AUGUSTO ROA BASTOS
Novelista, cuentista, ensayista y poeta paraguayo
(Asunción, Paraguay, 1917 – 2005)
Pasa su infancia en Iturbe, un pequeño pueblo de la
región del Guairá, escenario de sus primeros relatos.
Aprende las primeras letras con su padre y su madre lo
inicia en las lecturas de la Biblia en guaraní. Más
adelante, en Asunción, cuando lo envían para seguir
estudiando bajo la tutela de su tío, el obispo Hermenegildo Roa, descubre en su
biblioteca a los clásicos españoles.
En su formación confluyen universos lingüísticos y culturales contrastados: el castellano
y el guaraní, la lengua escrita y la oralidad, las tradiciones occidentales y los mitos
indígenas. Siendo todavía un adolescente participa en la guerra del Chaco, que
enfrenta a Bolivia y a Paraguay alrededor de tres años. La violencia de las luchas lo
marcó muy profundamente.
Finalizada la contienda, recupera su trabajo en la Banca y comienza a publicar en
prensa. El periódico El País de Asunción le encarga realizar unos reportajes de los
yerbales del norte; tiene así ocasión de conocer directamente la explotación y el
esclavismo a que son sometidos los trabajadores del mate. En 1945, invitado por el
British Council, viaja a Gran Bretaña y Francia y sus entrevistas y crónicas del final de la
II Guerra Mundial se publican en el diario El País.
En 1942 publica su primer libro de poemas, El ruiseñor de la aurora. Es nombrado
secretario de redacción de El País. Forma parte del grupo Vy’a Raity (El nido de la
alegría), decisivo para la renovación de la poesía y la plástica en Paraguay. En 1947
tiene que abandonar Asunción, amenazado por la represión que el gobierno
desataba contra los opositores. Estos acontecimientos le obligan a huir a Buenos Aires
iniciando un prolongado exilio.
En Argentina sobrevive con todo tipo de oficios, sin abandonar nunca su actividad
literaria. El de cartero fue uno de sus favoritos. Más tarde, trabajó como guionista de
cine, autor teatral, periodista y profesor de diversas universidades de América Latina.
En 1953 publica El trueno entre las hojas, su primer libro de relatos, donde asume un
fuerte compromiso con la realidad socio-política paraguaya y le da un lugar en el
panorama de las letras latinoamericanas. El cuento que da nombre al libro fue
adaptado para el cine por el propio Roa Bastos, que ha sido un destacado guionista
cinematográfico (Shunko, Alias Gardelito, La sed, sobre su novela Hijo de hombre). Esta
última novela iniciaba su trilogía sobre el monoteísmo del poder. Es un relato que viaja
a través de un largo período de la historia del Paraguay, utilizando los mitos, las
leyendas, los símbolos y la naturaleza como centro del mismo. Con este libro ganó el
Concurso Internacional de Narrativa, convocado por la Editorial Losada.
Entre 1966 y 1971 se publicaron varios volúmenes de cuentos, entre ellos El baldío
(1966), Madera quemada (1967), Los pies en el agua (1967), Moriencia (1969), Cuerpo
presente y otros cuentos (1971). Numerosos cuentos, de varios de sus volúmenes, se
recogieron en 1980 en Antología personal. En 1970 vuelve a Paraguay, bajo la
dictadura de Stroessner, de donde será expulsado de nuevo bajo la acusación de
indeseable y revolucionario marxista.
En 1974 publica en Buenos Aires Yo el Supremo, su novela más importante. Según ha
dicho el propio Roa Bastos, “el desdibujamiento de una línea cronológica en la
narración, la abolición de las fronteras del tiempo y espacio fueron los procedimientos
que se me impusieron como los más eficaces para no encerrarla en los marcos de una
época histórica determinada y trascenderla hacia una significación que pudiera llegar
hasta el presente del lector”. Yo el supremo cumple, pues, un triple propósito: indagar
sobre la naturaleza del régimen del que fue dictador del Paraguay durante veintiséis
años, José Francisco Rodríguez Francia y así bucear dentro de la intrahistoria
permanente del Paraguay; indagar una vez más sobre las posibilidades de ensanchar
todavía más los límites de la novela y, finalmente, por medio de las afirmaciones,
contradicciones, paradojas y retruécanos del dictador, cuestionar las posibilidades
expresivas del lenguaje mismo.
En 1976 se traslada a Francia, invitado por la Universidad de Toulouse. Desde entonces
reside en esa ciudad. Nombrado profesor de Literatura Hispanoamericana, crea el
curso de Lengua y Cultura Guaraní y el Taller de Creación y Práctica Literaria. Su
trabajo como profesor no merma su actividad creativa. En 1983 regresa a Paraguay,
de donde nuevamente es expulsado; se le declara persona non grata y se le retira el
pasaporte. España le concede la nacionalidad.
Es miembro de honor de varias universidades hispanoamericanas, europeas y
norteamericanas. Ha recibido prestigiosos premios y condecoraciones, entre los que
destacan, además del Premio Cervantes (1989), el Premio de los Derechos Humanos,
que le otorgó Francia en 1985 por su libro Récits de l’ombre et de la nuit ; el Premio de
la Fundación Pablo Iglesias, compartido con Olof Palme (1986); el Premio de las Letras
Memorial de América Latina (Brasil, 1988); en 1985 se le otorga la ciudadanía francesa
y se le nombra Oficial de la Orden de las Artes y las Letras.
En 1989, el nuevo gobierno de Paraguay le devuelve su nacionalidad y viaja al país en
varias ocasiones. Publica en 1992 La vigilia del almirante, una ficción de la figura y los
viajes de Colón en el marco de las polémicas suscitadas en torno del Quinto
Centenario de la llegada de los españoles a América. En 1993 publica El fiscal; en
1995, Contravida, una suerte de balance de su obra anterior, desde el punto de vista
de un novelista fugitivo que reinterpreta toda su vida mientras regresa, a través de la
memoria, a sus orígenes. En 1996, Madama Sui, en donde reconstruye la vida de una
de las amantes del dictador Stroessner.
Más de veinte títulos, entre novelas, cuentos, obras de teatro y poesía, componen su
obra que ha sido traducida a veinticinco idiomas. Es uno de los grandes escritores
latinoamericanos de este siglo.
Augusto Roa Bastos falleció en la misma ciudad en la que nació, Asunción, el 26 de
abril de 2005, a los 87 años.
SEGUNDA NOTA BIOGRÁFICA:
Augusto Roa Bastos
(Paraguay, 1917-2005)
Escritor paraguayo, uno de los grandes narradores latinoamericanos contemporáneos. Fue testigo de la revolución de 1928, trabajó como voluntario en el servicio de enfermería durante la etapa final de la guerra del Chaco (1932-1935) contra Bolivia, y, sin afiliarse a partido alguno, fue poniéndose al lado de las clases oprimidas de su país. En 1947 tuvo que abandonar Asunción, amenazado por la represión que el gobierno desataba contra los derrotados en un intento de golpe de Estado, y se estableció en Buenos Aires, donde sobrevivió con trabajos muy diversos y dio a conocer buena parte de su obra. Otra dictadura lo obligó en 1976 a abandonar Argentina para trasladarse a Francia y enseñar literatura y guaraní en la Universidad de Toulouse le Mirail. En 1982, tras un breve viaje a su país, fue privado de la ciudadanía paraguaya, y se le concedió la española en 1983. En 1989 obtuvo el Premio Cervantes. El estreno de su pieza teatral La carcajada, en 1930, señala el comienzo de su carrera literaria. Sólo o en colaboración, escribiría después otras piezas, como La residenta y El niño del rocío, fechadas en 1942, o Mientras llegue el día, estrenada en 1946, a la vez que trabajaba como administrativo de banca o como periodista para El País, diario de Asunción que le facilitaría los primeros viajes a Europa. En 1937 tenía escrita la novela Fulgencio Miranda, nunca publicada, y en 1942 apareció El ruiseñor de la aurora y otros poemas. En 1944 Roa Bastos formó parte del grupo Vy`a Raity (El nido de la alegría), decisivo para la renovación de la poesía y la plástica en Paraguay. Con esos antecedentes llegó a Buenos Aires, donde dio a conocer un nuevo poemario en 1960, El naranjal ardiente (Nocturno paraguayo), pero sobre todo consolidó su condición de narrador con los relatos El trueno entre las hojas (1953) y El baldío (1966), que se acercaron a los problemas sociales y políticos de su país, y con sus novelas Hijo de hombre (1960) y Yo el Supremo (1974), que le permitieron el análisis de episodios decisivos de la historia paraguaya, desde la dictadura inicial de José Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840), de quien se ocupó en la segunda, hasta la guerra del Chaco y los tiempos más recientes. Diversas colecciones de relatos conocidos y nuevos completan la producción de Roa Bastos: Los pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1967), Moriencia (1969), Cuerpo presente y otros cuentos (1971), Antología personal (1980), Contar un cuento y otros relatos (1984). También ha dado a conocer una nueva pieza teatral, Yo el Supremo (1985), que aprovecha un episodio de la novela del mismo título. En 1992, con ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, dio a conocer Vigilia del Almirante, novela sobre Cristóbal Colón, iniciando un nuevo periodo de gran creatividad que ya ha dado las novelas El fiscal (1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1996). Con ellas Roa Bastos ha insistido en la recreación de momentos y personajes de la historia de su país, enriquecidos a veces con ingredientes autobiográficos y, como ya había hecho en obras anteriores, referencias complejas a la condición del propio discurso narrativo. Desde los artículos reunidos en La Inglaterra que yo vi (1946), fruto de su primer viaje a Europa, son numerosos los ensayos que ha publicado. También ha escrito varios guiones cinematográficos.
(Paraguay, 1917-2005)
Escritor paraguayo, uno de los grandes narradores latinoamericanos contemporáneos. Fue testigo de la revolución de 1928, trabajó como voluntario en el servicio de enfermería durante la etapa final de la guerra del Chaco (1932-1935) contra Bolivia, y, sin afiliarse a partido alguno, fue poniéndose al lado de las clases oprimidas de su país. En 1947 tuvo que abandonar Asunción, amenazado por la represión que el gobierno desataba contra los derrotados en un intento de golpe de Estado, y se estableció en Buenos Aires, donde sobrevivió con trabajos muy diversos y dio a conocer buena parte de su obra. Otra dictadura lo obligó en 1976 a abandonar Argentina para trasladarse a Francia y enseñar literatura y guaraní en la Universidad de Toulouse le Mirail. En 1982, tras un breve viaje a su país, fue privado de la ciudadanía paraguaya, y se le concedió la española en 1983. En 1989 obtuvo el Premio Cervantes. El estreno de su pieza teatral La carcajada, en 1930, señala el comienzo de su carrera literaria. Sólo o en colaboración, escribiría después otras piezas, como La residenta y El niño del rocío, fechadas en 1942, o Mientras llegue el día, estrenada en 1946, a la vez que trabajaba como administrativo de banca o como periodista para El País, diario de Asunción que le facilitaría los primeros viajes a Europa. En 1937 tenía escrita la novela Fulgencio Miranda, nunca publicada, y en 1942 apareció El ruiseñor de la aurora y otros poemas. En 1944 Roa Bastos formó parte del grupo Vy`a Raity (El nido de la alegría), decisivo para la renovación de la poesía y la plástica en Paraguay. Con esos antecedentes llegó a Buenos Aires, donde dio a conocer un nuevo poemario en 1960, El naranjal ardiente (Nocturno paraguayo), pero sobre todo consolidó su condición de narrador con los relatos El trueno entre las hojas (1953) y El baldío (1966), que se acercaron a los problemas sociales y políticos de su país, y con sus novelas Hijo de hombre (1960) y Yo el Supremo (1974), que le permitieron el análisis de episodios decisivos de la historia paraguaya, desde la dictadura inicial de José Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840), de quien se ocupó en la segunda, hasta la guerra del Chaco y los tiempos más recientes. Diversas colecciones de relatos conocidos y nuevos completan la producción de Roa Bastos: Los pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1967), Moriencia (1969), Cuerpo presente y otros cuentos (1971), Antología personal (1980), Contar un cuento y otros relatos (1984). También ha dado a conocer una nueva pieza teatral, Yo el Supremo (1985), que aprovecha un episodio de la novela del mismo título. En 1992, con ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, dio a conocer Vigilia del Almirante, novela sobre Cristóbal Colón, iniciando un nuevo periodo de gran creatividad que ya ha dado las novelas El fiscal (1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1996). Con ellas Roa Bastos ha insistido en la recreación de momentos y personajes de la historia de su país, enriquecidos a veces con ingredientes autobiográficos y, como ya había hecho en obras anteriores, referencias complejas a la condición del propio discurso narrativo. Desde los artículos reunidos en La Inglaterra que yo vi (1946), fruto de su primer viaje a Europa, son numerosos los ensayos que ha publicado. También ha escrito varios guiones cinematográficos.
De las obras del escritor paraguayo, la que siempre me ha impresionado es YO EL SUPREMO, aún recuerdo el día que la terminé en una de los asientos individuales del segundo piso de la Biblioteca Carlos Monge Alfaro de la Universidad de Costa Rica allá por el año de 1980. Una obra y un escritor que junto a los demás escritores de su generación (el boom latinoamericano) hicieron del siglo XX el SIGLO DE ORO DE NUESTRAS LETRAS LATINOAMERICANAS.
Presento un pequeño resumen del YO EL SUPREMO:
Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado, la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo. Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres. Esa inscripción garabateada sorprende una mañana a los secuaces del dictador, que corren prestos a eliminarla de la vida de los aterrados súbditos del patriarca. Así arranca una de las grandes novela de la literatura en castellano de este siglo: Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, Premio Cervantes 1989. La obra no es sólo un extraordinario ejercicio de gran profundidad narrativa sino también un testimonio escalofriante sobre uno de los peores males contemporáneos: la dictadura. El déspota solitario que reina sobre Paraguay es, en la obra de Roa, el argumento para describir una figura despiadada que es asimismo metáfora de la biografía de América Latina.
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1989
Discurso de AUGUSTO ROA BASTOS EN EL PARANINFO DE LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ DE HENARES.
Discurso de AUGUSTO ROA BASTOS EN EL PARANINFO DE LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ DE HENARES.
- 1 -
El Premio Cervantes es el más alto honor que se ha concedido a mi obra. Tres razones
principales le dan un realce extraordinario ante mi espíritu. La primera es el hecho
mismo de recibirlo de manos de su majestad don Juan Carlos I, rey de España, que
nuestros pueblos admiran y respetan por sus virtudes de gobernante, por su infatigable
tarea en favor de la amistad y unidad de nuestros pueblos de habla hispánica.
Junto al rey Juan Carlos, en preeminente sitial, su majestad la reina doña Sofía, que ama
las artes, las letras y las ciencias, que religa su devoción hacia las obras del espíritu con
su preocupación por el bien social; la Serenissima Reyna -para invocarla con palabras
de Cervantes- enaltece este acto con el honor de su presencia.
Me inclino, pues, ante sus majestades, con el homenaje de mi reconocimiento y gratitud.
En este homenaje va implícito el de mi pueblo paraguayo, lejano y presente a la vez en
este acto con su latido multitudinario; aquí, en esta ciudad, en esta Universidad, ilustres,
de Alcalá de Henares, patria chica de Cervantes, solio de su imperecedera presencia y
foco de su irradiación universal.
Por otra parte, esta toga que visto es también un símbolo; corresponde al doctorado
honoris causa en Letras Humanas por la Universidad de Toulouse-Le Mirail -que me ha
sido concedido en significativa coincidencia el mismo día del otorgamiento del Premio
Cervantes-. Ello me permite, por tanto, reunir simbólicamente a tres países muy caros a
mi afecto, España, Francia y Paraguay, lo que imparte una significación internacional e
interuniversitaria a este acto.
La segunda afortunada circunstancia que realza para mí el otorgamiento del máximo
galardón es su coincidencia, también augural, con un cambio histórico, político y social
de suma trascendencia para el futuro de Paraguay: el derrocamiento, en febrero del
pasado año, de la más larga y oprobiosa dictadura que registra la cronología de los
regímenes de fuerza en suelo suramericano.
Este acontecimiento es singularmente significativo para la vida paraguaya en lo político,
social y cultural, y marca la apertura de un camino hacia la instauración de la libertad y
de la democracia bajo la construcción de un genuino Estado de derecho, como garantía
de su legitimidad.
Señala este hecho, en consecuencia, el comienzo de la restauración moral y material de
mi país en un sistema de pacífica convivencia; la entrada de Paraguay en el concierto de
naciones democráticas del continente. Significa, asimismo, el fin del exilio para el
millón de ciudadanos de la diáspora paraguaya, que ahora pueden volver a la tierra
natal, derrumbado el muro del poder totalitario que hizo de Paraguay un país sitiado.
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1989
Discurso de AUGUSTO ROA BASTOS
- 2 -
La concesión del Premio Cervantes, en la iniciación de esta nueva época para mi patria
oprimida durante tanto tiempo, es para mí un hecho tan significativo que no puedo
atribuirlo a la superstición de una mera casualidad. Pienso que es el resultado -en todo
caso es el símbolo- de una conjunción de esas fuerzas imponderables, en cierto modo
videntes, que operan en el contexto de una familia de naciones con la función de
sobrepasar los hechos anormales y restablecer su equilibrio, en la solidaridad y en el
mutuo respeto de sus similitudes y diferencias.
Mucha falta les hace este equilibrio a las colectividades de nuestra América, frágiles y
desestructuradas por su dependencia y sometimiento a los centros mundiales de
decisión, causa central de sus problemas internos, de su inmovilismo, de su atraso, de su
desaliento.
La España democrática trabaja lealmente, fraternalmente, contribuyendo de una manera
considerable a la restitución de este equilibrio en la coexistencia y coparticipación de
nuestros países de ambos lados del Atlántico en un mecanismo, desde luego perfectible,
de integración sistemática y progresiva en todos los planos. El sistema de cooperación
con América que España ha iniciado hace ya muchos años es un ejemplo activo de ello.
El Premio Cervantes, que España comparte con América, es otro ejemplo de lo mismo.
Y todo esto se verifica con notorio y creciente éxito en el plano económico, social y
cultural bajo esas leyes de interrelación y comunicación que surgen del patrimonio
histórico común y nos comprometen a la realización de las grandes empresas
comunitarias que nos aguardan en el umbral del nuevo siglo ante las vertiginosas
transformaciones del mundo contemporáneo.
Entre lo utópico y lo posible, éste es un reto de la historia. O lo que es lo mismo, un
desafío del porvenir. Y es necesario recoger y cumplir este desafío con serenidad, con
perseverancia inflexible, pero también con la plasticidad de una inteligente adecuación a
las cambiantes circunstancias de la historia, y en el orden de las prioridades necesarias:
en primer lugar, la coherente integración y unidad de las naciones latinoamericanas -que
es hoy el debate central de nuestra causa-; luego, en un proceso de construcción de largo
alcance, la integración iberoamericana y peninsular en una comunidad orgánica de
naciones libres, llamada a ser el factor preponderante de equilibrio y de paz para
nuestros países en el futuro.
El tercer motivo enlaza para mí la satisfacción espiritual con un cierto escrúpulo moral -
acaso un prejuicio-, fundado en la desproporción que siento que existe entre el valor
intrínseco del premio y la conciencia de mis limitaciones como autor de obras literarias.
Me alienta, no obstante, el estar persuadido de que se ha querido premiar a la cultura de
un país en una obra que la representa, y en ella acaso a la particularidad -que me
lisonjea- de haber sido troquelada en el molde de la obra maestra cervantina.
Desde esta persuasión veo el Premio Cervantes como un doble galardón a mi obra y a la
cultura de mi patria. Y como tal lo celebro en tanto paraguayo de origen y en cuanto
español por adopción, ciudadano de nuestras patrias, hijo y defensor de su unidad en la
vida cotidiana y en el tiempo de la historia.
- 3 -
La proclamación del premio otorgado por unanimidad dio las razones de su elección.
Ante tal situación, los señores del jurado comprenderán sin esfuerzo la sinceridad de mi
reconocimiento y gratitud por su decisión que quiero hacer públicos en esta señalada
ocasión.
No por ello me siento con derecho alguno a la confusión de la vanidad, salvo al íntimo
orgullo de sentir que el Premio Cervantes -el más señero galardón en el mundo de
nuestras letras castellanas- viene a coronar una larga batalla de extramuros en la que
llevo empeñada mi vida y a la que he dedicado mi exilio de más de cuarenta años
llegado, por ahora, felizmente, a su término. En este largo exilio hice toda mi obra.
La concesión del premio me confirmó la certeza de que también la literatura es capaz de
ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más
poder que la imaginación y el lenguaje. No es entonces la literatura -me dije con un
definitivo deslumbramiento- un mero y solitario pasatiempo para los que escriben y
para los que leen, separados y a la vez unidos por un libro, sino también un modo de
influir en la realidad y de transformarla con las fábulas de la imaginación que en la
realidad se inspiran. Es la primera gran lección de las obras de Cervantes.
Y es esta batalla el más alto homenaje que me es dado ofrendar al pueblo y a la cultura
de mi país que han sabido resistir con denodada obstinación, dentro de las murallas del
miedo, del silencio, del olvido, del aislamiento total, las vicisitudes del infortunio y que,
en su lucha por la libertad, han logrado vencer a las fuerzas inhumanas del despotismo
que los oprimía.
Hace un momento hablaba de un hecho que me enorgullece: el haber plasmado mi
novela Yo el Supremo en el modelo del Quijote con esa apasionada fidelidad que puede
llevar a un autor a inspirarse en las claves internas y en el sentido profundo de las obras
mayores que nos influyen y fascinan.
El núcleo generador de mi novela, en relación con el Quijote, fue la de imaginar un
doble del Caballero de la Triste Figura cervantino y metamorfosearlo en el Caballero
Andante de lo Absoluto; es decir, un Caballero de la Triste Figura que creyese,
alucinadamente, en la escritura del poder y en el poder de la escritura, y que tratara de
realizar este mito de lo absoluto en la realidad de la ínsula Barataria que él acababa de
inventar; en la simbiosis de la realidad real con la realidad simbólica, de la tradición oral
y de la palabra escrita.
Imaginé que este vicediós del Poder hubiese leído la sentencia que se lee en el Persiles:
"No desees, y serás el más rico hombre del mundo". Cervantes lo deseó todo y fue el
hombre más pobre del mundo, al menos en lo material, pero volvió ricos a los hombres
de todos los tiempos con su obra imperecedera.
El Supremo Dictador de la República sólo deseó el poder absoluto y lo tuvo en sus
manos sin dejar de ser también el hombre más pobre del mundo, puesto que su riqueza
era de otra especie. Le bastó al déspota ilustrado que el país de cuya emancipación había
sido el inspirador y ejecutor fuese el más independiente y autónomo en la América de su
tiempo. Aquí comenzó la contradicción de lo absoluto en el espacio de la historia que es
el reino por antonomasia de lo relativo: la libertad como producto del despotismo; la
independencia de un país bajo el férreo aparato de una dictadura perpetua.
- 4 -
Mi Caballero Andante, tocado por la locura iluminista, luchó también con gigantes y
fierabrases que salían a combatirle no desde los libros de caballería, sino desde la
concreta realidad de los pueblos iberoamericanos mestizos, independizados
políticamente pero que seguirían siendo, por mucho tiempo aún, colonizados y
neocolonizados en su vida individual y colectiva.
Místico extraviado en los laberintos de su ínsula terrestre, el solitario y adusto ermitaño
de Paraguay trocó entonces su pasión jacobina en la pasión de lo absoluto, que acabó
por enajenarlo en esa demencial alucinación, y se sustituyó, como lo hizo Robespierre,
al Ser Supremo que había arrojado por la ventana.
A diferencia del Quijote, la entidad ya casi ectoplasmática del Supremo paraguayo, en
la historia y en mi novela, logra, sin embargo, realizar el sueño de los Caballeros
Andantes Libertadores: crear una patria auténticamente libre y soberana; fundar y
consolidar la autodeterminación de su pueblo. Ese oscuro abogado, ex seminarista, de
austeridad incorruptible, no cobraba su salario, apenas comía, pero se permitió ignorar
el ultimátum de Bolívar cuando éste le intimó a poner en libertad al sabio Amadeo
Bonpland; o cuando dio asilo a su antagonista, el prócer uruguayo José Gervasio
Artigas, cuando éste fue traicionado y perseguido por los enemigos de la causa
americana.
Mi expectativa, en tanto autor, era ver estallar esta entidad del poder absoluto en
contradicción con la ineluctable coacción de lo relativo. Pero el personaje ficticio no
estalló en el encontronazo de esas dos dimensiones contrarias pero indisociables. La
infinitud de lo absoluto dentro del espacio concreto de la relatividad histórica sólo era
posible en la dimensión a la vez imaginaria y real de la escritura.
El protagonista de mi novela, inspirado en el personaje central de la historia paraguaya -
el Supremo Don José Gaspar Rodríguez de Francia, hecho Dictador Perpetuo de la
República, según el modelo de la antigua ley romana- resultó más fuerte que la muerte,
porque ya estaba muerto sin saber que lo estaba.
Desde esos estados de la vida más allá de la muerte, de los que habla el Dante, desde ese
solio de transmundo instalado en una cripta, donde moraba como un yacente y sombrío
Dios Término, subía esa voz, ese monólogo críptico inacabable: la palabra oral dictada
por el Supremo a la escritura: esa palabra que se oye primero y se escribe después,
como en los grandes libros de la humanidad escritos para el pueblo para que los
particulares lo lean. El pueblo se salvó, pero en el diktat de el Supremo quedó enterrada
la malsana semilla del despotismo.
Rencorosos ventadores quisieron en vano arrancar la raíz de esa terrible mandrágora del
poder. Una luz mala siguió poblando de fuegos fatuos las noches paraguayas y llenando
su aire tenue con dictadores grotescos y paródicos. Personajes de una picaresca
descomunal veteada de sangre y con olor a fiera. Cervantes no pudo soñarla porque no
le dejaron conocer América, donde él soñaba que se había refugiado el último reino de
los Caballeros Andantes en medio de esas soledades de selvas y ríos y desiertos y
montañas inconmensurables como el mundo.
- 5 -
Vayamos al fin del imposible paralelo entre los dos personajes emblemáticos, entre
estas dos figuras opuestas y extremas -una sombría, luminosa la otra- que quizá se
toquen en algún punto en la esfera de la imaginación; esa esfera cuyo centro está en
todas partes y su circunferencia en ninguna, como decía de la suya Pascal.
¿Podía hacer yo otra cosa, a la sombra del gran modelo, que imaginar un doble
totalmente opuesto al carácter, a los sentimientos, a la cosmovisión renacentista y
erasmiana de Don Quijote? Su locura era sabiduría (esa que Erasmo, en su Elogio de la
locura, alabó en su amigo Tomás Moro con la palabra derivada de su nombre: Moira, a
partir del título Encomius moryae). La locura de el Supremo Dictador no era sino
alucinación de lo absoluto, obnubilación ególatra de la razón, cerrazón de la luz.
Don Quijote continúa cabalgando, "desfaciendo entuernos", enamorado del amor, de la
dignidad, de la libertad, en los que la vida y el ser humano tienen sus raíces
primordiales.
El Supremo Dictador, en su cripta, con el amargo sabor de lo absoluto fermentado en la
boca, dice a modo de despedida: "Detrás de mí vendrá el que pueda". Y con la tumba al
hombro comienza a errar sin término por los laberintos de la historia que lo aniquila y lo
desvanece en el ruido y la furia de lo relativo.
Don Quijote, disuelto en Alonso Quijano o Quijada -del que es oriundo-, sucumbe en la
mansa y resignada dimisión de su muerte. Lo vemos humillar sus banderas sobre la
sólida losa del sentido común. Don Quijote, transformado otra vez en Alonso Quijano,
el Bueno, inclina las banderas rebeldes de su Moira sobre la sensatez de los tópicos
tranquilizadores a los que el ánima contrita se aferra en la agonía del tránsito temiendo
que la muerte sea el fin de todo.
Don Quijote lo hace, sin embargo, con la última irónica y plácida sonrisa de su
desvanecida locura-sabiduría guiñando un ojo al lector, a la posteridad, al mundo, sobre
lo humano y lo divino, en el trascendente mutis final.
Don Quijote sabe que la muerte no es el fin de todo, sino el comienzo de una vida de
imposible fin; en ella Cervantes tenía puestos su fe, su anhelo de posteridad. La
posteridad no se regala a nadie, pero él supo ganarla con la plenitud y largueza que su
obra merece. Cumplido ya el "paso de las efemérides de mis pulsos" -escribe en el
prólogo del Persiles- "tiempo vendrá quizá donde, anudando este roto hilo, diga lo que
aquí me falta y lo que sé convenía. ¡Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados
amigos; que ya me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!".
Con ello, don Miguel de Cervantes (desencarnado ya de su alter ego se desvanece y
sobrevive en su personaje emblemático) nos da, desde el revés de la trama de la novela,
su máxima y melancólica lección que brilla entre las líneas del libro y en el
desdoblamiento de origen sabiamente previsto en la génesis de la obra. Lo prodigioso
de esta obra radica, justamente, en esos sutiles y casi imperceptibles vínculos de todas
sus partes en torno al núcleo del sistema solar de su imaginario.
Alonso Quijano o Quijada (no Don Quijote) acepta la derrota de los ideales
caballerescos, admite el triunfo de los estereotipos, anula toda voluntad transgresiva,
toda rebeldía, la desmesura de locas y sabias aventuras bajo el resplandor del ideal
- 6 -
heroico. Alonso Quijano no es más que un hombre de corazón simple. Cervantes no
podía abolir la existencia ya inextinguible de Don Quijote. Hace morir a Alonso
Quijano, que es lo natural en toda vida humana, pero "alegrándose en profecía" -
parafraseo las palabras de su última dedicatoria, escrita tres días antes de su muerte, al
conde de Lemos- de que las andanzas del Quijote continuarán sin término contra
follones, malandrines y traidores de toda laya.
El símbolo de esta derrota final no es entonces sino la ceniza de la que el fénix del
Caballero Andante renacerá sin cesar. Muere Alonso Quijano, el hombre común,
corriente y moliente, pero no Don Quijote ni tampoco Sancho, quienes -en la unidad de
los contrarios- seguirán cabalgando juntos en la aventura de rescatar de las sombras el
misterioso, el inagotable resplandor de la vida, de la belleza, de la lealtad, del valor, de
la esperanza, de la libertad.
De Cervantes aprendí a evitar la facilidad de ser un escritor profesional, en el sentido de
un productor regular de textos; a escribir menos por industria que por necesidad interior,
menos por ocupar espacio en la escena pública que por mandato de esos llamados
hondos de la propia fisiología creativa que parecieran trabajar por fotosíntesis, como en
la naturaleza. ¿Serán estos llamados los que también a veces por soberbia desoímos?
De todos modos no están sujetos estos llamados a la puntual regularidad de las
estaciones de cualquier especie que fueren, sino a los centros de luz y de calor de cada
época de la vida; a la madurez de cada etapa en la literatura de un autor. Entre estos
momentos creativos intermitentes del escritor no profesional se interponen los
obstáculos del propio vivir, los imperativos de la subsistencia.
Hay también esos vacíos interiores, esos silencios tenaces que pueden durar toda una
vida, puesto que se confunden con ella; silencios involuntarios, eclipses de la voluntad,
visitados siempre por el remordimiento de una culpa no elegida, pero tampoco
ineludible.
A causa de estas alternativas involuntarias, no puedo considerarme más que un artesano.
Lo que también es mucho decir. Un artesano entregado, cuando puede -no cuanto
puede, que es poco- al oficio de modelar en símbolos historias fingidas, relatos a medias
inventados; historias imaginarias de sueños reales, de lejanas y recurrentes pesadillas.
Estas incursiones de la escritura tratan de penetrar lo más profundamente posible bajo la
piel del destino humano, de las experiencias vividas, del siempre renovado enigma de la
existencia, creando su propia realidad sin perder por ello su carácter imaginario de
"historias fingidas", como decía Cervantes, de las que él mismo escribía. Escribir un
relato no es describir la realidad con palabras, sino hacer que la palabra misma sea real.
únicamente de este modo la palabra real puede crear los mundos imaginarios de la
fábula.
La ficción de Cervantes se despliega así como un vasto y viviente pulular de la realidad
española en todos sus aspectos, en toda su gama de matices, en todas sus capas sociales:
desde los grandes de la nobleza en el esplendor de sus atributos a ese bajo pueblo color
de tierra y de miseria que también da señores; de la gran figura histórica individual al
pueblo como personaje multitudinario. Hay en este gran fresco cervantino desde lo
dramático a lo paródico; desde lo grave a lo grotesco; desde la sátira acerba, pero
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siempre comedida y sin resentimientos, a la más fina esencia del lirismo del amor y del
humor. Su sentido simbólico es siempre actual y futuro en función de la universalidad
de la imaginación mítica, de tal modo que la mitología de los tiempos modernos no ha
hecho más que confirmarlo y enriquecerlo.
En este caleidoscopio colectivo don Miguel supo mirar las cosas del revés: desde el
presente hacia el pasado y desde el futuro hacia el presente, en esos espejos del tiempo,
de la memoria y de la premonición que se comunican sus imágenes en la Imago del
mundo. Sabiduría que hizo decir a su coetáneo Gracián: "Sólo mirándolas del revés se
ven bien las cosas de este mundo".
Esta combinatoria de espejos nos muestra, en la primera novela de los tiempos
modernos, la escena dentro de la escena: Don Quijote va a la imprenta a ver cómo salen
en letras de molde sus próximas aventuras. Lee lo que se escribe sobre ellas. En otro
libro, un personaje oscuro habla de Cervantes como de "un tal Saavedra". Innumerables
figuras atraviesan los espejos y funden la ficción con la realidad en el azogue verberante
de la fantasía.
De allí salen, sin embargo, esos personajes, tan reales, a quienes uno siente que podría
darles la mano en cualquier esquina del universo. Mirar las cosas del revés es como
mirarlas al trasluz de la propia vida interior, llena de ojos invisibles pero visionarios.
Mirar las cosas del revés, pero en su justo derecho, es lo que supo hacer Cervantes.
Entre las magias siempre renovadas de las lecturas del Quijote, hay una que no advertí
conscientemente hasta mucho más tarde, ya entrado en la adultez: la ausencia de niños.
No los había visto acaso porque en la atmósfera luminosa de esta obra reverbero la
cosmovisión lúdica de la infancia en la primavera del mundo. El mundo niño del que
hablaba Montaigne.
En el Quijote los adultos son niños jugando a las fantasías de su imaginación, y quien
escribió este libro es otro niño deslumbrado por la virtud transfiguradora de la ilusión.
Cervantes no pudo entrar en América, pese a que reclamó este don con esperanzada
insistencia. Se lo negaron tal vez a causa de su mano malograda en Lepanto, en "la más
alta ocasión que vieron los siglos"; mutilación que era para él su más gloriosa presa.
También en este sueño de los viajes, el deslumbrado visitante de Roma y de Nápoles, el
ex cautivo de Argel, no pudo realizar el anhelo de su viaje a América acaso porque ya se
estaba preparando para el Gran Viaje, cada vez "más liviano de equipaje"; pese a que
"con todo eso -dice dulcemente después de la extremaunción- llevo la vida sobre el
deseo que tengo de vivir".
Veo a don Miguel de Cervantes Saavedra en la conmovedora y memorable semblanza
del hombre y del escritor que esbozó aquí, en este prestigioso foro complutense, mi
amigo Ernesto Sábato, con su inteligencia hecha de pasión y lucidez en permanente
combustión. Esta semblanza nos da no solamente su figura y su genio, sino también la
proyección en el tiempo de la vida feliz y desdichada que a Cervantes le tocó vivir,
sufrir y escribir en perpetua esperanza y desesperanza, como si ellas fueran la esencia de
la que su destino estaba tejido. Pero este hombre vivía en su milagro con humildad y
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mansedumbre, y de esta debilidad sacaba la energía indomable que se reflejaba en su
escritura y en su rostro.
A diferencia del retrato atribuido a Juan de Jáuregui, el de Sábato parece poseer una
cuarta dimensión -la realidad de un sueño fundido en sobreimpresión con la irrealidad
del sueño de la muerte-, que nos transporta a la visión, a la vez real y fantástica, de ese
hombre vivo en el tiempo inextinguible de su obra.
Leemos, vemos en la semblanza de Ernesto, al "tierno, desamparado, andariego,
valiente, quijotesco Miguel de Cervantes Saavedra", construyendo fervorosamente en la
escritura, hasta el último minuto de su vida, las inagotables fantasías que poblaban su
espíritu para brindarlas a los otros.
No pudo entrar Cervantes en América, pero sí lo hicieron sus libros llevando su
presencia y su genio. Estos libros, empero, no entraron en Paraguay. La ausencia
inaudita duró casi dos siglos desde la edición príncipe del Quijote, mientras las
sucesivas ediciones de toda su obra invadían literalmente América.
Los hechos culturales producen a veces estas incógnitas inexplicables, estas fallas que a
veces se les escapan a las agujas del azar en el entramado novelesco de los hechos
históricos. De pronto, sin embargo, en algún festejo popular de Paraguay he visto a
algún caballero de la Triste Figura montado en rocín flaco, con yelmo de trapo y lanza
de caña de Castilla, jugando a los fuegos de San Juan. ¿Por dónde se filtraron estos
fantasmas o estrellas errantes de la imaginación mítica?
He solido pensar -para encontrar las razones de esta ausencia inverosímil- que la
Asunción colonial, Madre de Pueblos y Nodriza de Ciudades, según la bautizaran
cédulas reales, estuvo siempre ocupada en asuntos de mucha monta para que su gente de
pro (y aun la que no lo era) pudiera ponerse a leer libros de esparcimiento; esos libros
de "romances mentirosos y de vana profanidad", según rezaban las cédulas que
prohibían en vano la entrada de la imaginación en América, el continente por
antonomasia de la imaginación y del deseo.
Lo cierto es que el Quijote tampoco pudo entrar en Paraguay. No se lo leyó hasta
después de su independencia, en 1811. La maternal Asunción tuvo que fundar y
refundar ciudades (la segunda Buenos Aires, entre varias otras), las ciudades nómadas
del interior perseguidas por los bandeirantes paulistas y por las belicosas tribus no
reducidas. Se estableció el imperio jesuítico o República Cristiana de los Guaraníes.
Estalló la Revolución de los Comuneros producida por los mancebos de la tierra en la
huella de los comuneros de Castilla.
Ya en el periodo independiente, y convertida en la nación más adelantada material y
culturalmente de América del Sur, una guerra de cinco años produjo la ruina total del
país hispano-guaraní. A partir de este holocausto, la historia de Paraguay no fue más
que una "obnubilación en marcha", como sentencia Ciorán; una "pesadilla que arroja a
la cara ráfagas de su enorme historia", según las palabras de Rafael Barrett, uno de los
grandes españoles que adoptaron el dolor paraguayo.
Alguna conseja de la tradición oral murmura en mi país que, en algún hoy de los
antiguos tiempos, el Gran Karaí (señor, en guaraní) del Supremo Poder tenía en su
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austero y casi monacal despacho, colmado de libros y legajos, un atril proveniente de
alguno de los templos confiscados.
El Supremo Dictador nacionalizó la Iglesia y promulgó el Catecismo Patrio Reformado,
pues el vicediós unipersonal no sólo creyó haber implantado su reino del poder
absoluto, del absolutamente poder; decidió fundar, asimismo, su propia religión acerca
de la cual la copla popular ironiza festivamente.
De la aventura teológica, no quedó más que el atril en el ruinoso despacho de la Casa de
Gobierno. Y diz también la conseja que sobre ese atril reposaba un gran libro abierto del
que colgaba hasta el piso un señalador de púrpura. La memoriosa tradición oral no dice
de qué libro se trataba. A la tradición le basta saber que sabe. De que el libro era leído
con frecuencia sí daban testimonio las páginas que diz que se hallaban muy sobadas y
llenas de extrañas notas escritas en los márgenes. También el mar de velas en el que
debió bogar el lampadario de bronce, erguido en el tenebrario.
Esas velas de una tenaz vigilia, de una perpetua vela de armas, dejaron en torno al atril
una capa de lava, de azufre, de sebo, completamente recubierto de moho y de parietarias
casi fosilizadas. Eso dice la leyenda acerca del extraño libro que el Supremo Dictador
leía y anotaba como un antiguo monje copista, o -según yo lo presumo- como otro
furtivo Avellaneda que pretendía repetir por tercera vez el libro irrepetible, sin recordar
la sentencia de Cide Hamete Benengeli sobre las aventuras del Quijote: "Sólo él pudo
vivirlas, sólo yo pude escribirlas".
En la certidumbre de que no podía ser otro el libro, yo no hice más que poner, en mi
novela, sobre el legendario atril, un libro, el Libro de todos los tiempos: el inmortal Don
Quijote de la Mancha de don Miguel de Cervantes Saavedra, Supremo Señor de la
Imaginación y de la Lengua.
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