Tuesday, January 8, 2013

Philip Kindred Dick . USA: el 16 de diciembre de 1928, en Chicago- 1982.


Philip Kindred Dick nació prematuramente, junto a su hermana gemela Jane, el 16 de diciembre de 1928, en Chicago. Jane murió trágicamente pocas semanas después. La influencia de la muerte de Jane fue una parte dominante de su vida y obra.
En 1930, los padres de Dick, Dorothy Grant y Joseph Edgar Dick, se mudaron a Berkeley. El divorcio, que se venía anunciando desde hacía tiempo, llegó en 1932. Dick se quedó con su madre y ambos se mudaron a Washington.
En 1940 regresaron a Berkeley. Fue durante este período cuando Dick comenzó a leer y escribir ciencia ficción. En su adolescencia, publicó regularmente historias cortas en el Club de Autores Jóvenes, una columna del Berkeley Gazette.
El muchacho leía toda la ciencia ficción que llegaba a sus manos y muy pronto empezó a ser influido por autores como Robert Heinlein y Alfred E. Van Vogt. Durante estos años su salud no fue buena, sufrió frecuentes ataques de asma y periodos de agorafobia.
El interés del joven Philip por la ciencia-ficción disminuyó cuando acabó sus estudios secundarios. A los 18 años, dejó a su madre y se fue a vivir solo. Entretanto, continuó en contacto con la comunidad intelectual de Berkeley mientras trabajaba como empleado en un local de venta de discos. Durante este periodo sus gustos literarios se hicieron más exquisitos.
Después de vender varios relatos a las más importantes revistas pulp de ciencia ficción de aquella época, Philip K. Dick tomó en 1951 la decisión de dedicarse al oficio de escritor a tiempo completo.
Su primer éxito fue la novela Lotería Solar, en 1955, iniciando así una muy prolífica carrera como escritor. En 1963 recibió el premio Hugo por la novela El Hombre en el Castillo y en 1975, el John Campbell Memorial por Fluyan mis Lágrimas dijo el Policía. Estos fueron los únicos premios que le otorgaron en vida.
En 1948, con solo veinte años, Dick contrajo el que fue el primero de un total de cinco matrimonios. Esta primera tentativa fue un rotundo fracaso y duró escasamente seis meses.
Su segundo matrimonio, con Kleo Apostolides, fue más afortunado. Sin embargo, a finales de los cincuenta, Dick empezó a relacionarse con su atractiva vecina Anne, una viuda todavía afectada por la reciente muerte de su marido, y al poco tiempo, Philip acabó con el que había sido hasta entonces un feliz matrimonio. En 1960 nació Laura Archer, la hija de Dick y Anne.
Sin embargo, Dick desarrolló una fuerte paranoia hacia su nueva esposa, convencido de que ella asesinó a su anterior esposo y que pronto lo haría con él. Los caracteres negativos y destructivos de los personajes femeninos que se pueden encontrar en las novelas de Dick están basados en Anne. Finalmente, en 1964, Dick y Anne se divorciaron.
Dos años más tarde Philip reincidió y contrajo matrimonio con Nancy Hackett, diez años menor que él, lo que no impidió que estuvieran profundamente enamorados. La hija de esta pareja, llamada Isa, nació en 1966. Pero su adicción a las drogas le produjo, entre otros problemas, el cuarto divorcio.
Establecido en California junto a sus amigos Tim Powers y K.W. Jeter, volvió a casarse, esta vez con la joven Tessa Busby con la que en 1973 tuvo a su hijo Cristopher.
A pesar de la paranoia y la animosidad hacia su tercera esposa, en la época de ese matrimonio, Dick inició una de sus más prolíficas y brillantes épocas como escritor. Obras como El Hombre en el Castillo, Tiempo de Marte y Los Tres Estigmas de Palmer Eldritch, fueron escritas durante aquel periodo. Retirado en una cabaña alquilada al sheriff local para alejarse de sus conflictos domésticos, Dick escribió la casi increíble cifra de once novelas entre 1963 y 1964.
Ya divorciado de Anne y establecido en San Francisco, en 1964, empezaron sus experimentos con drogas, como el LSD y las anfetaminas. Un excelente libro basado en el estilo de vida de los adictos es su novela Una Mirada a la Oscuridad.
Cuando Nancy, la cuarta esposa, lo dejó, llevándose a la hija de ambos con ella, empezó para Dick una de las peores épocas de su vida. Fuertemente adicto a las drogas y afectado por la paranoia, cayó en un periodo de sequía creativa que duró varios años. El siempre prolífico escritor no volvió a producir nada hasta 1973. Después de una tentativa de suicidio y una corta estancia en un centro de rehabilitación, Dick volvió a reencontrarse a sí mismo.
A mediados de los 70, Philip sufrió varias experiencias religiosas. Durante mucho tiempo se dedicó a elaborar explicaciones e interpretaciones de estas experiencias, actividad que dominó a partir de entonces toda su vida e influyó en sus novelas posteriores.
Siempre le había apasionado el tema de cómo los seres, de la especie que sean, perciben la realidad, cuestión que lleva a otra especulación más profunda: ¿Qué es la realidad?
El viejo problema filosófico puede resumirse de la siguiente manera: ¿La realidad es algo independiente y anterior al sujeto que la percibe o, por el contrario, está determinada por la forma en que dicho sujeto la percibe? ¿Cuan real es la realidad?. Dick exploró el problema en muchas de sus obras, desde un ángulo científico, filosófico y religioso.
Es un lugar común decir que Philip K. Dick era esquizofrénico, porque él lo reconoció en Una Mirada a la Oscuridad, en particular, y también en otras ocasiones. Ciertamente su literatura parece en ocasiones escrita por un paranoico y sus angustiosos entornos: Ubik y Fluyan mis Lágrimas semejan visiones esquizoides puras, pero probablemente tengan mas que ver con el uso de alucinógenos que con la enfermedad mental. También es cierto que algunos de sus amigos quedaban desconcertados por sus comentarios. El escritor John Brunner cuenta que en su último encuentro con Dick, durante un festival de ciencia ficción celebrado en Metz (Francia), se sorprendió cuando éste le dijo, muy seguro de sí, que se comunicaba con el apóstol Pablo y que había matado un gato con solo desear su muerte.
Dick se destacó tanto en los cuentos como en las novelas. Una de sus mayores virtudes es que produjo ciencia ficción seria y sobre todo accesible para el gran público. Fue un escritor consistente y brillante, y de los más originales del género. Curiosamente, es mucho más apreciado en Europa que en los propios Estados Unidos, habiendo países donde es el escritor de ciencia ficción por excelencia, en detrimento de otros ilustres como Asimov, Clarke o Bradbury. En cualquier caso Dick es un autor controvertido, siendo sorprendente para algunos críticos que, habiéndose especializado en la irracionalidad, en el seno de una literatura tan básicamente apartada de ella como es la ciencia ficción, haya tenido un reconocimiento tan profundo.
Murió en 1982, de un fallo cardiaco, a la edad de 53 años, dejando un libro inconcluso y seguramente muchas ideas sin desarrollar. No llegó a ver el estreno de Blade Runner, la primera adaptación de su obra al cine.
Desde su muerte, Dick ha sido objeto de culto por parte de muchísimas personas. En 1983 se constituyeron la Philip K. Dick Society y el premio Philip K. Dick Memorial, que se entrega a la mejor novela original publicada en edición de bolsillo. Dos años más tarde se le otorgó el premio Gigamesh, por su novela La Transmigracion de Timothy Archer.

Fuente N.N.

FRAGMENTO  E INTRODUCCIÓN  DEL TOMO I DE LOS CUENTOS COMPLETOS.

Philip K. Dick
Título original: Beyond lies the wub
Traducción: Eduardo G. Murillo
© 1987 by the estate of Philip K. Dick
© 1989 Ediciones Martínez Roca S.A.
Gran vía 774 - Barcelona
I.S.B.N.: 84-270-1339-6
Edición digital de los relatos: Daniel sierras de Córdoba.
Revisión y compaginación: Sadrac
R6 10/02
ÍNDICE
Prefacio del autor
Prólogo, por Steven Owen Godersky
Introducción, por Roger Zelazny
Estabilidad, Stability © 1947.
Roog, Roog © 1953.
La pequeña rebelión, The Little Movement © 1952.
Aqui yace el Wub, Beyond Lies the Wub © 1952.
El cañón, The Gun © 1952.
La calavera, The Skull © 1952.
Los defensores, The Defenders © 1953.
La nave humana, Mr. Spaceship © 1953.
Flautistas en el bosque, Piper in the Woods © 1953.
Los infinitos, The Infinities © 1953.
La máquina preservadora, The Preserving Machine © 1953.
Sacrificio, Expendable © 1953.
El hombre variable, The Variable Man © 1953.
La rana infatigable, The Indefatigable Frog © 1953.
La cripta de cristal, The Crystal Crypt © 1954.
La vida efímera y feliz del zapato marrón, The Short Happy Life of the Brown Oxford
© 1953.
El constructor, The Builder © 1953.
El factor letal, Medler © 1954.
La paga, Paycheck © 1953.
El gran C, The Great C © 1953.
En el jardín, Out in the Garden © 1953.
El rey de los elfos, The King of Elves © 1953.
Colonia, Colony © 1953.
La nave de Ganímedes, Prize Ship © 1954.
La niñera, Nanny © 1955.
Notas

PREFACIO DEL AUTOR
«En primer lugar, definiré lo que es la ciencia ficción diciendo lo que no es. No puede
ser definida como "un relato, novela o drama ambientado en el futuro", desde el momento
en que existe algo como la aventura espacial, que está ambientada en el futuro pero no
es ciencia ficción; se trata simplemente de aventuras, combates y guerras espaciales que
se desarrollan en un futuro de tecnología superavanzada. ¿Y por qué no es ciencia
ficción? Lo es en apariencia, y Doris Lessing, por ejemplo, así lo admite. Sin embargo, la
aventura espacial carece de la nueva idea diferenciadora que es el ingrediente esencial.
Por otra parte, también puede haber ciencia ficción ambientada en el presente: los relatos
o novelas de mundos alternos. De modo que si separamos la ciencia ficción del futuro y
de la tecnología altamente avanzada, ¿a qué podemos llamar ciencia ficción?
»Tenemos un mundo ficticio; éste es el primer paso. Una sociedad que no existe de
hecho, pero que se basa en nuestra sociedad real; es decir, ésta actúa como punto de
partida. La sociedad deriva de la nuestra en alguna forma, tal vez ortogonalmente, como
sucede en los relatos o novelas de mundos alternos. Es nuestro mundo desfigurado por el
esfuerzo mental del autor, nuestro mundo transformado en otro que no existe o que aún
no existe. Este mundo debe diferenciarse del real al menos en un aspecto que debe ser
suficiente para dar lugar a acontecimientos que no ocurren en nuestra sociedad o en
cualquier otra sociedad del presente o del pasado. Una idea coherente debe fluir en esta
desfiguración; quiero decir que la desfiguración ha de ser conceptual, no trivial o
extravagante... Esta es la esencia de la ciencia ficción, la desfiguración conceptual que,
desde el interior de la sociedad, origina una nueva sociedad imaginada en la mente del
autor, plasmada en letra impresa y capaz de actuar como un mazazo en la mente del
lector, lo que llamamos el shock del no reconocimiento. Él sabe que la lectura no se
refiere a su mundo real.
»Ahora tratemos de separar la fantasía de la ciencia ficción. Es imposible, y una rápida
reflexión nos lo demostrará. Fijémonos en los personajes dotados de poderes
paranormales; fijémonos en los mutantes que Ted Sturgeon plasma en su maravilloso
Más que humano. Si el lector cree que tales mutantes pueden existir, considerará la
novela de Sturgeon como ciencia ficción. Si, al contrario, opina que los mutantes, como
los brujos y los dragones, son criaturas imaginarias, leerá una novela de fantasía. La
fantasía trata de aquello que la opinión general considera imposible: la ciencia ficción trata
de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas circunstancias.
Esto es, en esencia, un juicio arriesgado, puesto que no es posible saber objetivamente lo
que es posible y lo que no lo es, creencias subjetivas por parte del autor y del lector.
»Ahora definiremos lo que es la buena ciencia ficción. La desfiguración conceptual (la
idea nueva, en otras palabras) debe ser auténticamente nueva, o una nueva variación
sobre otra anterior, y ha de estimular el intelecto del lector; tiene que invadir su mente y
abrirla a la posibilidad de algo que hasta entonces no había imaginado. "Buena ciencia
ficción" es un término apreciativo, no algo objetivo, aunque pienso objetivamente que
existe algo como la buena ciencia ficción.
»Creo que el doctor Willis McNelly, de la Universidad del estado de California, en
Fullerton, acertó plenamente cuando afirmó que el verdadero protagonista de un relato o
de una novela es una idea y no una persona. Si la ciencia ficción es buena, la idea es
nueva, es estimulante y, tal vez lo más importante, desencadena una reacción en cadena
de ideas-ramificaciones en la mente del lector, podríamos decir que libera la mente de
éste hasta el punto que empieza a crear, como la del autor. La ciencia ficción es creativa
e inspira creatividad, lo que no sucede, por lo común, en la narrativa general. Los que
leemos ciencia ficción (ahora hablo como lector, no como escritor) lo hacemos porque nos
gusta experimentar esta reacción en cadena de ideas que provoca en nuestras mentes
algo que leemos, algo que comporta una nueva idea; por tanto, la mejor ciencia ficción
tiende en último extremo a convertirse en una colaboración entre autor y lector en la que
ambos crean... y disfrutan haciéndolo: el placer es el esencial y definitivo ingrediente de la
ciencia ficción, el placer de descubrir la novedad.»
PHILIP K. DICK
(Fragmento de una carta)
14 de mayo de 1981

PRÓLOGO
Una frase hecha de uso corriente califica a Philip K. Dick como la mayor mente de la
ciencia ficción de todos los planetas. Bien, tanto eso como una trayectoria a Lagrange-5
son hiperbólicos. No reflejan la realidad. El mejor cuento aún está por escribirse.
Algunas cosas, sin embargo, hacen que nos sintamos algo más seguros sobre la
contribución de Phil Dick a este planeta, ahora que su reputación ya no necesita ningún
tipo de ayuda en particular. El alcance, la integridad y la magnificencia intelectual de la
obra de Phil han sido reconocidos en todo el mundo. Muchos le consideran el más «serio»
de los autores de la ciencia ficción moderna, y el interés por sus obras no ha dejado de
aumentar desde su prematura muerte en 1982. El creciente interés que le dedica la crítica
erudita ha reforzado todavía más su reputación. Si examinamos con calma su obra
descubriremos tres poderosos temas que impregnan casi todas sus novelas y relatos.
El primero y más evidente de los temas trenzados en la obra de Dick se refiere a la
división planteada entre la humanidad y todas las complejidades de sus creaciones, una
parte de las preocupaciones esenciales de todos los escritores consecuentes. Sin
embargo, Phil cambió la pregunta «¿Qué significa ser humano?», por la de «¿Cómo es no
ser humano?». Planteó el problema intelectualmente, según su estilo, pero luego
consiguió que sintiéramos sus respuestas. En la mejor y más alta tradición de Mary
Shelley descubrió que la empatía es la diferencia; para utilizar su propia palabra, caritas.
No necesito ser futurólogo para vaticinar que tanto su investigación como su
descubrimiento irán adquiriendo mayor importancia a medida que nos vayamos
adentrando en ese extraño camino que la ciencia llama progreso.
El segundo tema de Dick es de perspectiva, lo que yo definiría como el cuidado y
alimentación de dioses menores. A pesar de que el campo de sus ideas era amplísimo,
confiaba en «muy pocas cosas», como escribió en una ocasión. En una era literaria
dominada por superestrellas y superhéroes, Phil nos recuerda que nuestras aspiraciones
y capacidades no son tan diferentes y no menos importantes de las de los grandes y
poderosos.
Pensemos en el Tung Chien de La fe de nuestros padres y en el Ragel Gumm de Time
out of joint (Tiempo desarticulado); sus prosaicos y monótonos trabajos se revelan
esenciales para la fe de sus mundos. Recordemos al Herb Ellis de Un autor prominente:
un chico corriente reescribe el Viejo Testamento para cabrerizos que apenas miden tres
centímetros. Reflexionemos sobre el significado de los globos de chicle de Herb Sousa en
El combate sagrado; sobre la influencia moral de la piel de wub en Lejos de su guarida; y
sobre la batalla con el billar romano sensitivo de Partida de revancha. Muchas palabras
para describir lo breve, pocas para definir lo amplio. Desde el punto de vista ontológico de
Dick, tenderos y dependientes son tan atractivos como los señores de la guerra y los
mesías. La anciana señora Berthelsen de Mercado cautivo posee el secreto definitivo
sobre el tiempo y el espacio, y lo utiliza para vender verduras en un carretón.
No es fácil encontrar en las páginas de Dick naves espaciales de tres kilómetros de
largo brillando a la luz del sol. Lo normal es encontrar un robot averiado en el fondo de
una zanja. O, una posibilidad más aterradora, una mariposa atrapada en un pliegue
temporal. Observamos en los relatos de Phil Dick que todo, sea o no humano, está
conectado, que todos los personajes son importantes; lo que asusta a uno asusta a todos.
Como señala John Brunner, seguro que también asustaba al mismo Dick. El tercer tema
fundamental de Phil Dick es su fascinación por la guerra, así como el temor y el odio que
despertaba en él. La crítica apenas lo menciona, a pesar de que es tan consustancial a su
obra como el oxígeno al agua.
Tal vez Dick, que inició su carrera de escritor en Berkeley, California, absorbió la
sensibilidad de una ciudad que había contraído un firme compromiso liberal. Tal vez Joe
McCarthy y la guerra de Corea sensibilizaron la imaginación de un autor principiante.
Conocemos muy poco sobre sus años juveniles durante la segunda guerra mundial, pero
nos es posible identificar un temprano y consistente recelo hacia la mentalidad militar, el
temor causado por lo que había visto de la maquinaria bélica en ambos bandos. Sentía un
fuerte rechazo a aceptar las consignas del período en que los fines prevalecían sobre los
medios. La victoria a cualquier precio en pro de la Democracia, la Libertad y la Bandera
devienen aforismos carentes de sustancia cuando el precio de la victoria es la sumisión
totalitaria a una burocracia militar despiadada: Phil temía que éste fuera el futuro que nos
aguardara.
Desde los primeros relatos de Dick, Los defensores, El hombre variable, Ataque en la
superficie y Para servir al amo, hasta sus últimas producciones, como La fe de nuestros
padres y La puerta de salida conduce adentro, tanto los triunfadores como los perdedores
muestran de manera contundente la humanidad al rechazar la guerra y la agresión. En
opinión de Dick, la única contienda aceptable era contra el mal que reconocía como «las
fuerzas de la disolución». Phil Dick fue antimilitarista mucho antes de que se convirtiera
en una moda de los años sesenta. A lo largo de toda su carrera continuó valorando a la
humanidad y sus puntos débiles, no importa cuán pequeños y vulnerables fueran, por
encima del terror organizado del estado moderno, independientemente de las ventajas
que reportara.
Y eso es todo; un vistazo a una mente ecléctica y vigorosa. Esta indispensable
colección de los relatos de Philip Dick puede perturbar al lector. Le puede asustar, porque
algunos de los personajes de Phil viven muy cerca de su casa. Sin embargo, estos relatos
no le dejarán indiferente. Quizá un viento extraño se cuele por su puerta avanzada la
noche, y tal vez las sombras de los objetos familiares se estremezcan a la luz. ¿Algún
Palmer Eldritch se aproxima a nuestro planeta? Incluso si no es un precog, no diga que no
le advirtieron.
STEVEN OWEN GODERSKY

INTRODUCCIÓN
En un principio rechacé la invitación a escribir esta Introducción. No tenía nada que ver
con mi opinión hacia la obra de Phil Dick. Sentía que ya había dicho todo con respecto al
tema. Entonces me indicaron que lo había hecho en lugares muy diferentes. Aun en el
caso de no añadir nada nuevo, volver a repetir similares argumentos aquí ayudaría a los
lectores que no los hubieran conocido antes.
Así que le di vueltas al asunto. Repasé también algunas de las cosas que había escrito
anteriormente. Me pregunté qué valdría la pena repetir o añadir. Había coincidido con
Dick en muy pocas ocasiones, en California y en Francia; fue pura casualidad que
colaboráramos en un libro. Durante esta colaboración intercambiamos cartas y hablamos
varias veces por teléfono. Me cayó bien y me impresionó mucho su trabajo. Dejaba
deslizar a menudo su sentido del humor en nuestras conversaciones telefónicas.
Recuerdo que una vez se refirió a unos derechos de autor que había recibido. Dijo: «He
obtenido tantos cientos en Francia, tantos cientos en Alemania, tantos cientos en
España... ¡Caray! ¡Esto ya parece el listado de arias de Don Giovanni...!». Su agudeza
verbal era más punzante que las ironías cósmicas manejadas en su narrativa.
Ya he hablado antes de su sentido del humor. También he hecho hincapié en sus
constantes juegos con la realidad convencional. Incluso me he permitido la libertad de
generalizar acerca de sus personajes. Pero ¿para qué parafrasear cuando al cabo de
estos años he encontrado una razón legítima para citar uno de mis textos?
«Estos personajes son a menudo hombres y mujeres víctimas, prisioneros,
manipulados. Es dudoso que su mundo haya perdido una pizca de maldad cuando lo
abandonen, pero la respuesta es impredecible: ellos no ceden en su esfuerzo. Se hallan,
por lo general, dispuestos a batear en la última mitad de la novena entrada con el partido
empatado, a punto de ser suspendido por la lluvia, con dos hombres expulsados, a falta
de dos lanzamientos de pelota y tres carreras. Pero ¿qué significa la lluvia? ¿Y el
estadio?
»Los mundos en los que se mueven los personajes de Phil Dick están sujetos a
cancelaciones o revisiones imprevistas. La realidad es tan dudosa como las promesas de
un político. El resultado no varía, independientemente de que el responsable del trastorno
de las situaciones sea una droga, un repliegue temporal, una máquina o un ser
extraterrestre: la Realidad, con mayúscula, deviene tan relativa como la sequedad de
nuestros respectivos martinis. A pesar de todo, la lucha continúa, el combate prosigue.
¿Contra qué? En último extremo contra los Poderes, las Autoridades, las Jerarquías y las
Tiranías que, casi siempre, se hospedan en los cuerpos de hombres y mujeres que son
víctimas, prisioneros, seres manipulados.
»Todo esto suena a frivolidad tétricamente seria. Se equivocan. Supriman
"tétricamente", añadan una coma y lo siguiente: pero una de las características de la
maestría de Phil Dick reside en el tono de su estilo. Posee un sentido del humor para el
que no encuentro adjetivos adecuados. Irónico, grotesco, bufonesco, satírico. Ninguno da
en el clavo, aunque todos pueden encontrarse sin necesidad de buscar demasiado. Sus
personajes resbalan ridículamente en los momentos más dramáticos; una patética ironía
invade las escenas más cómicas. No cabe duda de que se trata de una cualidad singular
y estimable para dirigir un espectáculo de tales características.»
Lo dije en Philip K. Dick: pastor eléctrico, y todavía lo asumo.
Me complace ver que Phil está consiguiendo por fin la atención que merecía, tanto a
nivel de la crítica como del público. Lo único que lamento es que haya llegado tan tarde.
Solía quejarse a menudo, pasada ya la edad de esforzarse por alcanzar una meta pero
aún luchando por conseguirla. Me sentí aliviado cuando al fin, un año antes de morir,
logró la seguridad económica y una cierta riqueza. La última vez que le vi parecía muy
feliz y sereno. Fue cuando estaban filmando Blade Runner; cenamos y pasamos una
larga velada hablando, bromeando y recordando anécdotas del pasado.
Se ha escrito mucho sobre el misticismo de su última etapa. No puedo opinar con
conocimiento de causa de lo que creía, en parte porque parecía cambiar incesantemente
y en parte porque a veces era difícil saber cuándo bromeaba y cuándo hablaba en serio.
Sin embargo, tras unas cuantas conversaciones deduzco que jugaba con la teología de la
misma forma que otras personas se interesan en los problemas del ajedrez, que le
gustaba formular la clásica pregunta del escritor de ciencia ficción («¿qué pasaría si...?»)
en todo aquello que se refiriera a nociones de filosofía y religión. Se trataba, sin duda, de
un aspecto más de su trabajo, y me he preguntado muchas veces cuáles hubieran sido
sus creencias de haber vivido diez años más, algo imposible de adivinar o de intuir ahora.
Recuerdo que, al igual que James Blish, estaba fascinado por el problema del mal y su
yuxtaposición con el eventual placer de vivir. Estoy seguro de que no tendría el menor
inconveniente en que les reproduzca un fragmento de la última carta que me escribió,
fechada el 10 de abril de 1981:
«Me pidieron que examinara dos publicaciones en el espacio de un cuarto de hora:
primero, una copia de Wind in the willows, que nunca había leído... En cuanto lo hube
examinado alguien me enseñó una fotografía a doble página del intento de asesinato del
presidente, aparecida en el último Time. A un lado el herido, luego el hombre del servicio
secreto con una metralleta Uzi en la mano, y más allá un montón de individuos que
sujetaban al asesino. Mi cerebro trataba de relacionar Wind in the willows con la
fotografía. Le fue imposible. Nunca lo conseguirá. Me llevé el libro de Grahame a casa y
me senté a leerlo mientras intentaban que la Columbia lo cediera, en vano, como ya
sabes. Cuando me levanté por la mañana no podía pensar en nada, ni en cosas raras,
como suele suceder al salir del sueño: la mente en blanco. Como si los computadores de
mi cerebro se negaran a dirigirse la palabra. Cuesta creer que la escena del intento de
asesinato y Wind in the willows formen parte del mismo universo. Seguro que uno de ellos
no es real. El señor Toad bajando por la corriente en un pequeño bote de remos y el
hombre de la Uzi... Es inútil tratar de otorgarle un sentido al universo, pero creo que
debemos esforzarnos a pesar de todo.»
Cuando la recibí sentí que esa tensión, ese desconcierto moral no eran más que una
versión atemperada de una emoción que recorría la mayor parte de su obra. Es una
cuestión que nunca resolvió; parecía demasiado sofisticado para confiar en cualquier
verdad aparente. A lo largo de los años hizo muchas afirmaciones en muchos lugares
diferentes, pero la que más quedó grabada en mi memoria, la que más se ajusta al
hombre con el que yo solía conversar es la que cité en mi prólogo al primer volumen de
entrevistas publicado por Greg Rickman, Philip K. Dick: In his own words (1984).
Constaba en una carta que Phil había escrito en 1970 a SF Commentary:
«Sólo sé una cosa sobre mis novelas. En todas ellas, una y otra vez, este hombre
insignificante se autoafirma por medio de su atolondrada y fatigosa lucha. En las ruinas de
las ciudades de la Tierra levanta con grandes dificultades una pequeña fábrica que
produce cigarros puros o artefactos de imitación con la leyenda "Bienvenidos a Miami, el
centro del placer del mundo". En A. Lincoln. Simulacros regenta un pequeño negocio de
órganos electrónicos vulgares y, más tarde, robots de apariencia humana más irritantes
que amenazadores. Todo a pequeña escala. El colapso es enorme; la animosa figurita
que se dibuja contra el paisaje en ruinas, al igual que Tagomi, Runciter o Molinari, tiene el
tamaño de un mosquito, apenas puede hacer nada..., pero posee una cierta grandeza. No
sé por qué. Simplemente creo en él y le amo. Prevalecerá. No hay nada más. Al menos,
nada que sea más importante. Nada que nos sea más importante. Pues mientras esté ahí,
como una minúscula figura paterna, todo irá bien.
»Algunos revisionistas han observado "amargura" en mis escritos. Me sorprende, por
cuanto la confianza nunca me abandona. Tal vez les moleste el hecho de que confío en
algo tan ínfimo. Quieren algo más grande. Voy a revelarles un secreto: no hay nada más
grande. Nada más, si me permiten la expresión. De hecho, ¿a cuánto más debemos
aspirar? ¿No es suficiente el señor Tagomi? Para mí, sí. Estoy satisfecho».
Supongo que lo he recordado dos veces porque me gusta pensar en este pequeño
elemento de confianza e idealismo de los escritos de Phil. Puede que esté imponiendo
una interpretación al hacer esto. Era una personalidad muy compleja, y tengo la
sensación de que impresionó deforma muy diferente a muchas y variadas personas.
Teniendo esto en cuenta, el mejor tributo que puedo rendir al hombre que aprecié y
conocí (casi siempre a larga distancia) se reduce a un simple bosquejo, si bien es lo mejor
que puedo ofrecer. Y como la mayoría de estas líneas son autoplagio, no siento el menor
escrúpulo en concluir con algo ya escrito previamente:
«La respuesta subjetiva..., una vez leído un libro de Philip Dick y colocado en la
estantería, es que, más allá de la reflexión, el argumento no se queda prendido en la
memoria; lo que permanece recuerda los efectos posteriores de un poema rico en
metáforas.
»Esto es lo que valoro, en parte porque desafía a toda clasificación, y en parte porque
lo que queda de un relato de Phil Dick cuando se han olvidado los detalles es algo que
recuerdo en momentos esporádicos y me produce una sensación o me provoca un
pensamiento; algo cuyo conocimiento me ha enriquecido.»
Me complace saber que está siendo reconocido y recordado con admiración en
muchos lugares. Creo que no dejará de suceder. Ojalá hubiera conocido el éxito mucho
antes.
ROGER ZELAZNY

CUENTO.
ESTABILIDAD

Robert Benton desplegó lentamente sus alas, las agitó varias veces y se elevó con
majestuosidad desde el tejado hacia las tinieblas.
La noche lo engulló al instante. Bajo él, centenares de diminutos puntos de luz
indicaban otros tantos tejados desde los que otras personas le imitaban. Una forma
violácea flotó a su lado y luego desapareció en la negrura. Benton, sin embargo, no se
sentía inclinado a entablar carreras nocturnas. La forma violácea se acercó de nuevo con
un balanceo invitador. Benton la rechazó desdeñosamente y aleteó en busca de una zona
más alta.
Al cabo de un rato descendió y se dejó arrastrar por corrientes de aire que ascendían
desde la ciudad que se extendía a sus pies, la Ciudad de la Luz. Una sensación
maravillosa y excitante le invadió. Hizo entrechocar sus enormes y blancas alas, atravesó
con frenética alegría las nubes que circulaban en dirección contraria, se sumergió en la
puerta invisible del inmenso cuenco negro en el que volaba y, por fin, bajó hacia las luces
de la ciudad, pues su tiempo libre terminaba.
Una luz más brillante que las otras parpadeaba al fondo: la Oficina de Control. Se
dirigió hacia ella lanzando su cuerpo como una flecha, con las alas blancas recogidas. Su
trayectoria dibujó una perfecta línea recta. Extendió las alas a unos treinta metros de la
luz, se afianzó en el aire y se posó en una terraza elevada.
Benton empezó a caminar hasta que una luz se encendió y encontró el camino de la
puerta de entrada guiado por su resplandor. La puerta se abrió hacia dentro al presionarla
con las yemas de los dedos y Benton entró. Empezó a bajar al instante, cada vez a mayor
velocidad. El diminuto ascensor se paró de repente y Benton se introdujo en el despacho
del Controlador.
—Hola —dijo el Controlador—, sácate las alas y siéntate.
Benton obedeció. Las plegó cuidadosamente y las colgó en uno de los ganchos
clavados en la pared. Seleccionó la mejor silla y avanzó con decisión hacia ella.
—Ah —sonrió el Controlador—, veo que aprecias la comodidad.
—Bueno —respondió Benton—, no quiero desperdiciar la ocasión.
El Controlador dejó vagar su mirada más allá del visitante, a través de las paredes de
plástico transparente. Al otro lado se extendían, hasta perderse de vista, los apartamentos
más grandes de la Ciudad de la Luz. Todos eran...
—¿Para qué quería verme? —le interrumpió Benton.
El Controlador tosió y sacudió unas hojas de papel metálico.
—Como ya sabes, Estabilidad es el lema. La civilización ha ido avanzando durante
siglos, especialmente desde el veinticinco. Sin embargo, es ley natural que la civilización
deba avanzar o retroceder; no puede permanecer inerte.
—Lo sé —dijo Benton asombrado—. También sé la tabla de multiplicar. ¿Me la va a
recitar?
El Controlador no le hizo caso.
—Sin embargo, hemos quebrantado esta ley. Hace cien años...
¡Cien años! Parecía ayer cuando Eric Freidenburg, de los Estados de la Alemania
Libre, se puso de pie en la Cámara del Consejo Internacional y anunció a los delegados
reunidos que la humanidad había alcanzado por fin su cota más alta. Progresar más era
imposible. Sólo se habían consignado dos grandes inventos en los últimos años. Después
se habían dedicado a contemplar las grandes gráficas y diagramas hasta ver desaparecer
las líneas por la parte inferior. El gran pozo del ingenio humano se había secado, y por
eso Eric se irguió y dijo lo que todos sabían, pero no se atrevían a decir. Por supuesto,
desde que se había hecho público de manera formal, el Consejo se vio obligado a trabajar
para solucionar el problema.
Se estudiaron tres soluciones. Una parecía más humana que las otras dos. Fue la que
se adoptó. Era...
¡La Estabilización!
Hubo muchos problemas cuando llegó a oídos de la gente. Estallaron disturbios en las
principales capitales. La Bolsa se vino abajo y la economía de muchos países quedó fuera
de control. Los precios de los alimentos se encarecieron y la mayor parte de la población
padeció hambre. Se declaró la guerra... ¡por primera vez en trescientos años! Pero la
Estabilización había empezado. Los disidentes fueron eliminados y los radicales
desterrados. Fue duro y cruel, pero no había otra posibilidad. El mundo, por fin, se plegó a
un estado inflexible, un estado controlado que no admitía cambios: ni adelantos ni
retrocesos.
Todos los habitantes eran sometidos cada año a un difícil examen de una semana de
duración para determinar si se apartaban o no de la norma. Los jóvenes recibían una
educación intensiva de quince años. Los que no podían situarse al mismo nivel de los
demás simplemente desaparecían. Los inventos eran estudiados minuciosamente por
Oficinas de Control para asegurarse de que no podían perturbar la Estabilidad. Ante la
menor posibilidad...
—Y por eso no podemos permitir el uso de tu invento —explicó el Controlador a
Benton—. Lo siento.
Observó a Benton, le vio sobresaltarse, palidecer. Las manos le temblaban.
—Vamos —dijo con dulzura—, no te lo tomes así; puedes hacer otras cosas. Después
de todo, no hay peligro de destierro.
Benton se limitaba a mirarle fijamente:
—Pero usted no lo comprende —dijo al fin —; no he inventado nada. No sé de qué me
habla.
—¡Que no has inventado nada! —exclamó el Controlador—. ¡Si yo estaba presente el
día que lo trajiste! ¡Vi cómo firmabas la declaración de propiedad! ¡Me entregaste el
modelo a mí!
Miró a Benton. Luego apretó un botón de su escritorio y habló frente a un pequeño
círculo luminoso.
—Envíeme el expediente número tres, cuatro, cinco, cero, cero, D, por favor.
Un tubo apareció al cabo de un momento en el círculo luminoso. El Controlador levantó
el objeto cilíndrico y se lo pasó a Benton.
—Aquí tienes tu declaración firmada con tus huellas dactilares impresas en los lugares
correspondientes. Sólo tú pudiste dejarlas.
Benton abrió el tubo como atontado y extrajo unos papeles del interior. Los examinó
unos instantes, los volvió a colocar lentamente dentro del tubo y lo tendió al Controlador.
—Sí —dijo—, es mi letra, y no cabe duda de que son mis huellas digitales, pero sigo
sin comprenderlo, jamás he inventado nada y nunca estuve aquí antes. ¿Cuál es el
invento?
—¿Cuál es? —repitió el Controlador boquiabierto—. ¿No lo sabes?
—No, no lo sé.
—Bien, si quieres averiguarlo tendrás que bajar a las Oficinas. Lo único que puedo
decirte es que los planos que nos enviaste no merecieron la aprobación de la Junta de
Control. Yo sólo soy un portavoz. Tendrás que vértelas con ellos.
Benton se levantó y caminó hacia la puerta. Se abrió al simple contacto de sus dedos,
como la anterior, y él entró en las Oficinas de Control. Antes de que la puerta se cerrara a
su espalda, el Controlador le advirtió severamente:
—¡Ignoro lo que estás tramando, pero ya conoces el castigo por alterar la Estabilidad!
—Temo que la Estabilidad ya esté alterada —respondió Benton, y prosiguió su camino.
Las oficinas eran gigantescas. Desde la plataforma en la que estaba situado podía ver
un millar de hombres y mujeres que manipulaban eficientes y zumbantes máquinas.
Dentro de las máquinas, un alimentador distribuía montones de tarjetas. Muchos de los
empleados trabajaban en escritorios, mecanografiando informes, trazando gráficas,
descartando tarjetas y descifrando mensajes en clave. Los asombrosos diagramas que
colgaban de las paredes eran reemplazados sin cesar. Hasta el aire parecía haberse
contagiado de la vitalidad del trabajo, el zumbido de las máquinas el teclear de los
mecanógrafos y el murmullo de las voces que daban lugar a un único, apacible y
satisfecho sonido. Y esta inmensa maquinaria, que costaba una fortuna mantener en
funcionamiento, tenía un nombre: ¡Estabilidad!
Aquí residía lo que había hecho del mundo un todo indivisible. Esta sala, estos
esforzados trabajadores, el hombre insensible que agrupaba tarjetas en la pila etiquetada
«para exterminar» funcionaban al unísono como una gran orquesta sinfónica. Un error, un
retraso, y toda la estructura se tambalearía. Pero nadie fallaba. Nadie se detenía ni
vacilaba. Benton bajó por una escalerilla hasta el mostrador de información.
—Déme toda la información sobre un invento entregado por Robert Benton, tres,
cuatro, cinco, cero, cero, D —pidió al empleado, que asintió y abandonó el mostrador.
Al cabo de escasos minutos regresó con una caja metálica.
—Contiene los planos y un modelo a escala reducida del invento —explicó.
Puso la caja sobre el mostrador y la abrió. Benton echó un vistazo al contenido. Una
pequeña maqueta de una maquinaria muy compleja descansaba en el centro, sobre un
grueso montón de hojas metálicas cubiertas de diagramas.
—¿Puedo llevármelo? —preguntó Benton.
—Siempre que sea usted el propietario —replicó el empleado.
Benton le enseñó su tarjeta de identificación. El empleado la examinó y la cotejó con
los datos del invento. Por fin dio su aprobación, Benton cerró la caja, la cogió y salió a
toda prisa del edificio por una puerta lateral.
Desembocó en una de las calles subterráneas más anchas, en la cual había un aluvión
de luces y de vehículos. Se orientó y empezó a buscar un coche de comunicaciones que
le llevara a casa. Detuvo uno y subió. Pasados unos minutos de trayecto, levantó con
grandes precauciones la tapa de la caja y miró el extraño modelo.
—¿Qué lleva ahí, señor? —preguntó el conductor robot.
—Ojalá lo supiera —respondió Benton con pesar.
Dos voladores alados bajaron en picado y se agitaron frente a él, danzaron en el aire
durante un segundo y después desaparecieron.
—Oh, vientos —murmuró Benton—, olvidé mis alas.
Bien, era demasiado tarde para dar media vuelta y recuperarlas, el coche estaba
frenando delante de su casa. Pagó al conductor, entró y cerró la puerta, algo que ya no se
solía hacer. El mejor lugar para examinar el contenido de la caja sería su sala de
«reflexión», donde pasaba la mayor parte del tiempo libre que no utilizaba en volar. Allí,
entre sus libros y revistas, examinaría la caja a sus anchas.
El conjunto de diagramas constituyó un completo misterio para él, y aún más el modelo.
Lo miró desde todos los ángulos, por debajo, por encima. Trató de interpretar los símbolos
técnicos de los diagramas sin resultado alguno. Sólo había un camino viable. Localizó el
interruptor y lo golpeó ligeramente.
No sucedió nada durante cerca de un minuto. Luego, la habitación comenzó a oscilar y
a retroceder. Por un momento tembló como una masa de gelatina. Se mantuvo firme un
instante, y luego desapareció.
Benton cayó a través de un espacio similar a un túnel sin final, y se encontró
contorsionándose frenéticamente, buscando a tientas en la negrura algo a lo que asirse.
Cayó por un lapso de tiempo interminable, indefenso y aterrado. De pronto, tocó suelo,
sano y salvo. La caída no podía haber sido muy larga, aunque así lo pareciera. Ni siquiera
se habían desordenado sus vestiduras metálicas. Se incorporó y paseó la vista a su
alrededor.
El lugar al que había llegado le era desconocido. Se trataba de un campo..., si bien
pensaba que ya no existía. Por todas partes se veían ondulantes terrenos de grano. Sin
embargo, estaba convencido de que no crecía grano natural en ninguna parte de la Tierra.
Sí, así debía ser. Hizo pantalla con las manos para protegerse los ojos y miró al sol, que
parecía el mismo de siempre. Empezó a caminar.
Los campos de trigo se terminaron al cabo de una hora, y fueron sustituidos por un
extenso bosque. Gracias a sus estudios sabía que ya no quedaban bosques en la Tierra.
Habían perecido años antes. ¿Dónde se encontraba, pues?
Imprimió más rapidez a su paso. Después se puso a correr. Divisó una pequeña colina
y la escaló hasta la cumbre. Al contemplar la otra ladera no pudo evitar su asombro. No
había más que un gran vacío. La tierra era completamente lisa y estéril, y hasta donde
alcanzaba la vista no se veían árboles ni signos de vida, sólo el inmenso y calcinado país
de la muerte.
Bajó hacia la llanura. A pesar del calor y la sequedad que sentía bajo sus pies, no
desfalleció. Siguió andando. El suelo lastimaba sus pies, poco acostumbrados a las largas
caminatas, y el cansancio fue en aumento, pero estaba determinado a continuar. Un casi
inaudible susurro en el interior de su mente le impulsaba a no disminuir la velocidad.
—No lo cojas —dijo una voz.
—Lo haré —graznó, y se paró en seco.
¡Una voz! ¿De dónde vendría? Se giró con rapidez, pero no vio nada. No obstante,
había llegado hasta sus oídos, como si fuera la cosa más natural que las voces vinieran
del aire. Examinó la cosa que estaba a punto de coger. Era un globo de cristal del tamaño
aproximado de su puño.
—Destruirás vuestra valiosa Estabilidad —dijo la voz.
—Nadie puede destruir la Estabilidad —respondió automáticamente.
El globo de cristal reposaba frío y hermoso en la palma de su mano. Había algo dentro,
pero el calor que desprendía la esfera resplandeciente lo hacía bailar ante sus ojos y le
impedía conocer su naturaleza exacta.
—Estás permitiendo que cosas malignas controlen tu mente —dijo la voz—. Suelta el
globo y vete.
—¿Cosas malignas? —preguntó sorprendido.
Hacía calor y tenía sed. Hizo el ademán de guardarse el globo en la túnica.
—No lo hagas —ordenó la voz—, pues ése es su designio.
El globo era aún más bello apoyado contra su pecho. Le protegía del fiero calor del sol.
¿Qué estaba diciendo la voz?
—Te llamo a través del tiempo —explicó la voz—. Ahora le obedeces sin rechistar. Soy
su guardián, y desde entonces, cuando el mundo fue creado, lo he custodiado. Vete, y
déjalo tal como lo encontraste.
Pero hacía demasiado calor en la llanura. Quería marcharse; el globo le instaba, le
recordaba el fuego que caía del cielo, la sequedad de su boca, el aturdimiento de su
cabeza. Reemprendió el camino, y mientras apretaba el globo contra sí oyó el rugido de
furia y desesperación de la voz fantasmal.
Era lo único que podía recordar. Tuvo conciencia de volver sobre sus pasos hacia los
campos de trigo, atravesarlos, tropezando y tambaleándose, hasta llegar al lugar en el
que había aparecido. El globo de cristal apretado contra su costado le incitaba a recoger
la pequeña máquina del tiempo que había dejado abandonada. Le susurraba qué dial
cambiar, qué botón apretar, cuál sintonizar. Luego volvió a caer, de vuelta por el corredor
del tiempo, de vuelta, de vuelta hacia la neblina grisácea de la que había surgido, de
vuelta a su propio mundo.
De pronto, el globo le ordenó detenerse. El viaje a través del tiempo aún no había
finalizado: quedaba algo por hacer.
—¿Dices que tu apellido es Benton? ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el
Controlador—. Nunca habías estado aquí, ¿verdad?
Miró con fijeza al Controlador. ¿Qué quería decir? ¡Si acababa de abandonar su
oficina! ¿O no? ¿Qué día era? ¿Dónde había estado? Aturdido, se frotó la cabeza y tomó
asiento en la butaca. El Controlador le observaba con ansiedad.
—¿Te encuentras bien? ¿Puedo ayudarte?
—Estoy bien —dijo Benton. Tenía algo en las manos—. Quiero registrar este invento
para que reciba la aprobación del Consejo de la Estabilidad—. Tendió la máquina del
tiempo al Controlador.
—¿Traes los bocetos? —preguntó el Controlador.
Benton registró sus bolsillos y sacó los diagramas. Los esparció sobre el escritorio del
Controlador y depositó el modelo entre ellos.
—El Consejo no tendrá problemas en determinar lo que es —indicó Benton.
Le dolía la cabeza y quería marcharse. Se puso en pie.
—Me voy —dijo, y salió por la puerta lateral.
El Controlador le siguió con la mirada.
—Obviamente —dijo el primer Miembro del Consejo de Control—. ha estado usando
este aparato. ¿Afirma que en la primera visita actuó como si ya hubiera estado antes,
pero que en la segunda no recordaba; haber presentado un invento ni su visita anterior?
—Exacto —asintió el Controlador—. Sospeché algo en la primera visita, pero no
adiviné el significado hasta la segunda. Lo ha utilizado, no cabe duda.
—La Gráfica Central predice que un elemento desestabilizador está a punto de
sobrevenir —indicó el Segundo Miembro—. Yo diría que se trata del señor Benton.
—¡Una máquina del tiempo! —exclamó el Primer Miembro—. Podría representar un
peligro. ¿Traía algo más cuando vino... la primera vez?
—No observé nada especial, salvo que andaba como si llevara algo bajo sus
vestimentas —replicó el Controlador.
—Entonces debemos actuar cuanto antes. Tal vez haya desencadenado ya una serie
de circunstancias que nuestros Estabilizadores no sean capaces de controlar. Creo que
sería conveniente visitar al señor Benton.
Benton estaba sentado en su sala de estar con la mirada perdida en la lejanía. Sus ojos
mantenían una rigidez vidriosa que apenas les permitía parpadear. El globo le había
estado hablando, contándole sus planes, sus esperanzas. Se detuvo de súbito.
—Ya vienen —dijo.
Estaba posado en el sofá, a su lado, y su ligero susurro se introdujo en el cerebro de
Benton como volutas de humo. En realidad, no hablaba, pues su lenguaje era mental,
aunque Benton le oía.
—¿Qué he de hacer?
—Nada —dijo el globo—. Se irán.
Sonó el timbre de la puerta y Benton continuó inmóvil. El timbre sonó otra vez y Benton
se agitó inquieto. Al cabo de un rato, los hombres volvieron sobre sus pasos y dio la
impresión de que se habían ido.
—¿Y ahora qué? —preguntó Benton.
El globo tardó en contestar.
—Siento que la hora está a punto de llegar —dijo por fin—. Hasta ahora no he
cometido equivocaciones, y la parte más difícil ya ha pasado. Lo más complicado fue
atraerte a través del tiempo. Tardé años en conseguirlo..., el Vigía era inteligente.
Tardaste mucho en responder, y no lo hiciste hasta que encontré el método de poner la
máquina en tus manos. Entonces supe que el éxito estaba cerca. Pronto nos liberarás de
este globo. Después de tanto tiempo...
Oyeron crujidos y murmullos en la parte trasera de la casa. Benton se levantó de un
salto.
—¡Están entrando por la puerta de atrás! —gritó.
El globo crujió airadamente.
El Controlador y los Miembros del Consejo hicieron acto de presencia lenta y
cautelosamente. Cuando vinieron a Benton se detuvieron.
—Creíamos que no estabas en casa —dijo el Primer Miembro.
Benton se volvió hacia él.
—Hola. Lamento no haber respondido a la llamada; me quedé dormido. ¿Qué se les
ofrece?
Estiró la mano poco a poco hacia el globo, y pareció que éste se deslizara bajo el
manto protector de su palma.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó de pronto el Controlador.
Benton le miró, y el globo susurró consejos en su mente.
—Un pisapapeles —sonrió—. ¿Quieren sentarse?
Los hombres se acomodaron y el Primer Miembro empezó a hablar.
—Viniste a vernos dos veces, la primera para registrar un invento y la segunda porque
te habíamos conminado a ello, puesto que no podíamos autorizarte a utilizar ese invento.
—¿Y bien? —preguntó Benton—. ¿Qué sucede?
—Nada —respondió el Primer Miembro—, salvo que la que fue para nosotros la
primera visita fue para ti la segunda. Podemos probarlo, pero no lo haremos por el
momento. Lo único importante es que todavía conservas la máquina. He aquí un
problema difícil. ¿Dónde está la máquina? Suponemos que la tienes en tu poder. Si bien
no podemos obligarte a dárnosla, la obtendremos de una manera o de otra.
—Es cierto —admitió Benton.
Pero ¿dónde estaba la máquina? Acababa de dejarla en la Oficina del Controlador.
Aunque la había cogido durante su viaje por el tiempo, después había regresado al
presente y la había devuelto a la Oficina del Controlador.
—Ha dejado de existir, una no entidad en una espiral temporal —le susurró el globo,
adivinando sus reflexiones—. La espiral temporal concluyó cuando depositaste la
máquina en la Oficina de Control. Ahora haz que se vayan estos hombres para que
podamos hacer lo que ha de hacerse.
Benton se puso en pie y protegió el globo con su cuerpo.
—Temo que la máquina del tiempo no se halla en mi poder. Ni siquiera sé dónde está,
pero búsquenla si quieren.
—Por haber violado las leyes te has hecho merecedor del destierro —observó el
Controlador—, pero consideramos que hiciste lo que hiciste sin querer. No queremos
castigar a nadie sin motivos, sólo deseamos mantener la Estabilidad. Una vez alterada, ya
nada importa.
—Busquen, pero no la encontrarán —dijo Benton.
Los Miembros y el Controlador procedieron. Destriparon sillones; miraron bajo las
alfombras y los cuadros, en las paredes, pero no encontraron nada.
—Ya ven que les decía la verdad.
Benton sonrió cuando regresaron a la sala de estar.
—Puede que la hayas ocultado en otro lugar. —El Primer Miembro se encogió de
hombros—. Sin embargo, no importa.
El Controlador avanzó un paso.
—La Estabilidad es como un giroscopio. Es difícil apartarlo de san trayectoria, pues una
vez puesto en marcha cuesta mucho detenerlo. No creemos que tengas la energía
suficiente para desviar ese giroscopio, pero quizá otros la tengan. Está por ver. Ahora nos
iremos, y se te permitirá acabar con tu vida o aguardar al destierro. La elección está en
tus manos. Se te vigilará, por supuesto, y confío en que no tratarás de huir. En tal caso,
serás destruido inmediatamente. La Estabilidad debe ser mantenida a toda costa.
Benton les miró y luego depositó el globo sobre la mesa. Los Miembros lo observaron
con interés.
—Un pisapapeles —repitió Benton—. Interesante, ¿verdad?
El interés de los Miembros disminuyó. Se dispusieron a partir. Pero el Controlador
examinó el globo alzándolo hacia la luz.
—La maqueta de una ciudad, ¿eh? Qué sutileza de detalles.
Benton le miró en silencio.
—Caramba, parece increíble que una persona pueda esculpir tan bien —continuó el
Controlador—. ¿Qué ciudad es? Parece tan vieja como Tiro o Babilonia, o muy
adelantada en el futuro. Sabes, me recuerda una vieja leyenda. La leyenda cuenta que
una vez existió una ciudad muy perversa, tan perversa que Dios la disminuyó de tamaño y
la metió en un recipiente, y dejó un vigía para evitar que nadie se escapara y liberara la
ciudad rompiendo el recipiente. Se supone que ha seguido cautiva durante una eternidad,
aguardando el momento de liberarse. Es posible que ésa sea la maqueta.
—¡Vamos! —gritó el Primer Ministro—. Debemos irnos; tenemos muchas cosas que
hacer esta noche.
El Controlador se giró rápidamente hacia los Miembros.
—¡Esperad! No os vayáis.
Cruzó la habitación con el globo todavía en sus manos.
—No es el momento más adecuado para irse —dijo, y Benton observó que, pese a la
palidez de su rostro, apretaba con firmeza los labios.
El Controlador se volvió bruscamente hacia Benton.
—Un viaje a través del tiempo; la ciudad en un globo de cristal. ¿Qué significa esto?
Los dos Miembros del Consejo parecían asombrados y confusos.
—Un ignorante viaja por el tiempo y vuelve con un extraño objeto de vidrio —dijo el
Controlador—. Un trofeo muy extraño, ¿no creéis?
La cara del Primer Miembro perdió el color.
—¡Por el Buen Dios del Cielo! —murmuró—. ¡La ciudad maldita! ¿En ese globo?
Miró la esfera con expresión de incredulidad. El Controlador observó a Benton como
divertido.
—A veces podemos ser muy estúpidos, ¿no es así? Pero un día nos despertamos. ¡No
la toques!
Benton retrocedió con parsimonia, con las manos temblorosas.
—¿Y bien? —preguntó.
Al globo le molestaba estar en manos del Controlador. Emitió un zumbido y las
vibraciones se deslizaron por el brazo del Controlador. Al sentirlas, asió con más firmeza
el globo.
—Desea que lo rompa, que lo destroce contra el suelo para liberarse.
Contempló las diminutas espirales y el remate de los edificios en la sombría
nebulosidad del globo, tan diminutas que podía cubrirlas con sus dedos.
Benton se lanzó adelante, firme y seguro como cuando volaba. Cada minuto pasado en
la cálida negrura de la atmósfera de la Ciudad de la Luz vino en su ayuda. El Controlador,
que siempre había estado muy ocupado con su trabajo, demasiado ajeno a los placeres
aéreos que tanto enorgullecían a la ciudad, se derrumbó al instante. El globo salió
disparado de sus manos y rodó por el suelo de la habitación. Benton saltó tras él.
Mientras corría en pos de la brillante esfera vio de reojo los rostros asustados y perplejos
de los Miembros y del Controlador, que trataba de ponerse en pie, horrorizado y aturdido
por el golpe.
El globo le llamaba entre susurros. Benton avanzó sin vacilaciones y percibió primero
un murmullo victorioso y después un rugido de alegría cuando aplastó con el pie el cristal
que la mantenía prisionera.
El globo se quebró con un chasquido estruendoso. Nada sucedió durante un rato, hasta
que empezó a desprender niebla. Benton volvió al sofá y se sentó. La niebla empezó a
llenar la habitación. Creció y creció hasta el punto de asemejarse a algo vivo por la forma
en que se retorcía y mudaba.
El sueño se apoderó de Benton. La niebla se agolpó a su alrededor, se enroscó en sus
piernas, llegó al pecho y finalmente se arremolinó en torno a su rostro. Arrellanado en el
sofá, con los ojos cerrados, se dejaba envolver por la extraña y antigua fragancia.
Entonces oyó las voces. Lejanas y débiles al principio, el susurro del globo amplificado
incontables veces. Un concierto de murmullos se elevó del globo resquebrajado hasta
alcanzar un crescendo exultarte. ¡La alegría de la victoria! Vio a la ciudad en miniatura
dentro del globo fluctuar y desvanecerse, y luego cambiar de forma y tamaño. Podía oírla
tan bien como la veía. El firme latido de la maquinaria como un gigantesco tambor. La
trepidación y agitación de seres metálicos en cuclillas.
Los seres se movían. Vio a los esclavos, hombres sudorosos, encorvados y pálidos,
retorciéndose en sus esfuerzos por alimentar los rugientes hornos de acero. La escena
pareció dilatarse ante sus ojos hasta llenar la habitación; los sudorosos trabajadores le
rozaban y apartaban de su camino. Estaba ensordecido por el estruendo de las
rechinantes ruedas, engranajes y válvulas. Algo le empujaba a moverse hacia la ciudad y
la niebla resonaba con los nuevos y victoriosos sonidos de los liberados.
Cuando salió el sol ya estaba despierto. Sonó el despertador, pero ya hacía rato que
Benton había salido del cubidormitorio. Cuando se unió a las filas de sus compañeros
reconoció algunas caras familiares, hombres a los que había conocido anteriormente en
algún otro lugar. Pero en seguida se le borraron los recuerdos. Mientras marchaban en
perfecta formación hacia las máquinas que les esperaban, entonando los sonidos
disonantes que sus antecesores habían cantado durante siglos, con el peso de las
herramientas lastimándole la espalda, contó el tiempo que faltaba para su próximo día de
descanso. Apenas quedaban tres semanas y, pese a todo, debería hacerse merecedor
del premio ante las máquinas...
¿Acaso no había cuidado a su máquina fielmente?

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