LA FE ARISTOCRÁTICA DE PÍNDARO
Werner Jaeger. LA PAIDEIA.
Píndaro nos lleva de la ruda lucha de los nobles por mantener su posición social, sostenida más allá de los límites de Megara, a la heroica culminación de la antigua vida aristocrática. Hemos de olvidar los problemas de aquella cultura, tal como se manifiestan en Teognis, para traspasar los umbrales de un mundo más alto. Píndaro es la revelación de una grandeza y una belleza distantes, pero dignas de veneración y de honor. Nos muestra el ideal de la nobleza helénica en el momento de su más alta gloria, cuando todavía poseía la fuerza necesaria para hacer prevalecer el prestigio de los tiempos míticos sobre la vulgar y grave actualidad del siglo V y era todavía (197) capaz de atraer la mirada de la Grecia entera sobre las luchas de Olimpia y Delfos, de Nemea y el istmo de Corinto, y de hacer olvidar todas las oposiciones de linaje y de estado mediante el alto y unánime sentimiento de sus triunfos. Es preciso considerar la esencia de la antigua aristocracia griega desde este punto de vista para comprender que su importancia en la formación del hombre griego no se limitó al afán de conservar las antiguas prerrogativas y prejuicios heredados ni a la reelaboración de una ética fundada en la propiedad. El noble es el creador del alto ideal del hombre que se manifiesta todavía hoy ante los admiradores de la escultura de los periodos arcaico y clásico, con frecuencia más admirada que íntimamente comprendida. La esencia de este hombre agonal que el arte nos revela en la vigorosa armonía de sus nobles formas, adquiere vida y habla en la poesía de Píndaro e influye todavía hoy, por su fuerza espiritual y su gravedad religiosa, con la misteriosa atracción de su poderío, como sólo es dado hacerlo a las creaciones únicas e inmutables del espíritu humano. Era el momento único e inimitable en que la fe de la antigua Grecia vio en este mundo, transfigurado y henchido de divinidad, y dentro de los límites de lo terrenal, la posibilidad de llegar a la "perfección" y de elevar la figura humana a la cumbre de la divinidad, y en que fue posible concebir la propia santificación mediante la lucha de nuestra naturaleza mortal para acercarnos a aquel modelo de dioses en forma humana que los artistas ponían ante nuestros ojos, de acuerdo con las leyes de aquella perfección.
La poesía de Píndaro es arcaica. Pero lo es en un sentido muy distinto de las obras de sus contemporáneos y aun de los poetas preclásicos más antiguos. Los yambos de Solón aparecen al lado de él como modernos en el lenguaje y el sentimiento. La variedad, la abundancia, la lógica y la severa amplitud de la poesía de Píndaro es sólo la vestimenta exterior y "acomodada a los tiempos" de una profunda, íntima antigüedad, fundada en la rigurosa sujeción de su actitud espiritual y en la peculiaridad de su forma histórica de vida. Cuando a partir de la "antigua" cultura de Jonia nos acercamos a Píndaro, tenemos la impresión de que se desploma la unidad de la evolución espiritual que, a partir de la epopeya de Homero, irradia en línea recta hacia la lírica individual y la filosofía natural de los jonios, y entramos en otro mundo. Aunque Hesíodo fue discípulo de Homero y del pensamiento jónico, al leerlo tenemos la impresión de que se abre súbitamente ante nuestra mirada una antigüedad enterrada en el suelo materno, bajo los fundamentos de la epopeya. Lo mismo, y aún más, nos hallamos ante Píndaro en un mundo del cual nada sabían los jonios del tiempo de Hecateo y Heráclito, mundo que es, en muchos respectos, más antiguo que Homero y su cultura humana, en el cual aparecen ya los primeros resplandores de la primitiva constelación del pensamiento jonio. Pues por mucho que la fe aristocrática de Píndaro tenga de común con la epopeya, lo que en (198) Homero aparece ya casi sólo como un juego jovial, tiene para Píndaro la más grave seriedad. Ello depende, naturalmente, en parte, de la diferencia entre la poesía épica y los himnos pindáricos. Se trata, en la segunda, de mandamientos religiosos; en la primera, de una narración coloreada de la vida. Pero esta diferencia en la actitud poética no se origina sólo en la forma y en el propósito externo del poema, sino de la íntima y profunda vinculación de Píndaro a la aristocracia que describe. Sólo porque pertenecía esencialmente a ella pudo ofrecernos la poderosa imagen de su ideal que hallamos en sus poemas.
La obra de Píndaro tuvo en la Antigüedad un volumen mucho mayor que la que ha llegado hasta nosotros. En los tiempos modernos un afortunado hallazgo realizado en Egipto nos ha dado una idea de su poesía religiosa hasta entonces perdida. Sobrepasa con mucho la masa de los himnos triunfales o epinicios, como después se los ha llamado, pero no es esencialmente distinta de ellos. También en los himnos a los vencedores en las luchas de Olimpia, Delfos, el istmo y Nemea, se revela el sentimiento religioso de los agones y la emulación sin ejemplo que se desarrolla en ellos constituye la culminación de la vida religiosa del mundo aristocrático.
El espíritu propio de la antigua gimnasia helénica, en el más amplio sentido de la palabra, se halla, desde los siglos más primitivos a que alcanza nuestra tradición, íntimamente vinculado a las fiestas de los dioses. Las fiestas olímpicas y posteriores tuvieron acaso su origen en los juegos funerarios celebrados en honor de Pelops en Olimpia, análogos a los que nos describe la Ilíada en honor de Patroclo. Sabido es que los juegos funerarios podían ser también celebrados periódicamente, como los de Adrastro en Sicyon, aunque éstos tuvieran otro carácter. Semejantes fiestas pudieron haber sido celebradas tempranamente en honor del Zeus olímpico. Y el hallazgo de ofrendas con figuras de caballos en los más antiguos santuarios, permite colegir la existencia de carreras de carros en los más primitivos cultos de aquellos lugares, mucho tiempo antes de lo que la tradición relativa a los juegos olímpicos nos dice sobre el primer triunfo de Coroibos en las carreras a pie. En el curso de los siglos arcaicos se celebraban periódicamente otras tres fiestas agonales según el modelo de la que en tiempo de Píndaro se celebrara en Olimpia, pero ninguna de ellas alcanzó jamás la importancia de ésta. El desarrollo de las agonales, desde las simples carreras hasta los complicados programas que se reflejan en los himnos triunfales de Píndaro, fue dividido por la tradición posterior en etapas perfectamente establecidas. Pero el valor de estos datos no es indiscutible.
Pero no nos hemos de ocupar aquí de la historia de los juegos agonales ni del aspecto técnico de la gimnasia. Que las primitivas luchas eran originariamente propias de la aristocracia se desprende de la naturaleza de las cosas y es confirmado por la poesía. Ello es (199) una presuposición esencial de la concepción de Píndaro. Aunque en su tiempo las luchas gimnásticas habían dejado de ser un privilegio de clase, las antiguas estirpes tomaban una parte directiva en ellas. Tenían la ventaja que da la posesión de tiempo y medios para consagrarse a un largo entrenamiento. Entre los nobles no sólo era tradicional la más alta estimación de los juegos agonales, sino que habían heredado las cualidades corporales y anímicas necesarias para ellos. Sin embargo, con el tiempo los miembros de la burguesía fueron adquiriendo las mismas cualidades y llegaron a ser vencedores en las luchas. Sólo más tarde fue vencida por el atletismo profesional aquella raza de luchadores de alto rango formada en el esfuerzo perseverante y en una tradición inquebrantable, y sólo entonces hallaron un eco tardío, pero persistente, las lamentaciones de Jenófanes sobre la sobrestimación de la "fuerza corporal" bruta y ajena al espíritu. En el momento en que el espíritu se consideró como algo opuesto o aun enemigo del cuerpo, el ideal de la antigua agonística fue degradado sin esperanza de salvación y perdió su lugar predominante en la vida griega, aunque persistió como simple deporte durante largos siglos. Originariamente nada era más ajeno a él que el concepto puramente intelectual de la fuerza o eficiencia "corporal". La unidad de lo espiritual y lo corporal, irreparablemente perdida para nosotros, que admiramos en las obras maestras de la escultura griega, nos muestra el camino para llegar a la comprensión de la grandeza humana del ideal agonal, aunque la realidad no haya correspondido nunca a ella. No es fácil determinar hasta qué punto tenía razón Jenófanes. Pero el arte nos enseña lo bastante para comprender que no era un intérprete adecuado de aquel alto ideal, cuya incorporación a la imagen de la divinidad fue la tarea preeminente del arte religioso de la época.
Los himnos de Píndaro se hallan vinculados al más alto momento de la vida del hombre agonal, a las victorias de Olimpia o de las otras grandes luchas de la época. El poema presupone la victoria y se consagra a festejarla y es de ordinario cantado por un coro de jóvenes en el momento o poco después del retorno del vencedor. Esta vinculación de los cantos de victoria a su ocasión externa tiene un sentido religioso como en los himnos de los dioses. Esto no es algo obvio. Luego que en conexión con la epopeya ajena al culto se formó una poesía individual, mediante la cual trataba el hombre de dar expresión a sus sentimientos e ideas, apareció también en los himnos consagrados desde los tiempos más lejanos a la alabanza de los dioses y cantados en el culto, y paralelamente en los cantos de los héroes, un espíritu más libre. Esto introdujo múltiples cambios en su antigua forma convencional: o el poeta acogía sus propias ideas religiosas y convertía así el canto en expresión de sus sentimientos personales o, como en la lírica jónica y eólica, empleaba los himnos y las plegarias como meras formas para manifestar libremente los más profundos (200) sentimientos del yo humano frente a un "tú" sobrehumano. Un paso ulterior, que muestra el progreso del sentimiento individual, aun en la metrópoli, fue la transformación de los himnos al servicio de los dioses en cantos consagrados a la glorificación del hombre, que se realiza hacia el final del siglo VI. El hombre mismo se convierte en objeto de los himnos. Esto no era naturalmente posible más que con la divinización de los hombres que se realizó en los vencedores olímpicos. Pero la secularización de los himnos es indubitable y llega a su plenitud con la "musa que proporciona dinero" del gran poeta contemporáneo Simónides de Julis en Ceos, que consagró su especialidad a los himnos a los vencedores, así como a otras clases de poesía profana de ocasión, y con su sobrino Baquílides, inferior en importancia, pero competidor suyo y de Píndaro.
Por primera vez en Píndaro, los himnos a los vencedores se convierten en una especie de poesía religiosa. Al aceptar su concepción aristocrática de los agones que luchan para llegar a la perfección de su humanidad, desde el punto de vista de una interpretación religiosa y ética de la vida, se convierte en el creador de una nueva lírica que penetra de un modo inaudito en lo más profundo de la existencia humana y parece elevarse hasta los más altos y misteriosos problemas de su destino. Y no hay poeta alguno que se mueva con la libertad soberana de este grave maestro consagrado a un nuevo arte religioso que se ha dado a sí mismo la ley de su libre sujeción. Sólo en esta forma tiene para él derecho a la existencia un himno consagrado a los vencedores humanos. Una vez que lo hubo arrebatado a sus inventores y se lo hubo apropiado mediante estas transformaciones esenciales, puede atreverse a sostener su convicción de que era el único que comprendía la verdadera significación del noble objeto a que se consagraba. Esta transformación de los himnos triunfales le permite dar nueva validez a aquellos ideales en una época completamente distinta, y la nueva forma de canto alcanza su "verdadera naturaleza" al ser animada por la verdadera fe aristocrática. En su relación con el vencedor, lejos de sentir una dependencia, indigna de un poeta, o de ponerse al servicio de sus deseos como un artesano, desconoce el orgullo espiritual de la condescendencia y se sitúa a la misma altura que el vencedor, sea éste rey, noble o simple ciudadano. El poeta y el vencedor se hallan, para Píndaro, íntimamente unidos, y renueva así, mediante esta relación inusitada en su tiempo, el sentido originario de los más antiguos cantores, consagrados a la glorificación de los grandes hechos.
Así, Píndaro devuelve a la poesía el espíritu heroico, del cual brotó en los tiempos primitivos, y la exalta, por encima de la mera narración de los acaecimientos o de la bella expresión de los propios sentimientos, hasta el elogio de lo ejemplar. La vinculación a la ocasión cambiante, y en apariencia exterior y fortuita, es la mayor fuerza de su poesía. El vencedor reclama el canto. Esta idea normativa es (201) el fundamento de la poesía de Píndaro. Constantemente vuelve a ella "cuando descuelga la lira doria" y hace resonar sus cuerdas. Toda cosa tiene sed de otras; pero la victoria prefiere el canto, el compañero más adecuado de las coronas y las virtudes varoniles. Afirma que alabar al noble es "la flor de la justicia". Es más, con frecuencia el canto es considerado como la "deuda que tiene el poeta para con el vencedor". La aretá —debemos escribir esta palabra en la severa forma y con la resonancia dórica del lenguaje pindárico—, la areté que triunfa en la victoria, no quiere "esconderse silenciosa bajo la tierra", demanda hacerse eterna en las palabras del poeta. Píndaro es el verdadero poeta, a cuyo contacto todas las cosas de este mundo corriente y banal recobran como por arte de encantamiento el frescor y el sentido de su fuente originaria. "La palabra —dice en su canto al egineta Timasarco, vencedor en la lucha de muchachos— sobrevive a los hechos, cuando la lengua, con el éxito que otorgan las Carites, bebe de lo más profundo del corazón."
Conocemos poco de la antigua lírica coral para determinar con seguridad el lugar de Píndaro en el curso de su historia, pero parece que creó algo nuevo y no es posible "derivar" su poesía de ella. La elaboración de la epopeya y su conversión en lírica por la antigua poesía coral, que tomó la materia mítica de la poesía épica y la traspuso en forma lírica, se mueve en un sentido opuesto al de Píndaro, aunque el lenguaje de éste le deba mucho. Podríamos hablar, más bien, de un renacimiento del espíritu heroico de la épica y de su auténtica glorificación de los héroes en su lírica. No podía darse mayor contraste entre la libre expresión de lo individual en la poesía jónica y eólica, desde Arquíloco hasta Safo, que esta subordinación del poeta a un ideal social y religioso y la consagración casi sacerdotal del poeta, con el alma entera, al servicio de este heroísmo de la Antigüedad aún perviviente.
Esta concepción de Píndaro sobre la esencia de su poesía arroja también nueva luz sobre su forma. La explicación filológica de los himnos ha puesto mucha atención sobre este problema. Por primera Vez August Boeckh, en su gran edición de Píndaro, ha tratado de comprender al poeta mediante el pleno conocimiento de su situación histórica y de las íntimas intuiciones de su espíritu. Trató de hallar su idea rectora en la unidad oculta en el curso ideológico difícilmente abarcable de los cantos a los vencedores. Ello le llevó a la adopción de construcciones insostenibles. Wilamowitz y su generación abandonaron este camino y se consagraron con mayor acierto a comprobar la múltiple variedad que ofrecen los himnos a la consideración inmediata. El progreso en la explicación del detalle de Píndaro ha sido debido, en parte, a esta resignación. Pero la obra de arte, considerada como un todo, sigue siendo un problema insoluble. Y en un poeta como Píndaro, cuyo arte se halla tan íntimamente vinculado con una tarea ideal única, es doblemente justificado preguntar si en (202) sus poemas hay una unidad de forma que sobrepase a la unidad de estilo. No existe, evidentemente, en el sentido de una rígida construcción esquemática. Pero el problema adquiere precisamente su más alto interés más allá de esta simple evidencia. Nadie puede creer hoy ya en una entrega genial y espontánea a los dictados de la fantasía, como se pensó en los tiempos del Sturm und Drang, atribuyendo a Píndaro lo que era propio de sus peculiares convicciones. Y cuando, todavía hoy, ante la forma total de los himnos pindáricos, se da inconscientemente cabida a semejante interpretación, ello no está de acuerdo con la tendencia de las últimas generaciones a no fijarse sólo en la originalidad de su arte, sino cada vez más en su elemento técnico y profesional.
Si partimos de la conexión inseparable entre el vencedor y el poema, tal como la hemos establecido antes, se nos ofrecen diversas posibilidades, mediante las cuales la fantasía del poeta podía apoderarse de su objeto. Podía descubrir las impresiones reales de la lucha o de las carreras de carros, la emoción de los espectadores, los remolinos de polvo, el crujir de las ruedas, tal como lo hace Sófocles en la dramática descripción de las carreras de carros de Delfos, en Electra. Píndaro no parece haber prestado mucha atención a este aspecto de la lucha. Sólo la menciona en alusiones típicas y marginales. Piensa, sobre todo, en el esfuerzo de la lucha más que en la descripción de los fenómenos sensibles. La mirada del poeta se dirige sobre todo al hombre que ha alcanzado la victoria. La victoria es para él la manifestación de la más alta aretá humana. Y este convencimiento es lo que determina la forma de sus poemas. Lo que más importa es, por tanto, tener plena conciencia de esta convicción, puesto que aun para el poeta griego, y a pesar de su estricta sujeción a las reglas del género, la forma de su íntima intuición es, en último término, la raíz de su peculiar forma de exposición.
La propia conciencia poética de Píndaro ha de ser nuestro mejor guía. Se siente competidor de los escultores y de los arquitectos, y toma con frecuencia sus metáforas de su esfera. Recordando los ricos tesoros de las ciudades griegas depositados en el recinto sagrado de Delfos, sus poemas le aparecen como un tesoro de himnos. Considera el grandioso proemio de sus cantos como una fachada adornada con columnatas. Y al comienzo del quinto canto nemeo, compara su posición ante el vencedor que glorifica con la del escultor ante su obra. "No soy un escultor que crea sus obras inmóviles sobre su zócalo." Verdad que este "no soy" expresa el sentimiento de ser algo distinto. Pero lo que a continuación sigue muestra que se halla (203) convencido de que lo que crea no es algo menor, sino mayor. "Camina, dulce canción, desde Egina, sobre todos los navíos y pequeños botes, y anuncia que Piteas, el poderoso hijo de Lampón, ha conquistado en Nemea la corona del pancracio." La comparación era evidente, porque en tiempo de Píndaro sólo se hacían estatuas a los dioses o a los vencedores en las luchas atléticas. Pero la semejanza va más allá. Las esculturas de los vencedores en la plástica coetánea muestran la misma relación con la persona glorificada. No nos dan sus rasgos personales, sino el ideal de la forma humana tal como la ha conformado el entrenamiento para la lucha. No podía hallar Píndaro una mejor comparación para su arte. Tampoco tiene ante la vista al hombre individual. Celebra al portador de la más alta aretá. La actitud de ambos surge inmediatamente de la esencia de las Olimpiadas y de la concepción del hombre en que se funda. La misma comparación hallamos de nuevo, no sabemos si apoyándose conscientemente en Píndaro, en la República de Platón, cuando compara a Sócrates con un escultor, una vez que ha formado la imagen ideal de la areté del futuro filósofo gobernante. Y en otro lugar de la República, donde explica fundamentalmente el carácter del modelo ajeno a la realidad, compara la destreza idealizadora del filósofo con el arte del pintor, que no crea hombres reales, sino un ideal de la belleza. Aquí se revela la profunda conexión, consciente ya para los griegos, entre el arte helénico, especialmente la escultura con sus estatuas de dioses y vencedores, y la acuñación de un altísimo ideal humano en la poesía pindárica y, más tarde, en la filosofía de Platón. Uno y otros se aliaban impregnados del mismo espíritu. Píndaro es el escultor en su más alta potencia. Forma, con sus vencedores, los auténticos modelos de la aretá.
La perfecta compenetración de Píndaro con su vocación sólo puede ser comprendida mediante su comparación con sus contemporáneos, los poetas Simónides y Baquílides. La glorificación de la virtud humana era en ambos un accesorio convencional de los cantos al vencedor. Fuera de eso, Simónides se halla lleno de consideraciones personales que demuestran que, independientemente de esta ocasión, al comienzo del siglo V, la areté empezaba a convertirse en un problema. Habla con bellas palabras de su extraordinaria rareza en esta tierra. Habita en las cumbres escarpadas e inaccesibles rodeada de un coro de ágiles ninfas. No todo mortal puede contemplarla sin que el sudor corra por su alma y penetre hasta lo más íntimo. Por primera vez encontramos la palabra a)ndrei/a para expresar esta virtud humana, evidentemente todavía con una significación muy amplia. Es explicada en el célebre escolio de Simónides al noble Escopas de Tesalia. En él aparece un concepto de la areté que comprende a la (204) vez el cuerpo y el alma. "Difícil es llegar a ser hombre de auténtica areté, recto y sin falta, en las manos y en los pies y en el espíritu." El alto y consciente arte sobre el cual descansa su rigurosa y severa norma debió revelarse en estas palabras a los contemporáneos del poeta, que debían tener ya un nuevo y especial sentimiento acerca de él. Con esto podemos comprender ya el problema que suscita Simónides en sus escolios. El destino hunde a menudo al hombre en una desventura sin salida que no le permite alcanzar su perfección. Sólo la divinidad es perfecta. El hombre no puede serlo cuando los dedos del destino lo tocan. Sólo alcanzan la areté aquellos a quienes aman los dioses y les envían buena fortuna. De ahí que ensalce el poeta a todos aquellos que no se entregan voluntariamente a lo abyecto. "Cuando hallo, entre aquellos que alimenta la tierra, un hombre totalmente irreprensible, me creo en el deber de proclamarlo entre vosotros."
Simónides de Ceos es un testimonio de la más alta importancia para explicar un proceso espiritual, que se desarrolla de un modo creciente y persistente en la lírica jónica a partir de Arquíloco y que penetra en el corazón mismo de la ética aristocrática: la conciencia creciente y persistente de la dependencia del hombre, en todas sus acciones, en relación con el destino. Se halla de un modo explícito en los cantos a los vencedores de Simónides lo mismo que en los de Píndaro. En Simónides se cruzan múltiples y distintas corrientes de tradición: esto es lo que lo hace particularmente interesante. Se halla en la línea de las culturas jónica, eólica y dórica, y es el típico representante de la cultura panhelénica que se desarrolla al final del siglo VI. Pero por lo mismo, y a pesar de ser insustituible para la historia del problema de la idea griega de la areté —en la interpretación que Sócrates en el Protágoras de Platón disputa con los sofistas acerca de sus escolios—, no es el pleno representante de la ética aristocrática, en el sentido de Píndaro. No es posible omitirlo en una historia de la concepción de la areté en el tiempo de Píndaro y Esquilo. Sin embargo, no es posible decir que fuera para este gran artista otra cosa que el objeto inagotable de interesantes consideraciones. Es el primer sofista. Para Píndaro, en cambio, es la areté no sólo la raíz de su fe, sino el principio creador de su forma poética. Los elementos conceptuales que acepta o rechaza se hallan determinados por su consagración a la gran tarea de cantar a los vencedores, como portadores de la areté. Más que en cualquier otra parte de la poesía griega, la comprensión de la forma artística de la intuición depende en Píndaro de las normas humanas que encarna. No es posible mostrar esto en detalle porque no entra en nuestros propósitos el análisis de la forma artística por sí misma. Sin embargo, para (205) proseguir el análisis de la idea pindárica del hombre noble es preciso considerar con algún mayor detalle el problema de la forma de su poesía.
La noble percepción de la aretá se halla, para Píndaro, en íntima conexión con los hechos de los antepasados famosos. Considera siempre al vencedor a la luz de las orgullosas tradiciones de su estirpe. Hace honor a los antepasados de cuyo resplandor participa. No hay en esta referencia disminución alguna del servicio debido a los portadores actuales de tal herencia. Sólo es divina la aretá porque un dios o un héroe ha sido el antepasado de la familia que la posee. Su fuerza procede de él y se renueva constantemente en los individuos que constituyen la serie de las generaciones. No es posible considerarla, por tanto, desde un punto de vista puramente individual, pues la sangre divina es la que realiza todo lo grande. Así, toda glorificación de un héroe desemboca rápidamente en Píndaro en el elogio de su sangre, de sus antepasados. El elogio tiene su lugar fijo en los epinicios. Mediante la entrada en este coro se sitúa al vencedor al lado de los dioses y de los héroes. "¿A qué dios, a qué héroe, a qué hombre ensalzaré?", así comienza el segundo poema olímpico. Al lado de Zeus, por el cual es sagrada Olimpia, al lado de Heracles, fundador de las Olimpíadas, sitúa a Terón, señor de Agrigento, vencedor en la carrera de carros de cuatro caballos, "mantenedor de la prez de la raza de su padre y de la noble resonancia de su nombre". Naturalmente no es posible proclamar siempre los bienes y la fortuna de la estirpe del héroe. La libertad humana y la profundidad religiosa del poeta se ofrecen en todo su esplendor allí donde cae sobre las altas virtudes de los hombres la sombra de las miserias enviadas por los dioses. Quien vive y actúa, debe sufrir. Tal es la fe de Píndaro en un todo de acuerdo con las creencias griegas. La acción, en este sentido, se halla reservada a los grandes. Sólo de ellos es posible decir, con pleno sentido, que verdaderamente sufren. Así el Aión ha otorgado a la familia de Terón y de su padre, Pluto y Caris en premio a su auténtica virtud. Pero los ha envuelto también en culpas y pesadumbres. "El tiempo no puede deshacer lo hecho. Pero puede, en parte, sobrevenir al olvido, Latha, cuando un demonio bueno interviene en su destino. La pesadumbre muere, a pesar de su tenaz repugnancia, dominada por la noble alegría, cuando la moira de Dios otorga la rica prosperidad de una felicidad más alta."
No sólo la felicidad y la fortuna de un linaje, sino también su aretá, es otorgada por los dioses. De ahí que sea un grave problema para Píndaro explicar cómo es posible que, tras una larga sucesión (206) de hombres famosos, desaparezca de pronto. Esto aparece como una inexplicable ruptura en la cadena de testimonios de la fuerza divina de una estirpe que une la actualidad del poeta con los tiempos heroicos. Los nuevos tiempos, que no conocen ya la aretá de la sangre, han de haber reparado en estos representantes indignos de su linaje. En el sexto himno nemeo habla Píndaro de esta interrupción de la aretá humana. La raza de los hombres y la raza de los dioses se hallan profundamente separadas. Sin embargo, palpita en ambas la misma vida, pues ambas proceden de la misma madre tierra. Pero nuestra fuerza es muy diferente de la suya. La raza mortal es nada. El cielo, donde los dioses reinan, es un lugar imperturbable. Sin embargo, nos asemejamos a los dioses por nuestro espíritu y nuestra naturaleza, a pesar de la inseguridad de nuestro destino. Así demuestra hoy Alcimidas, vencedor en la lucha de muchachos, que en su sangre palpita una fuerza análoga a la de los dioses. Parece desaparecer en su padre. Pero reaparece en el padre de su padre, Praxídamas, gran vencedor en Olimpia, en el istmo y en Nemea. Terminó con sus victorias el oscuro olvido de su padre Socleides, hijo sin gloria de un padre con gloria. Ocurre como en los campos, que ora dan a los hombres su pan cotidiano, ora se lo rehúsan. Verdad es que el orden aristocrático descansa en la descendencia de representantes prominentes. Que en el crecimiento de las generaciones de una casa pueda darse una mala cosecha, una aforía, es para el pensamiento griego algo evidente. Es una idea que hallamos de nuevo en la Antigüedad tardía, cuando el autor de De lo sublime trata de investigar las causas de la desaparición de los grandes espíritus creadores en época de los epígonos.
Al celebrar la memoria de los antepasados, cuya acción sobre los vivientes no se limitaba en la metrópoli a ser un recuerdo personal, sino que mantenía con piadosa veneración al lado de las tumbas, nos ofrece toda una filosofía, llena de profundas reflexiones acerca de los servicios, las dichas y las penas de una humanidad bendecida, a través de las generaciones, con los más altos bienes de la tierra, provista de las más altas tradiciones. La historia de las familias nobles de su tiempo le proporcionaba abundante material para ello. Pero lo que le importaba de los pasados era el poderoso estímulo educador del ejemplo. La glorificación del pasado y su nobleza era desde Homero el rasgo fundamental de la educación aristocrática. Si el elogio de la aretá es la tarea preeminente del poeta, es evidente que éste es el educador, en el sentido más noble de la palabra. Píndaro realiza esta misión con la más alta conciencia religiosa. En esto se distingue de los cantos impersonales de Homero. Sus héroes son hombres que viven y luchan en su tiempo. Pero los sitúa en el mundo de los mitos. Esto significa para Píndaro colocarlos en un mundo de modelos ideales, cuyo esplendor irradia sobre ellos y cuyo elogio debe moverlos a elevarse a semejante altura y despertar sus mejores fuerzas. (207) Esto da al empleo de los mitos su peculiar sentido y valor. La censura, tal como la ha practicado el gran Arquíloco en sus poemas, le parece innoble. Se dice que sus detractores hicieron saber a Hierón, rey de Siracusa, que el poeta lo había denigrado. En la dedicatoria de su segundo canto pítico. Píndaro, consciente de sus deberes de gratitud, rechaza esta acusación. Pero aunque persiste en el elogio, muestra también al rey, que desde lo alto de su dignidad no ha de prestar oído a sus sugestiones, un modelo a imitar. Evita al señor la necesidad de ver algo más alto sobre sí, pero, como poeta. debe decirle cuál es su verdadero yo, ante el cual no debe nunca quedarse atrás. En este punto alcanza la idea del modelo de Píndaro su mayor profundidad. La sentencia "deviene lo que eres", ofrece la suma de su educación entera. Éste es el sentido de todos los modelos míticos que propone a los hombres. En ellos se muestra la imagen más alta de su propio ser. Una vez más se muestra patente cuan profunda es la conexión social, espiritual e histórica de esta paideia de los nobles con el espíritu educador de la filosofía de las ideas de Platón. En ella se halla enraizada y es, por otra parte, ajena a la filosofía natural de los jonios, con la cual la ha puesto en conexión, de un modo unilateral y casi exclusivo, la historia de la filosofía. En las introducciones a nuestras ediciones de Platón no se dice una palabra de Píndaro. En cambio, aparecen siempre en ellas, como una enfermedad eterna y en forma de incrustaciones extrañas, las materias primeras de los hilozoístas.
El elogio pindárico, tal como lo ejerce ante el rey Hierón, no requiere menos libertad de espíritu que la crítica, y obliga mucho más. Para aclarar lo dicho no hay más que tomar el ejemplo más sencillo del elogio educador de Píndaro: la sexta oda pítica. Está consagrada a Trasíbulo, hijo de Jenócrates, hermano del tirano Terón de Agrigento; es un joven venido a Delfos, para conducir el tiro de su padre en las carreras. Píndaro celebra su triunfo en un corto himno en el cual elogia el amor filial de Trasíbulo. Para la antigua ética caballeresca es el deber más preeminente, después de la veneración a Zeus, el señor de los cielos. Quirón, el sabio centauro, prototipo de un educador de los tiempos heroicos, lo imprimió ya en la mente del pélida Aquiles, cuando lo tuvo a su cuidado. A la invocación de esta venerable autoridad sigue la mención de Antíloco, hijo de Néstor, que en la guerra de Troya dio su vida por su anciano padre en lucha con Memnón, caudillo de los etíopes. "Entre los contemporáneos, Trasíbulo es el que se ha acercado más a la norma de su padre." Aquí se pone en contacto el elogio de la virtud del hijo con el modelo mítico de Antíloco, cuyos hechos relata brevemente. De este modo, cada caso individual es referido al mito mediante el rico tesoro de paradigmas que posee la sabiduría del poeta. La compenetración de lo actual con lo mítico se muestra como una fuerza idealizadora (208) y transfiguradora de primer orden. El poeta vive y se mueve enteramente en un mundo en el cual el mito es tan real como la realidad; y lo mismo si celebra el triunfo de un antiguo noble que el de algún tirano rápidamente encumbrado o el del hijo de un burgués sin ascendencia, los eleva al honor casi divino a que se han hecho acreedores mediante el contacto con la varita mágica de su sabiduría sobre el alto sentido de estas cosas.
La conciencia educadora de Píndaro halla su modelo mítico en el filirida Quirón, el sabio centauro, maestro de los héroes. Lo hallamos también en el tercer poema nemeo, rico en ejemplos míticos. También en él son ejemplo los antepasados del vencedor, Peleo, Telamón y Aquiles. El espíritu del poeta evoca al último en la cueva de Quirón, donde fue educado. ¿Pero es posible la educación en la creencia de que la aretá se halle en la sangre? Píndaro ha tomado repetidamente posición ante este problema. En realidad, el problema fue ya suscitado por Homero en el canto de la Ilíada en que Aquiles es enfrentado con el educador Fénix en el momento decisivo, y la admonición de éste se muestra ineficaz ante el endurecido corazón del héroe. Sin embargo, allí se trata del problema de la posibilidad de torcer el carácter innato, mientras que en Píndaro aparece la moderna cuestión de si la verdadera virtud se puede enseñar o se halla en la sangre. No olvidemos que en Platón reaparece constantemente una cuestión análoga. Por primera vez se formula en la lucha entre la antigua concepción de la nobleza y el nuevo espíritu racional. Píndaro rompe el secreto y da su respuesta en el tercer canto nemeo:
La gloria sólo tiene su pleno valor
cuando es innata. Quien sólo posee
lo que ha aprendido, es hombre oscuro e indeciso,
jamás avanza con pie certero.
Sólo cata
con inmaturo espíritu
mil cosas altas.
Aquiles asombra a Quirón al mostrarle, ya de muchacho, su espíritu noble, sin haber tenido jamás maestro alguno. Así lo anuncia el poema. El que, según Píndaro, lo sabe todo, dio también a aquella pregunta su justa respuesta. La educación sólo puede dar algo cuando existe la aretá, como en los esclarecidos discípulos de Quirón, Aquiles, Jasón y Asclepio, a los cuales el buen centauro "cuidó de dar todo lo útil y provechoso". En la plenitud de cada una de estas palabras se halla el fruto de un largo conocimiento sobre el problema. En ellas se muestra la actitud consciente y cerrada con que la nobleza defendía su posición en aquel tiempo de crisis.
El arte del poeta, como la aretá de las Olimpiadas, no puede enseñarse. Es, por su naturaleza, "sabiduría". Píndaro designa constantemente el espíritu poético con la palabra σοφία. No es posible (209) traducirla con propiedad. Cada cual la siente como la sustancia misma del espíritu y de la acción pindárica. Y ello varía con las interpretaciones. Quien lo considere como la pura inteligencia artística capaz de producir bellos poemas, lo interpretará en sentido estético. Homero denomina σοφός al carpintero, y todavía en el siglo ν la palabra podía significar la destreza técnica. Nadie puede dejar de sentir que cuando Píndaro la usa tiene un grave peso. En aquellos tiempos se había empleado ampliamente para designar un conocimiento, una comprensión de algo no habitual para el hombre del pueblo y ante lo cual éste se hallaba dispuesto a inclinarse. De este tipo era el saber poético de Jenófanes, que orgullosamente denomina "mi sabiduría" a su revolucionaria crítica de las concepciones corrientes del mundo. Aquí se siente la imposibilidad de separar la forma de la idea. Ambas forman en su unidad la σοφία. Υ no podía ser de otro modo el arte de Píndaro, profundamente reflexivo. El "profeta de las musas" es el conocedor de la "verdad". La "saca del fondo del corazón". Juzga sobre el valor de los hombres y distingue los "verdaderos discursos" de las tradiciones míticas de aquellas que ornamenta la mentira. El portador de los divinos mensajes de las musas se sienta al lado de los reyes y de los grandes como entre sus iguales, en lo alto de la humanidad. No apetece el aplauso de la masa. "Séame permitido estar en trato con los nobles y agradarles." Así termina el segundo poema pítico al rey Hierón de Siracusa.
Pero aunque los "nobles" sean los grandes de la tierra, no por ello es el poeta cortesano. Sigue siendo "el hombre esencial, que se conduce del mejor modo bajo todos los regímenes, bajo la tiranía o cuando domina la horda insolente lo mismo que cuando defienden a la ciudad las personas de espíritu superior". Sólo entre los nobles existe la sabiduría. Así su poesía es esotérica en el sentido más profundo de la palabra. "Traigo bajo mis brazos las más veloces flechas, en su carcaj. Hablan sólo a los que entienden y necesitan siempre de intérprete. Sabio es aquel que sabe mucho en virtud de su propia sangre. Y ya pueden los doctos agitar desvergonzadamente, en coro, sus lenguas, para graznar en balde, como cuervos, al ave divina de Zeus." Los "intérpretes" que necesitan sus cantos —las "flechas"— son las almas grandes capaces de participar en la esencia de la más alta intelección. No sólo en este lugar hallamos en Píndaro la imagen del águila. El tercer canto nemeo termina así: "Pero el águila es pronta entre todas las aves. Aprehende de pronto a lo lejos y agarra presa ensangrentada. Los cuervos graznan y se alimentan en lo bajo." El águila se convierte en el símbolo de su propia conciencia artística. No es una simple imagen, sino una cualidad metafísica del espíritu. Su esencia es vivir en lo alto, en las alturas inaccesibles, y Se mueve libre y sin freno en el reino del éter, mientras que los (210) graznantes cuervos buscan su sustento en lo bajo. El símbolo tiene su historia desde el contemporáneo Baquílides hasta el magnífico verso de Eurípides: "El éter todo se abre libre al vuelo del águila." En ella halla expresión la noble conciencia espiritual del poeta. Este título de nobleza es para nosotros, en verdad, imperecedero. Tampoco aquí le abandona la fe en la aretá de la sangre. Así explica el abismo que siente entre la fuerza poética que lleva en la sangre, y el saber de "los que han aprendido" (μαθόντες). Sea cual fuere nuestra opinión sobre la doctrina de la nobleza de sangre, no es posible desconocer el abismo trazado por Píndaro entre la nobleza innata y todo saber y poder aprendido, porque la diferencia entre lo uno y lo otro se funda en la verdad y la razón. Ha pronunciado esta palabra a la entrada de la puerta que conduce a la época de la cultura griega en que habían de adquirir la enseñanza y el saber una extensión insospechada y la razón su mayor importancia.
Salimos con ello del mundo aristocrático que parece perderse gradualmente en el silencio y nos confiamos de nuevo al torrente de la historia que pasa sobre él cuando parecía detenerse. También Píndaro se yergue sobre ese mundo —no por su opinión, pero sí por su acción— en los grandes poemas en que, ya reconocido como poeta de importancia panhelénica, celebra las victorias obtenidas en las carreras de carros por los poderosos tiranos de Sicilia, Terón y Hierón. Ennoblece en él los nuevos estados que han creado, adornándolos con la gloriosa magnificencia de sus ideales aristocráticos, y así ensalza su valor. Veremos acaso en ello un contrasentido histórico, aunque toda fuerza usurpada y sin ascendencia quiere adornarse con los prominentes arreos de la grandeza pasada. Píndaro mismo supera enormemente en estos poemas los convencionalismos aristocráticos, y su voz personal no resuena en parte alguna de un modo tan inconfundible como aquí. Ve en la educación de los reyes la última y más alta tarea de los poetas nobles en los nuevos tiempos. Como más tarde Platón, esperaba poder influir en ellos, inducirlos a realizar en el mundo que empieza los anhelos políticos que le animaban y a poner un dique a la osadía de la masa. Así los hallamos como huésped en la brillante corte del vencedor de los cartagineses, Hierón de Siracusa, al lado de Simónides y Baquílides, los grandes entre "los que han aprendido", como más tarde a Platón en la corte de Dionisio, al lado de los sofistas Polixeno y Aristipo.
Sería interesante saber si los pasos de Píndaro se cruzaron con los de otro grande: Esquilo de Atenas, que visitó también a Hierón, cuando por segunda vez representó Los persas en Siracusa. Mientras tanto, el ejército del estado popular de Atenas, a los veinte años de su fundación, derrotó a los persas en Maratón y decidió en Salamina, mediante su flota, sus generales y el aliento de su espíritu político, el triunfo de la libertad de todos los griegos de Europa y del Asia Menor. La patria de Píndaro permaneció ausente de esta lucha nacional, (211) en una neutralidad ignominiosa. Si buscamos en sus cantos un eco del destino heroico que despertaba en la Hélade entera nuevas energías para el futuro, percibiremos sólo en el último poema ístmico la angustiosa expectación de un corazón profundamente escindido. Habla sólo de la "piedra de Tántalo" que ha gravitado sobre la cabeza de Tebas y ha sido removida por un Dios clemente: pero no sabemos si se refiere al peligro persa o al odio de los vencedores griegos, cuya causa ha traicionado Tebas y cuya venganza amenazó destruirla. No Píndaro, sino su gran rival, el polifacético Simónides, griego de las islas, se convirtió en el lírico clásico de las guerras persas. Con todo el esplendor y la flexibilidad de su estilo, capaz de adaptarse con maestría a todos los temas, aunque sin el calor de Píndaro. se consagró a escribir por encargo de las ciudades griegas los epitafios que habían de servir de inscripción en las tumbas de los héroes caídos. Nos parece ahora una desventura trágica que Píndaro haya sido relegado a segundo término, en este tiempo. Sin embargo, era la consecuencia necesaria de su actitud, puesto que persistía en el empleo de ponerse al servicio de otro tipo de heroicidad. Con todo, la Grecia victoriosa sintió en sus versos algo del espíritu de Salamina, y Atenas amó al poeta que exclamó con ditirámbico entusiasmo: "Oh, resplandeciente, coronada de violetas y famosa en los cantos, fundamento de Helias, magnífica Atenas, ciudad divina." Sintió, sin duda, asegurada su pervivencia nacional en un mundo que le era íntimamente ajeno. Sin embargo, llevaba profundamente en el corazón a la enemiga de Atenas, su hermana en estirpe Egina, la rica ciudad de los grandes navegantes, armadores y mercaderes. Pero el mundo a que pertenecía su corazón y al cual había glorificado se hallaba en franca decadencia. Parece ser una ley en la vida del espíritu que, cuando un tipo de vida llega a su término, halla fuerza necesaria para formular de un modo definitivo su ideal y alcanzar su conocimiento más profundo; como si de la muerte se destacara su aspecto inmortal. Así, la decadencia de la cultura noble griega produce a Píndaro; la del estado ciudadano a Platón y Demóstenes, y la jerarquía de la Iglesia medieval, en el momento en que va a sobrepasar su culminación más alta, al Dante.
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