Tuesday, January 29, 2013

H. P. LOVECRAFT :EL LIBRO NEGRO DE ALSOPHOCUS

Howard Phillips Lovecraft, uno de los creadores narrativos del género de terror y fantasía más trascendente del siglo XX, nació el 20 de agosto de 1890 en Providence, Rhode Island, hijo de Winfield Scott Lovecraft y Sarah Susan (Phillips) Lovecraft. 
A los ocho años, el joven Howard sufrió la pérdida de su padre, quedando bajo la tutela de su madre, sus abuelos maternos y sus tías, siendo mimado y sobreprotegido, convirtiéndose en un muchacho enfermizo y solitario. La niñez de Lovecraft fue solitaria y retraída, debido a sus frecuentes períodos de enfermedad, y la sobreprotección de su madre. En el colegio, no congeniaba con los demás niños y sus juegos bruscos, en cambio, pasaba largas horas en la biblioteca de su abuela materna leyendo especialmente tratados sobre astronomía, ciencia que fue su pasión por el resto de su vida. 
Durante sus primeros años de adolescencia, ya había publicado una revista mimeografiada llamada The Rhode Island Journal of Astronomy , posteriormente, publicó en el Tribune de Providence un artículo mensual sobre fenómenos astrológicos de la época. El solitario mundo de Lovecraft se nutría en la lectura de variados temas: la astronomía, la historia de Grecia y Roma, Las mil y una noches, la Inglaterra del siglo XVIII y las novelas góticas. A los 15 años, ya había escrito su primer cuento: `La bestia en la cueva`. 
El afiliarse a la United Amateur Press Association, le permitió publicar sus obras, comenzando con `El alquimista`, en 1917, escribió `Dagón`, el primero aparecido en Weird Tales (1923). 
En 1921, tras fallecer su madre y menguar la fortuna familiar, Lovecraft se dedica a escribir artículos firmados por otros, revisor de obras y crítico, todo esto por una mínima paga. 
En 1924, Lovecraft contrae matrimonio con Mrs. Sonia Greene, diez años mayor que él, pero esta unión duraría poco, al cabo de dos años, la pareja se separa. 
Al ir publicando su obra, Lovecraft se ganó rápidamente un público entusiasta entre los lectores de Weird Tales, además del reconocimiento de la crítica especializada. 

Las tendencias literarias de Lovecraft 

Su narrativa se puede dividir en dos corrientes principales: los relatos fantásticos de tendencia dunsaniana, o los cuentos de misterio y terror cósmico, influenciado por autores como Edgar Allan Poe, y especialmente por Arthur Manchen y Algernoon Blackwood. La segunda corriente, los relatos de misterio y terror, se subdividen a la vez en `Cuentos de Nueva Inglaterra` y los `Mitos de Cthulhu`. Entre los primeros, se cuentan `El extraño`, `El modelo de Pickman`, `Herbert West, reanimador`, `Él`, `En la cripta`, etc. En los de corte dunsaniano, tenemos `Dagón`, `Los gatos de Ulthar`, `La extraña casa en la niebla`, y el fabuloso ciclo de Randolph Carter: `La declaración de Randolph Carter`, `La llave de plata`, `A través de las puertas de la llave de plata`, `La búsqueda de la ciudad del sol poniente`, entre los más destacados. 

Lovecraft y su legado 

A pesar de su prolífica obra, durante muchos años Lovecraft sólo fue conocido entre los lectores de Weird Tales, entre sus amigos y colegas y entre los críticos especializados, debido principalmente a la naturaleza de revista `pulp`, de tiraje limitado en que fueron publicados sus escritos. Fue sólo mucho después del fallecimiento de Lovecraft que August Derleth, amigo y colaborador póstumo, funda la editorial Arkham House, la que publica y difunde sus obras, dándose a conocer a través del mundo, concertando, hasta nuestros días, la devoción y admiración de varias generaciones de lectores y escritores que gustan de lo fantástico y macabro. 
Howard Phillips Lovecraft falleció en las primeras horas del 15 de marzo de 1937, víctima de cáncer intestinal, complicado con nefritis crónica.

Fuente: NN.


EL LIBRO NEGRO DE ALSOPHOCUS
H. P. LOVECRAFT & MARTIN S. WARNES
El Libro Negro De
Alsophocus
(H.P. Lovecraft & Martín S. Warnes)
Mis recuerdos son muy confusos, Apenas si sé cuando
empezó todo; es como si, en determinados momentos,
contemplase visiones de los años transcurridos a mi
alrededor, mientras que, otras veces, parece que el presente
se difumina en un punto aislado dentro de una palidez
informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo
expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación
de que necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas
pruebas extrañas y, posiblemente, terribles. Mi propia
identidad parece escabullirse. Es como si hubiese sufrido un
fuerte golpe; producido, quizá, por el advenimiento de algún
proceso monstruoso que tuvo lugar en los hechos que me
acontecieron.
Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro
carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si
estaba iluminado, escondido al lado del río cubierto de
brumas por donde fluyen unas aguas negras y aceitosas. El
edificio era muy viejo, las enormes estanterías atesoraban
cientos de libros decrépitos que se acumulaban sin fin en
habitaciones y corredores sin ventanas. Había, además, masas
informes de volúmenes amontonados descuidadamente por el
suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el
tomo. Al principio no sabía cómo se titulaba ya que le
faltaban las primeras páginas; pero lo abrí por el final y ví
algo que enseguida llamó mi atención.
Se trataba de una especie de fórmula -una pequeña lista de
cosas que hacer y decir - que sonaban como algo oscuro y
prohibido; pero seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en
los que se mezclaban la fascinación y la repulsión, ocultos en
las amarillentas páginas, antiguas y extrañas, poseedoras de
los secretos del universo que yo ansiaba conocer. Era una
¡ave -una guía - a ciertas puertas y entradas que los magos y,¡
habían soñado y musitado cuando el hombre era joven, y que
conducían a lugares más allá de las tres dimensiones
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conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias. Durante
años los hombres no habían sabido reconocer su esencia
vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente
antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de
algún monje loco que había comunicado a aquellas palabras
latinas ciertos conocimientos prohibidos de horripilante
antigüedad.
Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un
curioso gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a
aceptar dinero por el libro, pero hasta mucho después no
descubrí el porqué. Mientras me escurría por los estrechos
callejones portuarios, laberintos cubiertos de bruma, tenía la
vaga sensación de ser seguido por unos pies invisibles que se
arrastraban tras de mí. Las casas decrépitas y antiguas que se
erguían a mi alrededor parecían animadas de una vida
malsana, como si una ráfaga de maligno entendimiento las
hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas paredes
y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo -con
redondas ventanas que parecían espiarme-, tratasen de
cerrarme el paso y aplastarme... aunque sólo había leído una
pequeña porción de los oscuros secretos que contenía el libro,
antes de cerrarlo y salir con él bajo el brazo.
Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en
la habitación del ático que me servía de refugio en mis
extraños descubrimientos. La enorme casona permanecía
caldeada, pues había salido pasada la medianoche. Creo que
vivía con algún familiar -aunque los detalles son inciertos- y
sé que tenía muchos sirvientes. No sé exactamente qué año
era; desde entonces he conocido muchas edades y
dimensiones, y mi noción del tiempo ha terminado por
desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas - recuerdo
el incesante gotear de la cera derretida-, y mientras me
llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando
en cuando. Prestaba una atención especial al sonido de
aquellas campanas, como si temiera escuchar algo muy
lejano, un son extraño y especial.
Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la
ventana abuhardillada que se abría sobre un laberinto de
tejadillos. Sucedió nada más acabar de pronunciar en voz alta
el noveno verso de un conjuro primordial, y supe,
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aterrorizado, cuál era su significado. Pues aquel que atraviesa
el umbral siempre lleva una sombra consigo, y ya nunca
vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era
realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche
atravesé la puerta que conduce a un abismo de tiempo y
dimensiones cruzadas, y cuando el amanecer me sorprendió
en el ático descubrí en las paredes v anaqueles de la
habitación aquello que nunca antes había visto.
Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes.
Mezclado con el presente, siempre había un poco del pasado
y un poco del futuro, y todos los objetos que alguna vez me
parecieron familiares me resultaban ahora extraños bajo la
nueva perspectiva que tenían mis enfebrecidos ojos. Desde
aquel momento me ví envuelto en un fantástico sueño
poblado de formas desconocidas y medio recordadas, y cada
vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer
los objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había
pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie
puede saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más
tiempo solo, y la locura rondaba mi alrededor. Los perros me
re huían, pues captaban la sombra que me acompañaba. Pero
seguí leyendo, adentrándome en libros ocultos y prohibidos,
en manuscritos y fórmulas que ahora ansiaba conocer, y
atravesaba puertas espaciales y existencias y regiones que
s(abren más allá del universo conocido.
Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos
concéntricos de fuego en el suelo, y canté, erguido en el
círculo central, aquella monstruosa letanía que invocaba al
mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron mientras
era arrastrado por un tenebroso viento a través de abismos
fantasmagóricos y grises, en los que relucían, a infinidad de
metros por debajo de mí, los picos crueles de desconocidas
montañas Después hubo un momento de total oscuridad y
luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas
constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la
lejanía, debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de
una ciudad cuya mampostería es totalmente ajena a la tierra.
Según me iba acercando a la ciudad, distinguí un enorme
edificio hecho a base de piedras en mitad de un paraje
desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de mí,
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atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después
de un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi
buhardilla, tirado en el suelo sobre los cinco círculos
concéntricos de fuego. El vagabundeo de aquella noche no
había sido más fantástico que los de muchas, otras; pero
había sentido más terror debido a la certeza de saber que me
había acercado más a aquellos abismos y mundos exteriores.
Desde entonces fui más cauteloso con mis conjuros, pues no
quería perderme, separarme de mi cuerpo, del mundo, y
vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría
volver.
De cualquier forma, y en la situación en la que me
encontraba, mi capacidad para reconocer los objetos y
escenas normales iba desapareciendo poco a poco según
adquiría nuevos conocimientos, haciendo que mi visión de la
realidad se tomase inesacta, geométrico y distorsionada. Mi
sentido del oído también se vio afectado. El tañido de las
distantes campanas me parecía más ominoso,
terroríficamente etéreo, como si el son me Regase a través de
extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas
atormentadas gritan eternamente su pena y dolor. Según
pasaban los días me iba alejando más y más de lo que me
rodeaba, los eones se separaban de los cánones terrestres,
ocultándose entre lo innominable. El tiempo se convirtió en
algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y gentes
que había conocido antes de adquirir el libro se
desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos
mis desesperados intentos de recuperar.
Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces
inhumanas, sibilinas, que parecían provenir de las regiones
más exteriores del tenebroso espacio, donde seres amorfos se
inclinan y bailan ante un ídolo fétido y monstruoso creado
por el devenir infinito de los siglos. Con el advenimiento de
estas voces comencé a tener unos sueños de espantosa
intensidad, pesadillas mortales en las que soles negros y
verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades
malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo
escapar de sus condicionantes terrestres. Pero todos estos
sueños y pesadillas no eran nada comparados con el
terrorífico coloso que más tarde emergió de mi consciencia;
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incluso ahora me es imposible recordar aquel horror en toda
su magnitud, pero cuando pienso en ello siento una sensación
de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo tentáculos
que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de
inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del
coloso danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces
entonaban un canto salvaje y cacofónico:
«Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya. »
Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la
sombra del más allá.
Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y
seguía atravesando las oscuras puertas que conducen a des
conocidas dimensiones, donde unos seres tenebrosos me
instruían en artes tan infernales que incluso la más prosaicas
de las mentes sería incapaz de soportar.
Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la no
che estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas
páginas cuando descubrí un párrafo que arrojó cierta luz
sobre el origen del misterioso volumen:
"Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y
del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de
ébano espera su segundo advenimiento y, en compañía
de sus siervos Y acólitos, celebra impíos festines en lo
más profundo de la noche.
Que nadie se interponga con conjuros y encantamiento,,,
que le conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio.
Que cuide el ignorante, lo dice el Libro Negro, pues
terrible es en verdad la ira de Nyarlathotep."
Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en
secretos manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace
siglos por el gran hechicero Alsophocus, que vivía en las
tierras de Erongil antes de que los antiguos hombres dieran
sus primeros pasos inseguros sobre la tierra.
El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba
ante el blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento
comence a devorar verazmente todas las enseñanzas que
contenía e1 volumen; aprendí fórmulas para ocultar, invocar
y crear seres, y me sentía poderoso por el dominio de tales
fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas, los demonios de
las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero aún
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había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del
espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el
horror último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más
viejas que las estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de
Ludvig Prinn, y en Cultes des Goules, de Comte d’Erlette, en
busca de más antiguos secretos, pero todos aquellos misterios
primigenios eran nada comparados con las enseñanzas que
contenía esotérico Libro Negro. Este volumen mostraba
ciertos encantamientos de tan terrible poder que incluso el
mismísimo Alhazred habría temblado ante su sola
contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros secretos
del Trapezoedro resplandeciente - aquella ventana abierta al
espacio y al tiempo- y la invocación de Cthulhu desde su
palacio oceánico la acuática ciudad de R’Iyeh; todos aquellos
secretos estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco,
que fuera lo suficientemente temerario para utilizarlos.
Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o
se contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún
secreto que yo no conociese. Mis ataduras con los
acontecimientos mundanos se quebraron a causa de mis
estudios secretos, y mi poder se hizo tan grande que llegué a
intentar imposible, el paso de la última y terrorífica puerta, el
umbral que se abre a los oscuros secretos del más allá, donde
los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su próximo
retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los
Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo -una
diminuta mota de polvo en mitad de un vasto cosmos de
tiempo- podría atravesar los negros abismos del espacio que
se extienden más allá de las estrellas, donde reina la anarquía
y el caos, volver con la mente intacta y libre de los horrores
de cientos de eones de antigüedad que allí moran.
De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos de fue sobre el
suelo y me situé en el centro, invocando a los pode
inimaginables con un hechizo tan inconcebiblemente terrible
que mis manos temblaban mientras hacía los misteriosos si
nos y símbolos. Las paredes se disolvieron y un poderoso
viento oscuro me arrastró a través de abismos sin fondo y
grises regiones de materia informe. Viajaba más rápido que
el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y
desconocidas regiones que bullían a inconmensurable
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distancia; las estrellas discurrían con tanta rapidez que
parecían regueros de luz entremezclándose en el espacio,
haces luminosos resaltando contra la oscuridad etérea más
negra que las fabulosas profundidades de Shung.
Trascurrió un minuto -o un siglo- y aún seguía volando
vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más;
agrupadas en montoncitos, parecían buscar compañía en toda
aquella desolación; todo lo demás permanecía igual. Me
sentía terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido
en el espacio y el tiempo, como si no avanzase, aunque la
velocidad debía ser increíble, y mi espíritu se revelaba ante la
soledad horrible, la quietud y el silencio de la nada; era como
un hombre sepultado en vida en un sepulcro inmenso y
oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último
grupo de estrellas, las últimas luces en un espacio milenario;
más allá no había nada excepto una oscuridad impenetrable,
el fin del universo. De nuevo volví a gritar horrorizado, mas
en vano; mi búsqueda interminable siguió a través de
corredores silenciosos y muertos.
Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada
cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y
entonces empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa;
había pasado a través de una ausencia de tiempo y materia;
había atravesado el Limbo. Ahora me encontraba más allá del
universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido;
había cruzado el último umbral, la última puerta que se abría
al olvido. Delante brillaban los dos soles de mis visiones,
entre los que fui conducido a lo que ahora parecía una
velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de colores
negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre:
Shamoth.
Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras
me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se
extendía debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca
y laberíntico ciudad de mis primeras pesadillas, y que
parecía deforme y desproporcionado bajo la luz antinatural.
Fui guiado sobre los tejados de la muerta ciudad,
contemplando los desvencijados muros y erosionados pilares
que resaltaban como cuchillos contra la oscura línea del
cielo. No se movía nada, pero tenía la sensación de que allí
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habitaba algo vivo, un ser corrompido y lleno de maldad que
conocía mi presencia.
Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos;
sentí frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos.
Descendí al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se
erguía un gigantesco edificio con una puerta enorme y
abovedada que bostezaba tenebrosa como las fauces de algún
terrible animal primigenio. De este edificio emanaba un aura
de palpable malevolencia; me quedé petrificado por la
sensación de terror y desesperación que me invadió, y,
mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso edificio,
recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el
palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los
secretos, aunque el precio de tales conocimientos es
verdaderamente horrible.»
Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del
taimado Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en
aquella estructura me asqueaba, caminé descuidadamente
atravesando la puerta, como si una mente que no era la mía
guiara mis piernas. Atravesé aquel enorme portalón
metiéndome en una oscuridad tan profunda como la que
había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la
impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que
iluminaba la superficie del planeta; y en aquella tétrica
luminosidad con. templé lo que nadie debería ver nunca.
Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares
de ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con
formas de pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con
cabeza de zorro, y Taveret, la Madre, horriblemente obesa.
Grotescos seres encorvados, espiando, y tenebrosas
existencias que me observaban con malignidad; entre todas
estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaban
contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas,
y mi estómago se revolvió de asco ante el contacto de la
carne putrefacto. El aire estaba Heno de gritos y aullidos
mientras las figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor,
deleitándose en un ritual blasfemo y depravado; y al final de
la enorme sala, perdido en la distancia, se ocultaba el horror
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último, el terrible coloso negro de mis visiones, el amo del
palacio, Nyarlathotep.
El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba
mis entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que
cerré los ojos para evitar aquella visión de infinita maldad.
Bajo aquella mirada mi ser se contrajo, desvaneciéndose,
como si estuviese siendo absorbida por una fuerza
irresistible. Perdí la poca identidad que me quedaba; mis
poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran nada
comparados con los del habitante de este oscuro mundo,
desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser
jamás recuperados.
Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de 'un
espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía
mi existencia, quitándome la vida poco a poco. La
desesperación hizo presa en mí, pero estaba indefenso, y era
incapaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me
apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba esfumando de mi
ser, algo insustancial, pero totalmente necesario para mi
futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado
lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con
miles de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban
ante mis ojos y luego se desvanecían como si nunca hubiesen
existido. Y entonces, lentamente, sentí cómo cambiaba,
disolviéndome en la no
existencia.
Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de
aquella hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de
piedra de aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi
avance, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la
superficie del planeta. No estaba vivo ni muerto, aunque la
muerte hubiese sido mucho mejor. La ciudad se
desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor
y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio
de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose
por toda la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que
ocultó la ciudad de mi vista, y cuando había cubierto toda la
región que podía contemplar, se contrajo de nuevo,
transformándose en el negro coloso de mis visiones.
Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba alejando
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de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de
tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.
Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí
fue tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba,
introduciéndome en las negras profundidades del espacio.
Colgando sin sentido, mientras nada se movía a mi alrededor,
o en las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el
último acto del drama que yo había desatado. De la superficie
del planeta surgió un rayo de luz o energía, que cruzó el
espacio, perdiéndose en su infinidad, dirigiéndose, estaba
seguro, al planeta que me había visto crecer. A partir de
entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo en
aquel universo más allá de las estrellas.
Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría
ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de
mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía
suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad,
sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una
paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era
perturbado por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que
pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto,
pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia.
Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth,
jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro,
pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso
llevaba consigo algo más.
En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo
se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de
carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y
mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la
pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de
triunfo.
Había atravesado las barreras creadas por los Dioses
Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una
vez más, libre para manejar la mente de los hombres y
esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la
oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de
poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.
Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un
hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser,
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también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba
ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.
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