juliette, la desgraciada y culpable Juliette, se manchó con dos nuevos crímenes semejantes al primero, uno para robar a uno de sus amantes, que le había confiado una suma considerable que toda la familia de aquel hombre ignoraba, y que la señora de Lorsange pudo poner en lugar seguro gracias a este crimen odioso; y el otro, para disponer más pronto de un legado de cien mil francos que uno de sus adoradores había puesto a su favor en su testamento a nombre de un tercero, que debía entregar la suma por una módica retribución. A estos horrores, la señora de Lorsange añadió dos o tres infanticidios; el temor a estropear su fino talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo le hizo tomar la decisión de abortar varias veces, y estos crímenes, tan ignorados como los otros, no impidieron a esta criatura hábil y ambiciosa encontrar nuevas víctimas y seguir aumentando su fortuna mientras acumulaba sus crímenes. Desgraciadamente, no es sino demasiado cierto que la prosperidad puede acompañar al crimen, y que en el propio seno del desorden y la corrupción más premeditada todo lo que los hombres llaman felicidad puede dorar el curso de la vida; pero que esta cruel y fatal verdad no alarme a nadie, que aquella de la que vamos a dar ejemplo contrario, de la desgracia que por todas partes persigue a la virtud, no atormente el corazón de las gentes honestas. Esta prosperidad del crimen no es más que aparente; independientemente de la providencia, que necesariamente debe castigar tales hechos, el culpable alimenta en el fondo de su corazón a un gusano que le roe sin cesar y le impide gozar de ese resplandor de felicidad que le rodea, y en su lugar no le deja sino el desgarrador recuerdo de los crímenes que se la han proporcionado. Respecto a la desgracia que atormenta a la virtud, el infortunado a quien el destino persigue tiene como consuelo a su conciencia, y los secretos goces que obtiene de su pureza le compensan de la injusticia de los hombres.
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