Si existe "algo" que siempre he admirado en el peruano Vargas Llosa, es su férrea disciplina de escritor.
Pienso, que parte del éxito de un escritor (contando el talento por supuesto) es su disciplina. Existen escritores que escriben pocas o muchas horas al día, otros escriben por períodos extensos y dejan de escribir por otros períodos. Thomas Mann al igual que Vargas son de los escritores que su creación literaria la llevan o llevaron a cabo día a día. Siempre me abruma y me conmueve hasta los huesos la frase de Mann cuando decía que: "me basta solo un techo sobre mi cabeza para poder escribir". De ahí mi emoción cuando conocía la noticia del Premio Cervantes otorgado a este órfebre de la palabra como colofón de su talento y disciplina.
Asimismo, recomiendo a mis amigos lectores de este blog que lean el discurso de Vargas LLosa en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes, es toda una disertación literaria.
NOTA:
El Premio Cervantes es para mí, el mayor honor que se le pueda otorgar a una persona (escritor) que hable la lengua de Cervantes. De ahí, la inclusión en el blog en forma periódica de los ganadores tanto ibéricos como latinoamericanos. Asimismo, todas las veces se incluye el discurso de los ganadores leído en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. ¿La razón de lo anterior? Me parece justo escuchar (leer) todas los pormenores que hicieron de un hombre aventurarse en ese viaje que se llama LITERATURA.
En lo posible se adjuntarán uno o varios libros de los ganadores del Premio Cervantes para que así los lectores que no conocen sus obras las puedan leer.
Jorge Méndez-Limbrick. Escritor. (Premio Nacional de Novela 2010. Costa Rica).
Premio Cervantes 1994
MARIO VARGAS LLOSA
Narrador, dramaturgo, ensayista y crítico literario
peruano
(Arequipa, Perú, 1936)
Pasó su infancia en Cochabamba (Colombia),
donde realizó sus primeros estudios. Posteriormente, ya
en Perú, realizó sus estudios de secundaria en el
colegio militar Leoncio Prado, del que aprovechó
experiencias para componer la que sería su
primera novela, La ciudad y los perros (1963).
En 1955 se casa con su tía política, Julia Urquidi Illades. Publica sus primeros cuentos y
en 1957 gana, con su relato El desafío, el concurso organizado por la Revue Française.
Durante 1959, fecha de su primer viaje a París y a España, es conocido sólo en
pequeños círculos literarios del Perú. Su formación literaria se produce al lado de la de
los autores de la Generación del 50 peruana, preocupada por la visión realista de la
sociedad de su tiempo. En España, hace su doctorado en Filología Románica en la
Universidad Complutense. Vive en París durante siete años realizando algunas visitas a
Lima durante ese tiempo.
Su exploración de la literatura universal le ha llevado también en numerosas ocasiones
a la crítica literaria, en la que se ha ocupado de obras tan diferentes como Il
Gattopardo, de Lampedusa, o Tirant lo Blanc (Tirant lo Blanc: las palabras como
hechos, y Carta de batalla por Tirant lo Blanc, ambas de 1991).
En 1964 se divorcia de Julia Urquidi. Al año siguiente, viaja a La Habana donde forma
parte del jurado de los premios Casa de las Américas y del Consejo de Redacción de
la Revista de la misma Casa, hasta que el caso Padilla lo distancia de Cuba y su
régimen. Ese mismo año contrae matrimonio con Patricia Llosa Urquidi, con quien tuvo
tres hijos, Álvaro, Gonzalo y Morgana. Vive en París, Londres y Barcelona hasta 1974.
En 1981 publica y estrena, en Buenos Aires, La señorita de Tacna. Publica también sus
ensayos Entre Sartre y Camus. Al año siguiente recibe el Premio Illa del Instituto
Latinoamericano de Roma por su novela La tía Julia y el escribidor y el Premio Pablo
Iglesias de Literatura, de la Agrupación Socialista de Chamartín, por su novela La
guerra del fin del mundo, premiada también en 1985 por el Premio Ritz-París
Hemingway, al mismo tiempo que Francia le otorga la condecoración de la Legión de
Honor. En 1984 publica Historia de Mayta. Dos años después gana el Premio Príncipe
de Asturias de las Letras; el mismo año que publica Quién mató a Palomino Molero y La
chunga.
En 1989, el Frente Democrático lo lanza como candidato presidencial a las elecciones
de 1990. Pierde las elecciones y se va a Londres donde retoma sus actividades
literarias.
Su obra novelística abarca tres periodos, de los cuales el tercero llega hasta la
actualidad y está, por tanto, en plena elaboración. El primero de ellos comprende la
obra Los Jefes (1959), recopilación de sus primeros cuentos, género al que no ha vuelto
con posterioridad (gana por esa recopilación el Premio Leopoldo Alas); La ciudad y los
perros; La Casa Verde (1966) y Conversación en la Catedral (1969). Se trata de obras
muy distintas entre sí, en las que el autor muestra estar probando técnicas y asuntos
diferentes, aunque entre todas configuren un mundo, presente en los relatos iniciales
Los jefes y Los cachorros, en el que predominan los seres marginales e inadaptados.
La segunda etapa arranca con Pantaleón y las visitadoras (1973) y continúa con La tía
Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981), Historia de Mayta (1984),
¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), El hablador (1987) y el Elogio de la madrastra
(1988). En este periodo, la reflexión sobre la sociedad y el mundo hispanoamericano
abarca dos facetas. Por un lado, la preocupación por la situación política, patente en
Historia de Mayta y en La guerra del fin del mundo, preocupación que ha encontrado
continuación en la propia actitud política del autor frente a su país, al que regresó en
1974 tras residir en Inglaterra y en Barcelona.
La otra vertiente de esta segunda etapa creadora es la reflexión a partir de la propia
experiencia vital, como en la ya citada La tía Julia y el escribidor y en Pantaleón y las
visitadoras (en las que el tono se acerca al de la farsa), o en ¿Quién mató a Palomino
Molero? (donde la utilización de la técnica de la novela policíaca exagerada y
distorsionada apunta hacia un deseo de distanciarse de esa realidad a la que se
quiere criticar). En la misma línea están los elementos hiperbólicos del Elogio de la
madrastra.
Posteriores, de su tercera etapa, son algunos libros como la novela Lituma en los
Andes, con la que obtuvo el Premio Planeta en 1993, o la recopilación de artículos
Desafíos a la libertad, de 1994. Escribe para la BBC de Londres una obra dramática
para radio Ojos bonitos, cuadros feos. A estas obras se suma, en lo que es una reflexión
sobre el propio hombre, el libro de memorias El pez en el agua (1993).
En 1994 fue elegido miembro de la Real Academia Española, primer latinoamericano
que ocupaba un sillón en la Academia; ya lo era de la Academia Peruana desde
1975. Recibe el Premio Literario Arzobispo San Clemente de Santiago de Compostela
por Lituma en los Andes. Y en ese mismo año se le otorga el Premio Cervantes.
En 1997 publicó la novela erótica Los cuadernos de don Rigoberto, cuyos personajes,
rescatados del Elogio de la madrastra, retoman la acción de esta última en el punto
en que se quedó en 1988. En 1999 viaja a Santo Domingo para recopilar la
información, documentos y testimonios necesarios para escribir su novela La fiesta del
Chivo, que se publica en el año 2000. En 2002 es designado presidente de la
Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y, en ese mismo año, en el marco de
la celebración del décimo aniversario de Casa de América, el entonces Presidente
José María Aznar le hace entrega del Premio Ateneo Americano. En 2003 publica su
novela El paraíso en la otra esquina y El diario de Irak, con los artículos del reportaje
sobre esa guerra con fotos de su hija Morgana.
El Círculo de Lectores de Barcelona publica, en 2003, una nueva edición de las Obras
Completas de Mario Vargas Llosa: Vol. I Narraciones y novelas (1959-1967) y Vol. II
Novelas (1969-1977). En 2006, se presenta en España su libro Israel/Palestina. Paz o
guerra santa, serie de artículos escritos para un reportaje que se publicó en el diario
español El País. Y se presenta también su novela, Travesuras de la niña mala.
En 2007, se publica la obra de teatro Odiseo y Penélope. En 2008, Al pie del Támesis,
con fotografías de su hija Morgana Vargas Llosa.
- 1 -CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1994
Discurso de MARIO VARGAS LLOSA
La tentación de lo imposible.
Hay algo abrumador en obtener un Premio llamado Cervantes y recibirlo en Alcalá de
Henares, la ciudad donde nació el padre y maestro mágico de nuestra literatura, en una
ceremonia realzada por la presencia de Sus Majestades. Y que este acto tenga lugar
precisamente el día que se conmemora, con la muerte del autor del Quijote, la vigencia
de una lengua a la que su genio inyectó un torrente de vida y de fantasía que todavía
bullen, rebosantes de juventud, cada vez que abrimos la historia del Caballero de la
Triste Figura. ¿Qué puede decir este afortunado escribidor que no haya sido ya dicho
sobre Cervantes? ¿Qué añadir sobre su obra que no rechine como disco rayado?
La vertiginosa bibliografía y e1 culto oficial de que es objeto, lo han, en cierta forma,
petrificado, como a Homero, Dante o Shakespeare, esos autores que con él han pasado a
ser símbolos de una lengua y una cultura, haciéndonos olvidar, a menudo, que el icono
semi-divinizado por el respeto y las venias de las generaciones fue una criatura de carne
y hueso enfrentada, como las demás, a las emboscadas de un destino incierto y que su
obra no resultó del milagro ni el azar, sino de la voluntad, el trabajo, la artesanía y la
paciencia. En ningún otro de esos creadores es tan visible ese relente de humanidad
identificable por el hombre común, como en la vida azarosa que se inició en esta ciudad,
algún día del otoño de 1547, de Miguel -el hijo de Rodrigo Cervantes, barbero y
cirujano chambón, que vivió acosado por los pleitos y huyendo de la mala suerte. Ésta
fue la única herencia que legó a su hijo, al parecer: los infortunios -juicios,
excomuniones, fugas, estrecheces de una existencia que, pese al asedio de los
historiadores, conserva todavía grandes zonas de sombra y, como la de Shakespeare,
tenemos en buena parte que adivinar. Pero sí sabemos con certeza que la vida de
Cervantes fue la de un ciudadano sin títulos ni fortuna, que vivió en la medianía, aunque
los dos arcabuzazos que recibió en Lepanto y la mano izquierda que le quedó
anquilosada hayan inducido a los hagiógrafos a izarlo sobre el zócalo del héroe. No lo
fue, por lo menos no en el sentido épico de la expresión, sólo en ese otro, discreto, que
es el heroísmo de las gentes anónimas, por haber resistido sin desfallecer tantos reveses
y pellejerías -los cinco años de cautiverio en Argel, la esclavitud en manos del renegado
griego Dalí Mamí, las negativas de los burócratas cuando quiso servir a la corona en
Indias, las cárceles por deudas, y la amargura de no alcanzar la gloria en el género
príncipe -la poesía-, debiendo contentarse con la plebeya narrativa, tan lejos de la
cúspide intelectual y tan cerca del populacho.
La vida de Cervantes nos emociona o entristece pero no nos admira: era la precaria del
español de a pie de esos tiempos convulsos. Lo que nos desconcierta es que de esa vida
marcada por la sordidez, hubiera podido surgir una aventura tan generosa como la del
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1994
Discurso de MARIO VARGAS LLOSA
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Quijote, esa novela sobre la cual parece haberse dicho ya todo, y, sin embargo, vez que
la releemos descubrimos que aún falta tanto por decir.
Toda obra genial es una evioencia y una incógnita. El Quijote como la Odisea, la
Commedia o el Hamlet, nos enriquece como seres humanos, mostrándonos que, a través
de la creación artística, el hombre puede romper los límites, de su condición y alcanzar
una forma de inmortalidad; al mismo tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de
nuestra pequeñez, contrastados con el gigante que concibió esa gesta. ¿Cómo pudo
perpetrar un deicidio semejante? ¿Cómo fue posible desafiar de ese modo la creación
del Creador? Escribiendo la historia del Ingenioso Hidalgo, Cervantes potenció la
lengua española a unas alturas que nunca había alcanzado y puso un tope emblemático
para quienes escribimos en ella; y renovó el género novelesco, dotándolo de una
complejidad y sutileza tan vastas como la ambición, destructora y reconstructora del
mundo que lo anima. Desde entonces, todas las novelas se medirían con la marca que
ella puso, ni más ni menos que todo el teatro estaría siempre espiando a hurtadillas al de
Shakespeare, como piedra de toque.
Que fue y es una gran novela cómica y a la vez muy seria, que ella recrea en un mito
sencillo la insoluble dialéctica entre lo real y lo ideal, que a la vez que pulverizaba las
novelas de caballerías les rendía un soberbio homenaje, nos lo han explicado los
críticos. Pero, han dicho menos que, entre las muchas cosas que es, como todos los
grandes paradigmas literarios, el Quijote es también una ficción sobre la ficción, sobre
lo que ella es y la manera como opera en la vida, el servicio que presta y los estragos
que puede causar. Este tema reaparece en todas las literaturas porque es un tema
permanente en la vida de las gentes, y ningún novelista lo ha descrito con tanta
perfección, en una historia tan seductora y tan clara, como lo hizo Cervantes, acaso sin
siquiera proponérselo ni saber que lo hacía.
Se trata de algo muy simple, en un principio, aunque luego se vuelva complicado.
Hombres y mujeres no están contentos con las vidas que viven, que se hallan siempre
por debajo de sus anhelos y, como no se resignan a renunciar a esas vidas que no tienen,
las viven en sueños; es decir, en los cuentos que se cuentan. La literatura es una rama de
ese árbol opulento: la ficción. Ese quehacer, inventarse y contarse historias para
soportar mejor la historia que se vive es antiquísimo como el lenguaje y sin duda se
practicó desde que las primeras manifestaciones de una comunicación inteligente
sustituyeron a los gruñidos y brincos del antropoide, en la caverna primitiva. Allí
debieron de escucharse, junto al fuego, las primeras ficciones, en la misma actitud
reverencial con que, a lo largo de los milenios y a lo ancho de todas las geografías, las
escucharían los niños de boca de las abuelas, las tribus convocadas en los claros del
bosque por habladores y chamanes, los vecinos en las plazas de las aldeas cantadas por
los cómicos de la legua, y los poderosos en los salones de las cortes y palacios recitadas
por los troveros. Con la escritura, la ficción pasó al libro, que fijó lo que hasta entonces
era un universo perecible de oralidad. La literatura estabilizó, dio permanencia a los
mitos y prototipos cuajados en la ficción: gracias a ella, de un modo misterioso, esa vida
alternativa, creada para llenar el abismo entre la realidad y los deseos sobre el cual se
columpia la criatura humana, obtuvo derecho de ciudad y los fantasmas de la
imaginación pasaron a formar parte de lo vívido, a ser, en palabras de Balzac, la historia
privada de las naciones.
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Una ficción es un entretenimiento sólo en segunda o tercera instancia, aunque, por
supuesto, si también no lo es, ella no es nada. Una ficción es, primero, un acto de
rebeldía contra la vida real y, en segundo, un desagravio a quienes desasosiega el vivir
en la prisión de un único destino, aquellos a los que solivianta esa "tentación de lo
imposible" que, según Lamartine, hizo posible la creación de Los miserables de Victor
Hugo, y quieren salir de sus vidas y protagonizar otras, más ricas o más sórdidas, más
puras o más terribles, que las que les tocó. Esta manera de explicar la ficción puede
parecer truculenta, tratándose de lo que a simple vista no es más que el benigno
pasatiempo de un señor que, en la noche, antes de que le vengan los bostezos, perpetra
el crimen de Raskálnikov y se duerme, o de la virtuosa señora que toma el té de las
cinco cometiendo las travesuras de las damas de Bocaccio sin que se entere su marido.
Pero, como nos muestra Alonso Quijano, la ficción es algo más complejo que una
manera de no aburrirse: el transitorio alivio de una insatisfacción existencial, un
sucedáneo para ese hambre de algo distinto a lo que ya somos y ya tenemos, que,
paradójicamente, la ficción aplaca al mismo tiempo que exacerba. Porque esas vidas
prestadas que son nuestras gracias a la ficción, en vez de curarnos de nuestros deseos,
los aumentan y nos hacen más conscientes de lo poco que somos comparados con esos
seres extraordinarios que maquina el fantaseador agazapado en nuestro ser.
La ficción es testimonio y fuente de inconformidad, desacato del mundo tal como es,
prueba irrefutable de que la realidad real, la vida vivida, están hechas apenas a la
medida de lo que somos, no de lo que quisiéramos ser, y por eso debemos inventar unas
distintas. Esa vida ficticia, superpuesta a la otra, sobre todo cuando ella es sobresaliente,
como en los tiempos en que Cervantes escribió su epopeya, no es un síntoma de
felicidad social, más bien de lo contrario. ¿Para qué necesitaría una sociedad procrear en
su seno esas vidas paralelas, esas mentiras, si la que tiene le bastara, si las verdades de
la existencia la colmaran? La aparición de una gran novela es siempre indicio de una
rebeldía vital, articulada en la configuración de un mundo ficticio, que, guardando el
semblante del mundo real, en verdad rechaza a éste y lo cuestiona. Ésa es, tal vez, la
explicación de la fortaleza con que Cervantes parece haber sobrellevado su
circunstancia: desquitándose de ella con un deicidio simbólico, reemplazando la
realidad que lo maltrataba con el esplendor de la que, sacando fuerzas de sus
decepciones, inventó para oponerle.
Combatir la realidad con la fantasía, que es lo que hacemos todos cuando contamos o
fabricamos historias es un juego entretenido mientras nos mantengamos lúcidos sobre
las fronteras inquebrantables entre ficción y realidad. Cuando esa frontera se eclipsa y
ambas órdenes se confunden, como ocurre en la mente del Quijote, el juego cede el
lugar a la locura y puede tornarse tragedia. Ahora bien, aunque es evidente que el
temerario manchego acomete un sinfín de disparates, pues actúa con una percepción de
lo real esencialmente falsa, o, mejor, falseada por la ficción caballeresca, sus
excentricidades no le han merecido nunca el desprecio de los lectores. Por el contrario,
incluso para sus contemporáneos, que leyeron el libro riéndose a carcajadas y vieron en
él sólo una novela risueña, el esmirriado manchego que arremete contra molinos de
viento creyéndolos gigantes, toma la bacía de un barbero por el yelmo de Mambrino y
ve castillos y palacios en las ventas del camino, apareció como un ser moralmente
superior, empeñado en una aventura noble e idealista, aunque, a causa de la desbocada
fantasía que enturbia su razón, todo le salga al revés. Desde un principio, los lectores se
identifican con el Quijote, que ha sucumbido a la tentación de lo imposible tratando de
vivir la ficción, y toman una distancia perdonavidas del buen Sancho Panza, a quien,
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por su sentido común, por vivir amurallado dentro de lo posible, se ha convertido en
encarnación de una deleznable forma de humanidad, la del hombre en el que la materia
sofoca al espíritu y cuyo horizonte vital es mezquino de tanto pragmatismo.
Juzgando en frío, hay una gran injusticia en esta desigual valoración de la célebre
pareja, al menos si la perspectiva del juicio se desplaza de lo individual a lo social.
Pues, lo cierto es que esos rechazos del Quijote al mundo tal como es provocan
múltiples desaguisados, tropelías y aun catástrofes: destruyen bienes ajenos, ponen en
libertad a peligrosos criminales, diezman rebaños, aterran o dejan tundidos y birlados a
humildes aldeanos. Las empresas del Quijote sólo son simpáticas a sus lectores, de
ninguna manera a esos pobres diablos que su fantasía convierte en encantadores,
encantados o caballeros andantes y a los que trata a menudo de ensartar con su lanzón.
Si hubiera prevalecido el pragmatismo de Sancho, su comprensión cabal de las cosas de
este mundo, el Quijote tendría, al final de la historia, los lomos menos magullados y su
boda más dientes. Pero, entonces, no habría habido novela -o ella habría sido
aburridísima- y la lengua y la literatura españolas serían menos fecundas de lo que son.
Lo que quiere decir, por lo menos, dos cosas. La primera, que en el Quijote no
admiramos a un personaje real sino a un fantasma, a un ser de ficción, y que lo que nos
aleja de Sancho es que, a diferencia de su amo, no se despega demasiado de nosotros, y
por eso su manera de actuar y ver las cosas no nos parecen las de un ser novelesco sino
las de un mero mortal. Y eso me lleva a la segunda conclusión: que la razón de ser de la
ficción, no es representar la realidad sino negarla, trasmutándola en una irrealidad que,
cuando el novelista domina el arte de la prestidigitación verbal como Cervantes, se nos
aparece como la realidad auténtica, cuando en verdad es su antítesis.
Ése es, acaso, el simbolismo del Quijote que mueve más íntimamente nuestra
solidaridad hacia su desgarbada silueta: él ha convertido en práctica cotidiana esa
ficción que el común de los mortales necesita también para rellenar los vacíos de la vida
pero sólo visita a ratos, cuando sueña, lee o asiste a un espectáculo, es decir, cuando se
desdobla, ayudado por la imaginación. El Quijote no se desdobla: sale de sí de verdad,
cruza los límites prohibidos, hacia los espejismos de la ficción, y ni los peores reveses
consiguen regresarlo al mundo real. Más que el contenido de su sueño o su tabla de
valores, lo que en él es eterno es el hambre de ficción que lo carcome, tan avasallador
que lo empuja a ese enloquecido trueque: dejar de ser de carne y hueso para tornarse
quimera, ilusión.
Es verdad que la empresa quijotesca -salir de la realidad propia para vivir la fantasía- ha
dado tipos humanos excepcionales, gracias a cuyas temeridades el mundo ha progresado
en el dominio del conocimiento y que sin ellos la vida sería mucho más gris de lo que
es. El progreso científico, social, económico, cultural, se debe a soñadores así: sin ellos
no se habría descubierto aún América, ni la imprenta, ni los derechos humanos y
seguiríamos zapateando en la tierra para que cayera la lluvia sobre las cosechas. Pero
también es cierto que el llamado de lo irreal, al aguijonear en hombres y mujeres el
apetito de lo que no tienen ni tendrán, ha aumentado, considerablemente, su infelicidad.
Se trata de un problema insoluble, pues no hay una manera realista de que aquello que
intenta el Quijote sea posible y lleguemos a vivir, simultáneamente, en la vida objetiva
de la historia y en la subjetiva de la ficción.
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Pero sí hay una manera figurada, y es la que pactan Cervantes y sus lectores, claro está.
De ese contrato subconsciente que firman el novelista y su público para jugar a las
mentiras depende la novela, género nacido para completar las incompletas vidas de los
mortales con aquellas raciones de heroísmo o de pasión, de inteligencia o de terror, que
añoran porque no las tienen o no en las dosis que exige su imaginación, ese combustible
de la disidencia vital. Es verdad que la ficción es un paliativo fugaz para el desasosiego
que surge de la conciencia de nuestros confines, la imposibilidad en que nos hallamos
de ser y hacer todo lo que nuestra fantasía reclama. Pero, aun así, gracias a ella nuestras
vidas se multiplican en un universo de sombras que, aunque frágiles y amasadas con
una leve materia, se incorporan a nuestras vidas, influyen en nuestros destinos y nos
ayudan a solucionar el conflicto que resulta de esa extraña condición nuestra de tener un
cuerpo condenado a una sola vida y unos apetitos que nos exigen otras mil. La manera
como la literatura influye en la vida es misteriosa y todo lo que se diga al respecto debe
tomarse con cautela. ¿Hizo la ficción más desdichado o más feliz a don Alonso
Quijano? De un lado, lo puso en entredicho con el mundo, lo hizo estrellarse contra la
terca realidad y perder todas las batallas. De otro ¿no vivió así más plenamente que los
demás? ¿Hubiera sido más envidiable su destino sin esa porfía suya en proyectar sobre
el mundo las criaturas de su espíritu? ¿No hay, en esa empresa insensata, algo que nos
redime de la rutina, no nos hace vivir algo de todo aquello que no hicimos, ni fuimos, y
hemos vivido añorando, soñándolo?
Por eso, si todos los seres humanos que recurren a las ficciones tienen por el Quijote
una devoción particular, los que dedicamos nuestras vidas a escribirlas, nos sentimos
recónditamente afectados por su historia, que simboliza la que emprendemos cada vez
que, enfrentados a la página en blanco con la fantasía y las palabras, lo emulamos en el
afán de arraigar lo imaginario en lo cotidiano, la ilusión en la acción, el mito en la
historia, y encontramos en su aventura aliciente para las nuestras.
Pero, quizás, estas consideraciones sean demasiado abstractas para hablar de una
vocación, la del contador de historias, que es a la que debo estar hoy día aquí, en la
patria chica de don Miguel de Cervantes, recibiendo este Premio que honra su memoria
y que me honra , de mano de los Reyes de España. Como todo el que escribe historias,
yo fui lector antes que escribidor, y, antes que lector, fui, por supuesto, escuchador de
ficciones. Mi vocación debió nacer al conjuro de aquella otra vida que te revelaron los
cuentos de los abuelos, o de la tía abuela Elvira, la Mamaé, en Cochabamba, cuando era
un pequeño déspota de pantalón corto, que, por lo visto, exigía una historia con
principio y final por cada cucharada de sopa. Yo era entonces inmensamente feliz,
viviendo, como Alonso Quijano, "todo absorto y empapado en lo que había leído en sus
libros mentirosos". Pinocho, La Sombra, El Coyote, Bill Barnes, el pequeño Guillermo,
Mandrake y Nostradamus, las correrías del Zorro en la Misión de San Juan de
Capristano, las de Sandokán y el fiel Yáñez en Malasia y las historias que irrumpían en
la casona de Ladislao Cabrera con El Peneca y el Billiken llenaban mis días de
exaltación. En mi memoria, aquellos personajes se conservan más vívidos que
Gumucio, Román, Artero, Zapata y Ballivián y demás compañeros de.La Salle con los
que reproducíamos sus hazañas en los patios y techos de la casa. (Olmedo lloriqueaba
porque, para entrar en el juego, debía hacer de Chita, el mono de Tarzán).
No sé cuándo oí hablar por primera vez de Don Quijote, pero me gustaría que hubiera
sido allí, en Bolivia, y de boca del abuelo Pedro, a quien mi infancia debió tanto, un
señor que tenía una frente muy ancha y una gran nariz. Escribía versos festivos cuando
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se presentaba la ocasión, contaba cuentos con mañas de brujo y me incitó a leer libros
soberbios. Pero sí recuerdo con precisión que mi primera tentativa de entrar en El
Quijote, en algún año de la Secundaria, fue un fracaso: a cada párrafo, las palabras
difíciles y los giros arcaicos pulverizaban la ilusión, y a mí lo que me gustaba de las
novelas -lo que me gusta todavía de las novelas-, era que me abolieran y
transubstanciaran, como a Alonso Quijano las del Amadís y del Espliandán, y me
hicieran enamorarme, combatir, enfurecerme, llorar, matar y resucitar. Sólo años
después, y gracias a La ruta de Don Quijote (1905), de Azorín, relato de su recorrido
por La Mancha en pos de las huellas de Cervantes, volví a leerlo, hasta el final.
Para entonces era un devorador desaforado de historias ajenas y garabateador de algunas
propias. No sospechaba que llegaría a ser un escritor pero ya me desvelaba esa
ambición, que parecía todavía más improbable que esas otras, acariciadas en secreto: ser
marino, torero, aviador, legionario, explorador, mosquetero, rey del mambo y
conquistador de la India y de Brigitte Bardot. Pero sí sabía que siempre sería un lector
empedernido de novelas porque las horas que pasaba sumido en esa vorágine de
destinos excepcionales, paisajes exóticos y gentes estimulantes, eran siempre las
mejores. Sin exageración puedo decir, por eso, que entre mis quince y veinte años,
mientras estudiaba Letras y Derecho y manufacturaba noticias y reportajes alimenticios,
me las arreglé, sin salir de Lima, para combatir al Kuomintang con los camaradas
chinos en las calles de Shangai, perseguir a un gran cetáceo blanco por los mares de
Oceanía en un ballenero de Nueva Inglaterra, vivir la bohemia de la entreguerra en los
cafés de Montparnasse, mudar en cucaracha y ser ejecutado por un ignoto crimen en una
ciudad que pudo ser Praga, sufrir la derrota napoleónica en la morne plaine de Waterloo,
asfixiarme de oscuras fobias y retorcidas animosidades en el violento Deep South, y,
ayudado por la linda Placer-de-mi-Vida, cometer gongorinas bellaquerías con
Carmesina, la heredera de Grecia, mientras devastaba el Imperio Turco. Malraux,
Melville, Hemingway, Kipling, Kafka, Victor Hugo, Stendhal, Faulkner, Johanot
Martorell, Balzac, Flaubert, Tolstoi y tantos otros fabuladores formidables, debieran
comparecer a recibir este premio conmigo, pues sin ellos, que deslumbraron mi
juventud y me enseñaron a animar los sueños en la vida gracias a las palabras, no habría
llegado a ser un escritor.
La literatura ha sido mi primer y más grande amor, la más querida de las servidumbres,
pero sé de sobra que tampoco habría podido consagrar mi tiempo a mi vocación como
lo he hecho, ni escribir lo que he escrito, ni publicar lo que he publicado, ni, por cierto,
estar hoy aquí, recibiendo el Premio Cervantes, sin España, la tierra de los remotos
antepasados que es ahora también la mía. Quién me iba a decir, en aquel verano de
1958, cuando desembarqué en el puerto de Barcelona y corrí a las Ramblas a identificar
los lugares descritos por Orwell, en su Homenaje a Cataluña, que llevaba escondido en
la maleta, que, a partir de entonces, mi vida daría un vuelco mágico. La acción de
gracias sería interminable pero creo que puedo reducirla a algunos reconocimientos. El
primero, a esos médicos catalanes, amantes de los cuentos y de Leopoldo Alas, que
editaron mi primer libro. Y a Carlos Barral, poeta, editor y compinche queridísimo a
quien nunca podremos agradecer bastante lo que hizo por desembotellar la vida cultural
de los sesenta y unir, en un gran intercambio de libros, ideas, valores y amistades, a
lectores y escritores de ambas orillas del Océano. Había algo quijotesco en Carlos
Barral, en su flacura con úlceras y su desprecio al mundo comestible, en su
munificencia de señor renacentista y sus desplantes retóricos, pero, sobre todo, en su
aptitud para desobedecer la realidad, trabajar contra sus intereses, preferir la forma al
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contenido -el teatro a la vida- y vivir la ficción hasta sus últimas consecuencias, es
decir, la derrota y la muerte. Antes de ser derrotado definitivamente se dio maña para
abrir las puertas de España a la mejor literatura moderna y para promover a una serie de
escritores nuevos, yo entre ellos, que, sin su aliento, su fe en lo que hacíamos y sus
maquiavelismos para sortear la censura, jamás habríamos salido del limbo. Tendría,
también, que citar a otros editores, críticos benevolentes, compañeros del oficio y, por
supuesto, a los lectores españoles, esas amigas y amigos invisibles que estuvieron
siempre allí para levantarme la moral. Pero, sería interminable y me contentaré sólo con
agradecer lo mucho que le deben mis libros, mi familia, mi persona pública y mis
demonios inconfesables a quien, desde hace treinta anos, en su torre de vigía de la
ciudad Condal, organiza y desorganiza como una hada madrina fugada, de los
manuscritos de Cide Hamete Benengeli, mi trabajo de escritor, defendiéndolo de toda
clase de peligros, empezando por mí mismo. Terror de editores, conspiradora pertinaz,
pródiga amiga, cómplice de mil y una aventuras, se llama Carmen Balcells y juraría que
anda por aquí, llorando como una Magdalena.
Y ahora, para terminar, con permiso de Sus Majestades, quisiera contarles un cuento.
¿Hay manera mejor de recordar a don Miguel de Cervantes Saavedra que practicando, el
día de su fiesta, este oficio al que su genio dio tanta gloria? ¿Y qué homenaje podría
apreciar más don Quijote de la Mancha, ese fantaseador indoblegable, que el de una
ficción viva, desplegando sus alas en el aire culto de este claustro? Se trata de una
historia que no es mía y que ni siquiera es inventada, pues la leí en un periódico, hace
meses. Desde entonces, me ronda en la memoria como una tierna alegoría sobre los
poderes y maleficios de la ficción.
Aquel caballero madrileño, hoy un hombre entrado en años, era un mozalbete sin barba
al que un día, de pura casualidad, cayó en las manos una novela de autor ruso, no sé
cuál. Le gustó tanto, pasó tan bien aquellas horas, trasladado en espíritu de Madrid a
Moscú, o San Petersburgo, o a algunas de esas mansiones perdidas en la inmensidad de
las estepas donde ocurren las historias de Gogol o los dramas de Chéjov, que el joven de
mi cuento empezó a buscar afanoso otras novelas rusas y a devorarlas. Lo que fue al
principio una curiosidad, un pasatiempo, se convirtió con los meses y los años en una
vocación, en un vicio, en una enfermedad. No se hizo escritor, ni crítico literario, ni
profesor de letras eslavas, ni aprendió ruso. Fue y es todavía, solamente -pero ese
solamente es un universo- lector de novelas rusas traducidas al español. Ahora, gracias a
él, sabemos que hay miles de cuentos y novelas rusas vertidos a nuestra lengua, y lo
sabemos porque todos esos libros están, o tarde o temprano estarán, en la biblioteca de
este señor que les profesa el mismo amor que Alonso Quijano a las novelas de
caballerías. Mi ferviente lector, a lo largo de su vida, mientras terminaba los estudios de
Leyes, se recibía de abogado, y practicaba su profesión, paralelamente llevaba una
doble y suntuosa vida, allá, en Rusia. Quiero decir que recorría las librerías nuevas y
viejas de Madrid en busca de novelas rusas, que compraba, leía y releía. Lo ha venido
haciendo, toda una vida. Lo hace todavía. Los años no han entibiado su entusiasmo; el
reportaje de mi cuento lo mostraba en pleno forma, relatando con regocijo sus cacerías
por el Rastro, por los puestos y estanterías de las esquinas y mostrando su botín, esos
volúmenes que han invadido los cuartos y pasillos de su hogar. Pero, tal vez, la parte
más extraordinaria de la historia, sea ésta: que el caballero asegura haber leído gran
parte de aquella biblioteca de libros rusos, sobre la marcha y al aire libre, es decir,
andando por el centro de Madrid, en las idas y venidas de su casa a su estudio y de su
estudio a su casa, a lo largo de muchas décadas. Las precisiones y detalles que ofrecía
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eran sorprendentes, hasta inverosímiles, pero, era obvio que decía la verdad. Juraba que
sus pies, o su instinto, o el ángel de la guarda de los lectores compulsivos habían
llegado a memorizar tan rigurosamente cada bache, cada poste de luz, cada agujero,
saliente o sardinel de la Gran Vía que no necesitaba casi levantar los ojos del libro que
iba leyendo, a lo largo de todo el trayecto y que en esas matutinas y vespertinas lecturas
semovientes, nada lo arrancaba de' u hipnótica concentración. Exactamente aquí quiero
terminar el cuento y dejar al caballero, avanzando a un ritmo parejo, ni muy despacio ni
muy rápido, por la atestada arteria madrileña, entre presurosos asalariados, vagos,
paseantes y hordas de turistas, sus ojos moviéndose con deleite sobre las líneas del libro
que lleva en las manos, indiferente a las bocinas y a las voces y a los olores y sabores de
la actual realidad, exiliado en el tiempo y el espacio, disfrutando con toda la atención de
su alma de la efusiva animación de una aldea siberiana o galopando en salvajes caballos
de cosacos a la orilla del Don, atragantándose de vodka y caviar y balalaikas con los
oficiales de la zarina o temblando de frío y de remordimientos entre las nubes del
zahumerio, los iconos dorados y las barbas de los popes, en una iglesia ortodoxa con
capillitas como alvéolos de panal. Nada lo distrae, nada lo despierta, nada le recuerda
los avatares de su vida real. Rumbo al trabajo o al porrazo, el caballero vive la ficción y
es feliz.
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