Premio Cervantes 1988
MARÍA ZAMBRANO
Pensadora y ensayista española
(Vélez, Málaga, 1928 – Madrid, 1991)
Hija de padres profesores. En 1909 pasa con los suyos a
Segovia, donde cursa el bachillerato y conoce a
Antonio Machado, gran amigo de la familia. En
Madrid estudia Filosofía y Letras, al principio por libre
pues su salud le impide asistir a clases y, a partir de 1924, ya instalada la familia en
Madrid, asistiendo a los cursos de Ortega y Gasset, García Morente, Besteiro y Zubiri.
Vive muy de cerca los acontecimientos políticos de aquellos años, de cuya vivencia
será fruto un primer libro: Horizonte del liberalismo (1930), que propugna una profunda
renovación cultural, social y política, asumiendo sin ambages una socialización
económica. Es nombrada, en 1931, profesora auxiliar de Metafísica en la Universidad
Central. Comienza a colaborar en la Revista de Occidente, luego en Cruz y Raya. En
aquellos años entabla amistad con Bergamín, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Rafael
Dieste, Ramón Gaya, Emilio Prados y Miguel Hernández.
En 1936, ya iniciada la guerra civil, se casa con el historiador Alfonso Rodríguez Aldave,
que es nombrado secretario de la Embajada española en Chile. Ambos parten hacia
Santiago de Chile, con una escala en La Habana, donde María conoce a Lezama
Lima. Un año después, cuando la quinta del marido es llamada a filas, deciden
regresar a España. Él combate en el frente, mientras ella trabaja activamente en
tareas de la retaguardia y colabora en la revista Hora de España.
Finalizada la Guerra Civil, María Zambrano sale de España el 28 de enero de 1939. Deja
atrás todo lo suyo, incluida una caja con los apuntes de las clases de Ortega y de
Zubiri que había preparado para llevarse. París, La Habana, México, de nuevo La
Habana, son los primeros hitos del exilio. En Morelia es nombrada profesora en la
Universidad San Nicolás de Hidalgo. Entabla amistad con Octavio Paz y con León
Felipe, a quien había conocido antes en España. Ese año publica las obras
Pensamiento y poesía en la vida española, y Filosofía y poesía, a las que seguirá una
intensa actividad literaria. En 1942 es nombrada profesora de la Universidad de Río
Piedras, en Puerto Rico. Progresivamente, se va dibujando en ella la necesidad de
atender a eso que empieza a denominar "razón poética", una razón que diera cuenta
de la recepción vital de los acontecimientos y se elaborara por la palabra, una razón
siempre "naciente".
En 1946 viaja a París, donde encuentra a su hermana Araceli al borde de la locura
después de que su marido hubiera sido torturado por los nazis, extraditado y fusilado
en España. Seguirán juntas hasta la muerte de la hermana. Entabla amistad con Albert
Camus y con René Char.
En 1948 se separa de su marido y vuelve, ahora acompañada de Araceli, a La
Habana, donde habrán de quedarse hasta 1953, fecha en la que viajan a Roma. Por
aquel entonces escribirá algunas de sus obras más importantes: Los sueños y el tiempo,
Persona y democracia y El hombre y lo divino, entre otras. En su prólogo a la edición
de 1973 de El hombre y lo divino, escribe que "el hombre y lo divino" podría muy bien
ser el título que le conviniese mejor a la totalidad de su producción. Y en efecto, la
relación del hombre con "lo divino", con la raíz oscura de lo "sagrado" fuera y dentro
de sí, de ese "ser" que ha de darse a luz, a la visión, es una constante en toda su obra.
En 1964 abandona Roma (es expulsada de Italia por la denuncia de un vecino fascista
a causa de los muchos gatos que tenía en su apartamento). Siempre acompañada
de su hermana, se instala en el Jura francés, cerca de Ginebra. Araceli muere en 1972
y María sigue en su retiro de La Pièce, con algún intervalo en Roma. Sostiene una
estrecha amistad con José Ángel Valente y una nutrida correspondencia con el
teólogo Agustín Abreu. Escribe Claros del bosque y empieza De la aurora. En ambos
libros presenta una delicada exégesis de alguno de sus símbolos principales: el centro y
el corazón, la fuente, el verbo, la palabra perdida, el despertar, el velo, la aurora, la
caverna y el laberinto y, sobre todo, el ser, afirmado como centro sutil de la persona.
Mientras tanto, en España, poco a poco se empieza a conocer a la escritora. Desde
Ginebra, donde se había instalado en 1980, regresaría por fin a Madrid en el 1984,
después de cuarenta y cinco años de exilio. En sus últimos años recibe, por fin, mucha
atención y honores en su país: es nombrada Hija Adoptiva del Principado de Asturias
(1980) e Hija Predilecta de Andalucía (1987); recibe el doctorado honoris causa por la
Universidad de Málaga; varias revistas le dedican números especiales: Litoral ,
números 121-123 y 124-126 (1983); Sábado Literario, suplemento de Pueblo, y
Cuadernos del Norte, número 8 (1981); se organizan homenajes y seminarios sobre su
obra: homenaje en Sevilla en el Aula de Filosofía de la Caja de Ahorros San Fernando,
y serie de conferencias en el Colegio Mayor de San Juan Evangelista (1982); seminario
en Almagro sobre su obra, que se publica como Papeles de Almagro (1983); homenaje
en Vélez, Málaga (1985); el Aula de Poesía y Pensamiento “María Zambrano”, creada
en Andalucía en 1984, saca en 1985 la revista Claros del Bosque; la Fundación María
Zambrano organiza el Primer Congreso Internacional sobre la Vida y obra de María
Zambrano, en el Palacio de Beniel, Vélez, Málaga (1990). María Zambrano ha recibido
además del Premio Cervantes, otorgado por primera vez a una mujer, el Premio
Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades (1981) y el Premio extraordinario
Pablo Iglesias (1983). Muere en Madrid, el 6 de febrero de 1991.
SEGUNDA NOTA BIOGRÁFICA:
Hija de maestros de escuela, María Zambrano nació en 1904 en la calle Mendrugo de Vélez-Málaga. Por traslado de su padre, en 1909 vive en Segovia, donde su progenitor tendrá entre sus amigos íntimos a don Antonio Machado quien, junto a Unamuno, desempeñaría un decisivo papel en el pensamiento intelectual de María. De sus actitudes democráticas debió sin duda, la joven, de absorber sus conceptos de cultura, intrahistoria e historia, sobre los que proyectaría en el futuro sus propias ideas. Formada en aquella irrepetible Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, dirigida por Ortega, García Morente, Gaos y Zubiri, María comienza pronto a despuntar como ensayista en Revista de Occidente y como joven profesora.
La derrota de la República quebraría su naciente carrera académica expulsándola al exilio. Tras algunos años de docencia universitaria en América (La Habana, México, Puerto Rico, 1940-1953), la pensadora regresa a Europa: primero Roma (1953), Francia (1964-1978), Ginebra (1978-1984), después España (1984-1991). Entretanto había emergido, como se vislumbraba, una gran escritora cuya producción literaria no es hueca, sino una espléndida prosa plena de ideas en la que se entretejen hasta integrarse la claridad conceptual y el lirismo poético. Como ella prescribía de su época, «las ideas han dejado de ser para la vida, y la vida, por el contrario, ha llegado a ser para las ideas». Contra tal estado de cosas propondrá una nueva «razón poética» que supere el intelectualismo puro, sin olvidar la historia. Su vida será un largo peregrinar en busca de la unidad, del equilibrio entre razón y vida, entre filosofía y poesía. Y es que María Zambrano se acerca al humanismo al concebir la palabra como el modo propio de la realización humana.
Su obra mantuvo las claves de su contexto cultural: la denominada Edad de Plata española. Para abordarla, pues, es adecuado sumergirse entre las redes de relaciones existentes entre Zambrano y las tres generaciones intelectuales del pasado siglo en España: la del 98, la del 14 -de donde procede su maestro José Ortega y Gasset-, y la del 27, a la que por edad y amistades más se asocia a la pensadora. Su pensamiento no se circunscribe a género alguno: supera la razón, y se alimenta de poesía, razón e intuición. Es fundamental su carácter precursor y simbólico. Así queda de manifiesto en obras como Claros del bosque, que escribió en Francia, o el rastro estelar de lucidez que dejó en las universidades de México, Cuba, Puerto Rico e Italia. Ella es filósofa cercana al desvelar su interés por la realidad, los mitos y la literatura españoles, especialmente por la poesía, junto a su pensamiento centrado en la relación entre filosofía y estética y filosofía y religión, todo ello se conjuga con una lucidísima y natural capacidad de reflexión y un estilo literario deslumbrante.
Platón, Spinoza, Cervantes, Galdós, Unamuno, Nietszche, Antonio Machado, Ortega y Gasset, San Juan de la Cruz, Emilio Prados, Descartes, Cifran, Lezama Lima... y otros, forman parte del universo íntimo de María Zambrano y aportan sabiduría a su alma.
José Ortega Spottorno, en un artículo dedicado al sabio Laín Entralgo manifestaba que «las ciencias físicas y matemáticas se apoyan en la razón pura, son racionales, pero el hombre necesita de las ciencias blandas, de la verdad razonable, que son las que en el fondo nos pueden aclarar algo de ese extraño ser que somos los humanos». Necesidad, por tanto, de María Zambrano para iluminar sobre aquello que somos.
Su reconocimiento público en 1981 con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, y en 1988 la concesión del Premio Cervantes hacían justicia a la labor de una autora que había inaugurado un nuevo modo de pensamiento filosófico que apoyaba su discurso en la intuición, y que había acometido una arriesgada, aunque penetrante exploración, de las zonas más difusas y menos evidentes del alma. Para ella la filosofía debía expresarse a los demás con claridad porque la oscuridad del lenguaje no la consideraba propia del verdadero filósofo.
Sin embargo, no es menos cierto que, antes de todo eso, María Zambrano sufrió un largo y doloroso exilio, y que por estas circunstancias ella tuvo que vivir sucesivamente en ciudades como París, México, La Habana, Puerto Rico, Roma y Ginebra, antes de volver a pisar suelo español en 1984.
Pero paradójicamente hoy la enseña de la filosofía española contemporánea es una mujer que consiguió reconciliar armónicamente pensar y ser.
Crítica y recomendación de libro:
De esta gran mujer y pensadora ibérica recomendamos:
RESEÑA:
Pensamiento y poesía en la vida española. Ensayo escrito en 1939 en el primer destino de su exilio, México. Una obra mayor, toda una síntesis intelectual, surgida de la experiencia de la guerra civil española. Su contenido va más allá de la opinión de una derrotada, incluso su visión de España va más allá del pensamiento de uno de los dos «bandos» en lucha, porque consigue «quintaesenciar» los valores de una cultura fracasada para el resto de Occidente. Este libro es una contribución española para que Europa vuelva a afirmarse a través del fracaso. La cultura española, especialmente su particular forma de conocimiento poético, aparece no sólo como una forma excelsa de reconocimiento del fracaso del hombre occidental, sino también como una alternativa para que el hombre europeo, como dirá posteriormente en La agonía de Europa, recobre una antigua y noble sabiduría: «el saber vivir en el fracaso».
Pensamiento y poesía en la vida española. Ensayo escrito en 1939 en el primer destino de su exilio, México. Una obra mayor, toda una síntesis intelectual, surgida de la experiencia de la guerra civil española. Su contenido va más allá de la opinión de una derrotada, incluso su visión de España va más allá del pensamiento de uno de los dos «bandos» en lucha, porque consigue «quintaesenciar» los valores de una cultura fracasada para el resto de Occidente. Este libro es una contribución española para que Europa vuelva a afirmarse a través del fracaso. La cultura española, especialmente su particular forma de conocimiento poético, aparece no sólo como una forma excelsa de reconocimiento del fracaso del hombre occidental, sino también como una alternativa para que el hombre europeo, como dirá posteriormente en La agonía de Europa, recobre una antigua y noble sabiduría: «el saber vivir en el fracaso».
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1988
Discurso de MARÍA ZAMBRANO
- 1 -
Majestades:
Para salir del laberinto de la perplejidad y del asombro, para hacerme visible y hasta
reconocible, permitidme que, una vez más, acuda a la palabra luminosa de la ofrenda:
Gracias.
Gracias por concederme, en esta hora de España y en la Universidad de Alcalá de
Henares, la ocasión de haber sido la primera mujer galardonada con el Premio
Cervantes. Y gracias, asimismo, por otorgarme la oportunidad de compartir la siempre
leal penumbra de algún recuerdo claro o, a lo menos, íntimamente verdadero: el
recuerdo de los espacios, pues mal puedo olvidarme de todos ellos; y el recuerdo de las
palabras, pues desdecirme de ellas tampoco quiero.
Por amor a tales recuerdos y a vuestra generosa compañía, seguidme hasta una hermosa
ciudad de México, Morelia, cuyo camino no busqué, sino que él mismo me llevó a ella,
igual que a tantos otros españoles recién llegados al destierro. Allí me encontré yo,
precisamente a la misma hora que Madrid -mi Madrid- caía bajo los gritos bárbaros de
la victoria. Fui sustraída entonces a la violencia al hallarme en otro recinto de nuestra
lengua, el Colegio de San Nicolás de Hidalgo, rodeada de jóvenes y pacientes alumnos.
Y, ajena desde siempre a los discursos, ¿sobre qué pude hablarles aquél día a mis
alumnos de Morelia? Sin duda alguna, acerca del nacimiento de la idea de la libertad en
Grecia.
Era una forma natural de acordarme de España y del ya melancólico, resignado y
esperanzado fracaso. Era la forma de situarse en aquella hermandad de una cultura que
anunciaba la España del fracaso: la más noble tal vez, la más íntegra. La que
forzosamente tuvo que fracasar, porque había ido más allá de su época, más allá de los
tiempos. Y es que posee la historia un ritmo inexorable que condena al fracaso a todo
aquello que se le adelanta o que le desborda. Fracaso en razón de su misma nobleza y de
su insobornable integridad; también, porque en el fracaso aparece la máxima medida del
hombre, lo que el hombre tiene tan desprendido de todo mecanismo, de toda fatalidad, y
que nada puede quitárselo. Lo que en el fracaso queda es algo que ya nada ni nadie
pueden arrebatarnos. Y este género de fracaso era entonces y sigue siendo ahora la
garantía de un renacer más completo. El que adviene cada vez que un hombre íntegro
vuelve a salir, al alba, al camino.
"Sería la del alba [...]", dice Cervantes que era cuando Don Quijote salió al camino.
"Sería", dice, con la incerteza propia del alba, del alba que cuando alguien la mira y la
sigue es un alborear. No un estado de la luz, una hora fija del día, como lo son las otras
horas del día, aun las del crepúsculo, cuando es largo. Y las horas, según vienen del
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1988
Discurso de MARÍA ZAMBRANO
- 2 -
alba, van ganando tiempo. El alba se diría que no lo tiene; que ese su alborear no se
lleva tiempo, no lo gasta ni lo consume; que es su aparición, que, tratándose del tiempo,
no puede darse más que así, en una especie de labilidad como de agua a punto de
derramarse. Como si el océano del tiempo y de la luz -del tiempo luz- se asomara de par
en par al filo del desbordarse y del retirarse. Pues, por clara que sea, el alba es siempre
indecisa.
El alba da la certeza del tiempo y de la luz, y la incerteza de lo que luz y tiempo van a
traer. Es la representación más adecuada que al hombre se le da de su propia vida, de su
ser en la vida, pues que el ser del hombre también siempre alborea. Ante el alba, el
hombre se encuentra consigo y ante sí, en ese su ir a desbordarse e ir a ocultarse, en esa
su indecisa libertad semisoñada. Y ante el alba, la suya, la del día, se despierta yendo a
su encuentro. Es su primaria, su primera y trascendental acción.
Don Quijote se pone en camino a la hora del alba. No podía ser de otra manera en ese
personaje que padece, de manera ejemplar, el sueño de la libertad, ese sueño que, en
cierta hora, tan incierta, se desata en el hombre.
Todo el Quijote es una revelación humana, mas no demasiado todavía, que también en
esto se encuentran, novela y protagonista en el lugar y momento del alba; de la
permanente alba que aún no ha traspasado la novela de la humana libertad. El alba ante
la cual el hombre, a veces, se fatiga de ir al encuentro.
Y lo más revelador, quizá, de este libro revelador, sean esas tan simples y puras palabras
que enuncian la hora de la salida de Don Quijote. Se destacan del resto del libro como si
fueran palabras sagradas, cuando, al parecer, declaran algo que no tiene mayor
importancia: la hora en que Don Quijote sale al camino. Mas ello es cosa esencial, como
lo es también el que Don Quijote "saliera" al camino y que no se pusiera o se dispusiera.
Estas palabras, como todas las en un modo u otro sagradas, manifiestan la unidad, son la
unidad. La hacen y la actualizan, la crean, aunque, claro está, ellas solas no podrían
crearla. Pues que todo el Quijote se aparece con ellas. Todo el Quijote está en ellas. Y
basta recordarlas para que todo el libro se presente entero. La unidad que reside en ellas
es sólo suya; se diría que se han individualizado. Actualizan el personaje y su acción, el
libro todo, cifra de unidad de la multiplicidad de los diversos planos de la novela, de la
realidad y el ser, de la vida y la historia que en el Quijote, quizá como en ningún otro
libro, se despliegan.
Una unidad tal trasciende la novela misma y hace de su tiempo, tiempo sucesivo, el
tiempo del proceso de la libertad, un tiempo uno; lo lleva a un instante uno y único del
que ha partido y al que vuelve en un círculo que no es el del eterno retorno. Es el círculo
del cumplimiento total de una vida personal en que la vocación ha acabado liberándose
de toda ansia novelera. La novela de la libertad ha sido vencida por la vocación de un
"más" que se esconde tras la libertad y que desde ella llama. Ese "algo" que hace ir al
encuentro del alba.
Y, cuando este género de unidad aparece, la novela entra en el reino de la poesía. Es un
poema. Poema siendo apurada novela, porque todo lo que es humana creación entra en
la poesía cuando se logra. Lo que quiere decir tan solo que el originario sueño inicial ha
entrado en el orden de la creación, en el renacer de la integridad máxima.
- 3 -
Cervantes era así, un hombre íntegro: había nacido enamorado. Y por eso anduvo tan
perdidizo, sin errar. Un día erró por insistir; al fin, hombre íntegro. Lo había sido
siempre: hombre, varón y hasta un tanto enamoradizo, a lo errante. Insistir cerca, no de
una imagen -que hubiera sido el mayor peligro, ya casi a la vejez, hechizarse-, sino de
una realidad tangible, algo que entró como la realidad misma en su mundo de ensueño,
donde la realidad más real se hundía como en un nido. Encontró así la identidad de la
persona amada. Y aquella mujer, Aldonza, tenía más realidad que ninguna de las que
había visto y entrevisto; era arisca, irreductible, exenta; nunca se ausentaba; diríase que
estaba privada de algo tan común a todos los seres y cosas como la ausencia.
No podía ni soñar en hacerla suya; era algo desconocido y que no sabía cómo tratar;
ninguna de las mujeres lo había sacado de su distracción, de su ensimismamiento;
ninguna le había dado una sacudida brusca, que es el despertar del sonámbulo en la
semivigilia. Lo que llega en ese instante rompe el ensueño; y aunque sea una sombra, el
rumor del ala de una mosca, es real del todo.
Aquella mujer, Aldonza, nada tenía de sombra ni de alas; su risa, nada de rumor; todo
era preciso, estaba, estaba siempre; más que existir, estaba, y no había modo de
acostumbrarse a esa presencia. Ni la mirada, ni la distracción, ni siquiera la intimidad
inevitable, conseguían amansar el hecho de su estar; no había en ella esa docilidad de
todas las presencias; aun de las peñas y muros que acaban por adelgazarse cuando son
mirados largamente, cuando se les ha tocado. Pues sucede, sin que de ello nos demos
mucha cuenta, que el ver y tocar los cuerpos los usa y los gasta, hasta los idealiza un
poco; el uso de los sentidos consigue una cierta desmaterialización de ciertas corpóreas
realidades. Con Aldonza no sucedía así; ella seguía estando ahí, con la brutalidad del
hecho, sin más, como un hecho irreductible, pues que nunca se despojaba de nada; una
fiera sin caverna. Una realidad sin ese hueco del que todo lo real parece emerger.
Cometió Cervantes el error de insistir; nunca se había encontrado así frente a un hecho.
Y el hecho era una mujer; era algo horrible. Acostumbrado como estaba a enseñarlo
todo, empujándolo hasta el confín del horizonte invisible, acabando por hundirlo en él,
no podía resignarse; y no sabía cómo tratarlo, qué hacer. Aquello se le resistía
totalmente, se le fue haciendo como un foco de desmentido, como la prueba de la noexistencia...
¿De qué? De lo que más le importaba.
Era la denegación de aquel horizonte hacia el cual convergía todo, que le sostenía, que
le hacía posible moverse, pues le movía el corazón y le hacía fluir hasta desbordarse.
Era la negación que lo confirmaba, que lo contenía. Y pronto comenzó a darse cuenta de
que la realidad, la de su propia vida, también se le resistía al igual que su propia obra.
No es que sus obras fuesen como aquella mujer, Aldonza, pero algo en ellas había de
hecho, de simple hecho; no habían crecido, no habían transformado su cárcel, ni se
habían alzado hasta las estrellas llevándole consigo. En verdad, no le habían llevado a
ninguna parte.
Y así se vino a encontrar, rodeado de hechos por todas partes. Se le ofreció la visión de
su propia vida, y sintió su degradación al verla compuesta de hechos; su vida degradada
en una serie de hechos, hazañas incluidas. Había pasado por la vida suspendido sobre
ella, y ahora se le apareció algo peor que el mismo vacío: el desierto de los hechos. Y
desfalleció sintiendo que tenía que contarlos, sin que se le pasara ninguno; que los tenía
que hacer pasar uno a uno; los tenía que hacer pasar, porque el cáliz estaba más lejos.
- 4 -
Más lejos y más hondo, allí, en su corazón, estaba el cáliz: un espacio sagrado, una
palabra derramada frente al fracaso. Y hubo de beberse su amargura, a solas, solo de
verdad, como nunca lo había estado. El cáliz a solas, en lugar de aquella entrevista única
con un ser único, una mujer que ni siquiera se había atrevido a soñar, para no invadir
con su sueño su entera verdad; esa verdad que le estaba prometida.
Entonces acabó por sentirse libre, libre de su amor, y, al fin, entrevió. De lo visible y
reconocible pudo brotar el desprendimiento. Y aquello fue, en verdad, un
desprendimiento. Sintió que se le desprendía el corazón, que se quedaba en las puras
entrañas, como un ser que no ha vivido nunca. De lejos, desde más allá de lo visible,
llegó hasta él una imagen blanca.
Al amparo de esa blancura, permítanme un inciso para acordarme de otra imagen de
España: la imagen blanca que nos dio Zurbarán, en la que el hecho de ser blanca se
sobrepone a todo, a la creación y al fracaso, y nos mueve a quietud. Es la blancura, esta
que Zurbarán tan porque sí nos regala, la blancura en estado naciente. Entre las tinieblas
y los pardos colores de la pobreza, nace algo blanco, un amplio hábito de esa enigmática
y singular Orden de la Merced, liberadora de cautivos, o un paño de uso, o una nada, y
ella sola -la blancura- en su ser abismal. Nace como una criatura venida "desde el fondo
de las edades", sombra del Cordero, ilimitada palabra que se derrama y hunde, blanca
sangre del sacrificio, nitidez de la llama del fracaso, balido, llanto, aliento que se
infunde.
La imagen que llegó hasta Cervantes parecía también la blancura, la luz misma
emblanquecida para hacerse visible, una condensación de luz que tomó figura de mujer;
su corazón salió a recibirla y estuvo a punto de írsele para siempre. Mas sucedió lo
contrario; volvió a su pecho, se reintegró a su oficio de mediador con las entrañas que,
por un instante, habían sido abandonadas. Y ahora nació ya hombre, pues la imagen
dejó tras de sí un vacío; el horizonte invisible quedó flotando en él, sin llamarlo, y, más
allá, abriéndolo. Y, al mismo tiempo, se hundía en el fondo de su corazón.
En aquel horizonte revelado comenzaron a sucederle de nuevo los hechos; pero, como él
era ya libre, podía transformarlos, no a su antojo, sino según la ley de sus entrañas, que,
al mismo tiempo libres, pedían llorar y reír. Y todo lo que había estado dormido en él
despertó, comenzó a vivir según su ley. No tuvo necesidad de olvidarse ni de desdecirse
de sus obras ya escritas, eran sus hijas, que correteaban por allí, y ahora le alegraban;
todo ahora le servía, hasta Aldonza, la real, y todas las mozas, sus hermanas, que de
criadas y algo más le habían servido. Y una extraña piedad se le derramó sobre todas
ellas y sobre sí mismo.
Comenzó a percibir un movimiento que le había estado escondido, pues que lo había
tenido envuelto; y ahora, fijo, lo seguía y lo podía medir; se hizo de repente matemático,
de esa matemática total que es la música, la música de los hechos que se transforman en
sucesos vivientes, la música de los números que mueven el pensamiento, como venidos
de las estrellas. Las leyes de los cielos regían ya para él, conducían su historia, que
comenzó en seguida a escribir. La escribió en un abrir y cerrar de ojos, como si ella sola
se escribiese. Le estaba pasando el mayor suceso de amor que hombre antes viviera. El
corazón, vuelto a su sitio, se le desprendía una y otra vez, cuando entreveía aquella
blanca forma, que a veces se precisaba en figura de mujer. Creyó que le iba a caer
- 5 -
muerta en sus brazos; iba a abrazarla en un definitivo silencio. Pero ella había nacido ya
suspendida, por encima de la vida y de la muerte; creerla muerta fue un espejismo de su
corazón de hombre, y aun esto le fue negado; no caería en sus brazos, ni muerta.
No era suya ni de nadie. Pero él, sí, tendría que pasar un momento junto a ella, para
atravesar el extraño cielo donde ella respiraba y que -lo sabía ya- no era tampoco el
suyo. No era el cielo último, sino ese inalcanzable cielo que se ve desde la tierra,
espejismo sin engaño del paraíso; el cielo inexistente. Él venció la tentación de
sepultarlo, de llevar, como otros finos amadores llevan, el cielo sepultado en su alma,
fatalmente endurecida.
El amor y la muerte aparecen siempre juntos, y para algunos que no alcanzan a
disociarlos -el amor o la muerte- lo suyo es el decir: "el amor o muero". Y al fin obtiene
el amor; el amor inexistente; la inexistencia de lo amado, y del amor mismo -libre de
muerte. Y así le sucedió a Cervantes. A punto ya de morir sin amor, se le apareció al fin
la imagen, la verdadera imagen del amor en su inexistencia.
También El cántico espiritual, de san Juan de la Cruz, es el canto a la ausencia del
amado. Aquí explicable, asimismo, porque su amado no es visible. Pero en la poesía
profana de este tiempo y del anterior se vería también constantemente este motivo de
ausencia y de continua búsqueda de las huellas de lo amado. La naturaleza entera se
transforma: ríos, árboles, prados y hasta la luz misma conservan la huella de la
presencia amada, siempre esquiva e inalcanzable.
Cervantes conoció, pues, la inexistencia del amor: la inexistencia del amor en forma de
mujer inexistente. No podía ser suya ni de nadie; sólo tenía que aparecer, que mostrarse,
que ser llevada a la inexistencia del arte, lugar donde se es revelado sin ser poseído, en
un remedo humano de la comunión. El hombre puede revelar tan sólo la verdad pura, en
su inexistencia y en una especie de renuncia a existir también él. Y a esto último
Cervantes estaba acostumbrado.
¿Había existido él acaso? Había vivido y no del todo, o quizás sí, quizás él había vivido
en la forma más pura, desviviéndose, para no entrar del todo en la muerte antes de haber
nacido: "Que yo, Sancho, nací para vivir muriendo". Y la muerte, en este caso, espera.
Espera la muerte y se retira ante los que de verdad quieren nacer del todo, dispuestos a
cuanto haga falta. Y les da a padecer la inexistencia: la doble inexistencia de lo amado y
del que ama "La verdad o la vida", dice ella. Y a los que eligen la verdad no les deja
vivir, pero les deja el tiempo.
Cervantes había vivido bastante ya o, más bien, no había podido vivir enteramente en
momento alguno, pues que ese instante se le había negado: verdad y vida, vida
verdadera. Le dieron tiempo, un tiempo único; un instante, el del suceso que hubiera
podido llamarse "el desprendimiento"; le duró tanto como fue necesario para que lo
dejara para siempre; para que ese instante tan doloroso y activo como fuego, como
espada, no quedara escondido; para que se abriera y de él se derramaran los mil granos
de su historia.
Una extraña, doble y única historia: la de los hechos transformados en sucesos y la
historia no escrita de la inexistencia de la verdad. O sea, tanto como decir: la verdadera
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historia de la verdad. Su corazón ayunó sin esfuerzo. Escribía al alba, con la luz que
precede al sol, con su silencio. No se desdijo nunca. No tuvo que corregir nada. Sólo
una frase en la que mencionaba un lugar de la Mancha -un resumen de España o del
mundo entero- de cuyo nombre no quiso acordarse. Un punto oscuro, un rencoroso
olvido que acusaba, bajo su propio peso, que aún seguía habitando la tierra.
Al amparo de aquel olvido, yo no he querido olvidarme de un lejano y hermoso lugar:
Morelia. Para no desdecirme de mi desvivir. Para acordarme, con la palabra en blanco
de Cervantes, de los presentes y de los ausentes, de los que conocieron el fracaso e
insistieron en el error.
Y ojalá que a esta misma hora, que bien pudiera ser la del alba, alguien pueda seguir
hablando -aquí y allí o en otra parte cualquiera- acerca del nacimiento de la idea de
libertad.
Mientras tanto, y una vez pronunciada la de la oferta -gracias-, voy a intentar seguir
buscando la palabra perdida, la palabra única, secreto del amor divino-humano. La
palabra tal vez señalada por aquellas otras palabras privilegiadas, escasamente audibles,
casi como murmullo de paloma:
Diréis que me he perdido,
Que, andando enamorada,
Me hice perdidiza y fui ganada.
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