El Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos fue creado en honor al novelista y político venezolano de ese nombre el 6 de agosto de 1964 mediante un decreto promulgado por el entonces Presidente de Venezuela, Raúl Leoni. En un principio su objetivo era premiar novelas latinoamericanas, pero a partir de la década de 1990 se expandió a todo el ámbito hispanohablante. El primer autor no americano en recibir el premio fue Javier Marías.
Desde un principio se convirtió en uno de los premios más importantes en el ámbito de la narrativa
en lengua castellana, en plena coincidencia con el boom latinoamericano, a tal grado que los primeros tres ganadores, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, eran parte de dicho movimiento.
Considerado por muchos el premio literario más importante de Hispanoamérica, es otorgado cada dos años por el gobierno de Venezuela (las cinco primeras ediciones fueron quinquenales) por medio del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG).
Fuente: Wikipedia.
Premio Rómulo Gallegos.
Edición I. Año 1967.
Autor: Mario Vargas Llosa..
Obra galardonada: "La casa verde". Novela.
País: Perú.
Fragmento de: LA CASA VERDE.
Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú,
en 1936. Aunque había estrenado un drama
en Piura y publicado un libro de relatos, Los
jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su
carrera literaria cobró notoriedad con la publicación
de La ciudad y los perros, Premio
Biblioteca Breve (1962) y Premio de la Crítica
(1963). En 1965 apareció su segunda novela,
La casa verde, que obtuvo el Premio de la
Crítica y el Premio Internacional Rómulo
Gallegos. Posteriormente ha publicado piezas
teatrales (La señorita de Tacna, Kathie y el
hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones
y Ojos bonitos, cuadros feos), estudios y
ensayos (como La orgía perpetua, La verdad
de las mentiras y La tentación de lo imposible),
memorias (El pez en el agua), relatos (Los
cachorros) y, sobre todo, novelas: Conversación
en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras,
La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin
del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a
Palomino Molero?, El hablador, Elogio de la
madrastra, Lituma en los Andes, Los cuadernos
de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El
Paraíso en la otra esquina y Travesuras de la
niña mala. Ha obtenido los más importantes
galardones literarios, desde los ya mencionados
hasta el Premio Cervantes, el Príncipe de
Asturias, el PEN/Nabokov y el Grinzane Cavour.
Prólogo
Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de
una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el
arenal de Piura el año 1946, y la deslumbrante Amazonía
de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas y shapras,
misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en
1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón.
Pero, probablemente, la deuda mayor que contraje
al escribirla fue con William Faulkner, en cuyos libros
descubrí las hechicerías de la forma en la ficción, la sinfonía
de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades
y perspectivas de que una astuta construcción y un
estilo cuidado podían dotar a una historia.
Escribí esta novela en París, entre 1962 y 1965, sufriendo
y gozando como un lunático, en un hotelito del
Barrio Latino —el Hôtel Wetter— y en una buhardilla
de la rue de Tournon, que colindaba con el piso donde
había vivido el gran Gérard Philipe, a quien el inquilino
que me antecedió, el crítico de arte argentino Damián
Bayón, oyó muchos días ensayar, horas de horas, un solo
parlamento de El Cid de Corneille.
MARIO VARGAS LLOSA
Londres, septiembre de 1998
Uno
El sargento echa una ojeada a la madre Patrocinio
y el moscardón sigue allí. La lancha cabecea sobre las
aguas turbias, entre dos murallas de árboles que exhalan
un vaho quemante, pegajoso. Ovillados bajo el pamacari,
desnudos de la cintura para arriba, los guardias duermen
abrigados por el verdoso, amarillento sol del mediodía:
la cabeza del Chiquito yace sobre el vientre del Pesado,
el Rubio transpira a chorros, el Oscuro gruñe con la boca
abierta. Una sombrilla de jejenes escolta la lancha, entre
los cuerpos evolucionan mariposas, avispas, moscas
gordas. El motor ronca parejo, se atora, ronca y el práctico
Nieves lleva el timón con la izquierda, con la derecha
fuma y su rostro muy bruñido permanece inalterable
bajo el sombrero de paja. Estos selváticos no eran normales,
¿por qué no sudaban como los demás cristianos?
Tiesa en la popa, la madre Angélica está con los ojos cerrados,
en su rostro hay lo menos mil arrugas, a ratos saca
una puntita de lengua, sorbe el sudor del bigote y
escupe. Pobre viejita, no estaba para estos trotes. El
moscardón bate las alitas azules, despega con suave impulso
de la frente rosada de la madre Patrocinio, se pierde
trazando círculos en la luz blanca y el práctico iba a
apagar el motor, sargento, ya estaban llegando, detrás de
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esa quebradita venía Chicais. Pero al sargento el corazón
le decía no habrá nadie. Cesa el ruido del motor, las madres
y los guardias abren los ojos, yerguen las cabezas,
miran. De pie, el práctico Nieves ladea la tangana a derecha
e izquierda, la lancha se acerca a la orilla silenciosamente,
los guardias se incorporan, se ponen las camisas,
los quepís, se acomodan las polainas. La empalizada
vegetal de la margen derecha se interrumpe bruscamente
pasado el recodo del río y hay un barranco, un breve
paréntesis de tierra rojiza que desciende hasta una minúscula
ensenada de fango, guijarros, matas de cañas y
de helechos. No se divisa ninguna canoa a la orilla, ninguna
silueta humana en el barranco. La embarcación encalla,
Nieves y los guardias saltan, chapotean en el lodo
plomizo. Un cementerio, el corazón no engañaba, tenían
razón los mangaches. El sargento está inclinado sobre
la proa, el práctico y los guardias arrastran la lancha
hacia la tierra seca. Que ayudaran a las madrecitas, que
les hicieran sillita de mano, no se fueran a mojar. La madre
Angélica permanece muy grave en los brazos del Oscuro
y del Pesado, la madre Patrocinio vacila cuando el
Chiquito y el Rubio unen sus manos para recibirla y, al
dejarse caer, enrojece como un camarón. Los guardias
cruzan la playa bamboleándose, depositan a las madres
donde acaba el fango. El sargento salta, llega al pie del
barranco y la madre Angélica trepa ya por la pendiente,
muy resuelta, seguida por la madre Patrocinio, ambas
gatean, desaparecen entre remolinos de polvo colorado.
La tierra del barranco es floja, cede a cada paso, el sargento
y los guardias avanzan hundidos hasta las rodillas,
agachados, ahogados en el polvo, el pañuelo contra la
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boca, el Pesado estornudando y escupiendo. En la cima
se sacuden los uniformes unos a otros y el sargento observa:
un claro circular, un puñado de cabañas de techo
cónico, breves sembríos de yucas y de plátanos y, en todo
el rededor, monte tupido. Entre las cabañas, arbolitos
con bolsas ovaladas que penden de las ramas: nidos de
paucares. Él se lo había dicho, madre Angélica, dejaba
constancia, ni un alma, ya veían. Pero la madre Angélica
va de un lado a otro, entra a una cabaña, sale y mete la
cabeza en la de al lado, espanta a palmadas a las moscas,
no se detiene un segundo y así, de lejos, desdibujada por
el polvo, no es una anciana sino un hábito ambulante,
erecto, una sombra muy enérgica. En cambio, la madre
Patrocinio se halla inmóvil, las manos escondidas en el
hábito y sus ojos recorren una vez y otra el poblado vacío.
Unas ramas se agitan y hay chillidos, una escuadrilla
de alas verdes, picos negros y pecheras azules revolotea
sonoramente sobre las desiertas cabañas de Chicais, los
guardias y las madres los siguen hasta que se los traga la
maleza, su griterío dura un rato. Había loritos, bueno saberlo
por si faltaba comida. Pero daban disentería, madre,
es decir, se le soltaba a uno el estómago. En el barranco
aparece un sombrero de paja, el rostro tostado
del práctico Nieves: así que se espantaron los aguarunas,
madrecitas. De puro tercas, quién les mandó no hacerle
caso. La madre Angélica se acerca, mira aquí y allá con
los ojitos arrugados, y sus manos nudosas, rígidas, de lunares
castaños, se agitan ante la cara del sargento: estaban
por aquí cerca, no se habían llevado sus cosas, tenían
que esperar que vuelvan. Los guardias se miran, el sargento
enciende un cigarrillo, dos paucares van y vienen
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por el aire, sus plumas negras y doradas relucen con brillos
húmedos. También pajaritos, de todo había en Chicais.
Salvo aguarunas y el Pesado ríe. ¿Por qué no caerles
a la descuidada?, la madre Angélica jadea, ¿acaso no los
conocía, madrecita?, el plumerito de pelos blancos de su
mentón tiembla suavemente, les daban miedo los cristianos
y se escondían, que ni se soñara que iban a volver,
mientras estuvieran aquí no les verían ni el polvo. Pequeña,
rolliza, la madre Patrocinio está allí también, entre
el Rubio y el Oscuro. Pero si el año pasado no se escondieron,
salieron a recibirlos y hasta les regalaron una
gamitana fresquita, ¿no se acordaba el sargento? Pero
entonces no sabían, madre Patrocinio, ahora sí, que se
diera cuenta. Los guardias y el práctico Nieves se sientan
en el suelo, se descalzan, el Oscuro abre su cantimplora,
bebe y suspira. La madre Angélica alza la cabeza: que hagan
las carpas, sargento, un rostro ajado, que pongan los
mosquiteros, una mirada líquida, esperarían a que regresaran,
una voz cascada, y que no le pusiera esa cara, ella
tenía experiencia. El sargento arroja el cigarrillo, lo entierra
a pisotones, qué más le daba, muchachos, que se
sacudieran. Y en eso brota un cacareo y un matorral escupe
una gallina, el Rubio y el Chiquito lanzan un grito
de júbilo, negra, la corretean, con pintas blancas, la capturan
y los ojos de la madre Angélica chispean, bandidos,
qué hacían, su puño vibra en el aire, ¿era suya?, que la
soltaran, y el sargento que la soltaran pero, madres, si
iban a quedarse necesitaban comer, no estaban para pasar
hambres. La madre Angélica no permitiría abusos,
¿qué confianza podían tenerles si les robaban sus animalitos?
Y la madre Patrocinio asiente, sargento, robar era
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ofender a Dios, con su rostro redondo y saludable, ¿no
conocía los mandamientos? La gallina toca el suelo, cacarea,
se expulga las axilas, escapa contoneándose y el
sargento se encoge de hombros: por qué se harían ilusiones
si ellas los conocían tanto o más que él. Los guardias
se alejan hacia el barranco, en los árboles chillan de nuevo
los loritos y los paucares, hay zumbido de insectos,
una brisa leve agita las hojas de yarina de los techos de
Chicais. El sargento se afloja las polainas, regaña entre
dientes, tiene la boca torcida y el práctico Nieves le da
una palmadita en el hombro, sargento: que no se pusiera
de malhumor y tomara las cosas con calma. Y el sargento
furtivamente señala a las madres, don Adrián, estos
trabajitos le reventaban el alma. La madre Angélica tenía
mucha sed y a lo mejor un poco de fiebre, el espíritu seguía
animoso pero el cuerpo ya estaba lleno de achaques,
madre Patrocinio y ella no, no, que no dijera eso, madre
Angélica, ahora que subieran los guardias tomaría una limonada
y se sentiría mejor, ya vería. ¿Murmuraban de su
persona?, el sargento observa el contorno con ojos distraídos,
¿lo creían un cojudo?, se abanica con el quepí,
¡ese par de gallinazas!, y de repente se vuelve hacia el
práctico Nieves: secretos en reunión era falta de educación
y él que mirara, sargento, los guardias volvían corriendo.
¿Una canoa?, y el Oscuro sí, ¿con aguarunas?, y
el Rubio mi sargento sí, y el Chiquito sí, y el Pesado y las
madres sí, sí, van y preguntan y vienen sin rumbo y el
sargento que el Rubio volviera al barranco y avisara si
subían, que los demás se escondieran y el práctico Nieves
recoge las polainas del suelo, los fusiles. Los guardias
y el sargento entran a una cabaña, las madres siguen en
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el claro, madrecitas, que se escondieran, madre Patrocinio,
rápido, madre Angélica. Ellas se miran, cuchichean,
dan brinquitos, entran a la cabaña del frente y, desde las
matas que lo ocultan, el Rubio apunta con un dedo al
río, ya bajaban mi sargento, amarraban la canoa, ya subían
mi sargento y él calzonazos, que viniera y se escondiera,
Rubio, que no se durmiera. Tendidos de barriga,
el Pesado y el Chiquito espían el exterior por los intersticios
del tabique de rajas de chonta; el Oscuro y el práctico
Nieves están parados al fondo de la cabaña y el Rubio
llega corriendo, se acuclilla junto al sargento. Ahí
estaban, madre Angélica, ahí estaban ya y la madre Angélica
sería vieja pero tenía buena vista, madre Patrocinio,
los estaba viendo, eran seis. La vieja, melenuda, lleva
una pampanilla blancuzca y dos tubos de carne blanda
y oscura penden hasta su cintura. Tras ella, dos hombres
sin edad, bajos, ventrudos, de piernas esqueléticas, el sexo
cubierto con retazos de tela ocre sujetos con lianas,
las nalgas al aire, los pelos en cerquillo hasta las cejas.
Cargan racimos de plátanos. Después hay dos chiquillas
con diademas de fibras, una lleva un pendiente en la nariz,
la otra aros de piel en los tobillos. Van desnudas como
el niño que las sigue, él parece menor y es más delgado.
Miran el claro desierto, la mujer abre la boca, los
hombres menean las cabezas. ¿Iban a hablarles, madre
Angélica? Y el sargento sí, ahí salían las madres, atención
muchachos. Las seis cabezas giran al mismo tiempo,
quedan fijas. Las madres avanzan hacia el grupo a pasos
iguales, sonriendo, y simultáneos, casi imperceptibles,
los aguarunas se arriman unos a otros, pronto forman un
solo cuerpo terroso y compacto. Los seis pares de ojos
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no se apartan de las dos figuras de pliegues oscuros que
flotan hacia ellos y si se respingaban había que pegar la
carrera, muchachos, nada de tiritos, nada de asustarlos.
Las dejaban acercarse, mi sargento, el Rubio creía que se
escaparían al verlas. Y qué tiernecitas las criaturas, qué
jovencitas, ¿no, mi sargento?, este Pesado no tenía cura.
Las madres se detienen y, al mismo tiempo, las chiquillas
retroceden, estiran las manos, agarran las piernas de
la vieja que ha comenzado a golpearse los hombros con la
mano abierta, cada palmada estremece sus larguísimas
tetas, las columpia: que el Señor fuera con ellos. Y la madre
Angélica da un gruñido, escupe, lanza un chorro de
sonidos crujientes, toscos y silbantes, se interrumpe para
escupir y, ostentosa, marcial, sigue gruñendo, sus manos
evolucionan, dibujan trazos solemnes ante los inmóviles,
pálidos, impasibles rostros aguarunas. Los estaba palabreando
en pagano, muchachos, y escupía igualito que
las chunchas la madrecita. Eso tenía que gustarles, mi
sargento, que una cristiana les hablara en su idioma, pero
que hicieran menos bulla, muchachos, si los oían se
espantaban. Los gruñidos de la madre Angélica llegan
hasta la cabaña muy nítidos, robustos, destemplados y
también el Oscuro y el práctico Nieves espían ahora el
claro, las caras pegadas al tabique. Se los había metido al
bolsillo, muchachos, qué sabida la monjita, y las madres
y los dos aguarunas se sonríen, cambian reverencias.
Y además cultísima, ¿sabía el sargento que en la misión
se la pasaban estudiando? Más bien sería rezando, Chiquito,
por los pecados del mundo. La madre Patrocinio
sonríe a la vieja, ésta desvía los ojos y sigue muy seria, sus
manos en el hombro de las chiquillas. Qué se andarían
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diciendo, mi sargento, cómo conversaban. La madre
Angélica y los dos hombres hacen muecas, ademanes, escupen,
se quitan la palabra y, de pronto, los tres niños se
apartan de la vieja, corretean, ríen muy fuerte. Los estaba
mirando el churre, muchachos, no quitaba la vista de
aquí. Qué flaquito era, ¿se había fijado el sargento?, tremenda
cabezota y tan poquito cuerpo, parecía araña. Bajo
la mata de pelos, los ojos grandes del chiquillo apuntan
fijamente a la cabaña. Está tostado como una
hormiga, sus piernas son curvas y enclenques. De repente
alza la mano, grita, muchachos, malparido, mi sargento
y hay una violenta agitación tras el tabique, juramentos,
encontrones y estallan voces guturales en el claro
cuando los guardias lo invaden corriendo y tropezando.
Que bajaran esos fusiles, alcornoques, la madre Angélica
muestra a los guardias sus manos iracundas, ah, ya verían
con el teniente. Las dos chiquillas ocultan la cabeza en el
pecho de la vieja, aplastan sus senos blandos y el varoncito
permanece desorbitado, a medio camino entre los
guardias y las madres. Uno de los aguarunas suelta el
mazo de plátanos, en alguna parte cacarea la gallina. El
práctico Nieves está en el umbral de la cabaña, el sombrero
de paja hacia atrás, un cigarrillo entre los dientes.
Qué se creía el sargento, y la madre Angélica da un saltito,
¿por qué se metía si no lo llamaban? Pero si bajaban
los fusiles se harían humo, madre, ella le muestra su puño
pecoso y él que bajaran los máuseres, muchachos.
Suave, continua, la madre Angélica habla a los aguarunas,
sus manos tiesas dibujan figuras lentas, persuasivas,
poco a poco los hombres pierden la rigidez, ahora responden
con monosílabos y ella risueña, inexorable, sigue
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gruñendo. El chiquillo se aproxima a los guardias, olfatea
los fusiles, los palpa, el Pesado le da un golpecito en
la frente, él se agazapa y chilla, era desconfiado el puta y
la risa sacude la fláccida cintura del Pesado, su papada,
sus pómulos. La madre Patrocinio se demuda, desvergonzado,
qué decía, por qué les faltaba así el respeto, so
grosero y el Pesado mil disculpas, menea su confusa cabeza
de buey, se le escapó sin darse cuenta, madre, tiene
la lengua trabada. Las chiquillas y el varoncito circulan
entre los guardias. Los examinan, los tocan con la punta
de los dedos. La madre Angélica y los dos hombres se
gruñen amistosamente y el sol brilla todavía a lo lejos,
pero el contorno está encapotado y sobre el bosque se
amontona otro bosque de nubes blancas y coposas: llovería.
A ellos la madre Angélica los había insultado enantes,
madre, y ellos qué habían dicho. La madre Patrocinio
sonríe, pedazo de bobo, alcornoque no era un
insulto sino un árbol duro como su cabeza y la madre
Angélica se vuelve hacia el sargento: iban a comer con
ellos, que subieran los regalitos y las limonadas. Él
asiente, da instrucciones al Chiquito y al Rubio señalándoles
el barranco, plátanos verdes y pescado crudo, muchachos,
un banquetazo de la puta madre. Los niños merodean
en torno al Pesado, al Oscuro y al práctico
Nieves, y la madre Angélica, los hombres y la vieja disponen
hojas de plátano en el suelo, entran a las cabañas,
traen recipientes de greda, yucas, encienden una pequeña
fogata, envuelven bagres y bocachicas en hojas que
anudan con bejucos y los acercan a la llama. ¿Iban a esperar
a los otros, sargento? Sería de nunca acabar y el
práctico Nieves arroja su cigarrillo, los otros no volverían,
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si se fueron no querían visitas y éstos se irían al primer
descuido. Sí, el sargento sabía, sólo que era de balde pelearse
con las madrecitas. El Chiquito y el Rubio regresan
con las bolsas y los termos, las madres, los aguarunas
y los guardias están sentados en círculo frente a las hojas
de plátano y la vieja ahuyenta los insectos a palmadas. La
madre Angélica distribuye los regalos y los aguarunas los
reciben sin dar muestras de entusiasmo, pero luego,
cuando las madres y los guardias comienzan a comer
trocitos de pescado que arrancan con las manos, los dos
hombres, sin mirarse, abren las bolsas, acarician espejitos
y collares, se reparten las cuentas de colores y en los
ojos de la vieja se encienden súbitas luces codiciosas. Las
chiquillas se disputan una botella, el varoncito mastica
con furia y el sargento se enfermaría del estómago, miéchica,
le vendrían diarreas, se hincharía como un hualo
barrigudo, le crecerían pelotas en el cuerpo, reventarían
y saldría pus. Tiene el trozo de pescado a orillas de los
labios, sus ojitos parpadean y el Oscuro, el Chiquito y el
Rubio también hacen pucheros, la madre Patrocinio cierra
los ojos, traga, su rostro se crispa y sólo el práctico
Nieves y la madre Angélica alargan las manos constantemente
hacia las hojas de plátano y con una especie de regocijo
presuroso desmenuzan la carne blanca, la limpian
de espinas, se la llevan a la boca. Todos los selváticos
eran un poco chunchos, hasta las madres, cómo comían.
El sargento suelta un eructo, todos lo miran y él tose.
Los aguarunas se han puesto los collares, se los muestran
uno al otro. Las bolitas de vidrio son granates y contrastan
con el tatuaje que adorna el pecho del que lleva seis
pulseras de cuentecillas en un brazo, tres en el otro. ¿A qué
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hora partirían, madre Angélica? Los guardias observan
al sargento, los aguarunas dejan de masticar. Las chiquillas
estiran las manos, tímidamente tocan los collares
deslumbrantes, las pulseras. Tenían que esperar a los
otros, sargento. El aguaruna del tatuaje gruñe y la madre
Angélica sí, sargento, ¿veía?, que comiera, los estaba
ofendiendo con tantos ascos que hacía. Él no tenía apetito
pero quería decirle algo, madrecita, no podían quedarse
en Chicais más tiempo. La madre Angélica tiene la
boca llena, el sargento había venido a ayudar, su mano
menuda y pétrea estruja un termo de limonada, no a dar
órdenes. El Chiquito había oído al teniente, ¿qué había
dicho?, y él que volvieran antes de ocho días, madre. Ya
llevaban cinco y ¿cuántos para volver, don Adrián?, tres
días siempre que no lloviera, ¿veía?, eran órdenes, madre,
que no se molestara con él. Junto al rumor de la
conversación entre el sargento y la madre Angélica hay
otro, áspero: los aguarunas dialogan a viva voz, chocan
sus brazos y comparan sus pulseras. La madre Patrocinio
traga y abre los ojos, ¿y si los otros no volvían?, ¿y si se
demoraban un mes en volver?, claro que era sólo una
opinión, y cierra los ojos, a lo mejor se equivocaba y traga.
La madre Angélica frunce el ceño, brotan nuevos
pliegues en su rostro, su mano acaricia el mechoncito de
pelos blancos del mentón. El sargento bebe un trago de
su cantimplora: peor que purgante, todo se calentaba en
esta tierra, no era el calor de Piura, el de aquí pudría todo.
El Pesado y el Rubio se han tumbado de espaldas, los
quepís sobre la cara, y el Chiquito quería saber si a alguien
le constaba eso, don Adrián, y el Oscuro de veras,
que siguiera, que contara, don Adrián. Eran medio pez
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y medio mujer, estaban al fondo de las cochas esperando
a los ahogados y apenas se volcaba una canoa venían y agarraban
a los cristianos y se los llevaban a sus palacios de
abajo. Los ponían en unas hamacas que no eran de yute
sino de culebras y ahí se daban gusto con ellos, y la madre
Patrocinio ¿ya estaban hablando de supersticiones?,
y ellos no, no, ¿y se creían cristianos?, nada de eso, madrecita,
hablaban de si iba a llover. La madre Angélica se
inclina hacia los aguarunas gruñendo dulcemente, sonriendo
con obstinación, tiene enlazadas las manos y los
hombres, sin moverse del sitio, se enderezan poco a poco,
alargan los cuellos como las garzas cuando se asolean
a la orilla del río y surge un vaporcito, y algo asombra,
dilata sus pupilas y el pecho de uno se hincha, su tatuaje
se destaca, borra, destaca y gradualmente se adelantan
hacia la madre Angélica, muy atentos, graves, mudos, y
la vieja melenuda abre las manos, coge a las chiquillas. El
varoncito sigue comiendo, muchachos, se venía la parte
brava, atención. El práctico, el Chiquito y el Oscuro callan.
El Rubio se incorpora con los ojos enrojecidos y remece
al Pesado, un aguaruna mira al sargento de soslayo,
luego al cielo y ahora la vieja abraza a las chiquillas,
las incrusta contra sus senos largos y chorreados y los
ojos del varoncito rotan de la madre Angélica a los hombres,
de éstos a la vieja, de ésta a los guardias y a la madre
Angélica. El aguaruna del tatuaje comienza a hablar,
lo sigue el otro, la vieja, una tormenta de sonidos ahoga
la voz de la madre Angélica que niega ahora con la cabeza
y con las manos y de pronto, sin dejar de roncar ni de
escupir, lentos, ceremoniosos, los dos hombres se despojan
de los collares, de las pulseras y hay una lluvia de
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abalorios sobre las hojas de plátano. Los aguarunas estiran
las manos hacia los restos del pescado, entre los que
discurre un delgado río de hormigas pardas. Ya se habían
puesto chúcaros, muchachos, pero ellos estaban listos,
mi sargento, cuando él mandara. Los aguarunas limpian
las sobras de carne blanca y azul, atrapan con las uñas a
las hormigas, las aplastan y con mucho cuidado envuelven
la comida en las hojas venosas. Que el Chiquito y el
Rubio se encargaran de las churres, se las recomendaba
el sargento y el Pesado qué suertudos. La madre Patrocinio
está muy pálida, mueve los labios, sus dedos aprietan
las cuentas negras de un rosario y eso sí, sargento,
que no olvidaran que eran niñas, ya lo sabía, ya lo sabía,
y que el Pesado y el Oscuro tuvieran quietos a los calatos
y que la madre no se preocupara y la madre Patrocinio
ay si cometían brutalidades y el práctico se encargaría de
llevar las cosas, muchachos, nada de brutalidades: Santa
María, Madre de Dios. Todos contemplan los labios
exangües de la madre Patrocinio, y ella Ruega por nosotros,
tritura con sus dedos las bolitas negras y la madre
Angélica cálmese, madre, y el sargento ya, ahora era
cuando. Se ponen de pie, sin prisa. El Pesado y el Oscuro
sacuden sus pantalones, se agachan, cogen los fusiles y
hay carreras ahora, chillidos y en la hora, pisotones, el
varoncito se tapa la cara, de nuestra muerte, y los dos
aguarunas han quedado rígidos amén, sus dientes castañetean
y sus ojos perplejamente miran los fusiles que los
apuntan. Pero la vieja está de pie forcejeando con el Chiquito
y las chiquillas se debaten como anguilas entre los
brazos del Rubio. La madre Angélica se cubre la boca
con un pañuelo, la polvareda crece y se espesa, el Pesado
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estornuda y el sargento listo, podían irse al barranco,
muchachos, madre Angélica. Y al Rubio quién lo ayudaba,
sargento, ¿no veía que se le soltaban? El Chiquito y
la vieja ruedan al suelo abrazados, que el Oscuro fuera a
ayudarlo, el sargento lo reemplazaría, vigilaría al calato.
Las madres caminan hacia el barranco tomadas del brazo,
el Rubio arrastra dos figuras entreveradas y gesticulantes
y el Oscuro sacude furiosamente la melena de la
vieja hasta que el Chiquito queda libre y se levanta. Pero
la vieja salta tras ellos, los alcanza, los araña y el sargento
listo, Pesado, se fueron. Siempre apuntando a los dos
hombres retroceden, se deslizan sobre los talones y los
aguarunas se levantan al mismo tiempo y avanzan imantados
por los fusiles. La vieja brinca como un maquisapa,
cae y apresa dos pares de piernas, el Chiquito y el Oscuro
trastabillean, Madre de Dios, caen también y que la
madre Patrocinio no diera esos gritos. Una rápida brisa
viene del río, escala la pendiente y hay activos, envolventes
torbellinos anaranjados y granos de tierra robustos,
aéreos como moscardones. Los dos aguarunas se mantienen
dóciles frente a los fusiles y el barranco está muy
cerca. ¿Si se le aventaban, el Pesado disparaba? Y la madre
Angélica bruto, podía matarlos. El Rubio coge de un
brazo a la chiquilla del pendiente, ¿por qué no bajaban,
sargento?, a la otra del pescuezo, se le zafaban, ahorita se
le zafaban y ellas no gritan pero tironean y sus cabezas,
hombros, pies y piernas luchan y golpean y vibran y el
práctico Nieves pasa cargado de termos: que se apurara,
don Adrián, ¿no se le quedaba nada? No, nada, cuando el
sargento quisiera. El Chiquito y el Oscuro sujetan a la vieja
de los hombros y los pelos y ella está sentada chillando,
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a ratos los manotea sin fuerza en las piernas y bendito
era el fruto, madre, madre, de su vientre y al Rubio se le
escapaban, Jesús. El hombre del tatuaje mira el fusil del
Pesado, la vieja lanza un alarido y llora, dos hilos húmedos
abren finísimos canales en la costra de polvo de su
cara y que el Pesado no se hiciera el loco. Pero si se le
aventaba, sargento, él le abría el cráneo, aunque fuera un
culatazo, sargento, y se acababa la broma. La madre Angélica
retira el pañuelo de su boca: bruto, ¿por qué decía
maldades?, ¿por qué se lo permitía el sargento?, y el Rubio
¿podía ir bajando?, estas bandidas lo despellejaban.
Las manos de las chiquillas no llegan a la cara del Rubio,
sólo a su cuello, lleno ya de rayitas violáceas, y han desgarrado
su camisa y arrancado los botones. Parecen desanimarse
a veces, aflojan el cuerpo y gimen y de nuevo
atacan, sus pies desnudos chocan contra las polainas del
Rubio, él maldice y las sacude, ellas siguen sordamente
y que la madre bajara, qué esperaba, y también el Rubio y
la madre Angélica ¿por qué las apretaba así si eran niñas?,
de su vientre Jesús, madre, madre. Si el Chiquito y
el Oscuro la soltaban la vieja se les echaría encima, sargento,
¿qué hacían?, y el Rubio que ella las cogiera, a
ver, madre, ¿no veía cómo lo arañaban? El sargento agita
el fusil, los aguarunas respingan, dan un paso atrás y el
Chiquito y el Oscuro sueltan a la vieja, quedan con las
manos listas para defenderse pero ella no se mueve, se
restriega los ojos solamente y ahí está el varoncito como
segregado por los remolinos: se acuclilla y hunde la cara
entre las tetas líquidas. El Chiquito y el Oscuro van
cuesta abajo, una muralla rosada se los traga a pocos, y
cómo mierda iba a bajarlas el Rubio solito, qué les pasaba,
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sargento, por qué se iban ésos y la madre Angélica se le
acerca braceando con resolución: ella lo ayudaba. Estira
las manos hacia la chiquilla del pendiente pero no la toca
y se dobla y el pequeño puño pega otra vez y el hábito
se hunde y la madre Angélica lanza un quejido y se encoge:
qué le decía, el Rubio remece a la chiquilla como un
trapo, madre, ¿no era una fiera? Pálida y plegada, la madre
Angélica reincide, atrapa el brazo con las dos manos,
Santa María, y ahora aúllan, Madre de Dios, patalean,
Santa María, rasguñan, todos tosen, Madre de Dios y en
vez de tanto rezo que fueran bajando, madre Patrocinio,
por qué chucha se asustaba tanto y hasta qué hora, y hasta
cuándo, que bajaran que el sargento ya se calentaba,
miéchica. La madre Patrocinio gira, se lanza por la pendiente
y se esfuma, el Pesado adelanta el fusil y el del tatuaje
retrocede. Con qué odio miraba, sargento, parecía
rencoroso, puta de tu madre, y orgulloso: así debían ser
los ojos del chulla-chaqui, sargento. Los nubarrones que
envuelven a los que descienden son más distantes, la vieja
llora, se contorsiona y los dos aguarunas observan el
cañón, la culata, las bocas redondas de los fusiles: que
el Pesado no se muñequeara. No se muñequeaba, sargento,
pero qué manera de mirar era ésta, caracho, con qué
derecho. El Rubio, la madre Angélica y las chiquillas se
desvanecen también entre oleadas de polvo y la vieja ha
reptado hasta la orilla del barranco, mira hacia el río, sus
pezones tocan la tierra y el varoncito profiere voces extrañas,
ulula como un ave lúgubre y al Pesado no le gustaba
tenerlos tan cerca a los calatos, sargento, qué iban a
hacer para bajar ahora que estaban solitos. Y en eso ronca
el motor de la lancha: la vieja calla y alza la cara, mira
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al cielo, el varoncito la imita, los dos aguarunas la imitan
y los cojudos estaban buscando un avión, Pesado, no se
daban cuenta, ahora era cuando. Retroceden el fusil y lo
adelantan de golpe, los dos hombres saltan hacia atrás y
hacen gestos y ahora el sargento y el Pesado bajan de espaldas,
siempre apuntando, hundiéndose hasta las rodillas
y el motor ronca cada vez más fuerte, envenena el aire
de hipos, gárgaras, vibraciones y sacudimientos y en la
pendiente no es como en el claro, no hay brisa, sólo vaho
caliente y polvo rojizo y picante que hace estornudar.
Borrosamente, allá en lo alto del barranco unas cabezas
peludas exploran el cielo, pendulan suavemente buscando
entre las nubes y el motor estaba ahí y las churres llorando,
Pesado, y él ¿qué?, mi sargento, no podía más.
Cruzan el fango a la carrera y cuando llegan a la lancha
acezan y tienen las lenguas afuera. Ya era hora, ¿por qué
se habían demorado tanto? Cómo querían que el Pesado
subiera, qué bien se habían acomodado conchudos, que
le hicieran sitio. Pero él tenía que enflaquecer, que se fijaran,
subía el Pesado y la lancha se hundía y no era momento
para bromas, que partieran de una vez, sargento.
Ahorita mismo partían, madre Angélica, de nuestra
muerte amén.
Fuente:http://www.prisaediciones.com/uploads/ficheros/libro/primeras-paginas/201009/primeras-paginas-casa-verde.pdf29
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