Tuesday, January 15, 2013

ENSAYO SOBRE EL GUSTO MOTESQUIEU


ENSAYO SOBRE EL GUSTO
MOTESQUIEU


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 Este fragmento se encontró inacabado entre sus papeles;
el autor no tuvo tiempo de darle la última mano;
pero los primeros pensamientos de los grandes maestros
merecen ser conservados para la posteridad,
como los esbozos de los grandes pintores.
ENCICLOPEDIA, TOMO VII, 1757 .
 Ensayo sobre el gusto en las cosas de la naturaleza y del arte

En nuestro modo de ser positivo, nuestra alma gusta de tres clases de placeres: están los que extrae del fondo de su misma existencia; otros, que resultan de su unión con el cuerpo; y final-mente los que se fundan en las costumbres y prejuicios que ciertas instituciones, ciertos usos, le han hecho adoptar .
Son estos diferentes placeres de nuestra alma los que conforman los objetos del gusto, como lo bello, lo bueno, lo agradable, lo inge-nuo, lo delicado, lo tierno, lo gracioso, el no sé qué, lo noble, lo grande, lo sublime, lo majes-tuoso, etc. Por ejemplo, cuando encontramos placer al ver una cosa con cierta utilidad para nosotros, decimos que es buena; cuando encontramos placer en verla, sin que discernamos una utilidad concreta, la llamamos bella.
Los antiguos no habían desentrañado esto correctamente; consideraban cualidades posi-tivas a todas las cualidades relativas de nues-tra alma, lo cual provoca que esos diálogos en los que Platón hace razonar a Sócrates, esos diálogos tan admirados por los antiguos, sean hoy insostenibles, porque se fundan en una fi-losofía falsa: pues todos esos razonamientos aplicados a lo bueno, lo bello, lo perfecto, lo sabio, lo loco, lo duro, lo blando, lo seco, lo húmedo, tratados como cosas positivas, ya no significan nada .
Las fuentes de lo bello, de lo bueno, de lo agradable, etc., están por ende en nosotros mis-mos; y buscar sus razones es buscar las causas de los placeres de nuestra alma.
Examinemos pues nuestra alma, estudié-mosla en sus acciones y en sus pasiones, inda-guémosla en sus placeres; allí es donde ella más se manifiesta. La poesía, la pintura, la es-cultura, la arquitectura, la música, la danza, las diferentes clases de juego, en fin, las obras de la naturaleza y del arte, pueden darle placer: veamos por qué, cómo y cuándo se lo dan; in-tentemos explicar nuestros sentimientos: eso podrá contribuir a la formación de nuestro gusto, que no es otra cosa que la ventaja de descubrir, con delicadeza y prontitud, la me-dida del placer que cada cosa ha de proporcio-nar a los hombres.

 De los placeres de nuestra alma

El alma, aparte de los placeres que le vienen de los sentidos, tiene otros que le sobreven-drían con independencia de aquéllos, y que le son propios; tales son los que le proporcionan la curiosidad, las ideas relativas a su grandeza, a sus perfecciones, la idea de su existencia opuesta al sentimiento de la noche , el placer de abrazarlo todo en una idea general, el de ver una gran cantidad de cosas, etc., el de com-parar, de unir y separar las ideas. Estos placeres están en la naturaleza del alma, independien-temente de sus sentidos, porque pertenecen a todo ser que piensa: y es totalmente indiferente preguntarse si nuestra alma tiene estos placeres como substancia unida al cuerpo, o como separada del cuerpo, porque los tiene siempre, y porque son los objetos del gusto: de modo que aquí no distinguiremos en absoluto los placeres del alma que le vienen de su naturaleza de aquellos que le vienen de su unión con el cuer-po; llamaremos naturales a todos estos placeres, y los distinguiremos de los placeres adquiri-dos que el alma se procura a través de ciertos vínculos con los placeres naturales; y, del mis-mo modo y por la misma razón, distinguiremos el gusto natural y el gusto adquirido.
Es bueno conocer el origen de los place-res, de los que el gusto viene a ser la medida; el conocimiento de los placeres naturales y adquiridos habrá de servirnos para rectificar nuestro gusto natural y nuestro gusto adqui-rido. Es preciso partir del estado en el que se encuentra nuestro ser, y averiguar cuáles son sus placeres, para llegar a medirlos, y a veces incluso a sentirlos .
Si nuestra alma no hubiera estado en abso-luto unida al cuerpo, ella de todos modos habría conocido; y es probable que hubiera amado eso conocido: mientras que tal como son las cosas casi no amamos más que lo que no conocemos.
Nuestra manera de ser es completamente arbitraria; podríamos haber sido hechos tal como somos, o bien de algún otro modo. Pero, de haber sido hechos de otro modo, sen-tiríamos de una manera distinta ; un órgano de más o de menos en nuestro organismo ha-bría determinado otra elocuencia, otra poe-sía: por ejemplo, si la constitución de nuestros órganos nos hubiese vuelto capaces de una atención más sostenida, todas las reglas que proporcionan la disposición del tema a la medida de nuestra atención ya no tendrían lugar; si nos tornásemos capaces de una mayor penetración, todas las reglas que se basan en la medida de nuestra penetración caerían del mismo modo; en fin, todas las leyes establecidas sobre el hecho de que nues-tro organismo es de una cierta manera podrían ser diferentes.
Si nuestra vista hubiese sido más débil y más confusa, se habrían necesitado menos molduras y más uniformidad en los compo-nentes de la arquitectura; si nuestra vista hu-biese sido más clara, y nuestra alma capaz de abrazar más cosas de una vez, más ornamentos habrían hecho falta en la arquitectura; si nues-tras orejas hubiesen sido como las de algunos animales, habría sido necesario reformar mu-chos de nuestros instrumentos musicales. Bien sé que las relaciones que las cosas tienen entre sí habrían subsistido, pero de haber cambiado la relación que tienen con nosotros, las cosas que, en el estado presente, causan en nosotros un cierto efecto, ya no lo causarían; y como la perfección del arte consiste en pre-sentarnos las cosas de forma tal que nos pro-duzcan el mayor placer posible, sería preciso que hubiese modificaciones en las artes, puesto que otra sería la manera adecuada para dar-nos placer.
Uno cree en principio que bastaría con co-nocer las diversas fuentes de nuestros placeres para tener gusto; y que, cuando uno ha leído lo que la filosofía nos dice al respecto, ya alcanzó el gusto, y puede juzgar obras atrevidamente. Pero el gusto natural no es un conocimiento teórico; es una aplicación pronta y exquisita de ciertas reglas que uno ni siquiera conoce. No es necesario saber que el placer que nos pro-duce una determinada cosa proviene de la sor-presa; basta con que ella nos sorprenda, y que nos sorprenda justo en la medida en que debe hacerlo, ni más ni menos.
De modo que todo lo que pudiéramos decir, y todos los preceptos que pudiéramos ofrecer para formar el gusto, no pueden con-cernir sino al gusto adquirido, vale decir que no pueden concernir directamente sino a este gusto adquirido, aun cuando éste se siga ate-niendo indirectamente al gusto natural: pues el gusto adquirido afecta, cambia, aumenta y disminuye el gusto natural; así como el gusto natural afecta, cambia, aumenta y disminuye el gusto adquirido.
La definición más general del gusto, sin considerar si es buena o mala, si es justa o no lo es, consiste en que es aquello que nos liga a una cosa por medio del sentimiento; lo cual no impide que se pueda aplicar a las cosas intelec-tuales, cuyo conocimiento le proporciona al alma tanto placer, que ha sido la única felici-dad que algunos filósofos pudieron comprender. El alma conoce a través de sus ideas y de sus sentimientos; recibe placeres a través de esas ideas y de esos sentimientos : pues, aun-que opusiésemos la idea al sentimiento, cuando el alma ve una cosa, la siente; y no hay cosas tan intelectuales como para que ella no las vea o que no crea verlas, y por ende para que no las sienta.
 Del espíritu en general


El espíritu es el género que abarca muchas es-pecies: el genio, el buen sentido, el discerni-miento, la precisión, el talento, el gusto.
El espíritu consiste en tener los órganos bien constituidos en relación con las cosas a las cuales se aplica. Si la cosa es extremada-mente particular, se lo llama talento; si tiene más que ver con un cierto placer delicado de la gente de mundo, se lo llama gusto; si la cosa particular es exclusiva de un pueblo, el talento se llama espíritu, como el arte de la guerra y la agricultura para los romanos, la caza para los salvajes, etc.

 De la curiosidad

Nuestra alma está hecha para pensar, es decir, para percibir; ahora bien, semejante ser debe tener curiosidad: pues, como todas las cosas están en una cadena en la que cada idea pre-cede a otra y es precedida por una más, a uno no le puede gustar ver una cosa sin desear ver otra; y si no tenemos para esta última tal deseo, no habremos tenido ningún placer en la primera. Así, cuando se nos muestra una parte de un cuadro, anhelamos ver la parte que se nos oculta, en proporción al placer que nos haya causado la que hemos visto.
Es el placer que nos da un objeto, enton-ces, el que nos lleva a otro; es por eso que el alma busca siempre cosas nuevas, y no des-cansa jamás.
De ese modo, siempre estaremos seguros de complacer al alma, en tanto que le haga-mos ver muchas cosas, o más de las que ella esperaba ver.
Podemos explicar así la razón por la que sentimos placer cuando apreciamos un jardín muy regular, aunque también nos agrade ver un lugar agreste y rústico: es la misma causa la que produce ambos efectos.
Como nos gusta ver un gran número de objetos, querríamos extender nuestra vista, estar en muchos lugares, recorrer más espacio; para abreviar: nuestra alma sigue los límites, y querría, por así decir, extender la esfera de su presencia; así que para ella es un gran placer llevar su vista a la lejanía. ¿Pero cómo hacerlo? En las ciudades, nuestra vista está limitada por las casas; en el campo, lo está por mil obstácu-los; apenas podemos ver tres o cuatro árboles. El arte viene en nuestro auxilio, y nos descu-bre la naturaleza que se oculta a sí misma; amamos el arte, y lo amamos más que a la na-turaleza, vale decir, la naturaleza que rehuye nuestros ojos. Pero, cuando encontramos situaciones bellas, cuando nuestra vista en libertad consigue ver a lo lejos prados, arroyos, colinas y las disposiciones que han sido creadas, por así decir, con ese propósito, la vista resulta he-chizada de un modo muy diferente a cuando ve los jardines de Le Nôtre ; porque la na-turaleza no se copia, mientras que el arte se asemeja siempre. Es por eso que, en pintura, preferimos un paisaje al plano del jardín más bello del mundo; es que la pintura no toma a la naturaleza sino allí donde ésta es bella, allí donde la vista puede extenderse a lo lejos y en toda su amplitud, allí donde es variada, allí donde puede ser vista con placer.
Lo que hace generalmente a un pensa-miento grande es que al decir una cosa se haga ver otras en gran número, y que se nos haga descubrir en un solo instante lo que no ha-bríamos esperado descubrir más que al cabo de una larga lectura.
Floro nos representa en pocas palabras todas las faltas de Aníbal: "Mientras que ha-bría podido, dice, servirse de la victoria, prefirió gozarla"; cum victoria posset uti, frui maluit.
Nos da una idea de toda la guerra de Ma-cedonia cuando declara: "No fue más que en-trar allí y vencer"; introisse victoria fuit.
Nos da todo el espectáculo de la vida de Escipión, cuando dice de su juventud: "Es el Escipión que crece para la destrucción de África"; hic erit Scipio, qui in exitium Africae crescit. Uno cree ver a un niño que crece y se alza como un gigante.
Finalmente, nos hace ver el gran carácter de Aníbal, la situación del universo y toda la grandeza del pueblo romano, cuando afirma: "Aníbal, fugitivo, buscaba para el pueblo ro-mano un enemigo por todo el universo"; qui, profugus ex Africa, hostem populo romano toto orbe quarebat.
 De los placeres del orden


No alcanza con mostrar al alma muchas cosas; hay que mostrárselas con orden: pues así nos acordamos de lo que hemos visto, y comenza-mos a imaginarnos lo que veremos; nuestra alma se felicita por su extensión y por su pe-netración. Pero en una obra en la que no existe ningún orden, el alma siente que a cada ins-tante se altera aquél que querría imponerle. El curso que el autor se ha trazado y el que nos hacemos nosotros se confunden; el alma no re-tiene nada, nada prevé; se ve humillada por la confusión de sus ideas, por la inanidad que queda en ella; se fatiga en vano, y no puede degustar ningún placer: es por eso que, cuando el propósito no es expresar o mostrar la confusión, siempre se pone orden en la confusión misma. Así los pintores agrupan sus figuras; así aquellos que pintan las batallas ponen por delante en sus cuadros las cosas que el ojo debe distinguir, y la confusión en el fondo y a lo lejos.
 De los placeres de la variedad


Pero, si hace falta orden en las cosas, se re-quiere también variedad: sin ella el alma lan-guidece; pues las cosas similares le parecen las mismas; y si una parte de un cuadro que se nos descubre se pareciese a otra que había-mos visto, este objeto sería nuevo sin pare-cerlo, y no causaría ningún placer. Y como las bellezas de las obras del arte, a semejanza de las de la naturaleza, no consisten sino en los placeres que nos provocan, hay que hacerlas tan adecuadas como sea posible para variar esos placeres; hay que hacerle ver al alma cosas que no ha visto; es preciso que el senti-miento que se le brinda sea diferente de aquél que acaba de tener.
Es así que las historias nos agradan por la variedad de los relatos, las novelas por la va-riedad de los prodigios, las obras de teatro por la variedad de las pasiones, y que aquellos que saben instruir modifican, todo cuanto pueden, el tono uniforme de la instrucción.
Una larga uniformidad vuelve todo inso-portable; el mismo orden de los períodos, mantenido largamente, resulta agobiante en una arenga; los mismos metros y las mismas rimas en un poema largo aburren. Si es ver-dad que se ha trazado ese famoso sendero desde Moscú a San Petersburgo, el viajero se debe morir de aburrimiento encerrado entre las dos líneas que forman ese recorrido; y aquel que haya viajado durante largo tiempo por los Alpes descenderá hastiado de los si-tios más privilegiados y de las perspectivas más encantadoras.
El alma ama la variedad; pero, ya lo hemos dicho, tan sólo la ama porque está hecha para conocer y para ver: por tanto es preciso que pueda ver, y que la variedad se lo permita; vale decir: es preciso que una cosa sea lo bastante simple para ser percibida y lo bas-tante variada para ser percibida con placer .
Hay cosas que parecen variadas y no lo son en absoluto, otras que parecen uniformes y son muy variadas.
La arquitectura gótica  parece muy va-riada, pero la confusión de los ornamentos fatiga por su pequeñez; lo cual hace que no podamos distinguir uno del otro, y su número hace que no haya ninguno sobre el cual el ojo pueda detenerse: de manera que disgusta por esas mismas partes que han sido elegidas para tornarla agradable.
Un edificio de orden gótico es una especie de enigma para el ojo que lo ve; y el alma se ve en un aprieto, como cuando se le presenta un poema oscuro.
La arquitectura griega, por el contrario, parece uniforme: pero como tiene las divisio-nes que se requiere y tantas como es necesario para que el alma vea precisamente aquello que puede apreciar sin fatigarse, viendo al mismo tiempo lo bastante para tener de qué ocuparse, esa arquitectura tiene una variedad que per-mite mirar con placer.
Es preciso que las grandes cosas tengan grandes partes; los grandes hombres tienen grandes brazos, los grandes árboles grandes ramas y las grandes montañas están compues-tas de otras montañas que se encuentran más arriba y más abajo; es la naturaleza de las cosas la que causa esto.
La arquitectura griega, que tiene pocas y grandes divisiones, imita a las grandes cosas; el alma siente una cierta majestad que reina por doquier en ella.
Es así como la pintura divide en grupos de tres o de cuatro a las figuras que representa en los cuadros; ella imita a la naturaleza, una tropa numerosa se divide siempre en peloto-nes; y es también así como la pintura divide en grandes masas sus claros y sus oscuros.
 De los placeres de la simetría

He dicho que el alma ama la variedad; sin em-bargo, en la mayor parte de las cosas, gusta de ver una especie de simetría . Parece que ello encierra cierta contradicción: he aquí el modo en que lo explico.
Una de las principales causas de los placeres de nuestra alma, cuando ella ve objetos, es
la facilidad que tiene para percibirlos; y la razón que hace que la simetría complazca al alma es que le ahorra trabajo, que la alivia y que corta, por decirlo así, la obra por la mitad.
De ello se sigue una regla general: allí donde la simetría le es útil al alma y puede colaborar con sus funciones, dicha simetría le es agradable; pero allí donde es inútil, resulta insípida, porque suprime la variedad. Y las cosas que vemos sucesivamente deben tener varie-dad; pues nuestra alma no tiene ninguna difi-cultad en verlas. Aquellas que, por el contrario, percibimos en un golpe de vista, deben tener si-metría. Así, cuando percibimos de un solo vis-tazo la fachada de un edificio, un piso, un tem-plo, ponemos allí simetría, que complace al alma por la facilidad que le proporciona el abar-car todo el objeto desde el primer momento.
Como el objeto que hemos de apreciar en un solo vistazo tiene que ser simple, es preciso que sea único, y que las partes se correspon-dan todas con el objeto principal; es por ello también que amamos la simetría: ella confor-ma un todo integral.
Sólo en la naturaleza se encuentra un todo acabado; y el alma, que ve ese todo, quiere que no haya en él ninguna parte imperfecta. Es por eso también que amamos la simetría; se nece-sita una especie de ponderación o de equili-brio: y un edificio con un ala, o con un ala más corta que la otra, está tan poco terminado como un cuerpo con un brazo, o con un brazo demasiado corto.
 De los contrastes

El alma ama la simetría, pero también ama los contrastes; esto exige no pocas explicaciones. Por ejemplo:
Si la naturaleza reclama, de las pinturas y las esculturas, que éstas introduzcan simetría en las partes de sus figuras, también pretende, por el contrario, que introduzcan contrastes en las actitudes. Un pie alineado igual que el otro, un miembro que va en la misma direc-ción que otro son insoportables; la razón para ello es que tal simetría hace que las actitudes sean casi siempre las mismas, como se ve en las figuras góticas, que se parecen todas en ese sentido. Así ya no hay variedad en las producciones del arte. Además, la naturaleza
no nos ha colocado de ese modo; y así como ella nos ha dado movimiento, no nos ha ajus-tado, en nuestras acciones y en nuestras ma-neras, como si fuésemos pagodas. Y si los hombres incomodados y constreñidos de ese modo son insoportables, ¿qué será de las pro-ducciones del arte?
Hay que introducir contrastes, pues, en las actitudes; sobre todo en las obras de la escul-tura, que, fría por naturaleza, no puede agre-gar fuego sino por la fuerza del contraste y de la posición .
Pero, así como de la variedad que se ha buscado introducir en el gótico hemos dicho que le ha proporcionado uniformidad, con frecuencia ocurre que la variedad que se ha intentado introducir por medio de los con-trastes se ha tornado una simetría y una uni-formidad viciosa.
Esto no se siente tan sólo en ciertas obras de la escultura y de la pintura, sino también en el estilo de algunos escritores, que en cada frase ponen siempre el comienzo en contraste con el final, por medio de continuas antítesis, a la manera de San Agustín y otros autores de la baja latinidad, y algunos de nuestros mo-dernos, como Saint-Evremond. El giro siempre repetido y uniforme de las frases desagrada en extremo; este perpetuo contraste se vuelve si-métrico, y tal oposición siempre rebuscada se convierte en uniformidad .
El espíritu encuentra en ello tan poca va-riedad que, cuando uno ha visto una parte de la frase, siempre puede adivinar la otra: uno ve palabras opuestas, pero opuestas de la misma manera; uno ve un giro en la frase, pero es siempre el mismo.
Muchos pintores han caído en el defecto de colocar contrastes por todas partes y sin concierto; de tal suerte que, cuando se ve una figura, se puede adivinar desde el primer mo-mento la disposición de las que la rodean: esta diversidad continua se convierte en algo seme-jante. Por otra parte, la naturaleza, que arroja las cosas en el desorden, no exhibe la afecta-ción de un contraste continuo; sin hablar de que no pone a todos los cuerpos en movi-miento, y en un movimiento forzado. Ella es más variada que eso; pone a unos en reposo, y da a los otros diferentes clases de movimientos.
Si la parte del alma que conoce ama la va-riedad, aquella que siente no la busca menos; pues el alma no puede tolerar por mucho tiem-po las mismas situaciones, porque está ligada a un cuerpo que no las puede soportar. Para que nuestra alma se vea excitada, es preciso que los espíritus se deslicen en los nervios. Y allí hay dos cosas: una lasitud en los nervios y una ce-sación por parte de los espíritus, que ya no se deslizan, o que se disipan de los lugares en los que se han deslizado.
Así, a la larga todo nos fatiga, y en especial los grandes placeres; siempre se los deja con la misma satisfacción con que se los ha tomado; pues las fibras que han sido sus órganos tienen necesidad de reposo; es preciso emplear otras más adecuadas para servirnos, y distribuir, por decirlo así, el trabajo .
Nuestra alma está cansada de sentir: pero no sentir es caer en un aniquilamiento que la aplasta. Todo se remedia variando sus modifi-caciones: ella siente, pero no se cansa.
 De los placeres de la sorpresa


Esta disposición del alma, que la lleva siempre hacia objetos diferentes, hace que ella goce de todos los placeres que vienen de la sorpresa; sentimiento que complace al alma por el es-pectáculo y por la prontitud de la acción: pues ella percibe o siente una cosa que no espera, o de una manera que no esperaba.
Una cosa puede sorprendernos como ma-ravillosa, pero también como nueva, e incluso como inesperada; y, en este último caso, el sen-timiento principal se asocia a un sentimiento accesorio basado en el hecho de que la cosa es nueva o inesperada.
Es por ese lado que pican nuestro interés los juegos de azar: nos hacen ver una continua sucesión de acontecimientos no esperados. Por eso nos gustan los juegos de salón: son de igual modo una sucesión de acontecimientos imprevistos, cuya causa es la habilidad unida al azar.
Y es por ello, también, que las obras de teatro nos agradan: se desarrollan por etapas, ocultan los acontecimientos hasta que éstos arri-ban, nos preparan siempre nuevas razones de sorpresa, y a menudo nos atrapan al mostrár-noslos tal como habríamos podido preverlos.
Por último, generalmente leemos las obras de ingenio sólo porque nos tienden sorpresas agradables, y suplen las conversaciones casi siempre languidescientes y que no producen en absoluto este efecto.
La sorpresa puede ser producida por la cosa o por la manera de percibirla: pues vemos una cosa más grande o más pequeña de lo que en efecto es, o diferente de lo que es; o bien vemos la cosa misma, pero con una idea acce-soria que nos sorprende. Tal es, en una cierta cosa, la idea accesoria de la dificultad de ha-berla llevado a cabo, o de la persona que la ha llevado a cabo, o del tiempo en que fue reali-zada, o de la manera en que fue realizada, o de cualquier otra circunstancia que se le añada.
Suetonio nos describe los crímenes de Ne-rón con una sangre fría que nos sorprende, haciéndonos creer, casi, que no siente en abso-luto el horror de lo que describe. De repente, cambia de tono y dice: Habiendo soportado el universo a ese monstruo durante catorce años, por fin lo abandonó, tale monstrum per quatuor-decim annos perpessus, terrarum orbis tandem destituit. Esto produce en el espíritu diferentes clases de sorpresa: nos vemos sorprendidos por el cam-bio de estilo del autor, por el descubrimiento de su manera diferente de pensar, por la ma-nera de presentar en tan pocas palabras una de las más grandes revoluciones que hayan tenido lugar; así el alma encuentra una gran cantidad de sentimientos diferentes, que contribuyen a estremecerla y a procurarle placer.

De las diversas causas que pueden producir un sentimiento


Es preciso observar que usualmente un senti-miento no tiene en nuestra alma una causa única. Es una cierta dosis, si puedo servirme de este término, la que produce su fuerza y variedad. El ingenio consiste en saber tocar varios órganos a la vez; y si uno examina a los diversos escritores, verá tal vez que los mejo-res, y los que tienen más ventaja, son aquellos que han excitado más sensaciones en el alma al mismo tiempo.
Vean, se los ruego, la multiplicidad de las causas. Preferimos ver un jardín bien arregla-do que una confusión de árboles: 1°, porque nuestra vista, que estaría detenida, ya no lo está más; 2°, cada sendero es uno, y forma
una gran cosa, al contrario de lo que ocurre en la confusión, es decir, que cada árbol sea una cosa, y una cosa pequeña; 3°, apreciamos un arreglo que no tenemos la costumbre de ver; 4°, en cierta medida sabemos el trabajo que ello ha demandado; 5°, admiramos el cui-dado que se pone en combatir sin cesar a la naturaleza, la cual, mediante unas producciones que no se le han solicitado, procura confun-dirlo todo, lo cual es tan cierto como que un jardín descuidado nos resulta insoportable. Al-gunas veces la dificultad de la obra nos agrada, algunas veces es la facilidad la que lo hace; y, así como en un magnífico jardín admiramos el desprendimiento y la grandeza del señor de la casa, a veces vemos con placer que se ha tenido el arte de agradarnos con muy poco gasto y escaso trabajo.
El juego nos gusta porque satisface nuestra avaricia, es decir, la esperanza de poseer más: halaga nuestra vanidad mediante la idea de la preferencia que nos concede la fortuna y de la atención que ponen los otros en nuestra suerte; satisface nuestra curiosidad, al proporcionarnos un espectáculo: en fin, nos entrega los diferen-tes placeres de la sorpresa.
La danza nos agrada por la ligereza, por una cierta gracia, por la belleza y la variedad de las actitudes, por su comunión con la música, siendo la persona que danza una especie de ins-trumento que acompaña; pero sobre todo complace por una disposición de nuestro cere-bro que reduce en secreto la idea de todos los movimientos a determinados movimientos, la mayoría de las actitudes a unas ciertas actitudes.
 De la sensibilidad


Casi siempre las cosas nos agradan y desagradan en diferentes aspectos: por ejemplo, los virtuosi de Italia deben provocarnos muy poco placer: 1°, porque no es nada sorprendente que, confor-mados como lo están, vayan a cantar bien: son como un instrumento en el que el artesano ha suprimido madera para hacerles producir so-nidos; 2 °, porque las pasiones que interpretan son demasiado sospechosas de falsedad; 3°, porque no pertenecen ni al sexo al que ama-mos, ni a aquél al que estimamos. Por otra parte, nos pueden gustar, porque conservan por largo tiempo un aire de juventud, y porque tienen además una voz flexible y que les es característica. Así, cada cosa nos proporciona un sentimiento, que está compuesto de mu-chos otros, los cuales en ocasiones se debilitan y se contrarrestan.
Con frecuencia nuestra alma se compone ella misma razones de placer, y lo consigue sobre todo por medio de las relaciones que es-tablece con las cosas. Así, una cosa que nos ha gustado nos vuelve a gustar, por la única razón de que nos ha gustado, porque gozamos de la antigua idea en la nueva: así una actriz, que nos ha agradado en el teatro, vuelve a gustar-nos en la recámara; su voz, su forma de decla-mar, el recuerdo de haberla visto admirada, ¿qué digo?, la idea de la princesa adherida a la suya, todo eso hace una especie de mezcla que forma y produce un placer.
Estamos completamente llenos de ideas accesorias. Una mujer, que tuviera una gran reputación y un ligero defecto, podrá ponerlo a su cuenta y hacerlo contemplar como una gracia. La mayoría de las mujeres a las que amamos no cuentan para sí con otra cosa que la predisposición hacia su cuna o sus bienes, los honores o la estima de ciertas personas.
 Otro efecto de las relaciones que el alma pone en las cosas


Debemos a la vida rústica que el hombre lle-vaba en los primeros tiempos ese aire risueño que se expande por la fábula; le debemos esas descripciones afortunadas, esas aventuras ino-centes, esas divinidades graciosas, ese espec-táculo de un estado lo bastante diferente al nuestro como para desearlo, y que no está lo suficientemente alejado como para chocar con la verosimilitud, en fin, esa mezcla de pasiones y de tranquilidad. Nuestra imaginación se ríe con Diana, con Pan, con Apolo, con las Ninfas, con los bosques, con los prados, con las fuentes. Si los primeros hombres hubiesen vivido como nosotros en las ciudades, los poetas no habrían podido describirnos otra cosa que lo que vemos todos los días con inquietud o percibimos con disgusto; todo respiraría la avaricia, la ambición y las pasiones que atormentan.
Los poetas que nos describen la vida bu-cólica nos hablan de la edad de oro que ellos añoran, es decir, nos hablan todavía de un tiempo más feliz y más tranquilo.
 De la delicadeza


Las personas delicadas son aquellas que, a cada idea o a cada gusto, le añaden muchas ideas o muchos gustos accesorios. Las personas groseras no tienen más que una sola sensa-ción; su alma no sabe componer ni descom-poner; no añaden ni suprimen nada en lo que la naturaleza otorga; mientras que las personas delicadas en el amor se componen ellas mis-mas la mayor parte de los placeres del amor. Polixeno y Apicio llevaban a la mesa muchas sensaciones desconocidas para nosotros, co-mensales vulgares; y aquellos que juzgan con gusto obras de ingenio tienen y se han hecho una infinidad de sensaciones que los otros hombres no tienen.
 Del no sé qué


En las personas y en las cosas hay a veces un encanto invisible, una gracia natural que no se puede definir, y que uno se ve obligado a lla-mar el "no sé qué". Me parece que es un efecto basado principalmente en la sorpresa. Nos im-presiona el hecho de que una persona nos guste más de lo que en un principio nos había parecido que debía gustarnos; y nos vemos agradablemente sorprendidos de que dicha per-sona haya sabido vencer unos defectos que los ojos nos muestran y que el corazón ya no ve: he allí por qué las mujeres feas tienen gracia con mucha frecuencia, y por qué es tan raro que las bellas la tengan. Pues una persona bella por lo general hace lo contrario de lo que habíamos esperado; llega a parecernos menos amable; después de habernos sorprendido para bien, nos sorprende ahora para mal. Pero la impresión de lo bueno es antigua, y la de lo malo nueva; así que rara vez las personas bellas causan grandes pasiones, casi siempre reserva-das a aquellas que tienen gracia, vale decir, atractivos que no esperábamos en absoluto, y que no teníamos motivo de esperar. Rara vez tiene gracia el gran adorno, y a menudo la tiene la vestimenta de las pastoras. Admiramos la majestad de los ropajes de Paolo Veronese; pero nos emocionamos con la simplicidad de Rafael y con la pureza de Corregio. Paolo Ve-ronese promete mucho: Rafael y Corregio prometen poco y entregan mucho, lo cual nos agrada más.
La gracia se encuentra con más frecuencia en el espíritu que en el rostro, pues un bello rostro se evidencia desde el principio y no es-conde casi nada; pero el espíritu no se muestra sino poco a poco: puede esconderse para ma-nifestarse, y dar esa especie de sorpresa que produce la gracia.
La gracia se encuentra menos en los ras-gos del rostro que en las maneras; pues las maneras nacen a cada instante, y en cada momento pueden crear una sorpresa. En una palabra: una mujer no puede ser bella más que de una sola manera, pero es linda de cien mil modos diferentes.
La ley de los dos sexos ha establecido, tanto en las naciones refinadas como en las salvajes, que los hombres solicitarán y que las mujeres no harán sino conceder: de allí resulta que la gracia esté unida de manera más particular a las mujeres. Como tienen todo que defender, tie-nen todo que ocultar; la más mínima palabra, el menor gesto, todo aquello que, sin chocar con el primer deber, se muestra en ellas, todo lo que se pone en libertad, se vuelve gracia. Y tal es la sabiduría de la naturaleza que aquello que nada sería sin la ley del pudor se vuelve de un valor infinito a consecuencia de esa afortunada ley, que hace a la felicidad del universo.
Como el fastidio y la afectación no serían capaces de sorprendernos, la gracia no se en-cuentra ni en las maneras fastidiosas ni en las maneras afectadas, sino en una cierta libertad o facilidad que se halla entre los dos extremos; y el alma se ve agradablemente sorprendida al ver que se han salvado los dos escollos.
Parecería que las maneras naturales debe-rían ser las más cómodas. Pero lo son menos que ninguna, pues la educación, que nos ator-menta, nos hace perder siempre algo de lo na-tural: por lo demás nos encanta verlo regresar.
Nada nos gusta tanto en el adorno como cuando se encuentra en ese descuido, o inclu-so en ese desorden que nos oculta todos los cuidados que no ha exigido la limpieza, y que sólo la vanidad habría hecho tomar; y no hay gracia en el ingenio, excepto cuando lo que se dice parece hallado, y no buscado .
Cuando decimos cosas que nos han costa-do, podemos hacer ver muy bien que posee-mos ingenio, pero no gracia en el ingenio. Para hacer ver esto es preciso que uno mismo no lo vea, y que los otros, a quienes algo in-genuo y simple en nosotros no les prometía nada de ese orden, se vean suavemente sor-prendidos de advertirlo.
De manera que la gracia no se adquiere; para tenerla, hay que ser ingenuo. Pero ¿cómo se podría trabajar para llegar a ser ingenuo?
Una de las ficciones más hermosas de Ho-mero es la de aquel cinturón que le otorgaba a Venus el arte de agradar. No hay nada más adecuado para hacer sentir ese poder y esa magia de la gracia, que parece otorgada a una persona por un poder invisible y que se dis-tingue de la belleza en sí. Por lo demás, ese cin-turón no habría podido ser dado a otra que no fuese Venus. No podía ajustarse a la majestuosa belleza de Juno: pues la majestad exige una cierta gravedad, vale decir un impulso opuesto a la ingenuidad de la gracia. Tampoco podría ajustarse a la belleza audaz de Palas: pues la audacia se opone a la dulzura de la gracia, y por lo demás con gran frecuencia se la puede sospechar de afectación.
 Progresión de la sorpresa


Lo que caracteriza a las grandes bellezas es que la sorpresa resulta al principio mediocre, se sostiene, aumenta, y nos lleva luego a la admiración. Las obras de Rafael conmueven poco al primer vistazo: imita tan bien a la na-turaleza que al comienzo uno no se ve más sor-prendido que si estuviese viendo el objeto mismo, el cual no causaría ninguna sorpresa. Pero una expresión extraordinaria, un colorido más fuerte, una actitud extraña de un pintor menos bueno, nos atrapa en el primer golpe de vista, porque no tenemos la costumbre de verlos en otra parte. Se puede comparar a Ra-fael con Virgilio; y a los pintores de Venecia, con sus actitudes forzadas, con Luciano. Más natural, Virgilio conmueve menos al comien-zo, para luego conmover mucho más; Luciano conmueve mucho al principio, para conmover menos después .
La exacta proporción de la famosa iglesia de San Pedro hace que al principio no parezca tan grande como es; pues al principio no sabe-mos dónde apoyarnos para juzgar su grandeza. Si fuese menos ancha, nos veríamos impre-sionados por su largo; si fuese menos larga, lo seríamos por su ancho. Pero, a medida que se la examina, el ojo la ve agrandarse, y el asom-bro aumenta . Se la puede comparar con los Pirineos, donde el ojo, que al principio creería poder medirlos, descubre montañas detrás de las montañas, y se pierde siempre más.
A menudo ocurre que nuestra alma siente placer cuando tiene un sentimiento que ella misma no puede desentrañar, y que ve una cosa absolutamente diferente de lo que suele ser; lo cual le da un sentimiento de sorpresa del que no puede salir. He aquí un ejemplo: la cúpula de San Pedro es inmensa; es sabido que Miguel Ángel, al ver el Panteón, que era el templo más grande de Roma, dijo que quería hacer uno semejante, pero que quería ponerlo en el aire. De modo que sobre ese modelo hizo la cúpula de San Pedro: aunque hizo los pilares tan macizos que esta cúpula, que es como una montaña que uno tiene encima de su cabeza, le parece ligera al ojo que la examina . El alma vacila por tanto entre lo que ve y lo que sabe, y no deja de sorprenderse de ver una masa al mismo tiempo tan enorme y tan ligera.
 De las bellezas que resultan de una cierta perplejidad del alma


A menudo la sorpresa le viene al alma del hecho de que no puede conciliar aquello que ve con aquello que ha visto. Hay un gran lago en Italia que se llama lago Maggiore; es un pequeño mar cuyas orillas no exhiben nada que no sea salvaje. Unas quince millas lago adentro, hay dos islas, de un cuarto de milla de contorno, que se llaman las Borromeas, y que son, en mi opinión, el sitio más encantador del mundo. El alma se asombra de ese con-traste novelesco, de recordar con placer las maravillas de los romanos, allí donde, des-pués de haber pasado por peñascos y áridas regiones, uno se encuentra en un lugar hecho para las hadas .
Todos los contrastes nos causan impre-sión, porque dos cosas en oposición se realzan una a otra: así, cuando un hombre pequeño se encuentra junto a un hombre robusto, el pe-queño hace parecer al otro más grande, y el robusto hace parecer al otro más pequeño.
Sorpresas de esta clase son las causantes del placer que se encuentra en todas las belle-zas de oposición, en todas las antítesis y fi-guras parecidas. Cuando Floro dice: "Soro y Álgido, iquién lo diría!, nos han sido formida-bles; Sátrico y Cornículo eran provincias; nos ruborizamos de los borilianos y de los veru-lianos; pero hemos triunfado sobre ellos; por último, Tibur, nuestro suburbio, Prenesto, donde están nuestras casas de recreo, eran el objeto de los votos que íbamos a hacer al Ca-pitolio"; este autor, yo digo, nos muestra al mismo tiempo la grandeza de Roma y la pe-queñez de sus comienzos, y el asombro reside en ambas cosas.
Se puede observar aquí cuán grande es la diferencia entre la antítesis de ideas y la antíte-sis de expresión. La antítesis de expresión no está escondida, la de ideas lo está: una tiene siempre el mismo ropaje, la otra lo cambia como se quiera; una es variada, la otra no.
El mismo Floro, al hablar de los samnitas, dice que sus ciudades fueron destruidas a tal punto que es difícil encontrar ahora el objeto de veinticuatro triunfos ; ut non facile appareat materia quatuor et viginti triumphorum. Y, mediante las mismas palabras que señalan la destrucción de ese pueblo, hace ver la grandeza de su co-raje y de su tenacidad.
Cuando queremos evitar reírnos, nuestra risa se redobla, a causa del contraste que existe entre la situación en la que estamos y aquélla en la que deberíamos estar. Del mismo modo, cuando vemos en un rostro un gran defecto, como, por ejemplo, una nariz muy grande, nos reímos debido a que vemos que ese contraste con los otros rasgos del rostro no debería tener lugar. Así, los contrastes son motivo de los de-fectos, tanto como de las bellezas. Cuando vemos que carecen de razón, que realzan o ilu-minan otro defecto, son los grandes instru-mentos de la fealdad, la cual, en tanto que nos golpea repentinamente, puede excitar una cierta alegría en nuestra alma y hacernos reír. Si nuestra alma la considera como una desdi-cha en la persona que la posee, puede excitar la piedad: si la considera con la idea de algo que nos puede perjudicar, y con una idea de comparación con aquello que tiene costumbre de conmovernos y de excitar nuestros deseos, la contempla con un sentimiento de aversión.
Del mismo modo en nuestros pensamien-tos, cuando éstos contienen una oposición que está contra el buen sentido, y cuando dicha opo-sición es común y fácil de encontrar, esos pen-samientos no agradan y son un defecto, porque no provocan ninguna sorpresa; y, si por el con-trario, son demasiado rebuscados, tampoco agradan. Es preciso que, en una obra, se los sienta porque están allí, y no porque se los ha querido mostrar; pues en ese caso la sorpresa no resulta sino de la estupidez del autor .
Una de las cosas que más nos gustan es el arte ingenuo, pero es también el estilo más di-fícil de captar: la razón de esto es que está precisamente entre lo noble y lo bajo; y está tan cerca de lo bajo que resulta muy difícil bordearlo sin caer allí.
Los músicos han reconocido que la música que se canta con mayor facilidad es la más difí-cil de componer: prueba segura de que nuestros placeres y el arte que nos los proporciona, se encuentran entre límites determinados.
Al ver tan pomposos los versos de Cor-neille, y los de Racine tan naturales, no se adi-vinaría que Corneille trabajaba con mucha fa-cilidad, y que Racine lo hacía con dificultad.
Lo bajo es lo sublime del pueblo, que gusta de ver una cosa que ha sido hecha para él y que se encuentra a su alcance.
Las ideas que se presentan a las personas que han sido bien educadas y que poseen un gran espíritu son o bien ingenuas, o bien no-bles, o bien sublimes.
Cuando una cosa nos es mostrada con cir-cunstancias o accesorios que la engrandecen, aquélla nos parece noble: esto se siente sobre todo en las comparaciones, en las que el espí-ritu debe ganar siempre, y jamás perder; pues siempre deben añadir algo, hacer ver más grande la cosa o, si no se trata de grandeza, hacerla ver más fina y más delicada. Pero es preciso guardarse de mostrar al alma un símil en lo bajo: pues ella se lo habría ocultado, en caso de haberlo descubierto.
Como se trata de mostrar cosas delicadas, el alma prefiere ver que se compara una ma-nera a otra manera, una acción a otra acción, y no una cosa a otra cosa: como un héroe a un león, una mujer a un astro y un hombre veloz a un ciervo .
Miguel Ángel es maestro en otorgar no-bleza a todos sus temas. En su famoso Baco , no hace en absoluto como los pintores flamen-cos, que nos muestran una figura que cae, y que está, por decirlo así, en el aire. Ello sería indigno de la majestad de un dios. Él lo mues-tra firme sobre sus piernas; pero lo dota tan perfectamente de la alegría de la ebriedad y del placer de ver correr el licor en su copa que no hay nada que resulte tan admirable.
En la Pasió , que se encuentra en la gale-ría de Florencia, ha pintado una Virgen de pie que observa a su hijo crucificado, sin dolor, sin piedad, sin arrepentimiento, sin lágrimas. La supone instruida en ese gran misterio, y de tal modo le hace soportar con grandeza el espec-táculo de aquella muerte.
No hay ninguna obra de Miguel Ángel en la que el artista no haya puesto algo noble. Hay algo grande incluso en sus bocetos, como en esos versos que Virgilio dejó sin terminar.
Jules Romain, en su cámara de los gigantes en Mantua, donde ha representado a Júpiter que los fulmina , hace ver a todos los dioses espantados; pero Juno está junto a Júpiter, y ella le señala, con aire seguro, a un gigante sobre el cual es preciso lanzar el rayo. A través de ello le otorga un aire de grandeza de la que los otros dioses carecen: cuanto más cerca están de Júpi-ter, más seguros se los ve; y es de lo más natu-ral, pues en una batalla el pavor cesa allí donde se encuentra aquel que tiene la ventaja ...
 De las reglas


Todas las obras del arte tienen reglas generales, que constituyen guías que no hay que perder de vista nunca. Pero así como las leyes son siempre justas en su ser general pero injustas casi siem-pre en su aplicación, del mismo modo las reglas, siempre verdaderas en la teoría, pueden tor-narse falsas en la hipótesis. Los pintores y los escultores han establecido las proporciones que es preciso dar al cuerpo humano, y han tomado como medida común la longitud del rostro; pero es preciso que violen a cada instante las proporciones debido a las diferentes actitudes en las que tienen que poner a los cuerpos: por ejemplo, un brazo extendido es mucho más largo que aquel que no lo está. Nunca nadie ha conocido más el arte que Miguel Ángel; nadie ha jugado más con esto. Hay pocas de sus obras de arquitectura en las que las proporciones estén guardadas de manera exacta; más bien, con un conocimiento exacto de todo aquello que puede causar placer, parecería que ha te-nido un arte aparte para cada obra.
Aunque cada efecto depende de una causa general, intervienen en él tantas otras causas particulares que cada efecto tiene, en cierto modo, una causa aparte: así el arte proporciona las reglas, y el gusto las excepciones. El gusto nos descubre en qué ocasiones el arte debe someter, y en qué ocasiones someterse.
 Placer fundado en la razón


A menudo he dicho que lo que nos da placer debe estar fundado en la razón; y aquello que en ciertos aspectos no lo está, pero que consi-gue agradarnos por medio de otros aspectos, debe apartarse de ella lo menos posible.
Y no sé cómo llega a suceder que la ton-tería del artífice, muy marcada, hace que uno ya no pueda adaptarse a su obra de arte; pues en las obras de gusto es preciso, para que agra-den, tener una cierta confianza en el artífice, confianza que uno pierde desde el comienzo cuando ve, como primera cosa, que éste peca contra el buen sentido.
Así, cuando estuve en Pisa , no tuve nin-gún placer cuando vi el río Arno pintado en el
cielo con su urna que mueve las aguas. No tuve ningún placer en Génova  al ver a los santos en el cielo, que sufrían atrozmente. Esas cosas son tan groseras que uno ya no las puede mirar.
Cuando en el segundo acto de Tiiestes  de Séneca uno oye a los viejos de Argos que, como ciudadanos de Roma en los tiempos de Séneca, hablan de los partos y de los quirites, y distinguen a los senadores de los plebeyos, desprecian los trigos de Libia, a los sármatas que cierran el mar Caspio y a los reyes que han subyugado a los dacios, semejante igno-rancia en un asunto serio hace reír. Es como si, en el teatro de Londres, se introdujese a Mario diciendo que, con tal de tener el favor de la cá-mara baja, no teme en absoluto la enemistad de la cámara alta, o que aprecia más la virtud que todo aquello que las familias de Roma hacen traer de Potosí.
Cuando una cosa está, en alguna medida, reñida con la razón y, al agradarnos por otros aspectos, el uso o el interés mismo de nuestros placeres hacen que sea considerada como razonable, tal como ocurre con nuestras óperas, hay que procurar que dicha cosa se aparte de la razón lo menos posible. En Italia yo no podía soportar ver a Catón y a César cantar arietas en el teatro; los italianos, que han to-mado de la historia los temas de su ópera, han mostrado menos gusto que nosotros, que los hemos tomado de la fábula o de los romanos. A fuerza de lo maravilloso, el inconveniente del canto disminuye, porque lo que es tan ex-traordinario parece poder expresarse mejor por medio de una manera menos alejada de lo natural; por otra parte, parece que es algo es-tablecido que el canto puede procurarse en los encantamientos y en el comercio de los dioses una fuerza que las palabras no tienen; allí re-sulta, pues, más razonable, y hemos hecho bien en emplearlo.
 De la consideración de la mejor situación


En la mayor parte de los juegos alegres, la fuente más común de nuestros placeres provie-ne de que, a través de ciertos pequeños acci-dentes, vemos a alguien en un aprieto en el que nosotros no estamos, como en los casos en que alguien se cae, o no puede escapar, o no puede seguir;... del mismo modo, en las co-medias, sentimos placer en ver a un hombre en un error en el que nosotros no estamos.
Así como cuando vemos a alguien caerse nos persuadimos de que tiene más miedo del que debería tener y eso nos divierte , del mismo modo, en las comedias, sentimos placer de ver a un hombre más atribulado de lo que debería estar. Así como nos divierte cuando un
hombre solemne hace algo ridículo, o se en-cuentra en una posición que sentimos que no está de acuerdo con su gravedad , del mismo modo, en nuestras comedias, cuando un viejo es engañado, sentimos placer al ver que su prudencia y su experiencia son burladas por su amor y su avaricia .
[Cuando algún atolondrado se cae, nos di-vierte porque está en una situación en la que puede persuadirse de su atolondramiento; así, en nuestras comedias, cuando un joven hace lo-curas, nos regocija porque juzgamos que siente que no puede sino imputarlas a sí mismo. ]
Cuando un niño se cae, en lugar de reírnos sentimos piedad, porque no es exactamente culpa suya, sino de su debilidad; lo mismo cuando un joven, cegado por su pasión, ha co-metido la locura de desposar a una persona a la que ama, y su padre lo castiga por ello, nosotros nos disgustamos de verlo castigado y tornarse infeliz por haber seguido una inclina-ción natural, y haberse plegado a la debilidad de la condición humana.
En fin, así como, cuando una mujer se cae, todas las circunstancias que pueden aumentar su turbación aumentan nuestro placer, del mismo modo, en las comedias, nos divertimos con todo aquello que puede aumentar la tur-bación de ciertos personajes.
Y todos los placeres están fundados, o en nuestra malignidad natural, o en la aversión que por algunos personajes nos instiga el inte-rés que nos tomamos por otros. Y el gran arte de la comedia consiste entonces en administrar bien este afecto y esta aversión, de manera tal que no nos desmintamos de un extremo de la obra al otro, y que no sintamos ninguna re-pugnancia o arrepentimiento por haber amado u odiado. Pues uno no puede soportar que un carácter odioso se torne agradable, excepto cuando en el carácter mismo existe una razón para ello, y cuando se trata de alguna gran ac-ción que nos sorprende y que puede servir al desenlace de la obra.
 Placer causado por los juegos, caídas, contrastes

Así como en el juego del piquet  tenemos el placer de desentrañar lo que no conocemos a través de lo que conocemos, y así como la be-lleza de tal juego consiste en que parece mos-trarnos todo a pesar de ocultarnos mucho, lo cual pica nuestra curiosidad; así, en las obras de teatro, nuestra alma se ve picada de curio-sidad, porque se le muestran ciertas cosas y se le ocultan otras; ella cae en la sorpresa, porque creía que las cosas que se le ocultan ocurrirían de una cierta manera, y ocurren de otra, y por-que hizo, por decirlo así, falsas predicciones a partir de lo que vio.
Así como la belleza del juego del hom-bre  consiste en un cierto suspenso mezclado
con curiosidad por los tres diferentes aconteci-mientos que pueden ocurrir -ganar la partida, voltear o perder codillo , lo cual hace que uno esté siempre en suspenso y a menudo obligado a cambiar-; así, en nuestras obras de teatro, es-tamos de tal manera en suspenso  y en la in-certidumbre, que no sabemos lo que va a ocu-rrir; y tal es el efecto de nuestra imaginación, que cuando hemos visto la obra mil veces, si es bella, nuestro suspenso y -si he de atrever-me a decirlo- nuestra ignorancia persisten aún; pues entonces nos vemos conmovidos de ma-nera tan intensa por lo que oímos efectivamen-te que ya no sentimos más que lo que se nos dice, y lo que nos parece que debería seguirse de lo que se nos dice; y aquello que por otro lado conocemos solamente de memorian o nos hace ninguna impresión.


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