Monday, January 21, 2013

TRUMAN CAPOTE


Nacido como Truman Streckfus Persons (Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924), adoptaría el nombre del segundo marido de su madre, García Capote.
 En su infancia vivió en las granjas del sur de los Estados Unidos y, según sus propias palabras, empezó a escribir para mitigar el aislamiento sufrido durante su infancia. Estudió en el Trinity School y la St. John`s Academy de Nueva York.
 A los 17 años ya era un consumado periodista: trabaja para la revista The New Yorker. Con 21 años abandona la revista y publica un relato -Miriam- en la revista Mademoiselle, premiado con el Premio O`Henry.
La crítica le aplaude sin reservas y le considera un discípulo de Poe. En 1948 a los 23 años se publica su primera novela,
 Otras voces, otros ámbitos, una de las primeras novelas en que se plantea de forma abierta el tema de la homosexualidad. Otras novelas suyas incluyen:
 El arpa de hierba (1951) y Se oyen las musas (1956), además de la famosa Desayuno en Tiffany`s (1958), que también sería adaptada al cine por Blake Edwards, con Audrey Hepburn en el papel de Holly Golightly.
Su novela `A sangre fría` es su trabajo más celebrado.
Falleció en Los Ángeles, 25 de agosto de 1984.


En 1959, en un pequeño pueblo de Kansas llamado Holcomb, la familia Clutter apareció muerta: habían sido atados y acribillados por personas desconocidas sin ningún móvil aparente.
Esto diseminó una paranoia en el lugar y atrajo a todos los medios del país.
Capote fue enviado allí por The New Yorker, y entonces se dio cuenta de que había encontrado lo que necesitaba para escribir una gran obra.
Lo que más le despertó curiosidad no fue el asesinato en sí, sino los efectos que provocaba en el pueblo aquel terrible acontecimiento.
Se trasladó a Kansas (luego de obtener la aprobación de su editor) para comenzar las investigaciones.
Pasó seis años siguiendo de cerca el caso y hablando con los habitantes del pueblo, los cuales no lo veían con buenos ojos por su extravagancia, su manera de ser y su homosexualidad. Aun así logró averiguar lo suficiente para preparar el armazón de su novela, donde se mezclan opiniones de los personajes del pueblo, entrevistas a policías encargados del caso y amigos íntimos de la familia.
Pero Capote no se quedó allí: cuando atraparon a los asesinos fue a entrevistarlos a la cárcel y entabló amistad con ellos. La obra tardó seis años en ser publicada, ya que el final de ésta requería que terminara con la ejecución de los asesinos. Esto le causo depresión y ansiedad a su autor ya que se le planteaba un dilema moral: quería desesperadamente publicar su libro, pero esto conllevaría la desdichada muerte de dos hombres que le consideraban su amigo y benefactor.
Su vida había girado durante los últimos años alrededor de esta obra y según él `Escribir el libro no me resultó tan difícil como tener que vivir con él`.

ESTILO

`A Sangre Fría` es una novela imagen del periodismo de investigación, es el relato de unos crímenes con suspenso y escrito con desbordante vitalidad.
Utilizando las técnicas que había aprendido como guionista cinematográfico, el autor presenta a los principales protagonistas con breves y dinámicas escenas.
Con sus conocimientos literarios y periodísticos, fue el primero en demostrar que se podía realizar una obra entre el reportaje y la narración. Esta narración es la creación de un nuevo género literario: la novela real. Es decir que está escrita como si fuera novela, pero en lugar de sacar los personajes y las situaciones de su imaginación, los toma de la vida real.
Narra la novela como historias paralelas, contando la vida de las victimas por un lado y la de los asesinos por otro.

A SANGRE FRÍA. FRAGMENTO DE NOVELA.




Truman Capote


A SANGRE FRÍA




Título original: In Cold Blood
Traducción: Fernando Rodríguez

Dirección editorial: Julia de Jódar
Dirección de la colección: Guido Castillo
Director de producción: Manuel Álvarez
Coordinación editorial: Juan D. Castillo
Diseño de la colección: Víctor Vilaseca

Distribuye para Argentina: Capital Federal: Vaccaro Sánchez
C/ Moreno, 794 – 9º piso - CP 1091 Capital Federal - Buenos Aires (Argentina)
Interior: Distribuidora Bertrán - Av. Vélez Sarsfield, 1950
CP 1285 Capital Federal - Buenos Aires (Argentina)
Importación Argentina: Rei Argentina, S.A.
Moreno 3362/64 -1209 Buenos Aires - Argentina

© 1991, Editorial Sudamericana, S.A.
Humberto I 531, Buenos Aires
© 1965, Random House, Inc., Nueva York
© 1965, Truman Capote

ISBN Obra Completa: 84-487-0400-2
ISBN: 84-487-0409-6
Depósito Legal: B. 1007/1995
Impreso en España - Printed in Spain - Marzo 1995
Impresión y encuadernación: Printer Industria Gráfica, S.A.

Reservados todos ¡os derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del código penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujesen o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte, sin la perceptiva autorización.
 Para Jack Dunphy y Harper Lee, con cariño y gratitud.





AGRADECIMIENTOS

Todos los materiales de este libro que no derivan de mis propias observaciones han sido tomados de archivos oficiales o son resultado de entrevistas con personas directamente afectadas; entrevistas que, con mucha frecuencia, abarcaron un período considerable de tiempo. Como estos «colaboradores» están identificados en el texto, sería redundante nombrarlos; sin embargo, quiero expresar mi gratitud formal, ya que sin su paciencia y su cooperación, mi tarea hubiese sido imposible. Tampoco intentaré nombrar a todos los ciudadanos del condado de Finney que proporcionaron al autor una hospitalidad y una amistad que, aunque sus nombres no figuran en estas páginas, podré quizá corresponder, pero nunca pagar. Sin embargo, quisiera agradecer la ayuda de algunas personas cuya colaboración fue muy concreta: el doctor James McCain, presidente de la Universidad Estatal de Kansas; el señor Logan Sanford y el personal del Departamento de Investigaciones de Kansas; el señor Charles McAtee, director de Instituciones penales del estado de Kansas; el señor Clifford R. Hope, hijo, cuyo asesoramiento legal ha sido invalorable y finalmente, pero en realidad en primer lugar, el señor William Shawn, de The New Yorker, que me alentó a emprender esta tarea y cuyas opiniones me fueron tan útiles desde el principio hasta el final.
TRUMAN CAPOTE


«Fréres humains qui aprés nous vivez,
N'ayez les cuers contre nous enduréis,
Car, se pitié de nous povres avez,
Dieu en aura plus tost de vous meras.”
FRANCOIS VILLON   Ballade des pendus






I - LOS ÚLTIMOS QUE LOS VIERON VIVOS


El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso —BAILE—, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace... sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café... el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es «seco»).
Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes —unos trescientos sesenta— a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.
Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos —en realidad pocos habitantes de Kansas— habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo —doscientos setenta— estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb... con la activa histeria de los coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido... cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran.
El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabía que estaba en excelentes condiciones físicas. Aunque llevaba gafas sin montura y era de estatura mediana —algo menos de un metro setenta y cinco— el señor Clutter tenía un aspecto muy masculino. Sus hombros eran anchos, sus cabellos conservaban el color oscuro, su cara, de mandíbula cuadrada, había guardado un color juvenil y sus dientes, blancos y tan fuertes como para partir nueces, estaban intactos. Pesaba setenta y seis kilos... lo mismo que el día en que se había licenciado en la Universidad Estatal de Kansas terminando sus estudios de agricultura. No era tan rico como el hombre más rico de Holcomb... el señor Taylor Jones, propietario de la finca vecina. Pero era el ciudadano más conocido de la comunidad, prominente allí y en Garden City, capital del condado, donde había encabezado el comité para construir la nueva iglesia metodista, un edificio que había costado ochocientos mil dólares. En ese momento era presidente de la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y su nombre se citaba con respeto entre los labradores del Medio Oeste, así como en ciertos despachos de Washington, donde había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas durante la administración de Eisenhower.
Seguro de lo que quería de la vida, el señor Clutter lo había obtenido, en buena medida. En la mano izquierda, en lo que quedaba de un dedo aplastado por una máquina, llevaba un anillo de oro, símbolo, desde hacía un cuarto de siglo, de su boda con la mujer con quien había deseado casarse: la hermana de un compañero de estudios, una chica tímida, piadosa y delicada llamada Bonnie Fox, tres años menor que él. Bonnie le había dado cuatro hijos: tres niñas y después un varón. La hija mayor, Eveanna, casada y madre de un niño de diez meses, vivía al norte de Illinois, pero iba con mucha frecuencia a Holcomb. Precisamente, estaban esperando que llegara con su familia dentro de la quincena que faltaba para el Día de Acción de Gracias, ya que sus padres estaban planeando reunir a todo el clan Clutter (originario de Alemania; el primer emigrante Clutter —o Klotter como lo escribían entonces— había llegado en 1880). Habían invitado a unos cincuenta parientes, algunos de los cuales vendrían de lugares tan lejanos como Palatka, Florida. Tampoco Beverly, la segunda hija, vivía ya en la granja; estaba en Kansas City, Kansas, cursando estudios de enfermería. Beverly estaba prometida con un joven estudiante de biología, que su padre apreciaba mucho; las invitaciones para la boda, que se realizaría en Navidad, ya estaban impresas. Eso dejaba en casa al varón, Kenyon, que a los quince años ya era más alto que su padre y a una hermana un año mayor... la mimada del pueblo, Nancy.
Con respecto a su familia, Clutter sólo tenía un motivo de preocupación; la salud de su mujer. Era «nerviosa», tenía sus «rachas»; ésos eran los términos en que la describían quienes la querían. Y no es que «los problemas de la pobre Bonnie» fueran un secreto; todos sabían que hacía más de seis años que estaba en manos de psiquiatras. Sin embargo, aun en esas zonas oscuras había brillado últimamente un rayo de sol. El miércoles pasado, al volver del Centro Médico de Wesley, lugar donde se internaba habitualmente, tras dos semanas de tratamiento, la señora Clutter trajo a su marido noticias casi increíbles: le había dicho jubilosamente que la raíz de sus males, según habían decretado finalmente los médicos, no estaba en su cabeza sino en su columna... era física, un problema de vértebras desplazadas. Por supuesto, tendrían que operarla, y después... bueno, volvería a ser como antes. ¿Sería posible? La tensión, las fugas, los sollozos ahogados por la almohada tras una puerta cerrada con llave, todo debido a una vértebra desplazada... Si era así, el señor Clutter podría rezar una plegaria de gratitud sin reservas ante la familia, en la sobremesa del Día de Acción de Gracias.
Habitualmente, la mañana del señor Clutter empezaba a las seis y media, cuando lo despertaba el ruido de los bidones de leche y la charla de los muchachos que los llevaban, los dos hijos del peón Vic Irsik. Pero hoy se había quedado en la cama, dejando que los hijos de Vic Irsik fueran y vinieran, porque el día anterior —un viernes trece— había sido un día agitado, aunque agradable. Bonnie había vuelto a ser «la de antes»; como preludio a la normalidad, a las fuerzas que recuperaría tan pronto, se había pintado los labios, se había peinado y, con un vestido nuevo, lo había acompañado al Colegio Holcomb donde ambos habían aplaudido una representación estudiantil de Tom Sawyer en la que Nancy había interpretado a Becky Thatcher. Había disfrutado viendo como Nancy actuaba en público, nerviosa pero sonriente, y los dos se enorgullecieron por la actuación de Nancy, que había desempeñado muy bien su papel, sin olvidar ni una coma, y que, como le dijo él después en el camerino, «estaba preciosa; una verdadera belleza del Sur». Después, Nancy, comportándose como si verdaderamente lo fuera, hizo una encantadora reverencia y pidió permiso para ir a Garden City donde en sesión especial a las once y media, en el State Theatre, daban una película de horror que todos sus amigos querían ver. En otras circunstancias, el señor Clutter hubiese negado el permiso. Sus normas eran leyes y una de ellas era que Nancy —y Kenyon— tenían que estar en casa a las diez; sólo los sábados podían llegar a las doce. Pero había pasado tan bien la velada que dio su consentimiento. Nancy no volvió a casa hasta las dos. El la oyó llegar y la llamó; aunque no era dado a levantar la voz, en aquella ocasión quiso decirle cuatro cosas, no tanto a propósito de la obra sino de Bobby Rupp, el muchacho que la había acompañado a casa, héroe del baloncesto estudiantil.
Al señor Clutter le gustaba el chico y consideraba que para su edad —diecisiete años— era digno de confianza y todo un caballero. Sin embargo, desde que tres años antes le había dado permiso para salir con chicos, Nancy, bonita y admirada como era, no había salido con ningún otro y aunque el señor Clutter aceptaba las costumbres modernas de los adolescentes de todo el país que tenían un amigo fijo, «iban en serio» y usaban anillo, no las aprobaba, sobre todo desde que, por casualidad, había sorprendido al chico Rupp y a su hija besándose. No hacía mucho de eso y había aconsejado a Nancy que dejara de ver tanto a Bobby, tratando de explicarle que era mejor distanciarse gradualmente de él ahora que romper bruscamente más tarde, cosa que no podría menos que suceder pues la familia Rupp era católica y los Clutter metodistas, razón suficiente para que las ilusiones que ambos podían tener de casarse algún día no fueran más que eso, ilusiones. Nancy se había mostrado razonable —por lo menos no discutió— y ahora, antes de darle las buenas noches, Clutter le hizo prometer que comenzaría a distanciarse de Bobby.
El incidente retrasó mucho su hora de acostarse, cosa que solía hacer a las once. Como consecuencia, eran más de las siete cuando se levantó el sábado 14 de noviembre de 1959. Su mujer se quedaba en cama hasta más tarde, pero el señor Clutter cuando se afeitaba, se duchaba y se ponía los pantalones de sarga, la chaqueta de cuero de los ganaderos y las botas de montar no temía despertarla, pues no compartían la misma habitación. Hacía años que dormía solo en el dormitorio principal de la planta baja de la casa de madera y ladrillo, que constaba de catorce habitaciones distribuidas en dos plantas. La señora Clutter, a pesar de que guardaba su ropa en el armario de ese dormitorio y tenía sus pocos cosméticos y sus mil medicamentos en el baño contiguo de azulejos y cristal, ocupaba siempre el cuarto que había sido de Eveanna, que como el de Nancy y el de Kenyon estaba en la planta alta.
La casa había sido casi totalmente diseñada por el señor Clutter, que había demostrado ser un arquitecto razonable y juicioso, aunque no muy imaginativo. Había sido construida en 1948 y había costado cuarenta mil dólares (actualmente su valor era de sesenta mil). Situada al fondo de un largo camino asfaltado que corría entre dos hileras de olmos de China, aquella hermosa casa blanca que se alzaba rodeada por un amplio y cuidado césped de Bermuda, causaba la admiración de Holcomb; era la casa que la gente ponía como ejemplo. En el interior, una serie de gruesas alfombras color malva interrumpían el brillo del suelo encerado y silenciaban el crujido de la madera. En el salón había un inmenso diván modernista, tapizado en una tela nudosa con filamentos plateados entretejidos, y, en un rincón, una barra para el desayuno, forrada de plástico blanco y azul. Este era el tipo de cosas que gustaba al matrimonio Clutter y que gustaba también a la mayoría de sus amistades, cuyas casas, por lo general, estaban amuebladas de forma similar.
Aparte de una asistenta que venía los días laborables, los Clutter no tenían servicio y por lo tanto, como la esposa estaba enferma y las dos hijas mayores ya no vivían allí, el señor Clutter tuvo que aprender a cocinar y él y Nancy —Nancy más que él— preparaban las comidas. Al señor Clutter le encantaba la tarea y era un cocinero excelente: en todo Kansas no había una mujer que amasara pan mejor que él y sus pastelitos de coco eran lo primero que se vendía en las fiestas de beneficencia. Pero no era comilón y, a diferencia de sus vecinos, prefería un desayuno espartano. Aquella mañana, una manzana y un vaso de leche fueron suficientes; como nunca tomaba té ni café empezaba la jornada sin nada caliente en el estómago. La verdad es que era contrario a los estimulantes, por suaves que fueran. No fumaba y, por supuesto, no bebía; nunca había probado el alcohol y tendía a evitar el trato con quienes lo consumían, una circunstancia que no restringía tanto su círculo de amistades como podría pensarse, ya que el núcleo de ese círculo estaba constituido por los integrantes de la Primera Iglesia Metodista de Garden City, una congregación de unas mil setecientas personas, casi todas tan abstemias como el señor Clutter podía desear. Y aunque se cuidaba de no imponer sus opiniones y de adoptar, fuera de su casa, una actitud abierta y exenta de censuras, la hacía respetar a rajatabla dentro de su familia y a los empleados de su granja.
—¿Usted bebe? —era la primera pregunta que hacía a cualquiera que llegara pidiendo trabajo, y aunque el hombre respondiera negativamente, debía, con todo, firmar un contrato de trabajo que contenía una cláusula que lo anulaba automáticamente si el empleado era sorprendido «con alcohol en su poder». Un amigo suyo, uno de los primeros terratenientes del lugar le había dicho una vez:
—No tienes compasión; lo juro, Herb, si un día encuentras a uno de tus hombres bebiendo lo despedirás. Y no te importará que su familia se muera de hambre.
Quizás ése haya sido el único reproche que se le hizo al señor Clutter como patrono. Por lo demás, era conocido por su ecuanimidad, su espíritu caritativo y el hecho de que pagaba buenos sueldos y distribuía frecuentemente gratificaciones; los hombres que trabajaban para él —que a veces eran hasta dieciocho— tenían pocos motivos para quejarse.
Después de beber la leche y ponerse una gorra forrada de piel, el señor Clutter salió fuera, con una manzana en la mano, para ver cómo estaba la mañana. El tiempo era ideal para comer manzanas: la más blanca de las luces bajaba del más puro de los cielos y un viento del este hacía murmurar, sin desprenderlas, las hojas de los olmos de China. El otoño compensaba a Kansas por todas las otras estaciones y los males que le imponían: el invierno con los fuertes vientos de Colorado y las nevadas hasta la cintura que liquidaban al ganado; los chubascos y las extrañas nieblas de la primavera y el verano, cuando hasta los cuervos buscaban las exiguas sombras y la dorada inmensidad de los trigales parecía erizarse y arder. Finalmente, después de septiembre, el tiempo cambiaba y había un veranillo que, a veces, duraba hasta la Navidad. Mientras contemplaba la maravillosa estación, el señor Clutter se reunió con un perro mestizo, con algo de pastor irlandés, y juntos se dirigieron hacia el corral del ganado que estaba junto a uno de los tres graneros de la finca.
Uno de ellos era una enorme estructura metálica prefabricada, rebosante de cereal —sorgo de Westland— y otro, albergaba una colina de grano que valía mucho dinero: cien mil dólares. Esa cantidad representaba un incremento del cuatro mil por ciento en los ingresos del señor Clutter en el año 1934, año en que se había casado con Bonnie Fox y se había trasladado con ella desde su pueblo natal de Rozel, Kansas, a Garden City, donde había encontrado trabajo como ayudante del consejero agrícola del condado de Finney. Era típico de él que hubiese tardado sólo siete meses en ser ascendido, o sea en ocupar el cargo de su superior. Los años en que ocupó ese puesto -de 1935 a 1939— fueron los más polvorientos, los más angustiosos que había conocido la región desde la llegada del hombre blanco y el joven Herb Clutter, dotado de un cerebro capaz de mantenerse al día con las más modernas prácticas agrícolas, poseía las cualidades necesarias para hacer de intermediario entre el gobierno y los alicaídos agricultores. Estos necesitaban del optimismo y la preparación técnica de ese simpático joven que parecía saber perfectamente lo que llevaba entre manos. Al mismo tiempo, no estaba haciendo lo que quería hacer; hijo de granjero, siempre había querido trabajar su propia tierra. Por esta razón, al cabo de cuatro años renunció a su puesto, pidió un préstamo que invirtió en arrendar tierras y creó el embrión de la granja de River Valley (un nombre justificado por la presencia de los meandros del río Arkansas, pero no, ciertamente, por la presencia de un valle). Fue una decisión que varios granjeros conservadores del condado de Finney contemplaron con algo de ironía; eran los veteranos a quienes les gustaba dirigir pullas al joven consejero sobre el tema de sus conocimientos universitarios.
—Desde luego, Herb. Siempre sabes qué es lo mejor que se puede hacer con la tierra de los demás. Plante esto. Nivele aquello. Pero quizá dirías otras cosas si la tierra fuera tuya.
Se equivocaban. Los experimentos del recién llegado tuvieron éxito, sobre todo porque, durante los primeros años, trabajó dieciocho horas diarias. No faltaron las contrariedades: dos veces fracasó la cosecha de cereales y un invierno perdió varios cientos de cabezas de ganado en una ventisca, pero diez años después los dominios del señor Clutter abarcaban casi cuatrocientas hectáreas de su propiedad y mil trescientas más arrendadas. Y eso, como reconocían sus colegas, «no estaba nada mal». Trigo, maíz, semillas de césped seleccionadas... ésas eran las cosechas de las que dependía la prosperidad de la granja. Los animales también eran importantes: ovejas y, sobre todo, ganado vacuno. Un rebaño de varios centenares de Hereford llevaba la marca de Clutter, aunque nadie lo hubiera creído juzgando por los escasos pobladores de los establos, que se reservaban para los animales enfermos, unas pocas vacas lecheras, los gatos de Nancy y Babe, el favorito de la familia, un caballo de trabajo viejo y gordo que nunca se opuso a pasear con tres o cuatro niños trepados en su ancho lomo.
El señor Clutter dio a Babe el corazón de su manzana y saludó al hombre que estaba limpiando el corral... Alfred Stoecklein, el único empleado que vivía en la finca. Los Stoecklein y sus tres hijos vivían en una casita que estaba a menos de cien metros de la casa principal; aparte de ellos, los Clutter no tenían vecinos a menos de un kilómetro de distancia. Stoecklein, hombre de cara larga y dientes manchados, le preguntó:
—¿Necesita algo especial para hoy? Porque la niña pequeña se ha puesto mala. Mi mujer y yo nos hemos pasado toda la noche detrás de ella. Me parece que la llevaré al doctor.
Y el señor Clutter, expresando su solidaridad, le dijo que se tomara la mañana libre y que si él o su esposa podían hacer algo, que se lo comunicara. Luego, precedido por el perro que correteaba se dirigió al sur, hacia los campos ahora leonados, luminosos y dorados por los rastrojos.
El río también estaba en aquella dirección. En sus márgenes se alzaba una arboleda de frutales: melocotoneros, perales, cerezos y manzanos. Según dicen en la región, cincuenta años antes un leñador no hubiera tardado ni diez minutos en cortar todos los árboles de Kansas occidental. E incluso hoy, sólo se pueden plantar olmos de China y chopos, perennes e indiferentes a la sed como el cacto. Sin embargo, como decía el señor Clutter, «otros dos centímetros más de lluvia y esta tierra sería el paraíso». Aquella pequeña colección de frutales que crecía junto al río era un intento, con lluvia o sin ella, de procurarse ese pedacito de paraíso, ese pedacito de verdoso Edén con olor a manzana que él soñaba. Su mujer dijo una vez:
—Mi marido cuida más de esos árboles que de sus hijos.
Y todo Holcomb recordaba el día en que un pequeño avión averiado cayó sobre los melocotoneros.
—Herb estaba fuera de sí. Antes de que la hélice dejara de dar vueltas, ya le había puesto un pleito al piloto.
Atravesando los frutales, Clutter siguió andando junto al río, aquí muy poco profundo y salpicado de pequeños islotes como minúsculas playas de arena blanca en medio del agua, a los que la familia, en domingos que ya no volverían, cálidos días de fiesta cuando Bonnie todavía «estaba dispuesta», había llevado buenas cestas de provisiones para pasarse la tarde pendientes de la caña de pescar. El señor Clutter raramente tropezaba con extraños dentro de su vasta finca, pues como sólo se llegaba a ella por carreteras de quinto orden y estaba a dos kilómetros de la autopista, nadie aparecía por allí por simple casualidad. Pero aquel día vio de pronto un grupo de gente y Teddy, el perro, se lanzó hacia ellos ladrando amenazador. Teddy era un animal extraño. Aunque era un buen centinela, siempre alerta, dispuesto a despertar a un regimiento con sus ladridos, su valor tenía un fallo: bastaba que entreviera un arma (como ocurrió entonces, pues los intrusos iban armados) para que agachase la cabeza y metiera el rabo entre piernas. Nadie sabía la razón porque nadie conocía su historia: era un perro vagabundo que Kenyon había adoptado años atrás. Los intrusos resultaron ser cinco cazadores de faisanes procedentes de Oklahoma. En Kansas, la temporada del faisán, célebre acontecimiento de noviembre, atrae hordas de aficionados de los estados vecinos, y, durante la última semana, regimientos de boinas escocesas habían desfilado por la tierra otoñal, haciendo levantar el vuelo y luego caer de una perdigonada bandadas cobrizas de aquellas aves cebadas de grano. Si los cazadores no han sido invitados por el dueño de la finca, es costumbre que le paguen a aquél cierta cantidad por el derecho a cazar en sus tierras, pero cuando los hombres de Oklahoma ofrecieron abonar a Clutter la cantidad acostumbrada, el granjero sonrió.
—No soy tan pobre como parezco. Adelante, cacen cuanto puedan —les dijo.
A continuación, llevándose la mano al borde de la gorra, se volvió a casa y comenzó su jornada de trabajo, sin saber que sería la última.
Como el señor Clutter, el jovenzuelo que desayunaba en un café llamado Joyita, no tomaba nunca café. Prefería root beer . Tres aspirinas, una root beer helada y un cigarrillo Pall Mall tras otro, era lo que él consideraba un desayuno «como Dios manda». Mientras bebía y fumaba, estudiaba un mapa desplegado sobre el mostrador, un mapa «Phillips 66» de México, sin lograr concentrarse porque esperaba a un amigo y el amigo no llegaba. Lanzó una ojeada a la silenciosa calle de aquel pueblo que hasta el día anterior jamás había pisado. De Dick, ni rastro. Pero seguro que vendría. Al fin y al cabo, el motivo de la cita era idea suya, un «golpe» planeado por Dick. Y cuando la cosa hubiera concluido... México. El mapa estaba todo roto y de tan manoseado se había vuelto suave como la gamuza. A la vuelta de la esquina, en la habitación que había tomado en el hotel, tenía centenares de mapas como aquél: gastados mapas de todos los estados que forman los Estados Unidos, de todas y cada una de las provincias del Canadá, de todos y cada uno de los países de América del Sur. Porque aquel jovenzuelo era un infatigable soñador de viajes, alguno de los cuales había realizado, pues había estado en Alaska, en las Hawaii, en el Japón y en Hong-Kong. Ahora, gracias a una carta, a la invitación a dar «un golpe» juntos, se hallaba allí con todos sus bienes terrenales: una maleta de cartón, una guitarra y dos enormes cajas de libros, mapas y canciones, poemas y cartas que pesaban una tonelada. (¡La cara que puso Dick cuando vio todo aquello! «¡Cristo! ¿Es que llevas siempre a cuestas toda esta basura, Perry?» Y Perry le contestó: «¿Qué basura? Uno de esos libros me costó treinta dólares») Ahora se hallaba allí, en Pequeña Olathe, Kansas. Curioso, si se paraba a pensar, imaginar que estaba otra vez en Kansas cuando apenas cuatro meses atrás había jurado, primero al State Parole Board  y luego a sí mismo, que no volvería a poner los pies allí. Bueno, no iba a quedarse mucho tiempo.
El mapa estaba lleno de nombres rodeados de un círculo de tinta. Cozumel, isla de la costa del Yucatán donde, según había leído en una revista para hombres, era posible «quitarse la ropa, sonreír despreocupadamente, vivir como un raja y tener tantas mujeres como se quisiera por sólo 50 dólares al mes». Del mismo artículo recordaba de memoria otras atractivas informaciones: «Cozumel es el refugio contra la tensión social, política y económica. En esta isla, no hay funcionarios que molesten a sus habitantes.» Y también: «Cada año bandadas de papagayos vuelan desde el continente a poner sus huevos en la isla.» Acapulco equivalía a pesca submarina, casinos y mujeres ricas ansiosas. Sierra Madre significaba oro, equivalía a El tesoro de Sierra Madre, película que él había visto ocho veces. (Era la mejor película de Bogart, pero el viejo que se dedicaba a la búsqueda de minas, el que a Perry le recordaba a su padre, estaba estupendo también: Walter Huston. Y lo que le había dicho a Dick era cierto: se sabía todos los trucos de la búsqueda de oro porque su padre se los enseñó y su padre era buscador de oro profesional. Así que ¿por qué no podían ellos dos comprarse un par de caballos y probar suerte en Sierra Madre? Pero Dick, Dick el práctico, había dicho: «Calma, rico, calma. Que ya he visto la película. Acaba que todos se vuelven locos. Gracias a la fiebre, a las sanguijuelas, y a las pésimas condiciones. Y luego, cuando tienen el oro, ¿recuerdas que viene un vendaval y lo arrastra todo?») Perry dobló el mapa. Pagó la root beer y se puso en pie. Sentado, parecía un hombre de estatura mayor de lo corriente, robusto, con hombros, brazos y torso corpulentos como de levantador de pesas (en realidad levantar pesas era uno de sus pasatiempos favoritos). Pero ciertas partes de su cuerpo no estaban en proporción con las otras. Los pies, menudos, ceñidos por pequeñas botas negras con reborde de acero, hubieran cabido muy bien en las zapatillas de baile de una delicada jovencita. Una vez de pie, su estatura era la de un niño de doce años y de pronto, erguido sobre aquellas piernas atrofiadas, que contrastaban grotescamente con el torso de adulto que sostenían, pasó de un posible fornido conductor de camión, a ser un jockey retirado, gordo y con agujetas.
Afuera, Perry se puso a tomar el sol. Eran las nueve menos cuarto y Dick llevaba ya media hora de retraso. Si Dick no hubiera machacado tanto sobre la importancia de cada minuto en las veinticuatro horas siguientes, ni lo hubiera notado. No le faltaban maneras de pasar el tiempo, y una de ellas era mirarse al espejo. En una ocasión, Dick le había dicho:
—Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca?
Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en un jovencito romántico. Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro, siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su madre era evidente, la de su padre —un irlandés pecoso y de pelo color jengibre— lo era menos, como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta. Pero los labios rosados y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación, y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto:
En abril, bandadas de papagayos
vuelan en lo alto, rojos y verdes,
verdes y anaranjados.
Los veo volar, los oigo en lo alto,
papagayos que cantan
y traen la primavera en abril...
(Dick, cuando oyó por primera vez la canción, había comentado: «Los papagayos no cantan. Parlotean, quizá. Graznan. Pero cantar, ni en broma.» Claro, Dick se lo tomaba todo al pie de la letra, todo. No entendía de música ni de poesía y, sin embargo, lo que Dick tenía de prosaico, su modo positivista de enfocar las cosas, era lo que más atraía a Perry, pues eso hacía que Dick, comparado con él mismo, pareciera tan auténticamente duro, invulnerable, «totalmente masculino».)
Pero por muy satisfactorio que le resultara el ensueño de Las Vegas, otra de sus visiones lo empequeñecía. Desde la infancia y durante más de la mitad de los treinta y un años que tenía, había ido pidiendo folletos por correspondencia («Fortunas en el fondo del mar. Entrénese en su propia casa en sus ratos libres. Hágase rico pronto practicando la inmersión con equipo y a pulmón libre. Folletos gratis... »), contestando anuncios («Tesoro hundido. Cincuenta mapas auténticos. Oferta increíble...») que alimentaban el deseo ardiente de correr de veras la aventura que su imaginación le permitía experimentar una y otra vez: el sueño de sumergirse hasta lo más profundo en aguas desconocidas, de zambullirse en la verde oscuridad marina, deslizándose más allá de los escamosos centinelas de ojos salvajes, hasta llegar al casco de un buque que se perfilaba ante él, un galeón español naufragado, con una carga de perlas y diamantes y montañas de cofres de oro.

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