Fernando Vallejo (Medellín, 1942) Escritor colombiano. De familia acomodada, estudió en colegios religiosos. A los 24 años se trasladó a Roma a estudiar cine, y luego a Nueva York y a México, donde durante siete años estudió y siguió como un detective el itinerario vital y artístico del poeta colombiano modernista Porfirio Barba Jacob, un aventurero homosexual. Fernando Vallejo Su obra literaria se puede situar en aquella tradición contestataria antioqueña iconoclasta y rebelde, que incluye nombres como el propio Barba Jacob, Fernando González o Gonzalo Arango. Por su prosa vigorosa y áspera, original e independiente, sin límites de géneros, ideologías o creencias, se hizo merecedor de un puesto destacado en la narrativa colombiana contemporánea. Sus ataques directos contra la Iglesia, la burocracia o los políticos lo convirtieron en uno de los personajes más críticos del panorama literario iberoamericano. La narrativa de Fernando Vallejo parece haber surgido de la violencia colombiana, casi en oposición al "realismo mágico" de su compatriota Gabriel García Márquez. La homosexualidad, los espacios maleables y marginales, la rutina violenta y la rapidez con que vincula el presente y el pasado en un solo tejido narrativo, crean esa atmósfera violenta, injuriosa y lírica que caracteriza la obra de Vallejo. También es conocido por sus insultos a Colombia o sus paradójicas reacciones ante los premios y apariciones sociales. Su obra central es la serie autobiográfica El río del tiempo, de que ya ha publicado seis volúmenes, Los días azules (1958, recuerdos de su infancia), El fuego secreto (1987, episodios del adolescente irreverente que curiosea en los barrios bajos de Medellín y Bogotá), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989, recorridos por Europa y Nueva York), El Mensajero (1991, biografía de Porfirio Barba Jacob) y Entre fantasmas (1993, años de residencia en México) Entre sus novelas destaca La virgen de los sicarios, publicada en 1994 y llevada al cine por Barbet Schroeder en el año 2000, que narra el mundo sórdido y violento del narcotráfico en Medellín, y que constituye a la vez una feroz crítica social y una crónica urbana y de los bajos fondos. En 2003 Fernando Vallejo recibió el prestigioso premio Rómulo Gallegos por su novela El desbarrancadero (2001), que narra el regreso de un hombre (el propio autor) a Medellín, donde su hermano, enfermo de sida aunque lúcido en su discurso, se halla a las puertas de la muerte. Atraído por el cine, escribió además los guiones de películas que él mismo dirigió: Crónica Roja (1977) y En la tormenta (1980), ambas sobre la violencia en Colombia, a las que seguiría en 1983 Barrio de campeones. |
Fragmento.
Fernando Vallejo
El desbarrancadero
© 2001, Fernando Vallejo
© 2001, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.
De esta edición:
2008, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.
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ISBN: 978-958-704-625-0
Impreso en Colombia
Primera edición en esta Biblioteca: abril de 2008
Diseño de cubierta: Ana María Sánchez
En la cubierta Fernando Vallejo (a la derecha)
con su hermano Darío de niños, foto tomada por su tío Argemiro
© Foto del autor: Alejandra López
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Cuando le abrieron la puerta entró sin saludar,
subió la escalera, cruzó la segunda planta, llegó al
cuarto del fondo, se desplomó en la cama y cayó en
coma. Así, libre de sí mismo, al borde del desbarrancadero
de la muerte por el que no mucho después se
habría de despeñar, pasó los que creo que fueron sus
únicos días en paz desde su lejana infancia. Era la
semana de navidad, la más feliz de los niños de Antioquia.
¡Y qué hace que éramos niños! Se nos habían
ido pasando los días, los años, la vida, tan atropelladamente
como ese río de Medellín que convirtieron
en alcantarilla para que arrastrara, entre remolinos de
rabia, en sus aguas sucias, en vez de las sabaletas resplandecientes
de antaño, mierda, mierda y más mierda
hacia el mar.
Para el año nuevo ya estaba de vuelta a la realidad:
a lo ineluctable, a su enfermedad, al polvoso
manicomio de su casa, de mi casa, que se desmoronaba
en ruinas. ¿Pero de mi casa digo? ¡Pendejo! Cuánto
hacía que ya no era mi casa, desde que papi se
murió, y por eso el polvo, porque desde que él faltó
ya nadie la barría. La Loca había perdido con su
muerte más que un marido a su sirvienta, la única
que le duró. Medio siglo le duró, lo que se dice rápido.
Ellos eran el espejo del amor, el sol de la felicidad,
el matrimonio perfecto. Nueve hijos fabricaron
en los primeros veinte años mientras les funcionó
la máquina, para la mayor gloria de Dios y de la patria.
¡Cuál Dios, cuál patria! ¡Pendejos! Dios no existe
y si existe es un cerdo y Colombia un matadero. ¡Y
yo que juré no volver! Nunca digas de esta agua no
beberé porque al ritmo a que vamos y con los muchos
que somos el día menos pensado estaremos
bebiendo todos el agua-mierda de ese río. Que todo
sea para la mayor gloria del que dije y la que dije.
Amén.
Volví cuando me avisaron que Darío, mi hermano,
el primero de la infinidad que tuve se estaba
muriendo, no se sabía de qué. De esa enfermedad,
hombre, de maricas que es la moda, del modelito que
hoy se estila y que los pone a andar por las calles como
cadáveres, como fantasmas translúcidos impulsados
por la luz que mueve a las mariposas. ¿Y que se llama
cómo? Ah, yo no sé. Con esta debilidad que siempre
he tenido yo por las mujeres, de maricas nada sé,
como no sea que los hay de sobra en este mundo
incluyendo presidentes y papas. Sin ir más lejos de
este país de sicarios, ¿no acabamos pues de tener aquí
de Primer Mandatario a una Primera Dama? Y hablaban
las malas lenguas (que de esto saben más que las
lenguas de fuego del Espíritu Santo) de la debilidad
apostólica que le acometió al Papa Pablo por los chulos
o marchette de Roma. La misma que me acometió
a mí cuando estuve allá y lo conocí, o mejor dicho
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lo vi de lejos, un domingo en la mañana y en la plaza
de San Pedro bendiciendo desde su ventana. ¡Cómo
olvidarlo! Él arriba bendiciendo y abajo nosotros el
rebaño aborregados en la cerrazón de la plaza. En mi
opinión, en mi modesta opinión, bendecía demasiado
y demasiado inespecíficamente y con demasiada
soltura, como si tuviera la mano quebrada, suelta,
haciendo en el aire cruces que teníamos que adivinar.
Como notario que de tanto firmar daña la firma, de
tanto bendecir Su Santidad había dañado su bendición.
Bendecía desmañadamente, para aquí, para
allá, para el Norte, para el Sur, para el Oriente, para
el Occidente, a quien quiera y a quien le cayera, a
diestra y siniestra, a la diabla. ¡Qué chaparrón de bendiciones
el que nos llovió! Esa mañana andaba Su
Santidad más suelto de la manita que médico recetando
antibióticos.
Toqué y me abrió el Gran Güevón, el semiengendro
que de último hijo parió la Loca (en mala edad,
a destiempo, cuando ya los óvulos, los genes, estaban
dañados por las mutaciones). Abrió y ni me saludó,
se dio la vuelta y volvió a sus computadoras, al Internet.
Se había adueñado de la casa, de esa casa que papi
nos dejó cuando nos dejó y de paso este mundo.
Primero se apoderó de la sala, después del jardín, del
comedor, del patio, del cuarto del piano, la biblioteca,
la cocina y toda la segunda planta incluyendo en los
cuartos los techos y en el techo la antena del televisor.
Con decirles que ya era suya hasta la enredadera
que cubría por fuera el ventanal de la fachada, y los
humildes ratones que en las noches venían a mi casa
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a malcomer, vicio del que nos acabamos de curar nosotros
definitivamente cuando papi se murió.
–¿Y este semiengendro por qué no me saluda, o
es que dormí con él?
No me hablaba desde hacía añales, desde que floreció
el castaño. Se le había venido incubando en la
barriga un odio fermentado contra mí, contra este
amor, su propio hermano, el de la voz, el que aquí
dice yo, el dueño de este changarro. En fin, qué le
vamos a hacer, mientras Darío no se muriera estábamos
condenados a seguirnos viendo bajo el mismo
techo, en el mismo infierno. El infiernito que la Loca
construyó, paso a paso, día a día, amorosamente, en
cincuenta años. Como las empresas sólidas que no se
improvisan, un infiernito de tradición.
Pasé. Descargué la maleta en el piso y entonces
vi a la Muerte en la escalera, instalada allí la puta perra
con su sonrisita inefable, en el primer escalón. Había
vuelto. Si por lo menos fuera por mí... ¡Qué va! A este
su servidor (suyo de usted, no de ella) le tiene respeto.
Me ve y se aparta, como cuando se tropezaban los haitianos
en la calle con Duvalier.
–No voy a subir, señora, no vine a verla. Como
la Loca, trato de no subir ni bajar escaleras y andar
siempre en plano. Y mientras vuelvo cuídese y me
cuida de paso la maleta, que en este país de ladrones
en un descuido le roban a uno los calzoncillos y a la
Muerte la hoz.
Y dejé a la desdentada cuidando y seguí hacia el
patio. Allí estaba, en una hamaca que había colgado
del mango y del ciruelo, y bajo una sábana extendida
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sobre los alambres de secar ropa que lo protegía del
sol.
–¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!
Se incorporó sonriéndome como si viera en mí a
la vida, y sólo la alegría de verme, que le brillaba en
los ojos, le daba vida a su cara: el resto era un pellejo
arrugado sobre los huesos y manchado por el sarcoma.
–¡Qué pasó, niño! ¿Por qué no me avisaste que
estabas tan mal? Yo llamándote día tras día a Bogotá
desde México y nadie me contestaba. Pensé que se te
había vuelto a descomponer el teléfono.
No, el descompuesto era él que se estaba muriendo
desde hacía meses de diarrea, una diarrea imparable
que ni Dios Padre con toda su omnipotencia y
probada bondad para con los humanos podía detener.
Lo del teléfono eran dos simples cables sueltos
que su desidia ajena a las llamadas de este mundo
mantenía así en el suelo mientras flotaba rumbo al
cielo, contenida por el techo, una embotada nube de
marihuana que se alimentaba a sí misma. El teléfono
tenía arreglo. Él no. Con sida o sin sida era un caso
perdido. ¡Y miren quién lo dice!
–Abrí esas ventanas, Darío, para que salga esta
humareda que ya no me deja pensar.
No, no las abría. Que si las abría entraba el viento
frío de afuera. Y seguía muy campante en la hamaca
que tenía colgada de pared a pared. ¡Qué desastre
ese apartamento suyo de Bogotá! Peor que esta
casa de Medellín donde se estaba muriendo. Nada
más les describo el baño. Para empezar, había que
subir un escalón.
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–¿Y este escalón aquí para qué? ¡Maestros de
obra chambones!
¿En qué cabeza cabía hacer el baño un escalón
más alto que el resto del tugurio? Me tropezaba con
el escalón al entrar, y me iba de bruces sobre el vacío
al salir.
–¡Hijueputa dos veces el que lo construyó! Una
por su madre y otra por su abuela.
El baño no tenía foco, o mejor dicho foco sí, pero
fundido, y cuánto hace que se acabó el papel higiénico.
Desde los tiempos de Maricastaña y el maricón
Gaviria. Y ojo al que se sentara en ese inodoro: se golpeaba
las rodillas contra la pared. Ya quisiera yo ver a
Su Santidad Wojtyla sentado ahí. O bajo la regadera,
un chorrito frío, frío, frío que caía gota a gota a tres
centímetros del ángulo que formaban las otras dos
paredes, heladas. El golpe ya no era sólo en las rodillas
sino también en los codos cuando uno se trataba
de enjabonar. ¿Pero jabón?
–¡Darío, carajo, dónde está el jabón!
Jabón no había. Que se acabó. También se acabó.
Todo en esta vida se acaba. Y ahora el que se estaba acabando
era él, sin que ni Dios ni nadie pudiera evitarlo.
Se incorporó con dificultad de la hamaca del jardín
para saludarme, y al abrazarlo sentí como si apretara
contra el corazón un costalado de huesos. Un
pájaro cortó el aire seco con un llamado inarmónico,
metálico: «¡Gruac! ¡Gruac! ¡Gruac!» O algo así, como
triturando lata.
–Hace días que trato de verlo –comentó Darío–,
pero no sé dónde está, se me esconde.
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Que iba graznando del mango al ciruelo, del
ciruelo a la enredadera, de la enredadera al techo, sin
dejarse ver.
–Ya conozco a todos los pájaros que vienen aquí,
menos ése.
En este punto recuerdo que un año atrás había
subido con papi al edificio de al lado, recién terminado,
a conocer sus apartamentos que acababan de
poner en venta, y que vi por primera vez desde arriba
el jardincito de mi casa: un cuadradito verde, vivo,
vivo, al que llegaban los pájaros. Uno de los últimos
que quedaban en ese barrio de Laureles cuyas casas
habían ido cayendo una a una a golpes de piqueta
compradas y tumbadas por la mafia para levantar en
sus terrenos edificios mafiosos.
–¿Y a quién le piensan vender tantos apartamentos?
–le pregunté a papi.
–No hay a quién –me contestó–. Hoy por hoy
aquí sólo hay ricos muy ricos y pobres muy pobres.
Y los ricos no venden porque los pobres no compran.
–Los pobres jamás compran –comenté–: roban.
Roban y paren para que vengan más pobres a seguir
robando y pariendo. Menos mal papi que ya te vas a
morir y a escapar de ver tumbada tu casa.
–¡Qué va! El que se va a morir es este siglo que
está muy viejo. Yo no. Pienso enterrar al milenio y
vivir hasta los ciento quince años. O más.
–¿Ciento quince años bebiendo aguardiente? No
hay hígado que resista.
–¡Claro que lo hay! El hígado es un órgano muy
noble que se renueva.
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Tres meses después yacía en su cama muerto, justamente
porque el hígado no se le renovó. ¡Qué se va
a renovar! Aquí los únicos que se renuevan son estos
hijos de puta en la presidencia. Pobre papi, a quien
quise tanto. Ochenta y dos años vivió, bien rezados.
Lo cual es mucho si se mira desde un lado, pero si se
mira desde el otro muy poquito. Ochenta y dos años
no alcanzan ni para aprenderse uno una enciclopedia.
–¿O no, Darío? Tenemos que aguantar a ver si
acabamos de remontar la cuesta de este siglo que tan
difícil se está poniendo. Pasado el 2000 todo va a ser
más fácil: tomaremos rumbo a la eternidad de bajada.
Hay que creer en algo, aunque sea en la fuerza de la
gravedad. Sin fe no se puede vivir.
Entonces, mientras yo lo veía armar un cigarrillo
de marihuana, me contó cómo se había precipitado
el desastre: a los pocos días de estarse tomando
un remedio que yo le había mandado de México empezó
a subir de peso y a llenársele la cara como por
milagro. ¡Qué milagro ni qué milagro! Era que había
dejado de orinar y estaba acumulando líquidos: después
de la cara se le hincharon los pies y a partir de
ese momento la cosa definitivamente se jodió porque
ya no pudo ni caminar para subir a ese apartamento
suyo de Bogotá situado en el pico de una falda coronando
una montaña, tan, tan, tan, tan alto que las
nubes del cielo se confundían con sus nubes de marihuana.
De inmediato comprendí qué había pasado.
La fluoximesterona, la porquería que le mandé, era
un andrógeno anabólico que se estaba experimentando
en el sida dizque para revertir la extenuación de
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los enfermos y aumentarles la masa muscular. En vez
de eso a Darío lo que le provocó fue una hipertrofia
de la próstata que le obstruyó los conductos urinarios.
Por eso la acumulación de líquidos y el milagro de la
rozagancia de la cara.
–Hombre Darío, la próstata es un órgano estúpido.
Por ahí empiezan casi todos los cánceres de los
hombres, y como no sea para la reproducción no sirve
para nada. Hay que sacarla. Y mientras más pronto
mejor, no bien nazca el niño y antes de que madure
y se reproduzca el hijueputica. Y de paso se le sacan
el apéndice y las amígdalas. Así, sin tanto estorbo,
podrá correr más ligero el angelito y no tendrá ocasión
de hacer el mal.
Y acto seguido, en tanto él acababa de armar el
cigarrillo de marihuana y se lo empezaba a fumar con
la naturalidad de la beata que comulga todos los días,
le fui explicando el plan mío que constaba de los
siguientes cinco puntos geniales: Uno, pararle la diarrea
con un remedio para la diarrea de las vacas, la sulfaguanidina,
que nunca se había usado en humanos
pero que a mí se me ocurrió dado que no es tanta la
diferencia entre la humanidad y los bovinos como no
sea que las mujeres producen con dos tetas menos
leche que las vacas con cinco o seis. Dos, sacarle la próstata.
Tres, volverle a dar la fluoximesterona. Cuatro,
publicar en El Colombiano, el periódico de Medellín,
el consabido anuncio de «Gracias Espíritu Santo por
los favores recibidos». Y quinto, irnos de rumba a la
Côte d’Azur.
–¿Qué te parece?
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Que le parecía bien. Y mientras me lo decía se
atragantaba con el humo de la maldita yerba, que es
bendita.
–Esa marihuana es bendita, ¿o no, Darío?
¡Claro que lo era, por ella estaba vivo! El sida le
quitaba el apetito, pero la marihuana se lo volvía a dar.
–Fumá más, hombre.
Palabras necias las mías. No había que decírselo.
Mi hermano era marihuano convencido desde hacía
cuando menos treinta años, desde que yo le presenté
a la inefable. Con esta inconstancia mía para todo,
esta volubilidad que me caracteriza, yo la dejé poco
después. Él no: se la sumó al aguardiente. Y le hacían
cortocircuito. El desquiciamiento que le provocaba a
mi hermano la conjunción de los dos demonios lo
ponía a hacer chambonada y media: rompía vidrios,
chocaba carros, quebraba televisores. A trancazos se
agarraba con la policía y un día, en un juzgado, frente
a un juez, tiró por el balcón al juez. A la cárcel Modelo
fue a dar, una temporadita. Cómo salió vivo de
allí, de esa cárcel que es modelo pero del matadero,
no lo sé. De eso no hablaba, se le olvidaba. Todo lo
que tenía que ver con sus horrores se le olvidaba. Que
era problema de familia, decía, que a nosotros dizque
se nos cruzaban los cables.
–Se le cruzarán a usted, hermano. ¡A mí no, toco
madera! Tan tan.
Andaba por la selva del Amazonas en plena zona
guerrillera con una mochilita al hombro llena de
aguardiente y marihuana y sin cédula, ¿se imagina
usted? Nadie que exista, en Colombia, anda sin cé-
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dula. En Colombia hasta los muertos tienen cédula,
y votan. Dejar uno allá la cédula en la casa es como
dejar el pipí, ¡quién con dos centigramos de cerebro
la deja!
–¿Por qué carajos, Darío, no andás con la cédula,
qué te cuesta?
–No tengo, me la robaron.
–¡Estúpido!
Dejarse robar uno la cédula en Colombia es peor
que matar a la madre.
–¿Y si con tu cédula matan a un cristiano qué?
Que qué va, que qué iba, que no iban a matar a
nadie, que dejara ese fatalismo. ¡Fatalismo! Esa palabra,
ya en desuso, la aprendimos de la abuela. Viene
del latín, de «fatum», destino, que siempre es para
peor. ¡Raquelita, madre abuela, qué bueno que ya no
estás para que no veas el derrumbe de tu nieto!
Por la selva del Amazonas andaba pues sin cédula.
¿Cómo pasaba los retenes del ejército sin cédula
para irse a fumar marihuana en el corazón de la jungla?
Vaya Dios a saber, de eso tampoco hablaba. De
nada hablaba. Vidrio que él quebró, casa que él destrozó,
ajena o propia, vidrio y casa que se le borraban
de la cabeza ipso facto. Los horrores que me hizo a mí
no tienen cuento. Cuando el eminentísimo doctor Barraquer
me transplantó una córnea, Darío de un guitarrazo
en la cabeza me desprendió la retina. ¡Cuántas
guitarras en su vida no quebró! Canción tocada guitarra
quebrada. El amasiato de la marihuana y el
aguardiente le desencadenaba a Darío una verdadera
furia de destrucción. ¿Cómo lo aguantaban los ami-
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gos? No sé. ¿Cómo lo aguantaba la familia? No sé.
¿Cómo lo aguantaba yo? No sé. No sé cómo lo aguanté
cincuenta años. ¡Y los vecinos, por Dios, los vecinos!
Dejaba el grifo del agua abierto, cerraba con triple
llave su apartamento para que no se lo fueran a
robar, y se iba quince días a la Amazonia a meditar.
Les inundaba a todos los apartamentos: al vecino de
abajo, al de más abajo, al de la planta baja, chorriando
el agua, bajando en chorritos cristalinos por la escalera,
de escalón en escalón y diciendo din dan. Din
dan, din dan... ¿Y no le inundaban a él su apartamento?
Sí, se lo inundaba el cielo cuando llovía, por
las goteras del techo, que era el del edificio y estaba
vuelto una coladera.
–Darío, mandá a coger esas goteras.
–¡No las agarra nadie! –decía.
Que dizque el que subiera a agarrar las goteras le
rompía las tejas.
–La teja de tu cabeza, irresponsable, cabrón, que
la tenés corrida.
El techo del apartamento de Darío, capitel de su
edificio, corona etérea de Bogotá junto a las nubes del
cerro de Monserrate desde donde Cristo Rey preside,
era una coladera. Una solemne, una irredenta coladera
que tras la lluvia le cagaban las palomas.
¡Y esa puerta, por Dios, esa puerta con triple llave!
Le daba el sol de la tarde y aunque era metálica la hinchaba
y no había forma de abrirla. Esperaba él entonces
afuera una hora, dos horas, tres horas a que se enfriara
y se deshinchara. O bien iba hasta la tienda de
dos cuadras abajo (con los vecinos no podía contar
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