Thursday, February 9, 2012

EFEMÉRIDE: ANTONIO BUERO VALLEJO.


Premio Cervantes 1986
ANTONIO BUERO VALLEJO

Dramaturgo español
(Guadalajara, 1916 – Madrid, 2001)
De madre alcarreña y padre gaditano, tuvo una
vocación muy temprana por el dibujo y la pintura.
Estudia el bachillerato en su ciudad natal. Obtiene el
primer premio en un concurso literario convocado
para alumnos de segunda enseñanza con una narración titulada El único hombre,
pero su vocación sigue siendo la pintura. Se interesa por la generación del 98,
especialmente por Unamuno y también por Ibsen y Bernard Shaw.
En 1934, la familia es destinada a Madrid y comienza sus estudios en la Escuela de
Bellas Artes de San Fernando. En esos años de la República, participa como
conferenciante de arte en los cursos nocturnos que organiza la Federación
Universitaria de Estudiantes para obreros en la vieja Universidad de San Bernardo. Asiste
a las representaciones de obras de Lorca, Unamuno, Valle Inclán y, también, a las del
Teatro Escuela de Arte que dirigía Cipriano Rivas Cheriff. Publica algunos artículos obre
pintura con el seudónimo de Nicolasillo Pertusato y es nombrado secretario de la
Federación Universitaria de Estudiantes en la Escuela de San Fernando.
Iniciada la guerra civil, lucha del lado de la República y es llamado a filas, destinado a
un batallón de infantería. En 1937 lo destinan a la Jefatura de Sanidad en el frente del
Jarama; en 1938 al frente de Aragón y, más tarde, al ejército de Levante. Le sorprende
el final de la guerra en Valencia. Intenta volver a Madrid pero es detenido y
trasladado al campo de concentración de Soneja (Castellón). Estuvo en la cárcel,
procesado en juicio sumarísimo y condenado a muerte por “adhesión a la rebelión”
que se le conmuta ocho meses después, pero permanecerá en prisión. En la de
Conde de Toreno, en Madrid, coincide con Miguel Hernández, a quien había
conocido durante la guerra y con quien traba una estrecha amistad. Pasa después
por las cárceles de Yeserías, en Madrid; El Dueso, en Santander; Santa Rita, en Madrid
y, finalmente, el penal de Ocaña de donde sale en 1946.
Entre 1946 y 1949 vuelve a la pintura y colabora con varios dibujos en diversas revistas.
Asiste a la tertulia literaria del café Lisboa. Le encargan un estudio crítico-biográfico de
Gustavo Doré. Retoma la escritura y, a finales de 1946, termina la primera versión de En
la ardiente oscuridad. Al año siguiente, Historia de una escalera, una de sus obras más
famosas. El Premio Lope de Vega, convocado por el Ayuntamiento de Madrid y que
llevaba quince años suspendido, se le otorga a Historia de una escalera, que se
estrena el 14 de octubre de 1949 y alcanza las ciento ochenta y siete
representaciones; es el drama de la frustración social visto a través de tres
generaciones de la clase media baja. A partir de ese momento, su vocación pictórica
queda relegada. En ese mismo año, gana el concurso convocado por la Asociación
de Amigos de los Quintero para obras en un acto con Las palabras en la arena.
A estas primeras obras siguieron La tejedora de sueños (1952), basada en una original
interpretación del mito de Ulises y Penélope; La señal que se espera (1952), donde se
exalta el poder creativo de la fe; Casi un cuento de hadas (1953), que trata del valor
que supone para el hombre la posesión del amor, e Irene o el tesoro (1954) sobre la
diferencia abismal entre el mundo real y la fantasía de la protagonista. En Hoy es fiesta
(1955), Premio Nacional de Teatro y Las cartas boca abajo (1957), los ambientes se
acercan a los representados en La historia de una escalera, desarrollándose
respectivamente en la azotea y en el interior de unas casas modestas.
Un soñador para un pueblo (1958) es, en cierto sentido, un «drama histórico» (sobre
Esquilache, ministro de Carlos III). Esquilache, en nombre de la razón, pretende sacar al
país del oscurantismo tradicional en que se encuentra pero termina derrotado por ese
mismo pueblo. Se hace acreedor con esta obra a los Premios de la Crítica de
Barcelona y María Rolland, que dos años después se le volverá a conceder por su
obra sobre Velázquez, Las Meninas (1960). Esta última obra y El sueño de la razón,
sobre Goya, son dos dramas de tipo histórico.
En 1959 contrae matrimonio con la actriz Victoria Rodríguez, con la que tendrá dos
hijos. A partir de 1963, año en el que, por fin, se le autoriza a salir al extranjero, Buero
desempeña una actividad intelectual y literaria intensa, acudiendo a diversas
ciudades extranjeras para dar conferencias, charlas, debates o abrir coloquios.
Muchas de sus adaptaciones de Shakespeare, Ibsen y Brecht son de una perfección
notable. En 1966 realiza su primer viaje a Estados Unidos.
El éxito internacional de Buero se va haciendo evidente a lo largo del tiempo. Por
ejemplo con el estreno, en marzo de 1950 en la Ciudad de México, de Historia de una
escalera; en París, en 1957, de su obra En la ardiente oscuridad, que algunos años
después, en 1962, se estrenará en Oslo, interpretada por Liv Ullman. Este drama, que
trata de una institución de ciegos, plantea el dilema de si debemos aceptar nuestras
propias limitaciones o debemos rebelarnos trágicamente. En ese mismo año se estrenó
en Portugal Madrugada. En Estados Unidos estrena una versión de Madre coraje y sus
hijos (1966).) En España, sin embargo, se censura y no se estrena su obra La doble
historia del Dr. Valmy (1964). El concierto de San Ovidio (1967) se estrena en Italia. En
1968 viaja a Inglaterra para asistir al estreno mundial de La doble historia del Dr. Valmy.
En 1969 se estrena en Portugal Las cartas boca abajo.
En 1971 se presenta El sueño de la razón. En ese mismo año, a propuesta de Vicente
Aleixandre, Emilio García Gómez y Pedro Laín Entralgo, es elegido miembro de número
de la Real Academia Española. Al año siguiente, lee su discurso de ingreso sobre
García Lorca ante el esperpento. En 1974 se estrena La Fundación, en donde presenta
a varios presos políticos que buscan la libertad enfrentando realidad y ensueño. En
esta obra merecen destacarse las modernidades técnicas del dramaturgo: el público
ve la realidad escénica a través de la fantasía del personaje principal.
En ese mismo año obtiene varios premios, entre otros, El Espectador y Crítica, que
vuelve a obtener cuatro veces más, una de ellas con el estreno en 1977 de La
detonación. En 1976, ya en la transición, se estrena por fin en España La doble historia
del Dr. Valmy, que hasta entonces había estado prohibida y cuyo tema es la tortura. A
partir de la transición se van poniendo en escena la mayoría de sus obras.
En 1980 recibe el Premio Nacional de Teatro, por el conjunto de su obra, y la Medalla
de Plata del Círculo de Bellas Artes. En 1986 se le concede el Premio Cervantes y es
elegido Hijo Predilecto de Guadalajara. Lamentablemente, ese mismo año muere su
hijo menor, el actor Enrique Buero Rodríguez. A su memoria dedicó Lázaro en el
laberinto.
En 1996 recibe el Premio Nacional de las Letras Españolas. Al año siguiente termina
Misión al pueblo desierto, que se estrena en Madrid en 1999. Muere de un infarto
cerebral en el año 2000.
“Buero Vallejo- según palabras de Mariano de Paco-, testigo lúcido de la sociedad en
la que ha transcurrido su existencia, conformó una producción que ha abierto caminos
transitados por muchos de los dramaturgos españoles actuales pero que trasciende
nuestras fronteras y se inscribe con justicia y brillantez en la historia de la cultura y del
teatro occidental. Puede, por ello, afirmarse que Buero ha dejado una huella indeleble
en la escena de la segunda mitad del pasado siglo”.

El libro que recomendamos de Buero Vallejo es LA FUNDACIÓN.
Link: en la barra derecha.
RESEÑA:
Tomás es un preso político condenado a muerte por un régimen totalitario que comparte con cuatro compañeros de celda la espera de la ejecución. Habiendo sido detenido cuando repartía propaganda, al ser torturado delató y provocó la caída y condena de los miembros más importantes de su organización con los que comparte ahora la prisión. Abrumado por el remordimiento, ha querido suicidarse, pero Asel, uno de los compañeros, lo evita. Ante esta situación su mente ha entrado en un proceso de esquizofrenia que lo defiende de la realidad, en su alucinación, cree residir en una Fundación en la que él, sus amigos y su novia disfrutan de una beca para desarrollar sus investigaciones.


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CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1986
Discurso de ANTONIO BUERO VALLEJO.


Majestades; señor Ministro de Cultura, señoras y señores; queridos amigos:
Permítaseme ante todo reiterar mi agradecimiento a quienes acordaron la concesión del
premio cuya entrega nos congrega hoy y compartir con ellos las dudas que hubieron de
sentir. Pues todos sabemos, como lo sabía el jurado, que decisiones tales no entrañan
ningún concluyente juicio comparativo. Hablo, por ello, desde esta cátedra ilustre que
me habéis consentido ocupar, con el deseo de ser considerado tan sólo como el
accidental representante de cualesquiera otros meritísimos candidatos.
En las palabras de los escritores que aquí me precedieron, exégesis y elogios del español
insigne que da nombre al galardón fueron frecuentes, pero, además, rendidos.
Narradores de ficciones ricas en fantasía y peripecias algunos de ellos, no insinuaron,
sin embargo, ningún retorno a los libros de caballerías -curiosa tendencia más o menos
implícita en nuestro tiempo- y reafirmaron la vigencia literaria de quien, a primera vista,
los había ridiculizado. Volvían así a proclamar la diamantina luz del mito quijotesco; un
mito sin el cual, bien podemos asegurarlo, las letras universales padecerían grave
manquedad y, por consiguiente, la sufriría asimismo la incierta aventura de los hombres
en la Tierra.
En el breve tiempo que debo consumir sería vano intentar rigurosas exposiciones del
cervantismo y el quijotismo, analizados ya magistralmente por algunos de los presentes
a quienes mal podría yo emular siquiera. Pero como en mi teatro se han advertido a
veces rasgos quijotescos que yo mismo he reconocido en más de una ocasión, me siento
obligado a hablar a mi vez de Cervantes, con la esperanza de que se me puedan
perdonar unas pocas divagaciones nacidas de mis nada metódicos encuentros con las
claridades y ambigüedades, siempre unidas, de la maravillosa novela cervantina.
Atroz ha sido en toda época el mundo y también lo fueron, en los llamados Siglos de
Oro, las variantes del fanatismo y de la crueldad en unas y otras naciones. No obstante
su esplendor literario, tampoco la España en que vivió nuestro genial novelista se libró
de configurar su propio fanatismo, cuyos peculiares signos diferenciales conminaron al
país entero al ejercicio de la intransigencia y a la práctica de la hipocresía. Era el país
cuyo recuerdo pesaba más, sin duda, en el turbado ánimo de Luis Vives cuando, casi un
siglo antes de la invención del Quijote, le confiaba a Erasmo en carta hoy famosa:
"Vivimos tiempos muy difíciles, en los cuales no puede uno hablar ni callar sin peligro".
Y es dentro de ese persistente peligro donde Cervantes gesta sus criaturas novelescas y
las echa a andar por el mundo en que, hasta hoy, siguen caminando.
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1986
Discurso de ANTONIO BUERO VALLEJO
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¿Cómo ha podido consumarse esta soberbia hazaña? Un pobre poeta hartas veces
golpeado por la desgracia y de mediocre éxito literario; sospechoso de erasmista a los
vigilantes ojos de severos censores para los que tal propensión era abominable;
sospechoso tal vez, incluso, de ascendencia conversa, pues esta era la sospecha que
atribulaba a tantos escritores que pasaban por ser "cristianos viejos", ¿cómo logró, en
aquella España difícil, triunfar con un libro saturado, sí, de ironía y regocijo, mas
también de libertad crítica, de desengaño y de tragedia? Cierto que no fue el único
escritor de aquellos siglos que mostrara tales perfiles: crítica y desengaño hubo
asimismo en numerosas obras desasosegadas ante la sociedad en que nacían. Pero
Cervantes acertó a tocar resortes humanos tan hondos en su gran novela, que ninguna
otra de las nuestras ha podido alcanzar, ni su boga española, ni su dilatada difusión
internacional. Resortes, pues, universales además de hispánicos; tan infalibles que, si
nuestras letras siguen manteniendo clara fidelidad al mito quijotesco hasta escritores tan
próximos a nosotros y tan distintos entre sí como Galdós, Unamuno o Valle-Inclán,
también las letras de muchos otros países lo han hecho suyo. Y no sólo las letras propias
o ajenas: el admirable mito asoma en incontables ocasiones, dentro o fuera de nuestra
península, en otras artes como la pintura, la música, el cine; y en festejos populares, y
aun en los decires mismos de las gentes comunes. Está tan vivo que ni siquiera precisa
ya de su soporte literario original ni de los personajes concretos que lo configuran para
persistir, y esa es su paradójica victoria. No hace mucho tiempo me arriesgué a sugerir
lo que me parecía excepcional ejemplo español de ello: el del propio Velázquez,
conocedor seguro del Quijote como lo eran todos entonces y lúcido testigo, igual que
Cervantes, de la decadencia del país, lo que acaso le llevó a concebir la pintura de su
Don Juan de Austria, aquel patétito cincuentón de "triste figura" rodeado de
caballerescas piezas de arnés tiradas por el suelo, como la de otro Don Quijote hundido
en su fatal empeño de llegar a ser el adalid cuyo nombre ostenta y que, resuelto a
transmutar un rincón del Alcázar en su particular Cueva de Montesinos, añora desde ella
el desvaído ensueño, la casi subconsciente ideación, de la confusa acción naval
esbozada en el fondo del cuadro.
Muchas otras huellas dejó y sigue dejando, no sólo en España sino fuera de ella, nuestro
mayor hallazgo mítico. No reparemos ahora en su notoria impronta sobre Fielding,
Sterne, Dickens, Flaubert, Dostoyevski y tantos otros creadores. Tampoco en
reconocibles influjos suyos sobre la mejor literatura dramática, si bien, como autor de
teatro que soy, no resista a la tentación de recordar los ejercidos sobre Pirandello. Para
mostrar la ininterrumpida onda expansiva de la extraordinaria novela, déjeseme recurrir
a algunas de mis sorpresas de lector caprichoso; a algunas de esas que todos tenemos y
que ni siquiera se estudian, cuando percibimos aquí o allá, como en el cuadro
velazqueño, la reaparición del insoslayable mito creado por Cervantes. Yo la advierto,
por ejemplo, en Wells, escritor por el que mantengo sin mengua la vieja admiración de
mi adolescencia. Aunque lo ignoro, es muy probable que las impregnaciones a que me
voy a referir hayan sido señaladas ya, y acaso en palabras del mismo novelista inglés
que yo haya olvidado; tan claras, a mi ver, se presentan. Compruébese leyendo su
novela Mister Blettsworthy en la Isla Rampole, verdadero "encantamiento" de un pobre
náufrago atropellado por la injusticia y forzado a sufrir los raros acaeceres de cierta isla
salvaje donde no le falta su Dulcinea, isla en la que viene a reconocer, cuando al fin
sana su mente dislocada, la ciudad de Nueva York.. Léase también otra novela suya, El
padre de Cristina Alberta, en la que un viejo orate decide ser Sargón, Rey de Reyes, y
obra en consecuencia mientras su hija, ayudada por un novio que es algo así como un
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Sansón Carrasco venido a más, procura salvar al desdichado de sus tropiezos con la
sociedad inmisericorde. Dos narraciones, pues -y no las únicas entre las de su autor-, de
innegable estirpe quijotesca.
¿Cabría reducir a fórmulas literarias -si así pudieran llamarse- las causas de la vida
inacabable del libro y el mito cervantinos? No, pues su último secreto reside en el genio
del escritor, nunca explicable del todo. Desde estos subjetivos atisbos que voy
aventurando intentaría no obstante, aunque apoyándome en autoridad mayor que la mía,
detenerme en un aspecto, sólo uno, del estilo de Cervantes. Es casi un recurso técnico de
la estructura literaria que cualquiera puede utilizar, si bien, naturalmente, no le servirá
de gran cosa al escritor sin talento. Y para bosquejarlo quisiera rememorar aquel lejano
ensayo de Dámaso Alonso, Escila y Caribdis de la literatura española, donde se rebate el
tópico del realismo y localismo supuestamente definitorios de nuestra literatura y se
vindica, dentro de su no menor entidad hispánica, el alcance universal de nuestras
irreales audacias poéticas, para concluir que es en el denso entramado de las dos
tendencias donde se halla lo peculiarmente español. Y aun cuando sean otros los
ejemplos que de ellas prefiere, no deja el maestro Dámaso de referirse al Quijote como a
"la contraposición perfecta y extremada", de esos dos ingredientes de nuestras artes.
Pues bien: la navegación entre los peligros de Escila y de Caribdis sin dejar de contar -a
su modo- con ambos monstruos es, efectivamente, gran proeza del estilo de Cervantes;
y es la misma proeza, con sus propias singularidades, del Calderón de La vida es sueno
o, volviendo a la pintura, de El entierro del Conde de Orgaz. El contraste entre lo que
llamamos real y lo que tildamos de fantástico fortalece nuestras creaciones y es
ejemplar en la novela del ingenioso hidalgo. Ejemplar por su sutileza: si la lectura
superficial del libro ofrece la constante burla y descrédito de toda fantasía como locura
y disparate, ello no invalida el hecho formidable de ser las imaginaciones del
conmovedor caballero las que caracterizan la obra de principio a fin, y sin ellas no
habría sido la cumbre literaria que es. Tales lucubraciones son la lanza con que el
esforzado Alonso Quijano pelea contra la "depravada edad" -así la califica- que las
suscita. Pero tan compleja operación literaria, llevada a cabo entre las dos rocas
invocadas por el ensayista, no incurre en la desquiciada fabulación de los Esplandianes
y los Palmerines, no es devorada por Caribdis. La excelencia del relato cervantino se
aquilata, justamente, por el certero pulso con que en él parecen desacreditarse las
veleidades imaginativas de su protagonista mientras, de hecho, tiene en ellas su
inconmovible fundamento incluso para Sancho. Lo cual procede en parte del supuesto
recurso técnico a que antes aludí, consistente en disponer acontecimientos ilógicos y
quiméricos sobre el suelo de la más evidente realidad inmediata. Como es bien sabido,
tales acontecimientos no se limitan a las mitomanías de Don Quijote y abarcan "magias"
comentadas por Castro, Starkie, Borges y otros: caballero y escudero tienen noticia de la
novela que protagonizan, el autor roba de la otra novela espúrea de Avellaneda a un
personaje que declara haber tratado a los falsos Quijote y Sancho de ésta, etc. Son
inverosimilitudes instaladas, sin embargo, por Cervantes en su argumento con la mayor
naturalidad aparente y con las que se acerca a las corrientes literarias de nuestros días
más aún que a las de su tiempo. Se dice hoy que toda realidad es fantástica y que toda
literatura lo es también, aun cuando no lo parezcan; sería difícil encontrar más fina
previsión de tales asertos que la del Quijote.
La hipotética "fórmula" que pretendo esbozar no es menos universal que
caracterizadamente española. A los escritores extranjeros ya citados podríamos seguir
sumando otros ejemplos que lo abonan. Así, quizá, el de Sartre en su Huisclos, cuyo
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horrible infierno es una prosaica sala Segundo Imperio habitada por tres sujetos bastante
vulgares. O el de Kafka, en cuyos mezquinos ambientes, anodinas gentecillas y
cotidianos parloteos, se sustentan los más alucinantes aconteceres. Como Cervantes y
como buena parte de la literatura del mundo, también ellos enlazan su Caribdis con su
Escila al edificar las extrañezas que imaginan -su poesía, en suma- sobre el engañoso
piso de lo simple y lo consabido. Esa es la mesura de su desmesura, el tino en la
armonización de materiales literarios opuestos cuya unidad parecería imposible;
decisiva enseñanza del Quijote hasta para aquellos creadores modernos que no hayan
condescendido a su lectura.
Hace años hube de visitar Tomelloso. Me enteré allí de que, en la cercana llanura
manchega, sobrevenían espejismos. ¿Vio alguno nuestro "manco sano"? ¿Le despertaría
la inesperada visión el primer pálpito de sus personajes inmortales? Tal vez una
vegetación más frondosa impidiese el fenómeno cuando Cervantes frecuentó aquellos
parajes. Yo no lo sé. Mas, se formase o no entonces ante sus pasmadas pupilas, me es
difícil evitar la suposición de que esa comarca, que nadie creería propicia a la gestación
de arbitrarios embelecos, bien pudo ser tierra alucinatoria de hidalgos y aldeanos de
carne y hueso, espectadores de curiosas figuras aéreas o anhelosos de su refrescante
aparición bajo el calor de sus soles; y que acaso, según se ha supuesto, llegara nuestro
novelista a conocer por allí a algún relativo modelo de su ingenioso hidalgo capaz de
ver quizá, o de desear, que para el caso es lo mismo, un holograma de gigantes en el
horizonte de molinos. Eso, en el supuesto de que el auténtico modelo secreto del Don
Quijote visionario no fuese el propio Cervantes, que es lo que yo creo resueltamente.
Entre su patente Escila y su recatada Caribdis se movió él al crear su novela y se han
movido después innumerables escritores dentro y fuera de España. Bogando a mi vez
entre ambas rocas, debo reconocer asimismo con toda humildad el alto magisterio
cervantino. Cuantas veces se ha advertido cómo, detrás de tal o cual obra mía, se
hallaban ciertos escritores cuya influencia en mi teatro agradezco y yo mismo he
señalado, me he dicho: sí. Pero detrás de todos estuvo previamente, para algunos de
ellos y para mí, Cervantes.
El heroico soldado lisiado en Lepanto; el que afrontó con brava entereza cinco
durísimos años de cautiverio, cuando las decepciones le royeron, hubo de enfrentarse al
fin, con las ostentosas armas de la risa y el puñal penetrante de la tragedia, al país y al
mundo en los que, según Vives, no se podía hablar sin peligro. Siglos más tarde, Larra,
otro gran ingenio de nuestras letras, ante una España que volvía a enseñar su atroz
fisonomía, escribió que "en tiempos como éstos los hombres prudentes no deben callar,
ni mucho menos hablar". Un siglo después del pistoletazo de Fígaro y a casi cuatro de la
muerte de Cervantes, los escritores españoles nos vimos otra vez, durante décadas, ante
el deber de no callarnos: necesidad doblemente imperiosa, pues no sólo consistía en
reabrir los cauces literarios a nuevas palabras y formas, sino al pensamiento libre.
Propósito difícil mas no inalcanzable, por el que laboramos tenazmente contra las más
fluctuantes trabas y a despecho de los suspicaces prejuicios, la ignorante incredulidad y
el desdén sistemático en que abundaron otros países u otros españoles. Y ahora
podemos decir que, sabiéndolo o sin notario, fueron firmísimas guías en el prolongado
empeño las de un Cervantes o un Larra.
Vivimos tiempos diferentes. Nuestro aislamiento parece estar acabando. Mas no por ello
dejamos de seguir dentro de un mundo colmado de inhumanos horrores y de gravísimas
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alarmas, bélicas y ecológicas, cuya extensión se ha vuelto planetaria. Ante ellas, la
propensión a despreocuparse y a aturdirse crece también sin medida. Los escritores nos
preguntamos cada día qué podríamos escribir aún en esta tierra amenazada de muerte...
Siempre podemos y debemos, es claro, tratar de expresar poética y experimentalmente
cuanto encierran de prodigioso y enigmático las cosas externas y nuestro propio
interior; pero, si tornamos la vista hacia nuestros mayores maestros, en ellos volveremos
a advertir cómo supieron sumergirse en las vivas aguas de la imaginación creadora sin
dar la espalda a los conflictos que nos atenazan y de los que también debemos ser
resonadores.
Sacarnos de los intrincados laberintos en que nuestra especie sin paz anda perdida no es
tarea que puedan cumplir por sí solos la poesía, la novela o el teatro; pero probado
tienen que sí pueden despejar un tanto los extraviados caminos individuales o colectivos
por los que vagamos cuando, a los deleites estéticos que nos brindan, los saturan y
fecundan los dolores, las inquietudes y las esperanzas de los hombres.
Al recibir hoy este premio de las augustas personas cuya presencia tanto me honra, me
conforta suponer que, si se me ha concedido porque deleité algo, también se me habrá
otorgado porque algo inquieté.
Desde la ciudad donde naciera el glorioso creador que nos deleitó y nos sigue
inquietando, hago pública mi gratitud al verme cobijado bajo su nombre esclarecido.

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