Direcciones electrónicas para la venta de la novela MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.
Premio UNA-Palabra 2004. Tercera reimpresión.
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Dos Passos, John (Chicago, 1896-Baltimore, 1970) estudió en la Universidad de Harvard. En sus años de juventud fue un gran viajero. Recorrió varios países e incluso pasó una larga temporada en España para estudiar arquitectura. De estos años surge su primer libro Rocinante vuelve al camino (1922). Tomó parte activa en la Primera Guerra Mundial como conductor de ambulancias en Francia e Italia. Su primera novela, Iniciación de un hombre (1919) surge en esta época, pero el reconocimiento le llegó con Tres soldados (1921), y su consagración con Manhattan Transfer (1925). Otras obras significativas suyas fueron El paralelo 42 (1930), 1919 (1932), o El gran dinero, compuesta por la llamada Trilogía USA.
Manhattan Transfer narra fragmentos de la vida de una amplísima galería de personajes que tienen como denominador común el espacio y el tiempo en el que se mueven, el Nueva York de los años veinte, así como el principal objetivo de la mayoría de ellos: la obtención rápida y lo más fácil posible de obtener dinero. Lo que marca una clara línea de separción entre ello es la altura a la que sitúan su listo moral. El hecho de que los personajes representen las más diversas capas sociales (trabajadores portuarios, camareros de grandes hoteles, prostitutas, traficantes de alcohol, abogados, sindicalistas...) y las más alejadas procedencias (franceses, irlandeses, caribeños, etc.) confieren a esta obra el carácter monumental retrato de una ciudad. La técnica literaria de collage, que en su momento fue un auténtico hallazgo, sigue funcionando a la perfección y es una de las causas principales de que se considere ésta como la mejor de las novelas de Dos Passos.
Fuente NN.
Fragmento.
JOHN DOS PASSOS
MANHATTAN TRANSFER
PRIMERA SECCIÓN
I. EMBARCADERO
Tres gaviotas giran sobre las cajas rotas, las cáscaras de naranja, los repollos podridos que flotan entre los tablones astillados de la valla. Las olas verdes espumajean bajo la redonda proa del ferry que, arrastrado por la marea, corta el agua, resbala, atraca lentamente en el embarcadero. Manubrios que dan vueltas con un tintineo de cadenas, compuertas que se levantan, pies que saltan a tierra. Hombres y mujeres entran a empellones en el maloliente túnel de madera, apretujándose y estrujándose como las manzanas al caer del saetín a la prensa.
La enfermera, llevando la cesta en el brazo estirado, como si fuera una silleta, abrió la puerta de una gran sala excesivamente caldeada. En el aire impregnado de olor a alcohol y a yodoformo, ásperos berridos subían en espiral de otras cestas colocadas a lo largo de las paredes verdosas. Al dejar la cesta en el suelo le echó una mirada con los labios fruncidos. El recién nacido se retorció débilmente entre algodones como un hervidero de gusanos.
En el ferry iba un viejo tocando el violín. Tenía una cara de mona, toda torcida de un lado, y seguía el compás con la punta de un zapato de charol resquebrajado. Bud Korpenning, sentado en la barandilla de espaldas al río, le miraba. La brisa le alborotaba el pelo alrededor del borde ajustado de su gorra, y secaba el sudor de su frente. Tenía los pies llenos de ampollas, estaba hecho polvo, pero cuando el ferry se alejó del embarcadero, sintió por todas sus venas un cálido hormigueo.
—Oiga, amigo, ¿hay mucho desde donde desembarcamos hasta la ciudad?—preguntó a un joven de sombrero de paja y corbata a rayas blancas y azules, que estaba en pie junto a él.
La mirada del muchacho subió desde los zapatos deformados por la caminata hasta las muñecas rojas de Bud, que asomaban por las rozadas mangas de su chaqueta, atravesó su delgado pescuezo de pavo y fue a clavarse impúdicamente en sus ojos resueltos, sombreados por una visera rota.
—Depende de adonde quiera usted ir.
—¿Dónde está Broadway ?... Quiero ir al centro.
—Tome usted hacia el este, baje luego por Broadway y llegará al mismo centro si anda un trecho.
—Gracias. Eso haré.
El violinista recorría la multitud, tendiendo su sombrero, y el viento agitaba mechones de pelo gris en su calva raída. Bud le vio volver hacia él su rostro triste, con dos ojos negros como cabezas de alfiler, que le miraban fijamente.
—Nada —dijo con aspereza.
Y se volvió a mirar la inmensidad del río, brillante como un cuchillo. Los tablones del embarcadero se unieron, crujieron al choque del ferry. Hubo un rechinar de cadenas, y Bud fue arrastrado por la multitud muelle adelante. Salió por entre dos vagones de carbón a una calle polvorienta por donde pasaban tranvías amarillos. Las rodillas le empezaron a temblar. Hundió las manos hasta el fondo de sus bolsillos.
Entró en un figón antes de la esquina. Se instaló con dificultad en una banqueta giratoria y se puso a estudiar con cuidado la lista de precios.
—Huevos fritos y un café.
—¿Vueltos?—preguntó un hombre pelirrojo que detrás del mostrador se limpiaba con el delantal sus brazos gordos llenos de pecas.
—¿Qué?—preguntó Bud sobresaltado.
—Los huevos, si los quiere usted vueltos o con la yema encima.
—Ah, sí, vueltos.
Bud se dejó caer de nuevo sobre el mostrador, con la cabeza entre las manos.
—Mala cara trae usted, amigo —dijo el hombre cascando los huevos en la grasa chirriante de la sartén.
—Vengo andando desde el norte del Estado. Esta mañana anduve quince millas.
El del mostrador lanzó un sonido silbante entre dientes.
—Y viene usted aquí a buscar trabajo, ¿eh?
Bud hizo un signo afirmativo con la cabeza. El otro echó los huevos crepitantes en un plato que empujó hacia Bud después de poner un poco de pan y mantequilla en el borde.
—Voy a darle un consejito, amigo, que no le costará nada. Antes de ponerse a buscar, aféitese, córtese el pelo, cepíllese el traje, que está lleno de pajas. Así le será más fácil encontrar algo. En esta ciudad lo que cuenta es la facha.
—Yo puedo trabajar como cualquiera. Soy un buen trabajador —gruñó Bud con la boca llena.
—Le digo a usted que eso es todo —replicó el pelirrojo.
Y se volvió a su hornillo.
Ed Thatcher subía temblando las escaleras de mármol del gran vestíbulo del hospital. El olor de las medicinas se le pegaba a la garganta. Una mujer de cara almidonada le miraba por encima de una mesa de escritorio. Él trató de hablar con voz firme.
—¿Quiere usted decirme cómo está la señora Thatcher ?
—Sí, puede usted subir.
—¿Pero marcha todo bien?
—La enfermera del piso le podrá dar cualquier información que usted le pida. Escalera de la izquierda, tercer piso, sala de maternidad.
Ed Thatcher llevaba un ramo de flores envuelto en un papel verde. La gran escalera oscilaba al subir él tropezando con las puntas de los pies en las varillas de bronce que sujetaban la esterilla. Una puerta cortó, al cerrarse, un chillido ahogado. Ed detuvo a una enfermera.
—Me hace el favor, quisiera ver a la señora Thatcher.
—Bueno, vaya usted, si sabe dónde está.
—Pero la han cambiado de sitio.
—Entonces tendrá usted que preguntar en el escritorio, al fondo de la galería.
Se mordió los labios. En el fondo de la galería una mujer colorada le miró sonriendo.
—Todo va bien. Es usted feliz padre de una robusta niñita.
—Sabe usted, es nuestro primer hijo y Susie es tan delicada —balbuceó parpadeando.
—Ah, sí, comprendo, a usted le preocupaba, naturalmente... Puede usted entrar y hablarle cuando se despierte. La niña nació hace dos horas. Tenga mucho cuidado de no fatigarla.
Ed Thatcher, un hombre pequeño con un bigotillo rubio y unos ojos descoloridos, le cogió la mano a la enfermera y se la sacudió, mostrando en una sonrisa sus dientes amarillos y desiguales.
—Es el primero, sabe usted.
—Mi enhorabuena —dijo la enfermera.
Filas de camas bajo la biliosa luz de los mecheros, un olor nauseabundo a sábanas constantemente sacudidas, caras gordas, demacradas, amarillas, blancas. Aquí está. Las trenzas rubias de Susie ceñían su carita torcida y crispada. Desenvolvió sus rosas y las puso sobre la mesilla de noche. Mirar por la ventana era lo mismo que mirar al fondo del agua. Los árboles de la plaza se entretejían como azules telarañas. A lo largo de la avenida se encendían lámparas que proyectaban reflejos verdes sobre los violáceos bloques color ladrillo de las casas. Chimeneas y tanques de agua se recortaban en un cielo sonrosado como carne. Los párpados azulados se levantaron.
—¿Tú, Ed?... ¡Oh, pero son Jacks! ¡Qué locura!
—No lo pude remediar, queridita. Sabía que te gustarían.
Una enfermera rondaba a los pies de la cama.
—¿No podría usted dejarnos ver a la niña ?
La enfermera asintió. Era una mujer carienjuta, de labios delgados.
—La odio —murmuró Susie—, me ataca los nervios esa mujer. Es el tipo perfecto de la solterona ruin.
—No hagas caso, querida. Esto es cosa de un día o dos.
Susie cerró los ojos.
—¿Sigues pensando en llamarla Ellen ?
La enfermera volvió con una cesta y la puso en la cama al lado de Susie.
—¡Qué preciosidad! —dijo Ed—. Mira cómo respira... Y le han dado una untura.
Ed ayudó a su mujer a incorporarse sobre un codo; la rubia trenza de su pelo se soltó cubriéndole el brazo y la mano.
—¿Cómo puede usted distinguirlos, enfermera ?
—A veces no podemos —dijo ésta rasgando la boca con una sonrisa.
Susie, desconfiando, miraba la diminuta cara amoratada.
—¿Está usted segura de que ésta es la mía?
—Por supuesto.
—Pero no tiene etiqueta.
—Se la pondré en seguida.
—Pero la mía era morena.
Susie se tendió en la almohada tratando de respirar mejor.
—Tiene una pelusilla clara del mismo color que su pelo.
Susie, extendiendo los brazos, gritó:
—¡No es la mía, no es la mía... Que se lleven eso... Esta mujer me ha robado mi niña!
—¡Querida, por amor de Dios! —suplicó el marido tratando de arroparla con el cobertor.
—Malo, malo —dijo tranquilamente la enfermera recogiendo la cesta—; tendré que darle un calmante.
Susie se había sentado en la cama.
—¡Que se lleven eso! —gritó y cayó hacia atrás con un ataque de nervios, profiriendo continuamente débiles quejidos.
—¡Dios mío! —exclamó Ed Thatcher juntando las manos.
—Mejor sería que se marchara usted ya, señor Thatcher... La enferma se tranquilizará en cuanto usted se vaya... Voy a poner las rosas en agua.
En el último tramo alcanzó a un hombre rechoncho que bajaba lentamente, frotándose las manos. Sus ojos se encontraron.
—¿Todo fa pien, señor?—preguntó el hombre rechoncho.
—Sí, creo que sí —respondió Thatcher débilmente.
El gordo se volvió a él, bulléndole la alegría en su voz ronca:
—Felisíteme, felisíteme; mein mujer ha dado a lus un chico.
Thatcher estrechó una mano regordeta. —La mía es niña —confesó tímidamente.
—Yo en sinco años sinco niñas, y ahora, figúrese, ¡un chico!
—Sí —dijo Thatcher al llegar a la acera— es un gran momento.
—¿Me permite ustet, señor, que le infite a selebrarlo con un traquito ?
En la esquina de la Tercera Avenida se batían las medias puertas de rejilla de un bar. Después de restregarse los pies delicadamente pasaron a la sala del fondo.
—Ach! —dijo el alemán mientras tomaba asiento en una mesa toda rajada— la fida de familia está llena de cuidados.
—Así es, señor, éste es mi primero.
—¿Quiere ustet serfesa ?
—Sí, cualquier cosa.
—Dos potellas de Culmbacher importado, para peper a la salud de nuestra gente menuda.
—Las botellas detonaron y la espuma veteada de sepia subió a los vasos.
—A la suya... Prosit! —dijo el germano alzando el vaso, y luego limpiándose la espuma del bigote y dando un puñetazo en la mesa con su puño rosado—: Sería intiscreto, señor...
—Me llamo Thatcher.
—¿Sería indiscreto, señor Thatcher, precuntarle su profesión ?
—Contable. Espero que pronto me nombrarán definitivamente.
—Yo soy impresor y me llamo Zucher, Marco Antonio Zucher.
—Mucho gusto en conocerle, señor Zucher.
Se estrecharon las manos a través de la mesa por entre las botellas.
—Un contable gana mucho dinero —dijo el señor Zucher.
—Mucho dinero es lo que yo necesito para mi pequeña.
—Los chicos comen dinero —continuó el señor Zucher con voz grave.
—¿No me dejará usted pagar una botella?—dijo Thatcher calculando lo que tenía en el bolsillo—. A la pobre Susie no le gustaría verme bebiendo en un tugurio como éste; pero por una vez.., y además me estoy instruyendo en el arte de ser padre.
—Cuantos más, mejor... —dijo Zucher—, pero los chicos comen dinero..., no hasen más que comer y destrosar ropa. Cuando yo ponga mi negosio en pie... Ach! Ahora con las hipotecas y las dificultades para optener préstamos y los salarios que supen mit esos locos de sosialistas y dinamiteros...
—En fin, a su salud, señor Zucher.
El señor Zucher con el pulgar y el índice de cada mano exprimió la espuma de su bigote:
—No todos los días traemos al mundo un niño, señor Thatcher.
—O una niña, señor Zucher.
El del bar trajo otras botellas, limpió la mesa y se quedó escuchando, con el trapo entre las manos.
—Y me da el corasón que cuando mi chico pepa a la salud del suyo, será con champaña. Ach! Así son las cosas en esta cran siudat.
—A mí me gustaría que mi hija fuese una muchacha casera, tranquila, no como éstas de ahora, todo perifollos, volantes y cinturitas. Yo para entonces ya me habré retirado y tendré una finquita a orillas del Hudson. Por las tardes trabajaré en el jardín... Conozco tipos que se han retirado con tres mil dólares de renta. Ahorrando se llega a eso.
—El ahorro no sirve de ná —dijo el del bar—. Yo he estao ahorrando diez años, y el Banco quebró y no me quedó más que un talonario pa recuerdo. No hay más que un sistema, que le den a uno el soplo y aventurarse.
—Eso es jugar —interrumpió Thatcher.
—Sí, señor; es jugar —dijo el otro.
Y se volvió a su bar balanceando las botellas vacías.
—Jugar. No va descaminado —dijo el Sr. Zucher clavando en su cerveza una mirada vidriosa y pensativa—. El hombre ampisioso tiene que afenturarse. La ampisión fue lo que me trajo aquí desde Francfort a los dose años, und ahora que tengo que trabajar para un hijo... Ach!, le pondremos Wilhelm como el káiser.
—Mi hijita se llamará Ellen, como mi madre.
A Ed Thatcher se le llenaron los ojos de lágrimas. El señor Zucher se levantó.
—Pueno, adiós, Sr. Thatcher. Encantado de haperle conocido. Me fuelfo a casa con mis hijitas.
Thatcher estrechó otra vez la mano regordeta, y absorto en dulces pensamientos de maternidad, paternidad, cumpleaños y navidades, vio entre una espumosa niebla sepia al señor Zucher salir anadeando por las puertas batientes. Después de un rato estiró los brazos. Bueno, a la pobre Susie no le gustaría verle allí... Todo por ella y por aquel encanto de chiquilla.
—Eh, eh, que se olvida usted de pagar —le gritó el del bar cuando ya estaba en la puerta.
—¿No pagó el otro?
—¡Qué diablos va a pagar!
—Pero si es que él me había convidado...
El del bar se echó a reír guardándose el dinero.
—Nada, que este tío cree en el ahorro.
Un hombrecillo barbudo y patizambo, de sombrero hongo, subía por Allen Street, túnel rayado de sol, tendido de colchas azul celeste, salmón ahumado y amarillo-mostaza, rebosante de muebles de ocasión color jengibre. Con las manos frías cruzadas sobre los faldones de su levita, iba abriéndose paso entre cajas de embalaje y chiquillos que correteaban. No cesaba de morderse los labios ni de trenzar y destrenzar los dedos. Marchaba sin oír los gritos de la chiquillería ni el anonadante trepitar de los trenes elevados. Tampoco notaba el olor rancio y agridulce de las viviendas atestadas.
En la esquina de Canal Street se paró ante una droguería amarilla y se quedó mirando la cara pintada en un anunció. Era una cara afeitada, distinguida, con cejas arqueadas y un bigotazo bien recortado: la cara de un hombre que tiene dinero en el Banco, portentosamente colocada sobre un cuello de pajarita ceñido por amplia corbata negra. Debajo, en letra inglesa, se leía la firma KING C. GILLETE. Sobre la cabeza campeaba el lema: no stropping no honning. El hombrecillo barbudo se echó el hongo atrás descubriendo su frente sudorosa, y se quedó largo rato mirando los ojos de KING C. GILLETE, llenos del orgullo que da el dólar. Luego apretó los puños, sacó pecho y entró en la droguería.
Su mujer y sus hijas habían salido. Calentó un jarro de agua en el gas. Después, con las tijeras que encontró encima de una repisa, se cortó los largos rizos de la barba. En seguida empezó a afeitarse muy cuidadosamente con la nueva maquinilla de níquel. Estaba en pie, tembloroso, pasándose los dedos por las mejillas blancas y suaves, frente al espejo empañado, y comenzaba a recortarse el bigote, cuando oyó ruido detrás. Volvió hacia ellas una cara lisa como la cara de KING C. GILLETE, una cara que sonreía con el orgullo que da el dólar. Los ojos de las dos niñas se salían de las órbitas.
—¡Mamá..., es papá! —gritó la mayor.
Su mujer se desplomó como un saco de ropa en la mecedora y se tapó la cabeza con el delantal.
—¡Huy, huy! ¡Huy, huy! —gemía meciéndose.
—¿Pero qué te pasa?¿Es que no te gusta?
El andaba de un lado para otro con su flamante maquinilla en la mano, frotándose suavemente de cuando en cuando la barbilla lisa.
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